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Capítulo catorce

Capilla Saint Lucas, Inglaterra

CECILE

Un toque de aquellas pálidas manos en su sien mientras esperaba con los ojos cerrados y todo volvió a ella, como si nunca se hubiese ido, como si hubiera estado guardado y esperando.

Cecile recordó su vida cotidiana en la antigua Cafarnaúm. Sus creencias renovadas por la llegada del Mesías. A su padre, Simón (quien luego sería Pedro; rebautizado así por el Señor), un pescador sencillo, algo impulsivo y generoso. También a su madre, Berenice, una mujer pura, devota y sincera, y por último a sus dos hermanos menores Gad y Amit, y a su hermana pequeña, Debbora.

El dolor que sintió ante la pérdida de su Señor, y luego su gozo por su resurrección; quedando a la espera de su segunda venida. Las lágrimas que vertió por su madre al morir y las que siguieron al llorar a su padre, que por su fe fue crucificado cruelmente, cabeza abajo. Persecución, escasez, hambre; el arresto de Gad, la desaparición de Amit y la muerte de una parte de su corazón al fallecer Debbora con solo doce años.

Recordó el encuentro con los primeros discípulos y el conocimiento de una verdad que la cambiaría para siempre. Llevaba en su sangre un poder otorgado por su Dios a su padre; uno que como su primogénita había legado. Ahora era su carga.

Trajo a la memoria los días que siguieron, décadas, siglos, y su reloj se detuvo en sus veintiún años. El de su padre luego de ese obsequio también se había detenido, lo cual no hizo diferencia en él al morir en manos de los romanos.

Tantos sucesos y su paulatino ensimismamiento, su temor a aquellos que, según sus cuidadores, harían hasta lo imposible para capturarla. Mil rostros nuevos tomando el lugar de los que morían a medida que el tiempo pasaba. Cientos de años más, y siempre en peligro, siempre escondida. Viviendo una vida en la que no podía vivir, en la que no podía ser ella, pues hasta su nombre, Ziloe, fue reemplazado por otro más significativo, la llave.

Más siglos deshojándose en el tiempo y un nuevo lugar de asilo en el oriente, en China. Nuevos guardianes allí, monjes distantes ycallados. Un mundo de silencio, un mundo de melancolía. Y en un paseo por el lago un día cualquiera, él, Hariel. En ese momento, Cecile, que ahora supo era Ziloe, se detuvo para recordar en detalle.

Ziloe suspiraba mirando por la ventana, se sentía triste y cansada, sin hallar para su sentir una razón ¿o era más bien que las que tenía no eran nuevas?, ¿que las razones de su pesar ya le eran rutinarias?, ¿que la pena estaba tan arraigada a ella que ya parecía ser parte de su ser? Suspiró de nuevo, ¿de que valían sus quejas si sabía que nada iba a cambiar? Sí, ser quien era, era una bendición tan grande que habíallegado a maldecirla.

En el haber de su vida ya contaba con más de un milenio, debería sentirse feliz por tener una existencia tan longeva, pero no hallaba motivo para tal regocijo, pues cada uno de sus días solo estaban llenos de soledad, de desconocimiento, de nada.

Respiró hondo y decidió dirigirse a la cocina del templo, sabía que Yuka se encontraría allí a esas horas. Necesitaba su permiso para salir al exterior, pues él era uno de sus cuidadores. Solo le permitían unos minutos diarios, eso si no había alguna noticia que redoblara la vigilancia, manteniéndola dentro del monasterio por semanas y duplicando la custodia. Caminó lento los extensos pasillos de piedra, austeros e inexpresivos, grises, fieles reflejos de la vida que Ziloe vivía.

Al llegar a la enorme puerta, tocó despacio. Esta se abrió segundos después, revelándole el impávido rostro sereno de Yuka.

—Deseo salir un momento al lago, es un hermoso día y me vendría bien un poco de luz de sol —pidió ella respetuosamente.

Él solo asintió, no le repetiría las reglas, no más de veinte minutos y no ir más allá del lago.

—Gracias —murmuró Ziloe e, inclinando la cabeza en un breve saludo, se giró para marcharse.

Ni bien cruzó la puerta principal, el sol acarició su rostro; inspiró el aire algo húmedo de aquella estación del año y caminó lentamente por el patio empedrado, hasta culminarlo, hasta traspasar el cerco de piedra, hasta sentir la hierba sobre sus pies, pues anhelando ese tacto los había descalzado. Se adentró un poco en la arboleda, los sauces y los arrayanes se mecían al son del viento, agitando sus ramas en un pacífico baile. El aroma de las flores embebió sus sentidos, trayéndole sosiego a su alma atribulada. Siguió avanzando, acariciando los troncos, juntando algunas hojas caídas en la negrura de la tierra, sonriendo al ver un nido de pequeñas aves en lo alto de una copa verde. Hasta que, finalmente, llegó, se apoyó en un árbol y observó la sutil cadencia del agua cristalina ondulando suavemente. Algunas coloridas mariposas zigzagueaban reflejándose en el lago. El canto de un mirlo se oía cercano, la vegetación bañada en los rayos del sol; la vida, una que Ziloe ansiaba, una que le gritaba que no se rindiera, que la suya no era menos, que merecía ser vivida.

Se sentó en la orilla, dejó que sus pies recibieran la fresca caricia de aquel líquido marino y suspiró, de nuevo, pues parecía que solo ese gesto podía encerrar sus ansias, sus deseos, sus quizás y sus quiero.

Tan ensimismada estaba en sentir, que el oír el tono profundo de una voz cercana le provocó un tremendo sobresalto. Se giró algo asustada, esas tierras estaban muy alejadas, allí nunca incursionaba nadie.

Se paralizó al verlo. Era alto, mucho, traía una armadura de refulgente negro, que tenía cincelada la imagen de una serpiente en dorado y rojo. Se veía poderoso, podía percibirse la fuerza de sus músculos, la amplitud de su pecho. El carmesí de sus ojos parecía vivo, una llama incandescente de la cual era casi imposible apartar la mirada. Su rostro exhibía una belleza masculina, equilibrada y armónica, una media sonrisa seductora de labios carnosos la hizo perderse otro momento. Y tenía alas, tan negras como las plumas de un cuervo, quiméricas, fantásticas. Ziloe supo que era él, se lo habían enseñado, pero, aun desconociéndose, no pudo temer, no hallaba el miedo en su ser, solo una admiración casi sagrada, una curiosidad agónica.

—¿Eres una visión o eres real? —le dijo él con una voz varonil y sensual, que dejaba ver tras de sí un dejo de travesura.

Se sintió halagada, bella, mujer. Y estas eran sensaciones que nunca sentía.

—¿Quién eres? —le pregunto Ziloe, aunque en su interior ya tenía las respuestas a su pregunta.

Él sonrió un poco más y se acercó unos pasos, ella sabía que debía ponerse de pie y huir; gritar y hacerse oír, lo sabía pero...

—Seré lo que quieras que sea —le respondió enigmático.

Ziloe solo halló una palabra que correspondiera a esa, pero se le hizo atrevida, desubicada, tremendamente precipitada.

«Mío... eso quiero que seas».

Él siguió avanzando, no titubeó, si lo conociera mejor entendería que Hariel casi nunca titubeaba, que era puro instinto, pura pasión desbordante. Posó una de sus rodillas en la hierba, miró sus labios, luego sus ojos, su cabello, su cuerpo.

Nunca nadie la había mirado así, nunca nadie la había poseído con una sola mirada. Ziloe ya no se sintió suya, sintió que le pertenecía a él y que, simplemente, había venido a reclamarla.

—Llévame lejos de aquí. Quiero estar donde estés, donde quiera que sea eso. Anhelo vivir, enséñame —pensó ella.

Él sonrió y frunció ligeramente el ceño, y Ziloe entendió, no lo había pensado, lo había dicho en voz alta.

—Lo haré, pero... ¿sabes qué soy, no es así? —le inquirió, mirándola con intensidad.

—Un ángel —dijo ella. Sabía que no solo eso.

En el rostro de él se notó la satisfacción, no había dicho demonio, ella no lo juzgaba.

—Sí, pequeña, pero ¿entiendes de qué clase? —continuó, acercándose un poco más. Ziloe supo que demasiado, pero no se movió un ápice.

—¿De cuál? —respondió con otra pregunta. Jugaba un juego que podía ser peligroso.

Él rio un poco antes de contestarle.

—De los que es placentero conocer. No tengo cadenas que me aten, Ziloe. Soy tan libre como quiero ser, o casi. Pero tú puedes  ayudarme con eso... puedes terminar de libertarme, y a los míos, pues ¿para qué somos lanzados a la vida, sino para vivirla al máximo? Para tomar de ella lo que queramos, cuando lo queramos; para beberla hasta la última gota como si fuera la más deleitable ambrosía, para saciarnos de ella hasta el hartazgo, para hacerle el amor lento, suave, despacio...

Un jadeo involuntario brotó de la boca de Ziloe. Sabía lo que el ángel rebelde buscaba de ella, (si hasta la había llamado por su nombre) había sido instruida, y por esa razón resguardada, pero... ¿y si él tenía razón?, si ellos eran solo seres en busca de libertad, una que ella podía entregarles, pero ¿por qué lo haría? Solo tenía una razón y esta se acercaba peligrosamente a sus labios. Lo haría por él y para él, pues la sola visión de aquello que él le había descrito sonaba... apabullante.

—Si accedo, si me convierto en la llave que les abra la puerta, ¿qué me darás a cambio? —inquirió algo tímida, pero por la insinuación escondida detrás de sus palabras, no tanto.

Él se mordió el labio y ella volvió a jadear, sentía que se deshacía con solo mirarlo, que su aliento candente la despojaba de toda cordura, que aquel rojo que brillaba en sus iris la desnudaba, la sometía, la gobernaba.

Lo sintió acercarse más, con suma lentitud, y esas milésimas se le hicieron interminables. Hasta que él alcanzo sus labios y los acarició con los suyos, primero con parsimonia, como degustando su sabor a la vez que le daba a probar el suyo, y él sabía, como ascuas encendidas, cómo todo lo prohibido sabía a pecado; uno censurable, pero exquisito, quizás demasiado para negarse. Ziloe le permitió entrar en su boca, le dejó rozar su lengua con la suya, probar su cálida cavidad con vehemencia, apretar su cintura, mordisquear sus labios.

«¿Se lo permito a él o a mí misma?»

No lo sabía, pero no quería indagar, solo quería extraviarse en esa boca que aceleraba sus sentidos, que enardecía su sangre, que la guiaba por sendas desconocidas.

Cuando él la liberó, ella protestó en un pequeño quejido y ese reclamo lo hizo sonreír.

—¿Qué tal tú y yo para siempre? —la tentó él, acariciando su mejilla.

Para siempre sonaba demente para dos que se acababan de conocer, pero Ziloe quiso desvariar, quiso abrazar la insania, si la insaia lo incluía a él.

—Dime tu nombre y repite esa promesa y haré lo que necesites, y seré lo que desees —le respondió ella. Solo porque sí, porque estaba harta de estar presa, porque él parecía una puerta abierta a la vida, y Ziloe no quería dudar, sino cruzar por ella.

Él suspiró y probó su boca despacio, después selló, aún respirando su aliento, aquel trato con su nombre y un juramento.

—Soy Hariel... y seré tuyo por siempre.

Ni bien Ziloe posó los pies sobre aquella espesa bruma, notó cientos de miradas sobre ella. Ojos de mil tonalidades diferentes, bellezas de diversas clases y alas por doquier... eran ángeles, los caídos de los cuales le habían enseñado, los rebeldes que fueron lanzados a la tierra y luego exiliados a esa zona, zona donde ahora estaba ella, mortal, indefensa, temerosa.

«¿Cómo pude permitirme tal locura?, ¿en qué estaba pensando?»

Pero sus inquietudes mentales fueron prontamente respondidas al voltear a verlo. Sus pupilas de fuego eran las culpables, y esa cualidad irresistible que en Hariel rebosaba.

—Ven —le dijo, tomándole la mano con delicadeza—. Deja que te presente a los famosos ángeles rebeldes... La mayoría no son tan malos.

Claro, "no tan malos" no era suficiente para que la paz de Ziloe volviera a ella, pero sí, el tacto firme de su ángel de alas negras.

Siendo abiertamente observados caminaron unos metros, cuando una hermosa ángel de cabellos negros y alas borgoña fue hasta ellos.

Solo lo miraba a él con una indescifrable sonrisa, una que se apagó al ver sus manos entrelazadas.

—Humana —fue lo primero que dijo al llegar a ellos—. ¿Qué pasa Hariel?, ¿ahora hacemos visitas guiadas?

Hariel rio un poco y, luego, se apresuró a presentarlas.

—Pilly-Kabiel, ella es Ziloe, una pequeña flor mortal que atrapó mi corazón y que traje conmigo a estas regiones para que echara raíces en ellas —dijo, y la ángel rodó los ojos al oírlo—. Ziloe, ella es Pilly-Kabiel, mi mejor amiga.

—La única que tiene —completó Pilly-Kabiel con ironía, acercándose a Ziloe para tenderle la mano. Ella imitó el gesto y presagió que ella le agradaría.

—Preséntasela a nuestra estrella, arderá de celos cuando la vea, será un espectáculo digno de verse —prosiguió ella mirando a Hariel, una mirada de complicidad, una en la que Ziloe se sintió excluida (primera de tantas veces).

—Iré en este momento a avisarle. Pilly, por favor, quédate con ella—le pidio Hariel en respuesta, pero antes de que se fuera, su amiga lo tomó de un brazo haciendo que se detuviera.

—No soy la niñera de tus conquistas. No tengo por qué ser yo la que cargue con ella —escuchó Ziloe que le susurró con algo de molestia.

—Pilly —dijo Hariel estirando su nombre en otro susurro—. Por favor, ayúdame, te lo compensaré luego.

—Sí... ¿cómo? —le preguntó ella, alzando las cejas.

—Te dejaré ganar en un cuerpo a cuerpo —le ofreció Hariel.

Pilly-Kabiel chistó bajo y le respondió con burlona condescendencia.

—Tranquilamente te podría ofrecer lo mismo. Deja, ya pensaré en algo, pero esta no te saldrá gratis... ángel enamorado.

Hariel besó la mejilla de su amiga y a ella en los labios, y se despidió con un gesto de su cabeza. Pilly-Kabiel resopló al ver que ella la miraba con ansiedad.

—Acompáñame. Te enseñaré uno de los pocos entretenimientos que tenemos aquí arriba —le dijo, y Ziloe la miró expectante, por lo que ella agregó—. Burlarnos de ustedes.

Ziloe continuó rememorando.

Recordó los años en las regiones celestes, tantos como cientos, mientras se enamoraba cada vez más de Hariel y profundizaba su amistad con Pilly-Kabiel. También el creciente deseo que atormentó su piel durante todo ese tiempo, pues no podía entregarle a él su cuerpo, esta era una de las pocas enseñanzas que guardaba de su madre. Su santidad no podía ser mancillada. Y resistió, por años y años, hasta que una noche ya no pudo más y se unió a Hariel en la intimidad. Su peor error, uno que le abrió los ojos. La maldad de lo que habían vivido estaba impregnada en él, y al estar él dentro suyo, también se adentró en su ser; amenazó con deshacer toda bondad en ella, con sumergirla en la oscuridad como una vez se sumergió Luzbell convirtiendo su vista celeste en solo dos profundos pozos negros.

No pudo exponerle esto a Hariel, solo a su amiga, y allí terminó de comprender; debía marcharse. Desde ese lugar maldito oró rogándole la libertad al Padre a quien había desobedecido. Y en ese momento llegó Finn, y con el diez vidas distintas (en cada una de ellas borrón y cuenta nueva) con solo una semejanza que las unía, el incondicional amor que le ofrecía en cada una de ellas.

Capilla Saint Lucas, Inglaterra

FINNIEL

Finniel apoyaba con suavidad sus dedos en la sien de Ziloe. La estaba ayudando a recordar y temiendo a su vez que lo hiciera.

«¿Me odiarás cuando esto termine?»

Estaba preocupado y tenso, por eso en vez de seguir en ese derrotero, cerró los ojos y evocó el pasado, recordó ese día en el que la vio por primera vez. Refunfuñaba en el camino desde los cielos casi como si fuera un niño pequeño.

«¿Por qué me encomendaron esta misión? Soy un guardián, claro está, pero como yo hay muchos otros, ¿por qué tengo que ser el que la lleve a cabo?, hay tantos seres humanos en la tierra a los que entregar mi protección y cuidado, ¿por qué debo ir a rescatar a la bendita novia de Hariel? Si se enamoró de él, seguramente es igual de traicionera y malvada... ¿por qué yo?»

Con sus quejas a cuestas, él descendió al lugar donde los monjes habían tenido recluida a la joven llave. Ellos le dieron indicaciones sobre su aspecto, un tanto en vano pues era la única humana en las regiones celestes, pero los escuchó igualmente, y luego de eso le enseñaron el lugar donde le habían hecho una nueva habitación dispuesta para su resguardo. No de los demás, más bien de ella misma, que al primer descuido había huido con uno de los caídos más poderosos del ejército satánico.

Hariel... ¡Ahg...! Finniel lo detestaba. Le parecía el idiota más presumido e insoportable que vivió jamás en los cielos. Y ahora debía ir en busca de su amante humana.

—¿Qué demonios? —masculló, agradeciendo no tener a Uriel cerca para reprenderlo.

Con poco ánimo pero concentrado en su tarea, Finniel volvió a ascender, esta vez entre la tierra y los cielos, a las escalofriantes regiones celestes.

Los cúmulos de nebuloso azul profundo de esa zona lo hallaron agazapado, al llegar a la entrada activó su don de invisibilidad para, ya en la superficie, buscar a la tal Ziloe con su aguda mirada. Vio a cientos de ángeles rebeldes y divisó cerca también a un par de caídos, y en una esquina, sentada con las rodillas apoyadas en su pecho y el mentón reposando en estas la vio a ella, a su misión.

Ziloe era muy bella, Finniel entendió por qué el ángel oscuro se la llevó con él al verla, por supuesto, aparte de ser su pase a los cielos, o mejor dicho, el de Luzbell.

Se acercó con sigilo y esquivando a los exiliados, que aunque no lo veían, podrían percibirlo en poco tiempo. Al llegar a ella, pensó en darle aviso de su presencia, pero por alguna razón se detuvo para observarla de cerca. Parecía triste o confundida, perdida en sus pensamientos mientras sus bellos ojos grises miraban a la nada. Algo produjo en él, algo a lo cual no pudo poner un nombre, pero que lo llenó con una calidez que penetró hasta lo más profundo de su alma angelical.

—Ziloe... fui enviado a rescatarte, a sacarte de aquí —le dijo segundos después, dejándose ver al fin.

Ella se sobresaltó por lo imprevisto de su presencia, pero luego lo observó más detalladamente antes de hacerle un par de preguntas.

—¿Eres un ángel de Dios?, ¿dijiste que has venido en mi rescate?

—Sí, soy Finniel, y puedo sacarte de aquí y regresarte a la tierra, pero debemos apurarnos, no me ven ahora, pero no tardarán en hacerlo—le informo él con cierta ansiedad.

Ella lo miró, y luego miró hacia atrás, como pensando en si sería lo correcto abandonar al que la había llevado allí, luego volvió la vista al frente y suspiró despacio.

—Bien... llévame —accedió llevando a los claros ojos de él su mirada grisácea.

Finniel solo asintió, e hincándose a su lado, le hizo una indicación para que se subiese a su espalda y ella, entendiendo, lo hizo con celeridad.

Bajaron rápidamente por el espacio hasta alcanzar la atmósfera terrestre y desde allí, traspasando las nubes, se lanzaron en vuelo directo hacia el templo chino.

Al tocar la tierra, él la ayudó a bajarse sosteniéndola con delicadeza.

Le sonrió al volver a mirarla, encontrando que su rostro estaba empapado en lágrimas.

—¿Estás bien? —le preguntó al notar su evidente aflicción.

Ella esbozó un intento de sonrisa.

—Sí, es solo que me duele mucho dejarlo. Hariel es muy importante

para mí, es solo que ya no podía... en eso pensaba cuando llegaste. Creo que Dios te envió en el momento justo.

Finniel le sonrió comprensivamente y luego tomó una de sus manos con ternura.

—Estarás bien, Ziloe. Voy a cuidarte con mi propia vida... y cada día que pase a tu lado haré lo que esté a mi alcance para que vuelvas a sonreír —le prometió imprimiéndole a su tono la dulzura que en ese momento ella necesitaba.

Finniel, de la mano, la llevó dentro del templo, sin saber que aquella misión que al principio le fue molesta, le abriría la puerta a conocer en carne propia lo que significaba el amor verdadero.

Ziloe abrió los ojos de pronto, alejando su mente de las remembranzas.

Quiso con su mirada suplicarle que entendiera, que comprendiera el porqué de sus actos.

—Te amo—le dijo ella—, pero también siento algo por él, ¿cómo puede ser eso posible?, han jugado tanto con mi mente y con mi corazón... ahora estoy tan confundida. Por favor, Finn, déjame sola, necesito aclarar mis pensamientos.

Él dejó salir lentamente el aire que retenía. Su reclamo era justo, y saberse el causante de su tristeza, de su dolor, le pesó más que las muchas equivocaciones que había cometido por ir en pos de su corazón.

—Perdóname o inténtalo —susurró sin mirarla—. Vendré más tarde, y Ziloe... te amo.

Ella no respondió, solo lo miró por un instante más y luego caminó los pocos pasos que la llevaban a la puerta, pero antes de salir por ella, le expresó algo más, algo que le dio esperanza.

—Gracias por enamorarme en diez vidas distintas. Nunca podría dudar de la sinceridad de tus sentimientos.

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