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Capítulo 1.

Me faltaba un punto.

Un maldito punto y aprobaba cálculo.

Arrugo el cuadernillo del examen final frustrada, de nada había servido "invertir" una noche leyendo libros de matemática avanzada y resolviendo ejercicios. Al día siguiente, en plena prueba, no me acordé de casi ninguna fórmula.

Odiaba la derivación, la optimización de variables, las integrales. En sí todos los números.

–Nos vemos en rezagados, señorita Escotet –se despidió el profesor cuando pasó por mi lado.

–Me complace anunciarle que todo apunta a que me tendrá un ciclo más en su clase –le respondo echando las hojas a mi bolso–. Porque obviamente volveré a llevar el curso con usted, a sido mi profesor favorito del semestre.

Rueda los ojos y sigue de largo.

Enrique de la fuente es uno de los amigos más cercanos de mi padre. Antes de entrar a la universidad ya lo había visto en infinidad de cenas en casa, y para ser sincera, muchos de los profesores que me dictaban cursos eran caras conocidas. Él en particular, era el socio de la financiera de mi familia, trabajaba en el Banco Santander y había escrito varios libros de matemática económica.

Todo eso me daba dolor de cabeza.
La universidad me daba dolor de cabeza.

–Tenemos que repasar para rezagados –Anahí me puso una mano en el hombro.

–¿Más? ya estoy cansada. Mejor me espero al otro ciclo y como ya voy a tener "base" seguro apruebo.

Recogí mis cosas y salimos juntas. Lo único bueno de esta tortura eran mis amigos. Por ellos, y principalmente por Miranda la estaba sobrellevando.

–Dulce... –me recriminó batiendo las pestañas rubias–. No todo está perdido aún. ¿Qué va a decir tu padre si...?

–Muchas cosas, seguramente. Ya me estoy visualizando sentada en el sofá de su oficina, con los pies arriba y un sueño infernal mientras habla –ruedo los ojos cuando mi cabeza proyecta la imagen–. Mejor voy a estar reuniendo fuerzas desde ya ¿vamos a por una cerveza?

–No gracias.

–No seas aburrida. Vamos a celebrar que has aprobado con promedio perfecto –le codeo con cariño.

–Ni tanto. Me faltó medio punto –reniega agitando su cuadernillo–. Hice todo bien, hallé el costo marginal y la utilidad máxima. Pero ¡Dios! Fallé en escribir la interpretación.

–Un error lo tiene cualquiera, no reniegues. Si yo estoy feliz con mi 2, tú tienes que estar saltando con tu examen perfecto.

–Casi.

–¡Perfecto! Ya dije.

–Espero que en el examen de macro me vaya mejor. Necesito buen promedio para conseguir las prácticas...

–Hay, déjalo ya. Sabes de sobra que tú vas a trabajar en la financiera, como mi mano derecha. Prácticamente dueña. La puedo poner a tu nombre...

Ella se echa a reír, yo no. No es una broma para aligerar el ambiente, tampoco falsas promesas para hacerle sentir bien.

Estoy dispuesta a hacerlo, porque sé que al frente de una empresa de préstamos seré un desastre. Odio lo que estudio, y mientras Anahí espera una nota perfecta en Macroeconomía, con un poquito de fe y otro de suerte espero aprobar.

Lo que a mí si me interesa está dentro de la memoria USB que cuelga del muñequito de mi bolso. Cada vez lo voy puliendo más, cada vez me gusta más.

Y no tiene nada que ver ni con cuentas, ni con gráficos estadísticos, ni con análisis de balances comerciales, ni con estrategias de crecimiento.

–Además, así quiera no vamos a poder ir. Son exactamente –revisa el reloj de su muñeca–, 11:22. Y si no nos apuramos puede que no lleguemos...

–Tenemos que llegar. ¿Cuánto tiempo hacemos de aquí a la editorial?

–¿25 minutos? –duda.

–Si tú conduces. Si lo hago yo... ¿20? O 15, quien sabe...

–No gracias –río con ella–, todavía quiero vivir. La próxima semana sale la colección de verano de Chanel y necesito unos, y también tengo el concierto de Harry, así que no quiero arriesgarme. Manejo yo.

–Como quieras.

–¿Nerviosa?

–Ansiosa –alzo los hombros–. No quiero que me pase lo mismo del otro día, así que tengo aquí dos manuscritos más. ¿Estoy presentable?

–Siempre preciosa –concluye tras darme varios vistazos–. Me compraré un blazer igual, te queda espectacular. ¿Quieres que te retoque un poco antes de ir?

Señala mi maquillaje y asiento. La mejor en esto siempre ha sido ella. De no ser porque le encantan las finanzas, seguro hubiese estudiado maquillaje o estilismo.

Así que siempre que puede y se ofrece, me pongo en sus manos.

Caminamos rápido hacia el estacionamiento. Como el siclo ya se está acabando, resulta que la universidad está casi vacía. Hay quienes ya han terminado los finales, y así como nosotras eligen irse o si no, empiezan a planear donde será la fiesta de cierre del semestre. Y el inicio del verano también, pero ya tendríamos dos meses para celebrarlo como se debe en Ibiza, Formentera, Tenerife o donde sea.

Algunos deciden seguir torturándose con los exámenes de rezagados que inician la próxima semana, yo también tendría que estar pensando en eso. Pero elijo ser feliz y centrar todas mis energías en las citas que tengo.

El celular de Anahí se ilumina con una llamada entrante. Sin dejar de maquillarme desvía la mirada un momento hacia el aparato y rueda los ojos. No lo apaga, pero sí le sube al volumen de la radio.

–¡Lo odio! –dice rebuscando en el neceser que tiene abierto sobre sus piernas–. Abre y cierra, varias veces.

–¿Nico?

–Ya no estoy para ser segunda opción de nadie. ¿Sabes que su idea era ir a la fiesta con Fernanda? Pero ella lo rechazó, y claro, ahora viene a buscarme porque piensa que siempre me va a tener ahí, pero...

–Porque tú lo acostumbraste a eso.

–En tiempo pasado, ya no.

Abre varios labiales para probar los contrastes con el resto del maquillaje y como ninguno le gusta, vuelve a cerrarlos.

Prueba con todos los que tiene en el neceser de mano, y cuando no creo que puede sacar más, se agacha y saca de debajo del asiento otro estuche negro repleto de labiales.

–Oh, Dios. ¿No tendrás por ahí una plancha de pelo?

–En la maletera. Pero ya no hay tiempo. Este te va a quedar perfecto –levanta un rosado bajito–. Queremos que la mirada resalte más que todo, quiero que mires tu delineado en el espejo. Luego te voy a tomar una foto porque me quiero hacer los ojos así.

Su móvil vuelve a sonar y esta vez, soy yo quien desvío la mirada para leer el mismo nombre. Es un mensaje.

–No le voy a responder –me dice cuando inquiero con la mirada–. No más. Que busque a otra si quiere, no soy una opción y...

–Eso me has dicho muchas veces ya.

–¡Esta vez es de verdad! no volveré con él, no le contestaré más los mensajes ni las llamadas. Ni siquiera le dirigiré la palabra cuando nos veamos.

–Pero sí iremos a la fiesta...

–¡Tampoco!

–Iremos y le demostrarás que no lo necesitas, como siempre te ha hecho creer.

–Eso no es...

–Luego de la cita con la editora de Plumas blancas vamos al centro comercial para ver que compramos.

–¿No era él editor? –pregunta consternada.

–Le escribí a Laura Rojas ayer y accedió a recibirme ella personalmente.

–¿Cómo...? Ah, ya –se corrige rápido.

Conseguir citas en las editoriales más importantes del país, a diferencia de lo que muchos pueden pensar, no ha sido tan difícil al menos para mí. Estamos en una sociedad tan de influencias y apellidos, que la simple mención del mío hace que se me abran muchas puertas.

Solo se me abren, porque de ahí a conseguir todo lo que quiero hay una brecha muy grande.

Así que, aunque tiene ventajas, también parece ser una maldición. Arma de doble filo, se le dice.

Porque a Dulce Escotet no le alcanzó el apellido para que aceptaran publicar sus libros.
O al menos, no hasta ahora

Tengo muy presente la cantidad de veces que he enviado mis manuscritos por correo o por las plataformas que habilitan las editoriales. 26. Las mismas veces que me he frustrado y me he roto la cabeza pensando en que le falta a lo que escribo para ser "un posible libro potencial".

De esas 26 veces, 14 he recibido un correo de vuelta explicando el rechazo. "No es lo que buscamos publicar". ¿Cómo? Si antes de mandar los libros siempre investigué el público objetivo de las editoriales. Las otras 12 veces han sido, simplemente, leídas, ignoradas o lo que fuese; nunca recibí nada.

Anahí siempre ha dicho que es cuestión de tener paciencia, que la carrera de los que se inician en el mundo literario no es fácil. Que lo que escribo será todo un éxito algún día.

Pero a mí nunca me ha gustado esperar. Nunca me habían rechazado tantas veces.

Mientras mi amiga conduce me cuenta que ha pensado en teñirse el cabello antes de viajar a Ibiza y quiere hacerse un corte distinto. Según ella, es parte de cosas a cambiar para cerrar ciclos y no mirar al pasado, nunca más.

Aprovecho el trayecto para revisar dos de los cuatro manuscritos que, a mi criterio, ya están terminados, pulidos y listos para publicar. Cada que leo las primeras líneas me emociono demasiado, pues para llegar a ese estado han tenido que pasar por un sinfín de correcciones, que me han llevado años.

Solo Anahí es consciente del tiempo que les he dedicado, y, por ende, la única persona que sabe cuanto me frustran los rechazos.

Y aún sabiendo todo eso, creo que Anahí nunca podrá dimensionar todo lo que estoy dispuesta a hacer con tal de conseguir que me publiquen.

–¿Dulce Escotet? –me dice la recepcionista cuando le entrego mi identificación y asiento–. ¿Cómo está? El licenciado Manuel ya la está esperando. Por aquí, por favor.

–Gracias –la sigo cuando me hace un movimiento de cabeza.

Toca la puerta de una de las oficinas al fondo del pacillo con dos golpecitos, del otro lado escucho un "Pase" y abre la puerta para hacerme ingresar. Cuando estoy dentro la cierra, y camino sintiendo por primera vez en el día esas maripositas revoloteando en el estómago que son señal de nervios.

–Dulce Escotet –me trago el malestar al identificar el tono enfático que ha usado en mi apellido–, bienvenida. ¿Cómo estás?

Rodea su escritorio para saludarme, dejo que lo haga con un beso suave en mi mano.

–Muy bien. Muchas gracias por recibirme.

–¿y cómo no iba a recibir a la hija de Andrés Escotet? Por favor, ponte cómoda, estás en tu casa. Cuéntame ¿a que se debe el honor?

Por eso a veces odio mi apellido.

Me siento en una de las sillas giratorias frente al escritorio, no pierdo el tiempo y saco de mi bolso los dos manuscritos que traía y descuelgo el USB del asa.

–Gracias –fuerzo una sonrisa, pasando el trago amargo del conflicto con mi apellido–. Hace unos meses mandé a la editorial el manuscrito de mi libro: "Bella esencia" pero no recibí respuesta. Por eso me tomé el atrevimiento de hacer una cita con usted, quería traérselo personalmente.

–"Bella esencia" –repite cogiendo el ejemplar–. Tiene un título... curioso.

–Es un libro de cartas y poemas que he ido escribiendo a lo largo de mi adolescencia. Van desde experiencias hasta cosas que a mí me hubiesen gustado saber. Hay de todo, amor, amistad, desamor, lo difícil que es elegir una carrera. Siento que es un libro con el que se puede sentir identificada mucha gente, o que le puede servir de guía a mucha gente –entrelazo mis dedos mientras hablo, con la intensa mirada del editor encima–. El público objetivo son adolescentes o jóvenes, tiene un lenguaje muy ligero y unas ilustraciones muy bonitas. Si se da cuenta, las páginas están enumeradas con horas de la madrugada, porque son cosas que se me han ocurrido en la noche.

El silencio que se forma después es incómodo. Observo desesperada como observa las páginas con interés, y cada vez que de fondo escucho el sonido del reloj del pared que tiene a la izquierda me pongo un poquito más ansiosa.

Quiero encontrar algo en su expresión para tener un indicio de lo que piensa, y no hallar nada se siente como tener un peso extraño sobre los hombros. ¿por qué tiene que ser tan difícil?

"Es un libro interesante, Dulce. Nos gustaría trabajar..."

Fantaseo con una posible respuesta para desviar los nervios. Esas palabras se oirían tan perfectas. Las mejores de toda mi vida.

Nada que un "abróchense los cinturones para el despegue" ni un "te amo", ni un "¿te quieres casar conmigo?". Yo necesito oír una confirmación.

–Ciertamente, el libro suena interesante –suelto el aire de mis pulmones y me relajo en la silla al escuchar su voz, después de no sé cuanto tiempo–. No suele ser un formato que se trabaja muy a menudo y eso lo hace interesante. Tendría que leerlo más a fondo, con más calma. Y bueno, tienes que saber que la reunión de comité donde presentamos los proyectos fue la semana pasada, volveremos a tener una en un mes y medio más o menos. Y podría discutirlo ahí.

He escuchado lo mismo tres veces antes.

Luego sigue un "estaremos en contacto" y nada más. Pasa ese mes y medio, dos, tres, medio año. Y no llega nada, ni un mensaje, ni una llamada.

Intento mostrarme lo más serena posible, no obstante, el cosquilleo en mi pecho advierte la decepción mezclada con frustración. Otra vez.

Me jode más la poca sinceridad y los pocos pantalones para decirme las cosas en la cara. No tendría que ser muy difícil, prefiero mil veces un "no es lo que estamos buscando" a esto.

–Tengo tu número, tu correo y el manuscrito. Estamos en contacto.

Deja el ejemplar sobre una pila de otros más y se pone de pie, dispuesto a darse la vuelta para despedirse.

–También tengo una novela de romance deportivo –rebusco el ejemplar en el bolso–. Y si gusta, se lo puedo dejar también de forma virtual...

–El que tengo está perfecto, muchas gracias. Ha sido un gusto tenerte aquí –se da la vuelta obligándome a levantarme fingiendo una sonrisa–. Salúdame a tu padre, por favor, siempre es un honor tener a alguien de tu familia por aquí, aunque bueno, eres la primera –suelta una carcajada y hago todo lo posible para no rodar los ojos–. Ten un muy buen día, Dulce.

–Muchas gracias por todo.

Hay un toque de incomodidad reflejada en mi voz. Una media sonrisa falsa, y un malestar que amenaza con no poder seguir oculto ni un segundo más.

–Me ha dado mucho gusto conocerte –besa mi mano otra vez–. Ha sido un honor.

Asiento y desde la puerta le digo que también me ha dado gusto conocerlo, pero no es cierto. Salgo de la oficina a punto de echarme a llorar, esto es frustrante. No es la primera ni la última cita, pero cada que salgo de una con la misma línea de respuesta me frustro un poco más.

Mis tacones golpean el suelo de cerámicos con furia, no me despido ni de la recepcionista, ni de los hombres que custodian la entrada principal del edificio.

Mi móvil suena con una llamada de mi padre que rechazo para seguir caminando hasta el auto, al que subo tirando un portazo. Nunca me habían rechazado tantas veces, de verdad.

–Lo mismo de siempre –me adelanto a la pregunta de Anahí, que está revisando la plataforma de las notas de la universidad–. ¡Odio mi apellido! A los editores, odio todo esto. No me pueden decir que simplemente no le ven potencial porque tienen miedo a que me vaya a quejar con mi padre, y me reciben solo por él.

–Cálmate. Las cosas pasan por algo, quizá esta no era la editorial adecuada –apaga su móvil y lo guarda en uno de los compartimientos–. Hoy nos quedan tres citas más. Vamos, comemos, te despejas un rato y a seguir.

–Déjame conducir –le pido pasándome la mano por la frente.

Lo duda un par de segundos, abre la boca dispuesta a negarse, lo sé porque la conozco muy bien, pero al final, suspira antes de abrir las puertas del piloto para bajarse.

Me paso al otro asiento sin bajarme del auto, tiro mi bolso hacia atrás, espero que Anahí se suba y enciendo el motor.

Necesito desestresarme, y a veces, conduciendo es la mejor manera.

Con las lunas bajas, el techo descapotable guardado y el último disco de One Direction sonando a todo volumen en la radio, me adentro a una de las villas rápidas de Madrid para apretar el acelerador todo lo permitido y un poquito más.

El viento me desordena el cabello y sonrío, debería comprarme una moto porque la sensación de frescura que me recorre el cuerpo es de las mejores cosas del mundo. Levanto los brazos, me medio paro del asiento...

–¡Dulce! –me grita mi amiga, aferrándose al asiento.

–Disfruta un poco, por favor –le pido volviéndome a acomodar para bajar la velocidad–. ¿Quieres que vayamos al restaurante de pastas?

–Sí –concede relajándose al identificar la próxima salida–. Enciende los direccionales y voltea con cuidado –exige mirando por la ventana.

–Sé hacerlo, no te...

–¿Y por eso tu auto está en la mecánica?

–Ese fue un accidente. El auto de atrás no se dio cuenta...

–¿También los fierros del otro día? Que yo sepa ellos no ven, y tú sí los ves a ellos.

Había arruinado la lata de mi auto nuevo cuando intenté estacionarme en una cochera a las afueras de la ciudad. En mi defensa, nadie debió poner esos fierros ahí porque a cualquier otra persona le pudo haber pasado. Me distraje un segundo, solo uno.

–No pasará nada –miro por el espejo retrovisor antes de tomar la salida–. ¿Sí viste? No pasó nada.

Le pido que me guíe al restaurante para no dar muchas vueltas, pues quien suele manejar cada que venimos es ella. Es quizá nuestro lugar favorito para comer, tiene unas vistas maravillosas, las pastas son deliciosas y la colección de vinos a la carta lo mejor de todo el lugar.

–Bájate, estaciono yo –me dice a pocos metros de llegar al lugar.

–¿De verdad vas a cambiarte de lugar solo para eso? Déjamelo a mí, ya aprendí a estacionar.

–Está bien –suspira derrotada–. Pero cuidado, por favor. Entra con mucho cuidado y maneja despacio.

Saqué la mano por la ventanilla en el portón de la cochera para recibir el ticket de ingreso que te ofrecía la máquina. Lo dejé sobre mis piernas y tal como mi amiga quería, ingresé a la cochera despacio, buscando con la mirada un lugar para estacionar.

El estacionamiento estaba casi lleno, obvio, teniendo en cuenta la hora y el día. Era viernes, poco más de las dos de la tarde.

¡Bingo! –dije para mis adentro cuando divisé un espacio perfecto para el deportivo de Anahí, bastante accesible, solo que un poco ajustado. Si entraba bien, no habría complicaciones. Ya lo había encontrado, así que me relajé acelerando un poco más el auto.

–Al fondo hay...

Giré el volante bruscamente cuando estuve bastante cerca al lugar, y el coche respondió con un chirrido de neumáticos y un ligero deslizamiento.

Mierda.

Pero ya era demasiado tarde, porque, a fin de cuentas, si aceleraba un poco más podría controlar y encajar el coche. Solo era cuestión de un poco más de fuerza ¿no?

–¡Frena, Dulce, fre...!

Pero el ángulo de entrada era demasiado cerrado y el espacio bastante estrecho. La parte delantera del deportivo rozó la puerta de una camioneta negra estacionada, provocando un ruido que escuché pese al sonido de la radio.

Intenté corregir, lo juro. Pero el volante se me escapó de las manos y el coche giró un poco, chocando de lleno con la parte lateral de la camioneta.

–¡Dulce! –gritó Anahí y la observé incrédula.

¿Qué? ¿Por qué?

–¡No fue mi culpa! El volante...

Anahí se bajó del auto consternada, sin decir nada más. Me vi obligada a hacer lo mismo, cuando sentí que la alarma del otro vehículo, que se había activado con el golpe me estaba taladrando los oídos.

Una vez parada al lado del coche, no pude evitar reír. Todo había pasado tan rápido, en un instante, que no tuve tiempo de pensar ni de hacer nada. De hecho, no estaba distraída, había ingresado totalmente concentrada para evitar desastres.

–¡Qué hicieron, locas!

La voz del hombre que apareció de repente hizo que mis ganas de reír se duplicaran. Anahí, que hasta hace un momento me miraba con reprobación, ahora miraba al señor de mediana edad con algo parecido al miedo.

–Lo siento mucho, señor. Fue un accidente y...

–¿Un accidente? –cuestionó él alzando la voz sobre el ruido insoportable de la alarma–. ¡me jodieron la camioneta!. ¿De qué se ríe usted? ¿de verdad le parece gracioso?

–No, no, no –intentó Anahí pellizcándome el brazo–. Lo sentimos mucho, de verdad. El espacio era muy estrecho y...

–Nada de lo siento. ¿Cómo les pueden dar licencia a un par de imprudentes? Son un peligro al volante. ¿Quién conducía? Voy a llamar a la policía y...

–¿Qué? no, por favor. Mire, nosotras correremos con todos los gastos y...

–Primero apague la alarma ¿no? suena horrible y me está doliendo la cabeza –le dije tomando aire para controlar la risa–. Fue un accidente, y le pudo pasar a usted, a mí o a cualquier persona.

–¿Cómo puede tomárselo así? ¿¡me arruinó un auto nuevo! Recién salido de fábrica –se lamentó.

–Que pena. También se jodió un deportivo. Correremos con todos los gastos.

Mis ojos viajaron a los rallones de la puerta de la camioneta. No era tan grabe, de eso estaba segura.

–¡Claro que van a correr con todos los gastos! Pero voy a llamar a la...

–¿Qué pasó aquí, Francesco?

Una voz profunda y fuerte interrumpió la advertencia del hombre. Levanté mis ojos en dirección al ruido de la voz, y me sorprendió ver a bastante gente mirando la escena de lejos.

Sin embargo, quien captó toda mi atención fue el hombre de traje gris que se acercaba hacia nosotros. Me mordí los labios cuando me devolvió la mirada, cargada de confusión.

De la nada dejé de reír, tenía la boca seca y la mente a punto de explotar. La presencia imponente y el aroma amaderado que detectaron mis fosas nasales cuando le tuve más cerca me hicieron tambalear.

***
¿Primeras impresiones? Quiero leerlas 

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