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I. La chica

—Entonces, ¿me ayudará? —preguntó la chica.

—No —contestó el detective.

Por lo que Macer dedujo, ambos llevaban así los treinta minutos que él había tardado en volver. Las escaleras hacia el despacho tuvieron el tiempo suficiente para secarse con el sol que se colaba por el tragaluz del techo y, sin embargo, nada había cambiado: Ily Blauvemark seguía sentada frente a Izan y este intentaba echarla. A Macer le sorprendió enseguida que ella no tuviera miedo de mirarle fijamente, pero —como era de esperar en un hombre gris(1)— se abstuvo de hacer cualquiera comentario y entró de puntillas en el despacho, cargado con la comida grasienta que tanto le gustaba comer a su nuevo jefe y un par de paquetes de tabaco freesia(2). «Estos dejan mejor olor», le había indicado el detective, tan repantingado como ahora en el asiento del escritorio.

Al verlo llegar, Izan le sonrió de manera afable.

—Bienvenido, corazón —dijo e hizo un gesto con una de sus manos cicatrizadas para que se le acercase—. ¡Tengo muuuuuuuuuucha hambre!

El hombre gris obedeció y mientras el detective sacaba la esperada comida de sus bolsas de papel, este volvió a analizar a la chica que proseguía en su empeño de recibir otra respuesta. Tenía una apariencia curiosa para haber nacido en la Kapital. A Macer le recordó un tanto a la fallecida Sala por el ligero albinismo, aunque poco tenía que ver Ily con la gente del suroeste. Los ojos azul violeta —a pesar de que es el color de las tormentas en cualquiera parte de Pangea— la delataban como miembro único de la región. O, al menos, descendiente de alguna de las tribus pasadas que habitaron el oeste. No obstante, seguía siendo sorprendente: era algo que ya no se veía hoy en día, un color perdido en el tiempo. Hasta él, que estaba hecho de carne, latón y circuitos y no podía tener más pensamientos de los que se le habían enseñado, lo encontraba fascinante.

De pronto, Izan le llamó.

—Si quieres, os dejo solos —se burló.

Macer no poseía la capacidad de ruborizarse, pero algunos cables se le enredaron bajo la piel sintética de las mejillas poniéndole nervioso.

—¿Por qué?

—No sé —respondió el detective, ligeramente enfurruñado empero sonriente. Después regresó a la chica, dándole un mordisco al panelote con cecina(3), y dijo—: Lo siento, bebé. Pero estoy muy ocupado, no puedo ayudarte. Además —agregó—, estoy casi seguro de que alguien te está gastando una broma pesada. Tenemos esa preciosa cúpula que nos protege, ¿recuerdas?

Fue el turno de Ily Blauvemark de fruncir el ceño, porque sabía desde el principio que algo así podía sonar descabellado, pero... Estuvo unos minutos en silencio observando a su alrededor: los animales disecados en el mueble a su espalda, los cortes de periódico colgados en varios puntos de las paredes blanquiazules. A ella no le interesaban mucho las noticias, pero tenía entendido por tío Elnouk que había sido un mal año político para la Kapital.

—¡Wanka, otro alto cargo(4) se ha suicidado! —exclamaba cada vez que abría el periódico. Su tía, preparándose el café en la cocina, apenas le contestaba—. No, ¡si a este paso acabará por mandar directamente esa cría que aún moja la cama! ¿Se puede saber qué ocurre? ¡Wanka!

A falta de que su tía le hiciera caso, a veces le enseñaba la primera plana a Ily que si algo tenía en esta vida era memoria fotográfica: supo enseguida que las noticias eran las mismas. El que tenía más cerca repetía el titular de finales de marzo: «BÂTARD BERVFOOL ENCONTRADO MUERTO EN LOS LAVABOS DEL HOSPITAL KAPITAL, ¿SUICIDIO O ASESINATO?».

—¿Es por eso que pasa últimamente? ¿Los suicidios? —preguntó, tan impasible y curiosa como una niña pequeña.

—Algo así, sí. —Al detective le colgaba un hilillo de baba por la barbilla; ni siquiera cerraba la boca para masticar—. Por eso tienes que joderte e irte. Anda, ¡he hecho una rima, Macer! —continuó y arrugó la cara llena de marcas hacia el hombre gris, que permanecía a su lado.

—Pero es que no sé a quién más acudir.

—¿Ves que ese sea mi problema?

—Sé que usted puede ayudarme. De hecho, creo que es el único que puede ayudarme —insistió la chica, que sentía una extraña sensación al hablar de usted a un niño de trece años, a pesar de que conocía bien su historia...

—Vaya, ¿y eso? —se cacareó Izan, alzando la ceja que todo lo detectaba—. Ya sé que soy uno de los tíos más especiales de esta cloaca, pero eso no es excusa para...

—Le vi —confesó finalmente Ily, casi en voz baja—. Le vi caer desde el edificio junto a una compañera de clase. Después me enteré de que era el detective raro del que a veces hablan, al que poseyó uno de esos demonios. Por eso creí que...

—Creíste mal —interrumpió Izan con sosiego en un intento algo cutre de imitarla—. Como ya te he dicho, estoy muy, pero que muy ocupado. Hay muchos funcionarios y ministros asustadillos. ¡Hasta la reina Shantalila vino a verme con su séquito! Están contratando a todos los posibles detectives... No son muchos, la verdad. Pero tienen a policías y furias(5) en cada esquina de esta ciudad, desatendiendo algunas misiones de tortura a brujas y magos de pocamonta. Hay miedo, Inny...

—Ily —le corrigió ella.

—¡Qué más da! La Kapital se va la mierda, Ilyyyy. Y ahora mismo puedo ser el posible héroe que esta necesita. Vete a casa y pilla a los que te gastan la broma. Sé que puedes hacerlo. Entonces podrás cobrarte a palazos con ellos —añadió, dándose la vuelta hacia la ventana. Fuera hacía un típico día de otoño: sol intenso y nubes azules teñidas de diminutas manadas de hugin-munins(6). A Izan le encantaba el otoño, más si tenía comida entre las manos.

Lo que no le encantó tanto fue la contestación de la muchacha que abatida, pero firme, se levantó de su asiento y caminó hasta la entrada del despacho antes de volverse —de la misma forma presumida que él lo había hecho— y decir:

—También vi a ese ser. La mujer elegante. Intentó esconderse en el edificio, pero yo la vi un poco. Fue ella la que le empujó, ¿verdad?

Silencio.

—Era un demonio, ¿no?

Más silencio.

—La cúpula no existe, ¿¡cierto!? ¡Ellos están aquí! —acabó por explotar. Pero Izan no respondió. Y, frente a su silencio, Ily Blauvemark partió de nuevo hacia las calles desoladas de la Kapital.

Solo cuando la vio pasar bajo su ventana, en la que intentaba disfrutar del día, Izan se atrevió a escupir en la figura de la adolescente. Macer ni se inmutó, incluso cuando lo vio pellizcándose el labio inferior con los dientes.

—Cómo odio a los críos entrometidos —murmuró el detective, aunque al instante recordó que él también era uno de ellos y, risueño por la ironía, volvió a morder su panelote grasiento de cecina.

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