Capítulo quince
Capilla de Saint Lucas, Inglaterra
ANA
Golpeó suavemente la puerta del cuarto en el que le informó Melezel que descansaba Cecile. Ella le abrió poco después. Tenía los ojos enrojecidos, Ana intuyó que había estado llorando. Observó el cuarto detrás de ella, era largo y angosto; contenía unas diez camas de una plaza. Según le dijo el ángel, los seminaristas lo habían ocupado en el pasado. Una de ellas tenía un par de mantas limpias y arrugadas, seguro Cecile había estado descansando allí.
—Oh, lo siento —se disculpó al notarlo—, ¡que inoportuna soy! Sigue durmiendo, Cecile... vendré en la mañana.
Cecile negó con la cabeza mientras sonreía levemente.
—No, está bien, pasa Ana —le pidió—. Una nueva amiga siempre va a ser bien recibida en estos tiempos.
Ana entró convencida por sus palabras. Pensó en que quizás necesitaba hablar; ella también venía a contarle algo. Se acercó hasta su cama y se sentó en un extremo; Cecile también lo hizo, apoyando su espalda en el pequeño respaldar forrado con cuero negro. Antes de decir algo, alargó su mano hasta la destartalada mesita de luz y sacó del primer cajón una caja rosada.
—Toma —le convidó, extendiéndole la caja abierta que contenía bombones envueltos en papel brillante de distintos colores—. Son muy buenos... me los envió Finn.
Ana aceptó su invitación a probarlos y tomó uno de ellos, de envoltura anaranjada. Se lo llevó a la boca y lo degustó despacio. Esto le recordó que tenía hambre y que no comía hacía horas.
—Esta riquísimo, pero no debería —le dijo habiéndolo acabado—, ya aumenté unos dos kilos y sería prudente cuidarme. Sabes, hay algo que tengo que contarte.
Cecile fijó sus ojos en ella con expresión intrigada.
—¿Sí? —le preguntó—, ¿qué?
Las lágrimas que comenzaron a verter de los ojos de Ana revelaron la noticia antes que sus palabras.
—Estoy embarazada —anunció en medio de una risa mojada.
Cecile soltó un grito de alegría y se abalanzó sobre ella para abrazarla.
—¡Felicidades, amiga! Muchas, muchas felicidades —le deseó mientras la estrechaba. Ana se sintió conmovida con su reacción.
—Gracias. Estoy muy feliz por ello, me lo dijo Melezel, él vio la vida creciendo en mi vientre —le dijo cuando deshicieron el abrazo—.Pero ¿no crees que este sea un mal momento para traer vida a esta tierra?
Cecile abrió grandes los ojos y meneó reiteradamente la cabeza.
—¡Claro que no! —exclamó—. Nunca es un mal momento para traer vida... mucho menos cuando todo lo que nos rodea es muerte.
Al escucharla, Ana sintió el impulso de volver a abrazarla, y así lo hizo, envolviéndola con ese cariño que le tenía, aunque se conocían tan poco.
Cuando volvieron a sus lugares de inicio en la cama, Cecile fue la próxima en compartir una revelación.
—Ya recuerdo Ana —le contó con una sonrisa. Ana se sorprendió—.Sí, todo, quien fui, quien soy, por qué me buscan las tinieblas. Recuerdo todo, Finn me lo mostró, ¿quieres que te cuente mi historia?
—Tiempo —comenzó Ana su respuesta—, mi bebé y un esposo perdido, es todo lo que tengo.
Luego de decir esto ella se acomodó mejor en la cama y llevó toda su atención al relato de Cecile. Se asombró, muchísimo, sintió tristeza y luego alegría. La comprendió y más tarde, experimentó un profundo enojo; Ana pasó por muchas y variadas emociones, conforme la increíble historia de Cecile era narrada por ella misma.
Una vez que llegó al presente Cecile se detuvo, y Ana, que no había dicho una sola palabra durante la narración decidió comentar su parecer al ver que ella se lo pedía con los ojos.
—Eres especial —sentenció Ana—. Debí saberlo antes, no eres alguien más del montón, hay algo en ti... ahora lo entiendo, fuiste la elegida para llevar un poder enorme. Uno que puede cambiar el rumbo de la historia del universo. Es una gran responsabilidad, Cecile, ¿o debería decirte Ziloe?
Una sonrisa algo triste se dibujó en el rostro de Cecile.
—Creo que deberías llamarme Ziloe, y sí, es demasiada responsabilidad para la sencilla hija de un pescador —le contestó.
—Entonces, Ziloe —la llamó por primera vez—, ¿tienes más claridad ahora que conoces tu identidad, tus raíces?
Ziloe encogió los hombros. No se veía más segura, quizás hasta se notaba en ella un enredo mayor.
«Y no es para menos, pobrecita».
Ana le extendió una mano y Ziloe se la tomó.
—No importa el nombre ni lo vivido antes, ya sean aciertos o equivocaciones; importa el presente, el ahora, qué quieres, quién eres en tu interior —le hizo ver—, y eso, amiga, nadie puede mostrártelo, solo tú puedes hallarlo; tú tienes la respuestas que estás buscando.
—Tienes razón —le concedió con un tenue brillo en la mirada—.Debo ordenarme y empezar a ser fuerte. Sabes, Ana, siempre he sido débil; lo fui con Hariel, luego con Finn, lo fui al rendirme cuando me viste en la calle, aún ahora, en lugar de tratar de encajar las piezas solo me derrumbé y permití que todo esto me sobrepasara.
Ana sintió verdadera pena por ella.
—Ziloe, todos guardamos en nosotros tanto la fortaleza como la debilidad, aunque creas lo contrario las dos nos sirven en algún momento de nuestras vidas. A veces necesitamos ser fuertes para vencer los obstáculos, pero también a veces necesitamos ser débiles para que sea nuestra intuición la que nos guíe, doblegarnos ante lo que sentimos y no imponernos sobre ello. Te han restringido el decidir, de ahora en adelante ya no lo permitas.
De los ojos de Ziloe brotaron un par de lágrimas. Ana las limpió con sus dedos y le acarició la mejilla.
—Gracias por escucharme, Ana. Tú sí que eres especial, tan fuerte... mírame a mí, soy un manojo de nervios —se rio al concluir.
—¿Y quién no lo estaría en tu lugar? —le cuestionó ella—, con semejante poder divino y con dos ángeles luchando por tu corazón.
Las dos rieron.
—Sí, esos dos —dijo Ziloe entornando los ojos—. Créeme no es tan cool como lo pintan. Ellos, los ángeles, pueden parecer en apariencia iguales a nosotros, pero no lo son. No son razas que deberían enredarse... yo soy prueba viviente de eso, los dos pusieron mi vida de cabeza.
—Lo adecuado sería decir te entiendo —inició Ana—, pero doy gracias a Dios de que no. Nunca me llamaron la atención los romances complicados y creo que el tuyo con ellos, en ese aspecto, se lleva la corona.
Ziloe se rio y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Dios! ¿Qué voy a hacer...? Me siento tan divida y también una tonta por estar pensando en estas cosas en un tiempo como este.
—No lo eres, Ziloe, ¿qué puedes resolver afuera, si adentro estás hecha un lío? —le remarcó Ana—. Te daré un consejo de hermana mayor, pues creo que debo tener unos cuatro o cinco años más que tú, claro está, "en apariencia"... el hombre que más te conviene es con el que puedas ser tú misma, sin secretos, máscaras ni idealismos, tú, ni más ni menos que eso.
—Es un buen consejo, ¿tienes algo de tiempo? Buscaré papel y lápiz y anotaré cada uno de ellos, me servirán cuando esté a punto de cometer otra locura —bromeó Ziloe, y a las dos las atrapó de nuevo una risa franca.
Luego Ana se puso de pie; Ziloe hizo lo mismo y la acompañó a la puerta.
—Eres importante para el futuro de todos —le dijo antes de salir—.No sé qué pueda hacer esta mujer preñada por ti, pero aquí estoy, para lo que me necesites.
Un último abrazo y Ana salió al pasillo.
Esas últimas horas le estaban dando una nueva apreciación de todas las cosas.
«Si en verdad quiero honrar la vida. Debo saber por qué causas darla, y por qué personas la daría».
Capilla de Saint Lucas, Inglaterra
ZILOE
Luego de aquella inolvidable conversación con Ana, Ziloe se calzó, se cubrió con una manta y salió del cuarto en el que estaba. El sueño se le había ido por completo y se sentía lucida y renovada.
Recorrió los pasillos y habitaciones buscando a Finn, y lo encontró minutos más tarde, en la entrada, de pie al lado de la puerta principal, seguramente de guardia.
—Cuanta seriedad —le dijo al verlo en esa pose, y él sonrió y se relajó un poco al escucharla—. ¿Puedo importunarte con mi charla? ¿O mi presencia va a desconcentrarte?
—Mentiría si dijera que no me desconcentraré, cuando estoy a tu lado suelo perder la cabeza, pero aun arriesgándome a ello —le dijo Finn y señaló dos sillas roídas cerca de la puerta—. Ven, siéntate.
Ziloe hizo como él le pidió, y se sentaron uno al lado del otro.
Sus alas rosaban el polvoriento suelo y eso la dejó pensativa por un momento.
—Estoy enojada contigo —comenzó ella—, pero aun así, gracias por todo. No sé qué habría sido de mí de no ser por ti. Me rescataste de mí misma, y puedo decir sin temor a equivocarme que nunca vi a alguien tan perseverante como tú en los dos mil años que tengo de vida.
—¿Dijiste dos mil? —le preguntó Finn haciendo un cómico mohín—.Lo siento, no salgo con humanas que superen los novecientos noventa y nueve.
Ziloe se rio y lo golpeó juguetonamente en un brazo. Él tomó una de sus manos y la besó con delicadeza.
—Ya, en serio —prosiguió él—. Yo debo agradecerte. Si no fuera por ti, nunca hubiera conocido lo que se siente amar, no de esta manera. Sé que no podría haberlo sentido por nadie más... eres tú o ninguna.
Ziloe frunció el ceño.
—Creo que escuché eso último en una canción —le dijo. Se sentía liviana.
—Sí, lo sé. He robado todo mi repertorio de un programa musical que pasaban de continuo en la estación —reconoció él sonriendo—.¿Qué crees que pensarían los chicos si me vieran volando?
Con ese comentario Ziloe recordó la vida que vivían, él como policía, y ella estudiando diseño de modas. Eso parecía tan lejano ahora.
—Creo que pensarían que terminaron de recortarte los viáticos.
Los dos se rieron sonoramente. El eco de sus risas llenó de calidez la capilla.
«Ser yo misma... ¿lo soy con Finn?»
—Sabes, Ziloe, realmente me quedé con ganas de probar mi torta celeste rellena de fresas —le dijo él. Su tono había cambiado a ese otro que bien le conocía. El que solía anteceder a todos sus encuentros amorosos.
—Me conoces, para mí lo prometido es deuda —dijo ella levantando graciosamente una mano como señal de juramento. Por alguna razón Hariel cruzó por su mente.
—¿Sí? —inquirió Finn acercándose más a ella—. Porque me prometiste también un beso por cada año cumplido. Y son "veinticinco" los supuestos años que acabo de cumplir.
Cecile acortó aún más la distancia, hasta que pudo sentir su aliento fundiéndose con el suyo.
—Veinticinco son muchos —susurró—, pero podríamos empezar por uno.
Ni bien terminó la oración sus bocas se encontraron. Se conocían a la perfección, sabían cómo arrancarse suspiros, sabían cómo hacerse confesiones con los labios.
Inmersos en ese dulce beso, no oyeron nada hasta que los conmocionó un estruendo. Voltearon en la dirección de este al unísono, el origen venía del hueco que hasta hace segundos era la puerta de entrada, la cual ahora se hallaba deshecha cerca de uno de los muros.
—¿Cuántos ángeles más besarás para encontrar a tu amor verdadero, Ziloe? —Era Hariel, y se veía atemorizante—, no todos los sapos se convierten en príncipes.
Sus ojos rojos se encontraron con los de Ziloe. La sensación era abrumadora ahora que lo reconocía.
Él se adelantó cruzando el hueco, y Finn a su lado sacó la espada de su cinto y se puso en posición de combate. Ziloe solo paseó su mirada de uno a otro.
—Finniel —lo nombró su caído.
—Hariel —lo llamó su ángel.
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