Bristol, Londres
LILLY-NAIEL
—Mi pequeña Lilly, la que vio con los ojos del corazón. Nada te detuvo, ni aun los mayores obstáculos pudieron con tu fe, pues cuando parecía marchitarse, sorprendentemente volvía a florecer. Sé lo que te dirán... que fuiste portadora de un mensaje falso, y que no hay gloria en tus acciones, pero se equivocan. Tú no eras la mensajera, pero sí el mensaje. Y este es claro y contundente: Solo el que cree y persevera podrá alcanzar lo deseado, no basta solo con la fe, ni sirven de nada las acciones solamente; pero el que una estas dos fuerzas y camine con ellas, enarbolándolas cual estandarte, ese vencerá, no a alguien más, sino a sí mismo.
»Ahora recibe el galardón de los que peleando la buena batalla, alcanzan la meta.
Mientras Lilly-Naiel descendía meditaba en las últimas palabras que le dedicó el Padre. También en el obsequio que le dio, uno que nunca creyó poseer, pero que en esa misma hora estaba disfrutando.
El sol en su cenit bañaba las costas londinenses en donde ella estaba por aterrizar. Era mediodía y un intenso sol bañaba a la ciudad europea convirtiéndola en un oasis de luz y calor. El viento soplaba calmo, ella podía sentirlo en su rostro y despeinando sus cabellos negros. Cuando sus pies morenos tocaron la arena, Lilly-Naiel aspiró profundamente. En ese instante se dio cuenta de que se había enamorado de la tierra. Ningún planeta creado se le comparaba. Sin pensárselo dos veces se elevó de nuevo, giró en las alturas queriendo embeberse de todo; del cielo y del mar, de la ciudad y de la costa, del aire y de cada rayo solar; se sintió dichosa. Bajar fue otra cosa, aun no dominaba ese arte, así que lo que pretendió fuese un aterrizaje suave y elegante, terminó siendo: ella cayendo de bruces en medio de toda
esa arena dorada. No se molestó en lo más mínimo, es más, rio con frescura y desparpajo. Cuando se puso de pie, sacudió su túnica. Ya no usaba su traje de cuero, lo había cambiado por una vestimenta más acorde a su nuevo rango: una túnica color turquesa pespunteada en hilos de plata. Caminó lentamente hasta la orilla. No había personas en la playa; aún
llevaban el dolor y el terror en la piel, por lo cual la mayoría optaba por recluirse. Lilly-Naiel tenía fe; ya saldrían. Involuntariamente encogió los dedos de sus pies cuando estos tocaron el agua fría. Su mirada café buscó en la lejanía a Tariel. No
había una señal o alguna forma de comunicación entre ellos, pero
Lilly-Naiel sentía que él podría percibirla como ella lo hacía con él. El
anhelo de reencontrarse; no había un llamado mejor.
A los lejos el mar comenzó a burbujear mientras formaba pequeñas olas. Podía distinguirse con claridad un nado lineal y apresurado
acercándose. Cuando la distancia fue corta, Tariel se incorporó sobre su cola. El cabello azul del serafín se adhería a las formas de su cuello y a su torso, húmedo y brillante. Sus ojos del mismo tono se parecían, en aquella áurea mañana, a dos luces reflectantes, dos faros cegadores, encandilaba. Él le sonrió con el amor vibrándole en sus labios delgados.
Tariel se zambulló de nuevo para acortar el pequeño tramo que los separaba. Nuevamente, como en aquella vez, Lilly-Naiel volteó de lado su rostro cuando notó que él salía del agua, dándole tiempo a cubrir su desnudez. Pasados unos interminables segundos llevó su vista hacia el frente y ahí estaba él, vestido con esas ropas claras y frescas que le sentaban tan bien. Sus pies descalzos no dejaron huellas sobre la arena que pisaban, los dos estaban escondiéndose de los ojos humanos, como lo habían hecho antes del terrible descenso.
—¡Tienes alas! —exclamó Tariel, antes de rodearla con sus brazos. Lilly-Naiel se apoyó en su pecho y exhaló lo mucho que lo había extrañado.
—Me las obsequió el Padre —le respondió apartándose un poco, solo un poco—, ¿no son hermosas?, he sido ascendida a ángel mayor.
Tariel gesticuló un ¡wow! que la hizo reír mientras observaba sus alas rosadas.
—Lo son Lilly —concordó—, te felicito, ¿tú elegiste el color?
Sí, lo había elegido ella. Uno algo atípico entre ellos, pero que, según su parecer, iba con su persona. Rosa, el color que significaba cariño, amor y protección; había hecho sus deberes.
—Sí, las elegí yo, ¡rosa chicle! —le contó a su serafín—, son de mi color favorito en el mundo, y similares a mi otra cosa favorita en la tierra, ¡el algodón de azúcar!
Los dos rieron con alegría, se alejaron un poco (solo un poco) para tomarse de las manos.
—Te lo mereces, Lilly-Naiel, fuiste impetuosa en tu tarea. Yo también recibí cierto reconocimiento; se siente lindo, pero más lindo es saber que todo terminó por fin, y que colaboramos en ello, ¿no crees?
—Claro que sí —contestó ella—, pero no sé si lo hubiera logrado sin ti. Fuiste mi apoyo y mi aliento, mi propio rayo de sol cuando el cielo se tornó negro. Creo que... mereces un premio.
Lilly-Naiel inclinó su hombro y alcanzó con su mano derecha una de sus alas, la izquierda. Con delicadeza tomó una de sus plumas rosadas y la arrancó de cuajo, siseando ante el pequeñísimo dolor. La llevó hasta una de las orejas del serafín y la colocó detrás; se veía tan tierno.
—Así está mejor, compartimos la recompensa —sentenció.
—Gracias —murmuró Tariel, acercándose un paso. Única distancia
que los separaba—, voy a guardarla para siempre.
El aliento de su serafín le hacía cosquillear los labios, su mirada clara y profunda la hacía marearse.
—¿Sabes que me dijo Rafael? —le preguntó Lilly-Naiel—. Los besos no son pecado, pero, ¡ojo! a veces los besos llevan a otras cosas que sí lo son.
Tariel acomodó uno de sus rebeldes rizos detrás de su oreja. La contempló por un largo momento.
—Nunca haría nada que te deshonrara. Nuestra pureza nos
hace quienes somos, aunque es la forma en la que amamos la que lo
certifica.
A las palabras de Tariel, tan ciertas para Lilly-Naiel, le siguió una mirada tímida y callada. Los dos lo sabían, que serían uno del otro por la eternidad sin importar dónde se hallaran, que tan lejos o tan cerca no importaba, estaban unidos por un hilo invisible que iba de corazón a corazón. Sabían también que no necesitarían más que un beso para reflejar el amor que les rebalsaba en el alma. Qué mayor expresión de amor que esa.
Y así, mientras aquella estrella brillante se elevaba orgullosa en los
cielos, y la marea fresca en su eterno vaivén mojaba sus pies, sus labios una vez más se buscaron, ¿y qué agregar a lo que ese beso gritaba?
"Te amo... Gracias por buscarme... gracias por dejarte hallar".
Croydon, Inglaterra
THOMAS
Thomas no caminaba, arrastraba los pies. Difícilmente podía decir que estaba vivo, aunque el pulso en sus venas desmintiera su sentir.
Ana llevaba muerta tres días, y luego de llorarla hasta el agotamiento, mental y físico, él se levantó esa mañana para ir en busca de ayuda para transportar su cuerpo a su morada final.
Afuera el panorama era desalentador. Muchos estaban en la misma búsqueda de auxilio para enterrar a sus muertos, otros buscaban asistencia de distinto tipo ante la falta de servicios básicos. Algunos vagaban sin rumbo; quizás lo habían perdido todo o tal vez solo las ganas de vivir.
¿Qué o quién borraría ahora la huella perenne del miedo y del dolor?
Un par de ambulancias estaban estacionadas a unas cuadras, y allí se dirigió él con paso lento. Al llegar, y luego de revisar la herida de su cabeza, anotaron su dirección para agregarla en una larga lista de retiro de cuerpos.
Thomas volvió sobre sus pasos con el mismo desgano inicial. Le habían dado un sándwich envuelto en papel laminado y una botella de agua. Debería comer, pero no hallaba las ganas. ¡Cuánto se enojaría Ana si lo viera! Cada escalón se le hizo interminable, mientras su mirada, siempre baja, veía la madera crujir bajo sus pies. Cuando llegó a su piso vio que una pareja vecina se iba de su apartamento cargando un par de maletas.
—¿Estarás bien, Thomas? —le preguntó la mujer, con una sonrisa triste surcada de arrugas.
—Sí —musitó él, desviando la mirada y apurando la entrada a su apartamento.
Se había vuelto un gran mentiroso en esos días. Se mentía cada vez que despertaba y cuando se estaba por dormir. Se decía a sí mismo que tal vez podría continuar, una falacia total.
El ingreso a su hogar fue acompañado de un suspiro largo y pesado. Tan atribulado como el ambiente que lo rodeaba, y tanto, o quizás más, que la opresión que le corroía el alma. Decidió dejar la vianda que le habían dado en la cocina para después. Zigzagueó entre el desorden y los destrozos, deteniéndose en seco al pasar por el sofá de dos plazas en su sala.
Ana no estaba.
—¡¿Qué?! —se preguntó, mirando nervioso toda la habitación.
«¿Sería posible que hubieran venido a retirarla en mi ausencia?, pero... si la había anotado minutos atrás... ¿cómo llegaron tan rápido?»
Debía ser eso, eso o se estaba volviendo loco. No le sorprendería.
Respiró hondo y cerró los ojos. Debería volver a bajar y hacer las averiguaciones necesarias.
—Thomas.
La voz que se oyó clara y cercana, le confirmó sus temores, había enloquecido; esa era la voz de Ana.
Negó riéndose como el maníaco que sentía que era. Lloró dos gruesas lágrimas, que cayendo en su boca le supieron agrias, a demencia y a demasiado dolor. Soltando bruscamente el aire se giró despacio. Solo para disipar toda absurda creencia, como si él fuera un
manotazo y la esperanza fuera niebla.
Ana estaba frente a él. Una túnica blanca escondía sus pequeños pies, una sonrisa del mismo tono brillaba en su boca rosa. No supo qué pensar ni qué sentir. Era su Ana, pero era imposible... ¿sería que su espíritu había venido a verlo para despedirse?
—Mi amor, no temas, soy yo —dijo ella. Thomas se quebró.
Cayó de rodillas en el suelo, en medio de astillas y llanto.
—No es posible —murmuró. Porque no lo era. Se le anegaban los ojos, pero no quería parpadear temiendo que se le escapase nuevamente.
Ana caminó hacia él, despacio, lento. Se arrodilló a su lado y tomó su rostro entre sus manos. No era un fantasma, un fantasma no tendría la calidez del tacto humano ni aquel aroma dulce.
—Lo es —respondió ella—, pero yo tengo un Dios de imposibles. Él lo hizo, Thomas.
Thomas recorrió su rostro con ansiedad. Quería retratársela en el
corazón. Si ella era un hermoso sueño del cual despertaría llorando, quería grabar cada detalle a fuego.
—Thomas... volví. El Padre lo permitió, y no soy la primera, antes han vuelto otros. Él dijo que había meditado largamente y que sobrecogido por mi aceptación sin queja, llegó a la decisión de hacerme
volver para que compartiera mi fe y lo que en esos días me había enseñado. También porque veía en lo recóndito de mi corazón, un pesar y un anhelo.
Thomas asintió a sus palabras, repetidamente, como queriendo asimilarlas en su mente.
—Has vuelto —solo pudo decir en medio de una risa. Luego le siguieron un par de carcajadas más, llenas de dicha, al mismo tiempo que apoyaba con movimientos temblorosos su frente en la de su esposa.
—Debes saber algo —le anunció Ana. Sentía su respiración chocando con la suya propia... era lo más cercano que conoció a la gloria—, alguien más volvió conmigo.
Thomas frunció el ceño extrañado, pero después, la dirección de las manos de Ana que dejaron su rostro para apoyarse con delicadeza en su vientre, le dijeron todo.
—Nu-nuestro bebé —tartamudeó un poco, embargado por la emoción.
Ana hizo un pequeño gesto afirmativo, sus ojos color miel cristalizados por el llanto retenido parecían dorados. Era tan hermosa, tan especial.
—Donato —susurró Ana.
—Donato —Thomas repitió el nombre de su hijo. Sí, era perfecto. Sonaba a bendición, a regalo y a prodigio.
Él continuó mirándola: sus labios, sus mejillas, las pestañas cobrizas que enmarcaban su mirada, su vientre apenas abultado.
—¿Qué debo hacer para que me beses? —le preguntó Ana, con una sonrisa pícara.
Thomas rio su despiste, sus ganas de cantar y de vivir, la recuperación
de sus sueños, y quien sabe qué cosas más. Se puso de pie junto a la mujer a la que amaba y tomándola de la cintura la alzó en alto mientras giraba con ella en un torbellino de risas alegres y esperanzas que se arremolinaban en torno a los dos. Cuando la bajó la besó como se debía. Con todo su ser, con toda su alma y una porción de su espíritu. Murmurando promesas cuando se separaban por aire e impregnándolas en su boca cuando se volvían a unir.
Ellos habían recibido una nueva oportunidad para ser felices... no desaprovecharía una milésima de segundo a su lado. Le haría honor a ese milagro.
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