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Capítulo 2

–Estas locas chocaron la camioneta, señor.

Aparto la mirada del hombre de traje al escuchar la voz de Francesco.

–Fue un accidente, señor. De verdad, lo sentimos mucho –Anahí se balancea de un lado a otro en sus talones, evidentemente nerviosa.

–Porque no saben manejar. Seguro estaban distraídas con el celular, o con una de esas cosas que ustedes...

–Sé manejar muy bien, y, además, su auto estaba mal estacionado.

Falso. Lo sé. Pero las palabras salen solas y ese tal Francesco arquea las cejas, indignado.

–¡Lo estacioné bien! y ahora entiendo –observa mirándome de arriba abajo–. Usted es la loca que nos chocó.

–¡Oiga! No...

–Solo una loca se echa a reír luego de chocar un auto. Apuesto a que ni siquiera tiene licencia de conducir...

–Y yo apuesto a que usted, Francesco, ya está perdiendo la vista –saboreo su nombre mientras me acerco un poco más para hablar bajito–. Los años no vienen solos. Si quiere, le puedo recomendar a un oftalmólogo buenísimo.

–¡No! señor, yo le juro que estacioné muy bien el auto –baja la mirada a las líneas pintadas en el suelo–. Sabe que siempre lo hago con cuidado. Lo único que hice mal fue no pensar que podía venir una loca...

–Ya, Francesco –su voz me produce escalofríos, y me paralizo más cuando vuelve a mirarme–. ¿Podría mover el auto, por favor? Me gustaría ver si no hay más daños.

–Sí, claro. Lo muevo yo. Mil disculpas, señor. No era nuestra intención... –se apresura Anahí caminando hacia el auto.

No lleva corbata.

El traje gris se le pega al cuerpo como una segunda piel, como si hubiese sido diseñado a su medida. Me tomo un par de segundos para analizarlo de pies a cabeza, y asiento aprobando todo lo que veo.

Le sonrío de manera inconsciente, y me sorprendo cuando me devuelve el gesto. ¿Por qué?

–¿Llamo a la policía, señor? –insiste Francesco y ruedo los ojos, me cae muy mal.

–¡Que sí vamos a correr con todos los gastos! ¿no le basta acaso?

–¡No! porque usted es un peligro al volante. Le deberían prohibir conducir. Es más, nadie en su sano juicio le habría dado una licencia para hacerlo.

–¡Fue un accidente!.

–Que se pudo evitar si tan solo manejaría con un poco más de cuidado –reniega él–. ¿Llamo a la policía, señor?

Niego varias veces con la cabeza. Si llama a la policía se armaría un escándalo enorme, pues ahora mismo no tengo mi licencia de conducir.

–No, por favor –le pido al hombre de traje en voz baja, procurando que el Francesco ese no escuche.

–¿Estaba conduciendo sin licencia? –pregunta.

–No... o sea... yo... sí tengo una...

–¡Mire, señor! –se altera el tipo cuando Anahí mueve el auto–. ¡Hundió la lata! Va a tener que estar muchos días en el taller.

–Prueba si todo adentro está en orden, por favor –le pide con voz calmada.

Los rallones no eran nada a comparación de lo que veo ahora. El impacto ha sido tan fuerte, que la lata ha quedado hundida y la puerta sobresale un poco.

Perfecto. A prepararme para otro sermón de mi padre si llaman a la policía.

–¿Va a dejar ir a esta loca así nada más?

Solo hace falta una mirada del hombre de traje para que su chofer acate la orden, guardándose todas las cosas que seguro tiene para decirme.

Aun así, había algo divertido en todo esto. No sabía que era, pero pese a todos mis intentos, nunca pude ponerme seria del todo.

–Entonces, señorita. ¿Maneja usted sin licencia?

–No... sí tengo una... –me aclaro la garganta y me alejo un poquito–. Tengo licencia, pero ahora no está conmigo.

–¿Y si la paraba la policía? ¿Sí sabe que conducir sin licencia es riesgoso?

Asiento varias veces, y me siento idiota. Hay muchas cosas en él que me intimidan, que me descolocan, que me ponen un poco nerviosa.

–Procure conducir con todos los sentidos en alerta, sin distracciones. Porque pudo haber estado peor. Y disculpe a Francesco, se alteró de más.

–Fue mi culpa –admito en voz baja.

–Los accidentes pasan –concede.

Anahí camina hacia nosotros con el rostro cargado de preocupación. Tiene los ojos puestos en el teléfono, supongo que buscando el contacto del seguro.

–Lo siento mucho, señor. De verdad, no fue nuestra intención. Le juro que correremos con todos los gastos, ya mismo llamo al seguro –dice.

–No pasa nada –las palabras del hombre de traje relajan a mi amiga, lo sé por la forma en que sonríe y suelta todo el aire que seguro retuvo desde que vio el estado de la camioneta.

Sin embargo, eso no evita que me regale una mirada asesina que intento pasar por alto haciendo un puchero.

–Y no hace falta llamar al seguro –continúa, volviendo a desencajar a mi amiga–. Mi chofer se encargará de llevar los autos a la mecánica.

–No es necesario. Ya lo hemos incomodado mucho. Nosotras chocamos y es lo mínimo que podemos hacer.

–Ha sido un accidente. La entrada al espacio libre era muy estrecha –señala el espacio en el que quería estacionar el auto.

–Pero...

–Todo en orden, señor –Francesco hace que la réplica de mi amiga se quede en el aire cuando vuelve a bajar de la camioneta.

Otra vez los ojos recriminatorios del chofer caen sobre mí, y le sonrío de medio lado como niña buena.

–Encárgate de los coches –le ordena el hombre trajeado sin lugar a réplicas–, y dales a las señoritas tu número de contacto para que puedan pasar por su auto luego.

–Muchas gracias –me adelanto a cualquier alegato de Miranda–. Es usted muy amable.

–No es para tanto –sonríe y creo que me congelo un instante–. He dejado una reunión a medias, así que si me permiten...

–Adelante, por favor. Lamentamos el malentendido.

–A sido un gusto, señoritas. Las dejo en buenas manos.

Oh. Dios.

Parpadeo rápido cuando besa la mano de mi amiga, pero creo que me quedo sin respiración cuando se acerca a hacer lo mismo conmigo.

El rose de sus labios en mi mano fría se siente suave,, cálido, especial. Distinto. Es solo un instante, pero mis ojos se cierran de manera inconsciente al sentir el escalofrío que baja por mi columna vertebral.

Siento sus ojos sobre mí incluso cuando se da la vuelta para perderse por el camino que conduce al restaurante, ajeno al estado de transe en el que me ha dejado. Mi piel cosquillea y mi corazón late desbocadamente, mientras me recorre una mezcla extraña de sorpresa y una pizca de nerviosismo.

Nunca antes un gesto tan simple me había hecho sentir así, como si una chispa se hubiese encendido en mi interior. El calor del contacto en mi mano todavía era perceptible mientras caminaba con mi amiga hacia el interior del restaurante, después de haberle entregado las llaves del auto a Francesco, quien se había comprometido, por obligación, a mantenernos al tanto de todo.

¿Lo volvería a ver?

No lo sabía.

¿Quería volverlo a ver?

Tampoco lo sabía.

y mientras en mi mente revoloteaban ese par de preguntas sin darme tregua, me vi en la necesidad de hacerle frente a las consecuencias del choque. Tomé un tren hacia mi segunda cita del día, que se resume perfecto en solo una frase.

Lo mismo de siempre.

"Estamos en contacto, señorita Escotet"

Y no quería escuchar lo mismo en mi última reunión.

Me asustaba la fuerza con que la decepción y la desconfianza se expandían entremezcladas por todo mi cuerpo, haciendo que el sueño de publicar se viera cada vez más lejano.

¿Por qué, así como mi apellido servía para agendar reuniones demasiado rápido, no servía para hacerme firmar contratos?

Cada rechazo es como si me dijeran que mi trabajo, ese al que le había invertido tanto tiempo y esfuerzo, no valía nada.
¿Y si no soy buena escritora?

No solía dudar de lo que hacía. De hecho, me había prometido confiar y luchar hasta el final. Pero cada día que pasaba, la idea de que quizá mis historias estuviesen destinadas a permanecer dentro de un cajón se alimentaba un poco más. Estaba muy cerca de hacerse realidad. Y no lo podía permitir.

¿Tiene sentido seguir intentándolo?

Ingreso a la oficina de Laura rojas en Plumas Blancas, una de las editoriales más importantes del país con esa pregunta amenazando con hacer temblar todos mis cimientos. No es la primera vez que vengo ni que envío mis manuscritos, pero sí la primera vez que saco cita con la editora más galardonada de la década.

Y los diplomas enmarcados y los galardones muy bien acomodados sobre los estantes de la oficina lo confirman.

–Dulce Escotet –me saluda con dos besos en la mejilla cuando me acerco al sofá frente a su escritorio–. Es un placer conocerte. Ya te había visto en reportajes, pero como la heredera de uno de los imperios financieros más importantes. Una futura economista ¿no es así?

–Eso parece –procuro que no se me borre la sonrisa, pese a lo incómodo de su comentario–. Muchas gracias por recibirme.

–¿Cómo no iba a recibir a la hija de Andrés Escotet? Tengo que confesar que me sorprendió que le pidieras una cita con urgencia a mi secretaria. Es que ¿de qué podría hablar yo con una futura mujer de negocios? no nos movemos en el mismo campo.

–Antes que futura mujer de negocios soy escritora, Laura. Así que sí nos movemos en el mismo campo.

–Eso parece –me dice vacilante, con una sonrisa que no les llega a los ojos–. Luego supe que habías tenido ya un par de citas con gente de mi equipo de trabajo, y que enviaste varias veces tus manuscritos.

–Nunca obtuve respuesta –contesto con un toque de fastidio en mi voz–. Y quienes me recibieron me dijeron que mis textos eran interesantes, y que "estaríamos en contacto", pero nunca más me buscaron. Por eso me vi en la necesidad de pedir una cita específicamente contigo.

–Entenderás, Dulce, que en la editorial nos movemos en base a rangos, igual que en la financiera. No me vas a decir que tu padre atiende al público que busca información o evalúa créditos a gente corriente –quiero replicar, pero se adelanta–. Aquí es casi lo mismo. Mi equipo revisa todos los manuscritos que nos mandan y si les ven potencial, me los pasan.

Juego con las asas del bolso para intentar controlar mis impulsos. Dijo muchas cosas, pero mi mente repite con insistencia la interpretación que le di a sus últimas palabras.

Mis libros no tienen potencial.

–Pero tratándose de ti, hice una excepción y pedí que me remitieran todos los proyectos que enviaste. ¿Tres, ¿verdad? –asiento con la cabeza, luchando por desaparecer el nudo que se a instalado en mi garganta–. Me di tiempo para leer "Bella Esencia" y revisé a grandes rasgos la novela, aunque tiempo es lo que precisamente me falta.

Maquilló lo último con una carcajada, pero la indirecta siempre estuvo allí. O así fue la interpretación que le di, presa de un disgusto producto de las dos citas fallidas.

¿Quería que le agradezca?

–En tu carta de presentación la vendes como una recopilación de experiencias que has convertido en cartas y poemas –rebusca en uno de sus cajones y saca una caja de chocolates–. Es... interesante y la verdad, tienes un estilo bastante... peculiar.

Sentí cómo la sangre se me iba de la cara. ¿Peculiar? ¿era lo único que podía decir?

Tratándose de la editora que era, esperaba algo distinto. Una crítica constructiva que me ayudara a ver que tanto le faltaba a lo que escribía para ser "comercialmente potencial" y digno de ser publicado.

–Entiendo que no sea para todos los gustos. Pero hay algo muy especial en ese libro, y creo que mucha gente podría sentirse identificada al leerlo –forcé otra sonrisa.

Laura asintió varias veces, pero sus ojos estaban fijos en la caja de chocolates entreabierta.

–Estoy segura que has trabajado mucho en ello, y tu esfuerzo es de admirar. Digo, con una carrera muy demandante como la que estás siguiendo, debe ser complicado compaginar todo para escribir. Pero tienes que entender que todos los meses recibimos muchos manuscritos, y es complicado encontrar el que destaque entre tantos.

–Lo entiendo –hice una pausa para tomar una bocanada de aire–, y yo creo que este puede ser el indicado. En el mercado no se ven muchos libros así, tiene un significado emocional especial y sé que a veces hace mucha falta tener algo así. He escrito sobre lo difícil que resulta escoger una carrera, creo que nadie está preparado para eso y es una decisión que tienes que tomar a fuerzas, sabiendo que será lo que hagas por el resto de tu vida.

–Tu vida es casi perfecta, Dulce –abro la boca sorprendida por la afirmación que sale con cautela de sus labios–. Es un libro que no puede enfatizar con muchos lectores porque no todo el mundo tiene el futuro resuelto. No has terminado la carrera y ya tienes un puesto de trabajo, un sueldo fijo.

–Eso no es...

–Como pasatiempo me parece increíble que escribas lo que sientas o pienses, pero de allí a creer que mucha gente puede sentirse identificada con eso hay un gran abismo. No todo el mundo es Dulce Escotet, la heredera de un imperio tan importante como el de tu padre, que ha pasado su vida en colegios de lujo y viajes impresionantes.

–No es un pasatiempo...

–Lo es. Es un diario, prácticamente, y te confieso que yo también escribo así cuando necesito hacer catarsis. Pero no por eso quiero publicar –me extiende la caja de chocolates y niego–. Es un capricho solamente, ya pasará...

–Creo que nos estamos desviando. No puede afirmar que es un capricho cuando sabe perfectamente que vengo enviando los textos por mucho tiempo...

–Lo es –me muerdo el interior de la mejilla para contrarrestar la desazón que me invade–. No estás acostumbrada a que te nieguen las cosas, pero esto no es como pedir un bolso, un nuevo auto o una joya extravagante. Es serio, y aquí ya no importan mucho los apellidos. Importa el talento y el potencial de los escritos; eso, querida, no puedes comprarlo.

Mis ojos se entrecerraron con sus palabras. ¿Cómo me decía esto? ¿acaso no había leído el libro? ¿no había sentido la dedicación y entrega que le había puesto a cada palabra?

–No buscaba que me regalaras la publicación –dije con voz fría–. Solo quería una oportunidad justa, al margen de estereotipos e ideas infundadas. Esperaba que evalúe mi trabajo por lo que es, no por quien soy; y todo lo que me ha dicho se ha basado en mi apellido, en mi supuesta vida casi perfecta.

–Mira, Dulce. Entiendo que estés frustrada. Pero el mundo editorial es así, hay mucha competencia y solo publicamos lo que creemos que va a vender –se encogió de hombros–. Con todo el respeto que te mereces, tu libro no es lo que buscamos.

–¿Y qué se supone que buscan? ¿novelas de autores famosos que les aseguren muchas ventas? ¿a eso le llama usted talento?

–Dulce –se quedó en silencio un momento, como si estuviese buscando las palabras adecuadas–. No es exactamente así, pero el nombre de un autor conocido abre muchas puertas. Tu apellido hace exactamente lo mismo muchas veces, por eso estás aquí ¿no? y si me permites un consejo –soltó un suspiro largo–, si tanto quieres publicar, ve y úsalo como siempre. Hay muchas editoriales independientes que se encargan de eso.

–No se lo he pedido, gracias.

–Es lo único que puedo hacer por ti. recomendarte que tu padre busque la manera de cumplirte el capricho.

La ira me inundó. No era nadie para hablarme así, para menospreciar mi trabajo.

–Un capricho –repetí con una risa sarcástica–. Cómo se nota que no me conoces.

–Mira, Dulce. No quiero ser dura, pero tu libro no destaca, ya te lo he dicho. Hay que reconocer que a veces destacamos en algo y en otras cosas no. En este caso, me parece que la escritura no es lo tuyo. Pero la solución ya te la he dado.

–Voy a publicar –le dije segura–. Y nos volveremos a ver las caras. Te vas a tragar todas tus palabras.

Sin esperar respuesta, me di la vuelta y salí de la oficina a paso rápido. Los pacillos de la editorial parecieron volverse de repente más pequeños y hostiles, ajenos a mí.

La idea de no ser tan buena escritora como siempre creí me martillaba en la cabeza, y la sensación de estar perdida y desorientada empeoraba mi situación. ¿Cómo había llegado a este punto?

El temblor de mi cuerpo dejaba en evidencia el estado de desconcierto en que me había dejado la conversación con Laura. Eran muchas cosas. Los estereotipos en los que me había encasillado por ser quien era, los constantes rechazos, el que supuestamente mi libro no tuviera potencial.

Quería llorar.

Tomé aire para intentar contener las lágrimas cuando las puertas del ascensor se abrieron, pero creo que fue demasiado tarde, porque sentí como un par de gotas rodaban por mis mejillas, amenazando con quebrarme más.

–¿Cree usted en el destino, señorita?

Confundida, doy un pequeño salto y parpadeo varias veces para cerciorarme de estar viendo bien. Las puertas del ascensor se cierran y de fondo se filtra la voz que anuncia que el aparato se dispone a subir.

Lleva el mismo traje gris sin corbata con el que lo vi en el restaurante esta tarde. Pulcro. Imponente.

–¿Qué? Hola –saludo con un hilo de voz.

Y ya me hubiese gustado que sea producto de los nervios. Más bien, es el resultad del cúmulo de emociones que me asalta el pecho desde que salí de la oficina de la editora.

–¿Dos veces en el mismo día? Por algo a de ser ¿no cree?

–Quizá solo coincidencia.

–Muy agradable, sin duda. No habíamos tenido oportunidad de presentarnos. Christopher Uckermann, mucho gusto.

Actúo en modo automático extendiéndole la mano, que aprieta mientras me sostiene la mirada. Una descarga eléctrica me recorre parte del brazo con el contacto, y él también lo nota, porque me sonríe casi al instante.

Dios mío.

–Dulce, mucho gusto –le devuelvo el saludo, intentando ocultar los latidos desbocados de mi pecho.

–¿Dulce sin apellido?

Mi nombre en sus labios se siente diferente. Y me gusta.

–¿Importa? –niega y me guiña el ojo.

–¿Puedo saber a qué se debe su visita?

–Tuve una reunión –espero que mi tono escueto sea suficiente indicador para no hablar más del tema–. ¿Y usted?

Porque se me revuelve el estómago de tan solo evocar la dichosa reunión.

–¿Escribes, Dulce?

–Eso creo.

Mi respuesta sale rápida, y para cuando me doy cuenta, no hay forma de tragarme las palabras.

La voz del ascensor indica que estamos llegando al piso 8, me imagino, el último de todo el edificio, y noto que no oprimí el botón para devolverme a la salida.

–No la oigo tan convencida. ¿Se siente usted bien?

Desvío mi mirada sintiéndome incapaz de controlar a las lágrimas que vuelven a agolparse en mis ojos. Me muerdo la mejilla para no caer en la tentación de llorar y me apoyo ligeramente en una de las paredes de metal.

No estoy bien.

Y dudo mucho si volveré a estarlo.

–Perfectamente –digo justo cuando se abren las puertas.

–Lamento que nuestra conversación halla sido muy corta, Dulce –un escalofrío recorre mi columna vertebral y siento que por un segundo me falta el aire–. Pero otra vez, ha sido un gusto.

–Digo lo mismo. Ha sido una coincidencia agradable.

Christopher se acerca un paso, con sus ojos obscuros penetrantes sobre los míos. Me extiende con delicadeza una tarjeta que no sé cuándo sacó, pero, aun así, la tomo.

–Si necesita cualquier cosa, búsqueme. Buenas noches.

Me regala una sonrisa enigmática antes de darse la vuelta para salir del ascensor, que empieza a cerrar las puertas lentamente, impidiéndome seguir el rastro por donde se pierde. Ahora sí, presiono el botón del piso uno y suelto un suspiro pesado, inhalando el aroma amaderado que se ha quedado impregnado en el espacio.

Sin ánimos, poso los ojos en la tarjeta que sostengo en las manos, y leo con cuidado.

Christopher Uckermann.

Presidente de Plumas blancas.

Mi corazón empezó a latir con fuerza, era como si todo el mundo se hubiese puesto en pausa, dejando solo el sonido de mi respiración agitada y el eco de mis pensamientos. No era una coincidencia, ni un par de encuentros casuales, era una señal una oportunidad que supe, se me estaba presentando en bandeja de plata.

–Sí creo en el destino, Christopher –digo entre dientes cuando la puerta del ascensor se abre en el primer piso.

No creía, pero mientras salgo de la editorial con la tarjeta en la mano, empiezo a hacerlo.

Porque no por coincidencia me topo dos veces con el presidente de la editorial que tanto me ha rechazado.

Y voy a aprovecharlo.

***
¿Impresiones? ¿Qué tal el segundo encuentro? ¿Lo usará Dulce?

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