Capítulo 16 • Experimentos (II)
- Espero que éste dure un poco más -advirtió Aaron, refiriéndose a Sura.
- ¿Es una amenaza? -se rebeló la joven.
- ¿Tú qué crees? -preguntó indirectamente, cogiéndole fuertemente del cuello.
- ¡Por favor, basta! -asfixiándose, trató de pedir clemencia.
Aaron la soltó bruscamente.
- ¡Más cuidado! ¡Matarás a Sirhan! -exclamó alterada, mientras sostenía su barriga.
- ¿Le has puesto nombre a esa cosa? -preguntó repugnado.
- Tu hija también lo tiene, ¿Por qué no debería tenerlo el mío? -le respondió con firmeza.
- ¡No es lo mismo! -respondió neurótico.
- ¿Acaso no proceden ambos de la misma fuga atómica? -preguntó perpleja.
- Sí, pero, como bien sabes, en su caso fue ella la que mutó, no el útero de mi mujer -concluyó vehemente.
- ¡No sabemos qué implicará eso en mi hijo! Puede que sea igual que Rosewell -le recriminó aquella, a quien parecía que no le quedaba mucho tiempo para parir.
- Pues, por ahora, llevas 4 años de gestación, y si eso no fuera suficiente diferenciación, sin la sabia que te proporciona mi hija no podrías mantenerlo con vida. Ya sabes que al haber mutado sólo tu útero, sin las cualidades miméticas que te aporta la sabia de Rose, serías incapaz de soportar el embarazo -le recordó él, con su temperamento ya calmado.
- Recuerda si no lo enferma que estuviste -añadió serio.
- Sí, lo sé -respondió apenada, bajando su mirada.
- Bien, en ese caso, no me falles más con los últimos sujetos -le amenazó de nuevo.
- ¿Llegan más? -preguntó asustada.
- ¡Sí! ¡Qué emoción! ¿Verdad? Horst me ha prometido hasta cuatro sujetos más para la semana próxima, ¿no es perfecto? Así me demuestras que la muerte de estos dos no ha sido cosa tuya, tal como afirmabas, y yo te sigo proporcionando la sabia de mi hija. Maravilloso, ¿no crees? -comentó entusiasmado.
La mujer permanecía callada, mirándome angustiada a mi versión de niña que mi propia mente reconstruía. Me sentí mal por ella, pero más por el niño pequeño, quien profundamente debilitado, trató de levantarse de aquella mesa de piedra una vez me vio a su lado, recostada sobre una camilla, con mi rostro pálido y mis ojos todavía abiertos, blancos.
Pero antes de poder hacer nada, Sura y el otro hombre lo tumbaron y lo sedaron de nuevo. Y así, una vez todo se hubo calmado, Sura intervino de nuevo.
- ¿Hoy no le borras la memoria? -preguntó extrañada.
- Sí, pero antes voy a mover el cuerpo de Waldo donde no moleste, ¿te parece bien, princesa? -sopesó Aaron, con su ironía característica, mientras se giraba un momento a observar a aquella hermosa mujer de piel oscura y ojos negros, que recogía su pelo con un pañuelo de múltiples colores.
- Sí, bien, pero date prisa, recuerda que sólo puedes bloquear los últimos 10 minutos vividos por la persona en la que emplees la gema y que durante meses no podrás utilizarla de nuevo -le recordó Sura, con inesperada amabilidad, mostrando también cierta complicidad. Quizá, fruto de una antigua amistad, o incluso, de un antiguo amor.
- ¡Qué mujer! Ya lo sé Sura, tranquilízate, lo hemos hecho ya muchas veces -exclamó exhausto, empezando a moverse hacia donde nos encontrábamos.
Poco después, Aaron empezó a acercarse hasta la camilla, sacando el colgante del que hablaba VIX, para usarlo conmigo.
Sin embargo, no tenía nada que ver con el que me había enseñado VIX. Su forma era circular, con un ópalo rojo y redondeado, incrustado en el centro del mismo. Es más, recuerdo que me pareció curioso que un mineraloide compuesto por material cristalino como es el ópalo, combinara dos elementos contrapuestos en la naturaleza, el agua y el fuego.
Y así, sereno y atento, Aaron aproximó el collar hasta mi cabeza. Parecía concentrado. Tenía los ojos cerrados, entrando también en una especie de trance. Y de repente, una ténue luz de tonos rojizos empezó a emanar de la piedra preciosa y se reflejó en mi frente.
Quise gritar, alertar a la pequeña Rose y sacarla de allí. De modo que inconscientemente, extendí mi brazo y grité mi nombre, pidiéndome que despertara.
Pero fue entonces cuando desperté de verdad. Y al regresar, sentí como si mi mente se hubiera liberado.
Al fin podía ver todo mi pasado con claridad. Y aquello, realmente, me hizo sentir alivio, pero también una gran culpa y rencor, difíciles de curar.
Había muchas cosas que tenía que gestionar, tal como esperaba. Y para ello, necesitaría tiempo.
Asimismo, las imágenes del pasado que mi cabeza había recreado se desvanecieron poco después, pudiendo ver aquel espacio tal como era en el presente. Ahora ya sí, plenamente consciente, orgullosa de todo lo que había logrado y superado, continué adentrándome en aquella cueva.
Ésta seguía siendo una morgue rudimentaria, con los cadáveres de los niños congelados debido a la bajísima temperatura que allí hacía y al agua que se deslizaba entre las rocas, goteando sobre éstos.
Por su parte, en lo relativo a las camillas de piedra y las estanterías, todo eso seguía prácticamente igual al recuerdo. Únicamente, algunos frascos se habían caído del estante, llenando el suelo de cristales rotos, con múltiples formas y tamaños, desparramando entre ellos los órganos y vísceras que hubieron contenido en su momento.
En general, el lugar estaba abandonado. Se notaba claramente que nadie había pasado por allí en mucho tiempo. Olía a podredumbre, a descomposición de carne y desechos orgánicos. Y entre tanto, cierta vegetación había conseguido nacer allí, sobresaliendo del agua que cubría algunas zonas del suelo, sobre el cual, en las zonas que permanecían secas, diversos papeles y periódicos resistían al paso del tiempo.
Recogí todos los que pude. La mayoría eran basura, estaban rasurados o empapados por el agua, con la tinta corrida, pero unos pocos, bocetos de algunas ideas y aparatos que querían llevar a cabo, me parecieron útiles, de modo que me los llevé conmigo.
También, una bata blanca, manchada de sangre y barro, se descomponía entre unas aguas que parecían estancadas. La recogí del suelo y comprobé su etiqueta. Era de mi padre. Al igual que la vieja fotografía que, llena de polvo, se ocultaba entre una de las dos estanterías. Era una foto con mi familia, en Quebec, frente a nuestra casa de campo. En ella yo debía tener unos 3 años. Aparecía sonriente, disfrutando alegre de una pequeña brisa que pasaba por allí, mientras sujetaba con fuerza la mano de mi padre.
Lo recordaba bien. Al fin podía hacerlo. Sin embargo, recordar aquellos fatuos y escuetos momentos de felicidad también me infudieron una profunda tristeza.
Verme sostener la mano de mi padre y pensar que con esa misma mano también había operado mi cuerpo día tras día, noche tras noche, sin descanso, en una experimentación que llevó a cabo sin un ápice de compasión o remordimiento, me hacía muchísimo daño.
Me vino a la mente entonces cómo mi padre me introdujo un día tras otro la sabia de los árboles de Quebec por vía intravenosa, tras haberles arrancado previamente la corteza, rasgándolos y sangrándolos.
Podía sentirlo. Podía recordar lo que sentí. El bosque moría y yo también.
Recordé asimismo lo que me decía mi padre sobre su experimento mientras estaba en el proceso. Él afirmaba que de esa manera la raza humana pasaría al siguiente nivel, que alcanzaría así la pureza mimética, y que, en definitiva, era por mi bien y por el futuro genético de la humanidad.
Sin embargo, mientras tanto, yo me debatía entre la vida y la muerte.
Pues, durante el proceso, me arrancaba también la corteza que cubría mis brazos, con unos alicates, hasta que ésta quedaba libre, al igual que hacía con los troncos de los árboles del bosque, en un intento por realizar la transfusión más cómodamente.
Así pues, poco después de despertar tuve que salir de allí de inmediato. Pues, el olor era insoportable y los recuerdos acudían a mi mente con total claridad. Sin ninguna barrera mental que me impidiera verlos sin dolor, sin pinchazos, sin jaquecas, sin filtros que borraran las partes más hirientes.
De tal modo, recuerdo que nada más salir de aquel tétrico lugar, empecé a disociarme. No acababa de saber cómo gestionar todo lo que había visto, sentido y olido. Necesitaba dejar mi mente en blanco unos minutos, horas, si podía ser. Necesitaba caminar a través de la gruta, creyendo ir sin rumbo. Sola, aceptando quién era, pero sin necesidad de seguir en el pasado, con mi mente enfocada hacia el futuro.
Y así, tras largas horas caminando y meditando entre aquella oscura gruta. Sintiéndome vacía entre el vacío, mientras escuchaba el leve impacto de las pequeñas gotas al caer, tratando de ignorar el frío y de aprender a gestionar todo aquel cúmulo de sentimientos contrapuestos, llegué a la cascada, descompuesta, pero en paz conmigo.
Había asumido mi condición mimética como una cualidad y no como una enfermedad extraña; consciente de la crueldad humana, mucho más decepcionante de lo que hasta ese momento creía y a su vez, mucho más fuerte para enfrentarme a ella, decidida a afrontar con entereza los retos que el destino me deparara en el momento atravesara de nuevo aquella cascada.
Y entonces, al salir, le vi. VIX estaba allí, esperándome paciente, recostado sobre la hierba de una pequeña colina con un libro en su mano, tranquilo y sosegado, como siempre había sido. Verle me devolvió la sonrisa. Parecía en paz, y aunque en aquel momento tenía sentimientos encontrados sobre el mundo y sobre mí, sabía que él me ayudaría a reenfocarlos.
No obstante, esa tranquilidad no le duró demasiado, pues cuando empecé a emerger de la cascada con toda mi ropa mojada, su gesto cambió completamente.
Sorprendido, con los ojos bien abiertos y la cara enrojecida, volteó sus ojos hacia un lado en cuanto se hubo dado cuenta de que se me había quedado mirando embobado.
Trató entonces de contener su mirada, volteada, pero inmediatamente después cayó en lo fría que debía estar el agua, así que dejó sus sentimientos a un lado y bajó rápidamente a la orilla para taparme.
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