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Capítulo 3

Era la futura heredera del conglomerado financiero más importante de España.

Así como me definía mi nombre, o mi nacionalidad, o mi género, o mis gustos, también me definía esa idea, que por alguna razón siempre se sobrepuso a todo lo demás.

Y desde que tengo uso de razón me educaron para ello. Así me presentaron ante la sociedad, y mi nombre ya estaba escrito en la historia de la empresa familiar sin siquiera haber debutado allí.

Sobre mis hombros cargo la idea de ser "la heredera del imperio Escotet" desde hace 20 años, y el tiempo no me ha ayudado a medir todo lo que eso significa. Aunque crecí entre reuniones de negocios, clases para aprender a leer balances financieros y lecciones para saber invertir en la bolsa, si me preguntan, voy a decir que simplemente, no sé nada.

Aunque muy en el fondo, cuando en el colegio nos empezaban a hacer los test vocacionales estaba indecisa entre seguir letras y literatura o periodismo, una parte de mi mente, adoctrinada desde siempre a seguir el legado familiar sabía que tenía que elegir una carrera del mundo empresarial. Mis profesores y toda la gente de mi alrededor también lo tenían claro, así que elegir mi carrera fue más una suerte de opciones que de elección propiamente dicha.

Economía. Contabilidad. Negocios. Administración. Finanzas.

Mientras mis amigos tenían toda una gama de profesiones que iban desde ciencias de la salud, pasando por ingenierías, o ciencias más artísticas, las mías se reducían a cinco o seis carreras destinadas a lo mismo.

Todavía recuerdo la mirada cargada de indiferencia de mi padre cuando en una cena familiar le hablé a cerca de mis dudas respecto a la carrera. Le puse sobre la mesa mi intención de seguir letras o periodismo, porque desde siempre me había gustado escribir.

"¿Qué vas a crear? ¿Cuentos y cosas que nunca nadie va a leer? Eres una Escotet, Dulce, y no vivimos de sueños. Hemos construido un imperio que tú vas a heredar, y que espero, sepas manejar".

Recuerdos distorsionados de los rechazos en las editoriales me golpean de repente, haciendo que las palabras de mi padre se sientan mucho más reales.

¿Y si nunca logro publicar?

Papá siempre dijo que yo vivía de sueños, y mi sueño más grande siempre fue ser una escritora reconocida y aclamada por todo el mundo. Pero al mismo tiempo, decía que de los sueños no se vive, porque son solo eso.

No quiero ser Dulce Escotet, la heredera de un imperio financiero. Quiero ser Dulce Escotet, la escritora prometedora que conquista el mundo con sus letras.

–Si eso es lo que quieres, adelante.

¿Perdona?

Sorprendida, niego varias veces al escuchar las palabras de mi padre, tan sinceras y sin ninguna pisca de molestia.

¿Por qué no me dijo a mí lo mismo hace cuatro años?

Cayetana, mi hermana menor, le acaba de decir que quiere estudiar diseño de modas con la expresión tensa que ahora, tras escuchar la respuesta favorable, se relaja.

–¿Qué? –no puedo evitar decir.

–Gracias, papá –le dice ella, regalándome una mirada comprensiva, consciente de mi dilema.

–Tú y yo ya hablaremos, Dulce –me dice él en cambio, picando un poco de fruta–. Reprobaste econometría. La futura presidenta de la financiera reprueba un curso elemental.

–El examen estuvo un poco difícil. Las tablas no cuadraban y...

–Estudia más, entonces. ¿No te das cuenta que esto retrasa tu graduación? Necesito que te enfoques en lo que realmente importa, y no en caprichos absurdos –murmura lo último, haciéndome difícil seguir comiendo.

–Como ya estás de vacaciones, nena –empieza mamá, dejando de mirar la revista que tiene abierta al lado–, te voy a inscribir en un seminario del banco Santander y ya vamos a delegarte funciones en la empresa. Tienes que irte empapando.

–Imposible. Quiero viajar a Ibiza y tengo un par de... asuntos pendientes.

–¿Más importantes que ir labrando tu nombre en los negocios? no creo. Tómate esta semana para ir a Ibiza o a donde quieras, pero desde la próxima te quiero en la empresa.

–Papá...

–Nada, Dulce. Nada. Sírveme un poco más de café por favor, Brenda.

Arrugo la nariz y me concentro en acabarme el jugo. Tatiana me aprieta la pierna bajo la mesa y niego, cansada.

No puedo con esto. Son muchas cosas en poco tiempo. El rechazo de las editoriales, el sentir que mi carrera cada vez tiene menos oportunidades, la insistencia de mis padres.

–He pensado que esta tarde podemos ir a buscar los vestidos para la fiesta del viernes –me dice Tatiana y veo en sus ojos marrones, iguales a los míos, toda la emoción que yo he perdido–. Hice una cita en tu tienda favorita.

La fiesta de aniversario de mis padres.

Mi oportunidad perfecta para darle un empujoncito al destino.

La tarjeta personal del presidente de plumas Blancas se me viene a la mente y sonrío con malicia. Hasta ahora no había sido tan fan de las fiestas de mis padres, de hecho, me resultaban la cosa más aburrida del mundo.

Aunque ahora la veo como mi mayor aliada para lograr lo que quiero.

Cuando nos volvamos a ver en esa fiesta vas a creer mucho más en el destino, Christopher Uckermann.

–Vamos. Quiero comprar algo especial –animada, extiendo la mano para coger un par de tostadas a la francesa.

–Hecho. ¿Ya tienes tu auto o vamos con el mío?

–El auto sale mañana, Dulce –se adelanta papá con la vista fija en el móvil–. Pero no te lo voy a dar.

–¡Ya te dije que fue un accidente! El otro conductor estaba distraído.

Mi coche lleva internado en la mecánica dos semanas, luego de que chocara con un deportivo blanco cuando me disponía a dar una vuelta en U, porque había tomado la vía equivocada.

Digamos que estaba más concentrada en ver el GPS del móvil que el espejo retrovisor, pero eso nadie lo sabe.

–Es la segunda vez que chocas en el último mes. Tu auto ha estado más en la mecánica que contigo, y dudo mucho que todos sean "accidentes" –hace las comillas con sus dedos causando que mi madre ruede los ojos–. Además, quiero que te sirva de castigo por haber reprobado econometría. Así que Dulce tiene prohibido conducir. Todo el verano.

Cayetana se cubre la boca para intentar disimular el gritito de sorpresa, mamá asiente con la cabeza aprobando su decisión y Tatiana solo me mira, con los ojos risueños.

–No me puedes hacer eso, papá. ¿Cómo voy a...?

–Mamá puede prestarte su chofer ¿verdad? –ofrece Tati.

–No –levanto las cejas en dirección a mi padre–. Nadie le presta autos y no va a usar chofer. SI quieres ir a cualquier lugar vas a tener que hacerlo con tren o micros.

–O taxis –agrega Cayetana.

–Tren o Micro, he dicho. Ya que saldrás con tus hermanas en la tarde, pasa a recargar las tarjetas y cuando llegues, deja sobre mi escritorio los comprobantes.

Menos mal no sabe del accidente en el estacionamiento del otro día. No llevaba licencia y estaba manejando un auto que ni siquiera era mío.

Ruedo los ojos molesta, pero sorprendentemente, no le replico nada. Me giro a observar a mamá, que sigue concentrada leyendo la revista de sociales que le traen todos los inicios de semana y me preparo mentalmente para conspirar con el destino.

–Cambiando de tema, mami. ¿Cómo vas con los preparativos del aniversario?

–De maravilla. Será algo pequeño y ya está listo casi todo. Solo falta llamar para confirmar la asistencia y bueno, incluí a un par de personas más a la lista, así que tengo que enviar las invitaciones.

Para Carmina Escotet "sencillo" tiene un significado diferente. Imagino una reunión de 150 invitados en la sala de eventos de la empresa, porque incluso en una celebración especial tienen que haber negocios.

–Si quieres puedo ayudarte con eso –estoy siendo más servicial de lo normal, pero no importa–. Digo, puedo hacerlo con Tati y Cayetana.

–Ojo que no te va a servir como moneda de cambio para levantarte el castigo –observa papá, cortando un momento la conversación que ahora mantenía con Cayetana.

Cuando termino de desayunar paso por la oficina de mamá para recoger la lista de invitados con la agenda de los números de contacto. Espero a mis hermanas junto a la piscina de la casa, mientras vuelvo a extraer la tarjeta personal que guardé como un tesoro en mi billetera para anotar el correo.

Incluyo a Christopher en la lista de personas a las que faltan enviar las tarjetas y desde la cuenta de mi madre redacto un correo personalizado para cada uno, pidiendo disculpas por la tardanza. Luego rotulo una invitación en físico con su nombre y la dirección de la editorial, antes de entremezclarla con las demás.

Conocer tan bien a mamá me agiliza las cosas, pues no es la primera ni la última vez que incluye más invitados días antes de las celebraciones. He de confesar que mi idea inicial era ir a buscarlo a su oficina así, sin más; sin embargo, esta mañana me desperté recordando sus primeras palabras cuando nos cruzamos en el ascensor.

"¿Cree usted en el destino, señorita?"

Y me prometí usarlas.

–Déjala en recepción –le entrego a Tatiana la tarjeta ni bien estaciona el auto en la puerta principal de la editorial–. Te esperamos aquí.

–¿No quieres acompañarme?

Niego. Le hago una seña de despedida con la mano antes de reclinar el asiento del copiloto. Atrás, Cayetana está revisando unos folletos de universidades del extranjero, o es lo que leo del que tomo del asiento.

Milán.
Una de las ciudades referentes de la moda internacional.

–Eso no se lo dijiste a papá –observo y se muerde los labios, dudosa.

–Estuve pensando que quizá, si obtengo el ingreso antes, convencerle será más fácil. O bueno, con un lugar seguro...

Andrés Escotet puede ser un hijo de puta cuando su empresa está de por medio. Manipulador, controlador, padre ausente inclusive. Pero eso no quita que nos adore con locura y que, por ese mismo hecho, nos proteja demasiado.

Aun cuando eso signifique retenernos a su lado. O al menos, dentro de un radar que le permita cuidarnos.

Estudiar en otro país para mí nunca fue una opción. No la contemplé porque estaba tan desanimada con la carrera que elegí a fuerzas, y terminaba dándome exactamente igual la universidad. O en la europea, o en la Complutense, o en cualquier otra. No importaba

Tatiana sí tuvo la intención de estudiar fuera de España. Moría por irse a Alemania o a Inglaterra, de hecho, llevó un curso intensivo de alemán en su último año de colegio. Con ella no hubo necesidad de pelear por la carrera, pues desde pequeña se había inclinado por los números, así que cuando eligió finanzas no nos sorprendió. De todas formas, con lo que había pasado hoy, comenzaba a creer que a mi padre no le hubiese importado mucho que eligiera cualquier otra cosa. O medicina, o psicología, o letras.

Ella no cargaba la cruz de ser la futura presidenta de la financiera Escotet.

Lamentablemente, mi padre nunca permitió que abandonara el país. Según él, estaba muy pequeña, y había excelentes universidades para seguir su carrera. Así que se quedó estudiando en la mía.

Y ahora estaba Cayetana, con el visto bueno para seguir una carrera ajena a todo lo referente con los negocios de la familia. Quería hacerlo en Italia, y los folletos de institutos y universidades de Roma, Milán o Florencia que tenía regados por el asiento lo confirmaban.

¿Lo conseguiría?
No sabía con certeza. Estaría fuera del control de papá, y eso a él no le gustaría.

–Eso espero –intento forzar una sonrisa.

–¿Cuento contigo? –asiento despacio, con la idea clara de darle todo el respaldo que yo no tuve en su momento–Te quiero hasta la luna.

–Aunque no creo ser la persona más idónea para convencerle, estaré siempre para ti. Te ayudaré con las postulaciones, y no sé si sirva, pero podemos ir buscando pisos.

–Gracias –me da un golpecito cariñoso en el hombro y hace una pausa–. No dormí toda la noche, pensé que no me apoyaría. ¡Hasta soñé que me obligaba a estudiar negocios!

–Pero no lo hizo, y con eso has ganado mucho.

Mi sonrisa esconde un ápice de envidia. Me da mucho gusto por ella, pero no puedo evitar sentir desazón al mismo tiempo.

¿Por qué tuve que ser la mayor, Dios Mío?
¿Por qué no nací un par de años después?

–¿Le pediste a Tati que bajara porque te da nostalgia estar en una editorial? –pregunta de la nada haciéndome fruncir el ceño.

Volver a entrar a la editorial en la que me humillaron me iba a evocar cosas que prefiero no traer a colación.

Estoy segura de que volveré a pasar por esa puerta algún día, muy cercano, pero no para tener una reunión pidiendo una oportunidad. La próxima vez que camine por esos pacillos de paredes blancas será para firmar un contrato, o para concretar los últimos detalles antes de hacerlo.

Así que asiento levemente, porque tiene un poco de razón.

Un poco, pues en realidad no entro para evitar cruzarme con Christopher.

Cuando nos veamos en esa fiesta tiene que creer que fue el destino quien nos puso en el mismo lugar otra vez.

Nadie más.

***

Acaricio con delicadeza la pasta de uno de los manuscritos apilados en mi escritorio. La portada improvisada es la imagen de un anochecer en Islandia, el lugar donde escribí el último poema de "Bella Esencia". Hace casi un año y medio atrás, el 31 de diciembre.

Tatiana, una amante de la fotografía desde que puedo recordar, había capturado el momento perfecto en el que vimos una aurora boreal.
La primera y la única hasta ahora.

Había impreso el libro a como pude desde una impresora de casa y luego mandé a compaginarlo en un cuadernillo de espiral. Le faltaban muchos detalles, pero mientras acariciaba las letras de mi nombre, me prometí una sola cosa.

–Muy pronto estarás en el aparador de una librería. Lo juro –susurro antes de alejarme.

Caminé hacia el vestidor y extraje de uno de los cajones de mi tocador mis aretes largos favoritos y el collar con colgante de pluma que me había regalado mi abuela.

Me apliqué un poco más de perfume, aquel que había escogido especialmente para la ocasión, sutil e inolvidable a la vez, ese que realzaba mi personalidad. Lo dejé sobre el tocador, alisé la falda de mi vestido con cuidado, levanté la cabeza y sonreí.

Me miré al espejo por una última vez. El vestido de ceda color champagne se ajustaba a mi cuerpo como una segunda piel realzando mi figura. La abertura sutil en la parte lateral de mis piernas dejaba ver un destello de mi piel bronceada y el escote en V resaltaba mi clavícula, prestándose para lucir el collar con la pluma de oro blanco que se balanceaba con cada movimiento.

Le guiñé el ojo a la imagen que me devolvía el espejo y me sentí confiada, lista para desafiar o ayudar al destino. Ya no sabía con exactitud.

Salí de mi habitación luego de un rato, con el corazón acelerado y un vacío extraño en el estómago. Nervios no eran, pues todo estaba previsto para que esta noche fuese mía.

Ni bien puse un pie en el jardín, decorado como un salón de fiestas de gala al aire libre, con candelabros y luces tenues iluminando los senderos de piedra, cogí una copa de champán de una de las bandejas que pasaban los meseros. Me llevé el licor a la boca mientras caminaba despacio, saludando a un par de personas que se me atravesaban.

Estaba consiguiendo atención.
Sentía muchas miradas sobre mí, y por alguna razón, eso me dio el impulso que necesitaba para seguir adelante.

–Estás preciosa –me dijo Anahí, cuando la encontré al lado de una de las fuentes instaladas para la ocasión, charlando de lo más animada con Tatiana y una amiga suya.

–Ustedes igual –las saludé de beso y volteé disimuladamente para buscar algo–. ¿Cómo va todo?

–Genial. Papá y mamá ya han recibido a la mayoría de los invitados, ahora están hablando con un funcionario del gobierno. Dicen que irá por la presidencia –comenta en voz baja, llevándose el vaso a la boca–. ¿Crees que apoye la campaña?

–O quizá quiera un ministerio.

Fuerzo una sonrisa procurando que no me afecte el comentario de la amiga de mi hermana. Desconozco las intenciones de mi padre, pero si por alguna razón está pensando en ocupar un cargo público a corto plazo, su puesto de la presidencia en la financiera quedaría bacante.

No puede ser.

No todavía.

Oculto la mueca al entender lo que eso significaría al llevarme la copa a los labios. Tengo que enfocarme, no es momento para pensar en eso.

–No creo –encojo los hombros restándole importancia–. Tienen que probar los canapés de salmón, iré a ver cómo vamos con el ingreso. ¿Me acompañas, Any?

Me despido de mi hermana y de su amiga con la mano antes de caminar al lado de Anahí hacia la entrada del jardín. Con las sandalias de tacón de casi 10 centímetros que tengo soy mucho más alta que ella. Así que se pone de puntillas cuando me obliga a detenernos en una de las mesas.

–¿Ya me vas a decir qué estás planeando? Desde que me pediste que hablara a la editorial para confirmar la asistencia de Uckermann estoy muriéndome de los nervios.

–¿Es un invitado más, ¿no?

–Un invitado que tú incluiste a la fuerza. Te apuesto que ni siquiera tus padres lo conocen... ¿qué estás buscando?

–Quizá no lo conozcan de cara. Pero, así como él sabía quién era Andrés Escotet cuando recibió la invitación, ellos tienen que saber quién es él. Le estoy dando una ayudadita al destino, mi vida.

Me escanea con curiosidad y suspira.

–¿Qué destino?

–Ese que nos juntó dos veces el mismo día. Escucha algo, Anahí –juego con la pluma de mi cuello mientras hablo–. Es una oportunidad que no pienso desaprovechar.

–Era más fácil ir a su oficina y...

–No, no, no. Ya me vas a dar la razón dentro de poco.

–Si tú lo dices –no está convencida, aun así, intenta regalarme la mejor de sus sonrisas.

Vuelvo a llevarme la copa a mis labios luego de levantarla hacia mi amiga en señal de brindis. Desde donde estamos observo con cuidado a las personas que conversan animadas en grupos pequeños, pero no lo encuentro todavía.

–¿Ella es la esposa de Enrique? –señalo a la mujer de cabello negro que camina del brazo de mi profesor de econometría.

Anahí asiente sin dejar de escanear a la mujer, mucho más joven que el hombre que me ha hecho sufrir todo el ciclo con su curso. Le tomo del brazo y aunque se queja, termino arrastrándola hacia la pareja que atrae la atención de mucha gente.

Murmuran. Lo sé sin ni siquiera detenerme a escuchar. La noticia de que Enrique de la fuente, uno de los economistas más reconocidos del país se había vuelto a casar seis meses después de haber oficializado su divorcio fue tema de conversación en el club, en las tardes de té y hasta en las comidas de negocios. De la situación sorprendían muchas cosas, sobre todo, la diferencia de edad abismal.

Ella podría ser su hija.

Pero no lo es.

–Dulce, no...

–Es educación –le susurro antes de llegar a ellos–. Además, ¿cómo no iba a saludar a mi profesor favorito? Qué bueno tenerlo aquí.

–Dulce Escotet, Anahí del Bosque –se gira para saludarnos, sin ocultar el gesto de incomodidad, y no sé si es porque nos acercamos a saludar o porque ahora mismo está siendo el centro de atención–. Es un gusto volver a verlas.

–¿Me extrañó? Ya reconozca que fui su alumna favorita –le digo extendiéndole la mano.

–No cambia, señorita. No la vi en rezagados...

–Quiero que me enseñe otro ciclo más. Disfruto mucho sus clases.

–Su padre no está muy contento con eso. ¿Cómo va usted, señorita del bosque?

La chica que cuelga de su brazo se remueve incómoda, yo también me sentiría así en su lugar. Y no por las miradas ni por lo que pueda estar cuchicheando la gente en estos momentos, si no por la forma en la que mi profesor la ignora.

Es un idiota. Debería preguntarle porqué se casó con él, pero un hombre exitoso y sin hijos no se consigue fácil.

–Dulce, un gusto –me mira interrogante cuando me acerco para saludarla con un beso en la mejilla.

Se suelta del agarre de Enrique y me responde con otro beso, esta vez, un poco más sonriente.

–Soy Daniela, mucho gusto.

Mi profesor se ve obligado a dejar de lado la conversación que intentaba mantener con Anahí para centrarse en nosotras.

–Señoritas, ella es... –nos mira por un largo rato sin saber que decir, o, mejor dicho, sin que las palabras salgan de su boca.

–Su esposa, lo sabemos –completa Anahí saludando a la chica también–. Me gusta tu laceado ¿cómo la estás pasando?

–Bien. Digo, el ambiente es muy agradable.

Aunque la gente no tanto.

Sé por experiencia lo difícil y agotador que resultan eventos como este, donde las apariencias y las sonrisas hipócritas valen más que cualquier otra cosa.

–Se puede sobrellevar –le resto importancia encogiendo los hombros–. Con una buena copa de champán, unos buenos quesos o dulces. ¿Te pasaste ya por la mesa de dulces?

–Todavía. Enrique estaba saludando a unas personas y...

–que mal guía es usted, profesor –Anahí me da un golpecito leve en el brazo.

–Podemos acompañarte. Hay unos canapés de salmón deliciosos, y unas trufas que seguro te van a encantar. ¿Nos permite, pro...?

–Claro que nos permite. Vamos, Daniela –me adelanto enroscando el brazo en el de la mujer, que mira a su esposo con los ojos entrecerrados–. Nos vemos luego, profesor.

Le calculo a lo más 25 años, y Enrique debe tener 53. Le dobla la edad, pero eso no importa. Lo único rescatable es que sea cual sea la razón por la que se casó con él, ha sido muy inteligente.

Demasiado inteligente, aunque a la gente que nos ve pasar no le parezca correcto.

Nos enfrascamos en una conversación sobre la tienda donde compramos los vestidos, que coincidentemente es la misma mientras caminamos hacia la barra. Le pido al mesero que le ponga una copa del mejor espumante que pueda y aprovecho para que llene la mía. Anahí pide una piña colada, porque le encanta y dice que es mejor que cualquier licor de botella que exista.

Se demora más en preparar el coctel de Any. Así que nos recostamos en la barra para brindar, al tiempo en que en el escenario principal se instalan los cuatro violinistas que contrató mamá.

Y justo cuando aparto la mirada del escenario, mis ojos se chocan con los suyos.

Mi corazón da un vuelco cuando su mirada gris me recorre de arriba hacia abajo sin descaro, deteniéndose un rato en el colgante de pluma que se mece en mi cuello.

Está sentado en un sofá junto a una de las fuentes con velas flotantes, tiene una copa casi intacta en la mano, así que supongo que acaba de llegar. El traje negro, perfectamente entallado le hace ver espectacular, y empiezo a creer que no le gusta usar corbata.

–Yo las alcanzo en un rato. Tengo que hacer algo... importante.

Me alejo de la barra sin esperar respuesta. Tengo la mirada de mis dos acompañantes siguiéndome los pasos, pero no disimulo nada y hago mi camino recto hacia la fuente de agua.

Muerdo el interior de mi mejilla para intentar ocultar la sonrisa triunfante cuando estoy a punto de llegar. La tenue luz de las velas consigue que se vea mucho más elegante de lo que es. Su móvil reposa sobre uno de los brazos del sofá, y él tiene toda su atención puesta en mí.

–Debo retractarme y decirle que ahora sí creo en el destino, Christopher Uckermann.

Se pone de pie sin dejar de observarme. Levanta su copa imitándome, y cuando el ruido de los cristales chocando hace eco en el aire, ambos sonreímos.

A diferencia de lo que pasó en nuestro primer encuentro, ni su mirada profunda ni su cercanía me pone nerviosa. Ni un poquito. Llevo la copa a mis labios y le sostengo la mirada mientras el licor resbala suave por mi garganta.

–Dulce sin apellido. Está usted preciosa –intento que su voz grave y profunda no haga estragos en mi cuerpo.

Así como en nuestro primer encuentro dejó un beso suave en mi mano, desatando un torrente de emociones que me recorrió toda la columna vertebral.

–Y tú muy... elegante. Porque luego de tres encuentros ya podemos empezar a tutearnos ¿no crees?

–Por supuesto, Dulce. Es todo un placer ¿me acompañas?

Asentí con una leve sonrisa, y una chispa eléctrica me recorrió de arriba hacia abajo cuando entrelazó sus dedos con los míos, para luego llevarme al sofá que antes ocupaba.

–Siempre he creído que las cosas pasan por algo. Y si el universo ha conspirado para que nos crucemos varias veces es porque algo especial has de tener, Dulce.

–Creo lo mismo –una sensación de calidez y seguridad me inundó el pecho de la nada–. Y ahora solo toca descubrir que es.

Le guiño el ojo, consciente del terreno desconocido que estoy pisando.

No me suelta la mano, yo no intento que lo haga. Levanta la copa otra vez en señal de brindis y lo imito, justo cuando mi corazón se salta un latido al verle sonreír.

Me está sonriendo solo a mí. Y es una sonrisa distinta a todas las que le he visto hasta ahora.

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