Capítulo 15 • Experimentos (I)
Tercera realidad · Hechos del 2047 narrados desde el 2074 · 7 de Septiembre · Desde Francia, sobre Canadá ·
Con cuidado, tratando de no espantar a la manada, VIX me llevó hasta la cascada.
Y una vez allí, me preguntó si quería entrar sola o acompañada. Finalmente, tras una breve reflexión, preferí entrar sola. No sabía qué podría encontrarme allí realmente, pero sentía que necesitaría espacio y un tiempo a solas para poder asimilar lo que ya en mi mente empezaba a revelárseme. Así pues, no tardé mucho en tomar la decisión y comunicársela.
VIX, por su parte, pese a no estar de acuerdo con la decisión, la respetó, ayudándome a colocarme con cuidado sobre las rocas.
Aquel acto de respeto me pareció importante. Pues, VIX era una persona que, en su necesidad de ayudar a los demás para sentirse valorado, mostraba cierta soberbia en sus acciones y consejos, los cuales, yo calificaba generalmente de sabiduría, pero algunas veces también me daba la sensación de que más que sabiduría eran pura soberbia, pues él creía verdaderamente saber mejor que yo lo que necesitaba o podía llegar a necesitar en cualquier momento. Y aunque pudiera ser cierto, necesitaba tener la libertad para poder elegir, para acertar o equivocarme.
Con todo y pese a todo, sé que él siempre quiso ayudarme de corazón.
- Si ves que no puedes, apóyate en las rocas de la pared -me recomendó.
- Vale -respondí agradecida, al mismo tiempo en que trataba de equilibrarme mientras caminaba por el pedregoso terreno.
- ¿Estarás bien? -añadió preocupado, sujetándome la cintura mientras trataba de apoyar bien mis pies sobre las rocas, procurando que no me cayera.
- ¡Te veo a la salida! -exclamé valiente, a punto de atravesar la cascada.
- ¡Más te vale! -me advirtió él, con el ceño fruncido, expresando claramente su disconformidad hacia lo que había elegido, pero respetando en todo momento lo que yo creía que era mejor.
Y así, con miedo, pero decidida, la crucé.
En su interior, una gruta de gran profundidad se abrió paso a mis ojos. Sus paredes, formadas por húmedas rocas, me ayudaron a adentrarme en ella paso a paso. Y así, empecé a avanzar, siguiendo el camino de piedra con cuidado.
Al cabo de un rato me di cuenta del frío que hacía allí dentro, el agua que cubría las rocas estaba helada, y conforme más tiempo pasaba, más frío me parecía que hacía.
De este modo, a mitad de camino estaba temblando. Me paré entonces un momento y empecé a frotar mis manos, expirando aire caliente una y otra vez con tal de entrar en calor. Aunque, no tardé mucho en agarrarme de nuevo a las rocas de la pared y seguir caminando. Pues me asustaba poder morir allí congelada si permanecía parada durante más tiempo.
Del techo, por su parte, pequeñas gotas de agua golpeaban el suelo de manera esporádica, ocasionando tímidos sonidos que creaban una atmósfera tranquila, pero también trepidante. Las gotas caían así, poco a poco, desde unas pequeñas fisuras abiertas en la pared superior, las cuales, aportaban cierta luminosidad al espacio, logrando disminuir así su lúgubre aspecto.
Al final de éste podía verse una enorme roca circular que cerraba el camino. Dicha roca, tal como pude comprobar, podía moverse fácilmente rodando si quitabas la pequeña piedra que la inmovilizaba. Y tras ella, un hueco en la pared me dio acceso a lo que parecía ser una sala de operaciones.
Ésta, a diferencia de lo que ocurría con el resto de la gruta que cubría la cascada, podía verse con suma claridad gracias a la luz artificial que tenía instalada.
Antes de entrar, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Congelada, sudores fríos acuchillaron mi piel. Y pronto, empecé a notar un olor nauseabundo que salía de allí. Quería vomitar. Estaba cansada, congelada e indefensa. Los motivos para abandonar eran muchos, para avanzar, sólo uno. Así pues, pese a todo, y aún sin aliento, di un paso al frente y entré a allí dentro.
La habitación parecía una cueva. Me fui acercando más y más. Y de pronto, ya no veía mi presente, veía mi pasado. Había algunos estantes con diferentes instrumentos y frascos. Unos con productos químicos, otros con órganos humanos y de animales.
En sus dos extremos, sobre dos grandes mesas de piedra pulida, adosadas a sus respectivas paredes, pude ver también unos cuerpos inertes de dos niños pequeños.
Desnudos, desangrados, desnutridos, con pequeñas raíces saliendo de entre sus dedos. Quise acercarme, pero me detuve. Dos adultos pasaban frente a mí, dirigiéndose hasta la mesa en la que se encontraba uno de ellos.
- ¿Está muerto? -creí escuchar decir a la mujer embarazada, que se encontraba examinando a uno de los pequeños.
Les observé inmóvil, como si pudieran verme y tratara de pasar desapercibida. Pero no podían, porque allí ya no había nadie, sólo los cadáveres congelados de todos los niños que murieron en Quebec y que Átomus almacenó allí, en pequeños nichos abiertos sobre las paredes de aquel recóndito lugar.
Fue la aparición de mi padre, en el momento en que uno de los hombres declaró la muerte de aquel pequeño, la que me generó el fuerte dolor de cabeza que, con anterioridad, me había derrumbado. Pero esa vez, logré soportarlo.
- ¡Al mío no le queda mucho tiempo! -exclamó aquella mujer con bata.
- Sura, ¡Consigue que aguante! ¡Es el último que queda! -le pidió un hombre joven, en el que destacaba su oscuro bigote y tez pálida.
Todos parecía desesperados.
- ¡No le noto el pulso! -advirtió la mujer, nerviosa.
- ¡Jefe!, ¿intentamos una trasfusión? -preguntaron los otros dos a aquel hombre con bata y bigote.
- Habrá que intentarlo -manifestó ceñudo.
Y entonces, rápidamente me aparté, dando un paso hacia atrás, para evitar que uno de los hombres me atropellara con una pequeña camilla de ruedas.
- Rose, ¿ayudarías a tu papi una última vez? -pidió dulcemente aquel doctor.
Aparecí detrás de su pierna, asustada, cogida a él. Intentaba no mirar. Debía de tener unos 3 o 4 años. Vestía con una enorme bata blanca que contrastaba con mi oscuro cabello y la suciedad de mi piel.
- Papi, ¿están muertos? -pregunté asustada, con una aguda y tímida voz, mientras me escondía detrás suya.
- No cariño, están dormidos -me respondía Aaron con ternura, mientras acariciaba mi brazo, alentándome a salir.
- ¿Y por qué no duermen en sus camas? -pregunté preocupada.
- Porque no se pueden despertar, por eso los hemos traído aquí, para intentar que despierten -explicó Aaron, sereno.
- ¿Cómo el resto de niños que están en esos agujeros? -pregunté extrañada, inocente, con la leve voz que me quedaba debido al frío.
Me fijé entonces en mis alrededores. Había pies congelados asomándose desde los pequeños agujeros que se abrían en las paredes. En ese momento, sentí una profunda repulsión. Quise vomitar, pero me contuve.
- Sí, mi amor -me respondió dulce, acariciándome la cabeza.
- ¿Y cómo pueden despertar? -pregunté de niña, intranquila, después de toser sangre por el frío.
- Con tu ayuda, pequeña flor -me advirtió Aaron con su melosa voz.
- ¿Puedo ayudarles? -pregunté ingenuamente, con cierta ilusión.
- Sí, cielo -respondió, afectuosamente.
- ¿Cómo? -pregunté interesada, pues me entristecía mucho ver a todos aquellos niños así.
- Te ponemos a dormir como a ellos y hacemos una trasfusión con tu sangre, que es sangre buena -me explicó tranquilamente, con dulzura.
Quería quitarme el miedo, que decidiera someterme por mí misma y así evitarse tener que atarme y dormirme a la fuerza, tal como había sucedido anteriormente, aunque yo no pudiera recordarlo.
Mi padre sacó entonces unos alicates y una enorme jeringa de su bolsillo derecho, haciendo ademán de aproximárseme.
- Papá, tengo miedo, ¿por qué sacas esas cosas? -le manifesté confusa, cogiéndome fuertemente a un extremo de su bata.
- Rose, mi vida, ¿no quieres ayudar a tus amigos? -me preguntó apenado, tratando de chantajear emocionalmente a una niña de no más de cuatro años.
Vi cómo negaba con mi cabeza. Estaba muy asustada. Se notaba, pero a nadie parecía importarle. Yo, por mi parte, manteniendo mis ojos bien abiertos, era incapaz de hacer nada. Estaba paralizada, temblando, y no por las bajas temperaturas en las que me encontraba, si no por mí, con quien estaba reviviendo aquel traumático momento.
- ¡Los alicates no! -exclamó Rose, aterrada, agarrándose fuertemente a la pierna de Aaron.
- Aaron, ¡Se nos va! -observó Sura, muy alterada.
- Rose, vamos, ayuda a tu padre. Ponte en la camilla -ordenó Aaron con el gesto turbado y una profunda voz de autoridad.
- ¡No quiero papi! ¡No quiero! -suplicaba llorando, agarrándome lo más fuerte que podía a su bata con mis endebles brazos.
Rápidamente, los dos hombres que estaban a mi lado volvieron a ayudar a mi padre para inmovilizarme en la camilla.
Tuve que esquivarlos de nuevo aunque fueran tan solo un recuerdo. Y así, sin una explicación lógica, recuperé la movilidad. Traté entonces de ayudarme, acercándome hasta ellos. Pero antes de poder hacer nada por aquella versión mía de cuando era pequeña, yo ya me había defendido sola.
Había entrado en una especie de trance, tornando mis ojos blanquecinos y mi pelo endurecido, conformado por una especie de gruesas y afiladas raíces. Segundos después estaba lanzando las raíces en todas direcciones.
Éstas atravesaron aleatoriamente el suelo, pero también, paredes y cuerpos, entre los que se topó el cuerpo de uno de los dos hombres que se dirigían a ayudar a mi padre.
Poco después, me desmayé por el esfuerzo.
- ¡Ahora! -exclamó aquella atractiva mujer que debía tener unos treinta y cinco o cuarenta años.
Entonces, mi padre me sedó con el líquido de la jeringa que llevaba ya preparada, por si fuera necesario.
Seguidamente me colocó en la camilla y dispusieron lo necesario para hacer la transfusión.
Durante la intervención, Sura estuvo dirigiéndolos en todo momento, bajo las órdenes de mi padre.
Varios minutos después, el niño despertó, mientras que yo permanecí dormida.
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