Capítulo cuarenta y dos
En las puertas de la Sinagoga de Tel Aviv, Israel
PILLY-KABIEL
Casi podían aspirar el rancio aliento de los inmundos. El aroma de su maldad era tóxico y asfixiante. Pilly-Kabiel tenía su espada desenvainada; Hariel estaba a su lado como lo había estado toda su vida.
A segundos de iniciarse esa batalla en la que llevaban claramente las de perder, ella oró en su interior. No lo hacía desde que había sido expulsada; no por odio ni rencor, sino por vergüenza, y también por creerlo en vano. El Padre no oiría a un caído. Pero esta vez lo hizo. Nada ostentoso, solo un "socórrenos, ten compasión". No supo si fue escuchada, pero sintió una absoluta tranquilidad, una que no sentía hacía mucho.
Cuando el primer Inmundo, de ojos saltones y piel escamosa llegó hasta ella, apretó el agarre de su empuñadura, endureció su mirada y ajustó por última vez su postura. Pilly-Kabiel levantó en alto su espada para ser quien diera el primer golpe, pero a milímetros de su enemigo, una luz cegadora la obligó a cerrar los ojos y a echarse para atrás.
—¿Qué rayos? —murmuró consternada; después de unos confusos segundos pudo ver lo que sucedía con claridad.
Los Inmundos habían retrocedido un poco, solo unos pasos. Entre ellos se habían materializado tres ángeles con sus aceros en mano.
Aún de espaldas, Pilly-Kabiel los reconoció. Eran Baraquiel, Rafael y Gabriel, tres arcángeles. Detrás de los Inmundos también habían surgido ángeles. Una hueste completa. Les habían cerrado el paso y el escape.
—Gracias —musitó ella mirando hacia el cielo. El destinatario era más que evidente.
Superando la sorpresa inicial, los Inmundos volvieron al ataque entre gritos y gruñidos. Gabriel, con su filosa katana se abalanzó fieramente contra un gigantesco monstruo de tres metros con apariencia lobuna. Pilly-Kabiel se sorprendió, el arcángel siempre había sido tan tranquilo y delicado; no llegaba a comprender aquella repentina bravura, pero intuyó que los ángeles venían esperando ese ataque hace bastante. Cuando volvió a mirar la cabeza de la bestia estaba en medio de un charco rojo en el suelo.
«Pobres los humanos a los que les tocará limpiar. Los Inmundos no se desvanecen como nosotros», pensó mientras asestaba un golpe mortal en el cuello de una inmunda de cuatro brazos y un rostro lleno de ojos.
El sable de doble filo de Rafael hizo zumbar el aire cuando derribó a un reptil de dos cabezas. Este le mordió un brazo antes de que su cuerpo fuera dividido en dos partes. A ella se le arrojaron encima dos pequeños pero fieros monstruitos de dientes afilados como agujas. Los malditos eran escurridizos y le clavaron los colmillos un par de veces; al final terminó desmembrándolos. Aún destazados seguían echando dentelladas. Una bestia peluda, robusta y recia, de más de tres metros de altura contendía con Baraquiel. A Pilly-Kabiel le parecía que su elegante florete no era el arma más mortal, por lo menos no una que usaría ella, pero aquella presunción fue descartada cuando en no más de tres estocadas el arcángel le dio muerte al inmundo.
Hariel repartía mortandad a diestra y siniestra. Siempre combatiendo con ambas manos, con ambas espadas; rebanaba miembros y sesgaba cuellos con tanta facilidad que hasta parecía estar jugando con ellos. De igual manera, y más allá de las obvias capacidades de cada uno, los inmundos parecían no acabarse nunca. Era como si se multiplicaran a sí mismos: donde uno caía, dos más brotaban.
Mientras forcejeaba con un engendro babeante de ojos inyectados en sangre y una lengua desagradablemente larga, Pilly-Kabiel vio de soslayo a Uriel. Diestro, paciente y certero; los pútridos cuerpos se amontonaban a sus pies, pero él no parecía disfrutar aquellas victorias; fue, era, y seguiría siendo, un ángel de paz. Tanto el serafín como la querubín a metros de ella, se defendían uno a otro con admirable ahinco. Eran valientes, de eso no cabía duda.
Llevó su tiempo y su sangre, pero ellos comenzaron a diezmarlos, comenzaron a imponerse sobre aquellos seres macabros. Un poco rezagado, pero igualmente muy bienvenido, apareció Abadón. La fuerza en él era asombrosa; no tenía espada, maniobraba dos grandes machetes con los que descuartizaba a sus enemigos sin piedad. Pero fue Lumiel la que terminó de inclinar la balanza a su favor. Invocó a las fuerzas oscuras que comandaba gracias a su hechicería. Una nube negra se materializó de la nada sobre ellos. De su interior brotaba un zumbido agudo y penetrante; cuando esta se expandió hasta alcanzar, más o menos, los dos kilómetros, explotó de repente. Lo que los cubría como una sombra negruzca ya no era una nube, era un enjambre de titánicas avispas rojas, de largos y punzantes aguijones, que a una orden de la hechicera atacaron a los monstruos, infringiéndoles heridas profundas y mórbidas en sus carnes putrefactas. Después de eso, el triunfo llego rápidamente, Pilly-Kabiel se detuvo para tomarse un respiro, dejándole a las huestes la tarea de rematar a los últimos inmundos con vida.
Minutos más tarde, Hariel caminó hasta ella. No se dijeron nada, solo se sonrieron y unieron sus frentes; estaban empapados de sangre maloliente y sudor, pero eso no podía importarles menos.
—Buena pelea —escuchó decir ella y se separó de Hariel. El que había hablado era Gabriel, se lo decía a Uriel, a quien le apoyaba una mano en el hombro.
—Deseábamos venir a auxiliarlos desesperadamente —continuó narrándole—, pero el Padre solo lo permitió hasta ahora.
Uriel le sonrió; esa sonrisa sincera tan suya.
—Él tiene sus razones. Sé que de haber podido estar antes no hubieran
dudado en hacerlo —le respondió.
A ellos dos se les sumó Rafael. Este abrazó a Uriel con afecto.
—Créelo, porque así es —le dijo en referencia a su último comentario—.Y cree también que cuando Gabriel dice que desesperábamos, quiere decir más bien que nos estaba desesperando... era cada cinco minutos, "¿el Padre ya dio la orden?"
Los tres rieron. Pilly-Kabiel pensó que este era un buen momento para escabullirse disimuladamente. Pero cuando escuchó la potente voz de Abadón a sus espaldas supo que ya era tarde para eso. El llamado "Ángel de la muerte" se acercó a ellos dos, pero al hablar se dirigió a Hariel. Su tono, como lo recordaba, era muy serio.
—¿Así que decidiste traicionar al bando por el cual nos traicionaste?—le inquirió, sumando a su voz una mirada intensa—. Vi como asesinabas a Luzbell... no fue una muerte honorable.
Hariel sonrió de lado con suficiencia. A orgulloso nadie le ganaba.
—Lo sé, Abadón, por eso la elegí —le contestó—. Ustedes tienen sus maneras, nosotros las nuestras.
Abadón no dijo nada al respecto, solo lo observó por un segundo más antes de abarcar con su mirada al resto. Cuando habló lo hizo en tono de mando.
—Muy bien. Hariel, Pilly-Kabiel y Lumiel, un juicio los está esperando.
Finniel ya está arriba esperando por el suyo propio. No tenemos nada más que hacer aquí, así que... nos vamos.
Pilly-Kabiel llevó su mirada a Hariel, en ella se leía una pregunta, "¿tratamos de huir o nos entregamos?" Hariel suspiró y, bajando la cabeza, negó mientras observaba el asfalto salpicado de sangre, entrañas y sesos. Cuando él volvió a mirarla, un instante después, asintió despacio. Ahora ella también suspiró y tomándolo de la mano cerró
los ojos esperando la transportación.
No había nada que hacer... irían a juicio.
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