»Capítulo tres.
Ocho años atrás.
—Mamá, ¿qué es empalar?
Lucía Miracle dejó de leer el periódico luego de escuchar esa pregunta por parte de su hija. Tardó un par de segundos en procesar lo que había dicho, y luego no pudo evitar perder el color en su rostro; parpadeó varias veces ante la mirada oscura y llena de curiosidad que la pequeña pelirroja le dedicaba. ¿En verdad había escuchado bien?
—Lo siento, cariño, ¿dijiste... empalar?
—Sí.
Un corto silencio incómodo donde se dedicó a doblar el periódico y dejarlo sobre la mesa.
— ¿De dónde sacaste esa palabra?
Con sus pequeñas manos Irene toma el periódico y lo hojea lentamente, con el rostro serio, hasta dar con la página que buscaba. Vuelve a ponerlo hacia su madre y señala el titular de una noticia.
"Noora Folders: La joven de diecisiete años que fue secuestrada y empalada."
Los ojos de Lucía quisieron viajar por el artículo, pero con ese título un nudo ya se había formado en su garganta. ¿Cómo es que Irene, de solo nueve años, pudo notar ese artículo y ella sin notarlo lo pasó de largo?
—No es bueno, ¿verdad? —murmura la niña, sacándola de sus pensamientos.
—No lo es, es algo terrible —le da la razón, seguido de un suspiro—. Irene, no deberías leer estas cosas, eres muy pequeña.
Utilizó cierto tono enojado al decírselo, aunque solo estaba alterada ante la idea de que su pequeña hija viera el lado oscuro del mundo tan rápido.
—Perdón, solo quería saber algo más sobre Noora.
— ¿La conocías acaso?
—Me ha hablado.
—Cariño, ella vivía en Colorado.
Irene hizo una mueca con los labios y suspiró pesadamente, como si explicarle a su madre fuese difícil.
—Ya no vive ahí, claro.
La pelirroja más grande no sabía cómo reaccionar ante esa respuesta. Bien, era acertado, pues Noora ya estaba muerta pero... Irene lo decía como si hubiese hablado con ella hace poco.
—Anoche la abuela y yo la encontramos en el parque, estaba muy asustada. Abue dijo que debíamos ayudarle, porque lo que le hicieron fue muy malo y los culpables deben recibir lo que merecen —declara rotunda, frunciendo un poco sus claras y finas cejas.
Lucía, durante un momento, se sintió confundida con las palabras de su hija. ¿Abuela? ¿Qué abuela? Su madre estaba muerta, y como el padre de Irene no había dejado ni rastro detrás, tampoco conocía a alguien de su familia. ¿A quién demonios se refería Irene?
Un frío abrasador le inundó, y su mente poco a poco fue borrando las preguntas que se había hecho segundos antes, reemplazando su mirada extrañada por una casi vacía. Sus recuerdos, alterados, vieron como algo normal que Irene hablara sobre su abuela como si tuviese una en realidad. Entonces, Lucía Miracle, también se creyó el engaño.
Y el hecho de que su hija fuese capaz de ver espíritus se convirtió en algo normal, fácil de ocultar, parte de su monótona vida donde se la pasaba casi siempre lejos de casa. Su trabajo la mantenía viajando por el país, y eso era conveniente, porque así "la abuela" podía enseñar a Irene todo lo que necesitaba saber. Todo para ser lo que sería a sus diecisiete años.
Actualidad.
—Tanta maldita suerte —masculla la pelirroja mientras recorre los pasillos del supermercado, llenando sus fosas nasales con los diferentes aromas de los productos.
Tenía que quedarse sin jabón para ropa justo un miércoles, odiaba los miércoles, odiaba la mitad de semana donde los suministros de su casa quedaban vacíos. Eso significaba ir al supermercado y formar una fila, caminar a casa escuchando a los mismos idiotas de siempre chiflándole y diciéndole sandeces.
Podría torturarlos, ¿podría hacerlo? No, no. Debía controlarse, aunque esté cansada e irritada, debía controlarse.
Pero era difícil hacerlo cuando en casa tenía más de un kilo de ropa sucia, llena de sangre, esperando a lavarse. Solo debía comprar el estúpido jabón y ya.
Puso un paquete, y luego otro, ambos de tamaño grande; estaba preparándose para el futuro, es penoso ir al supermercado solo por jabón para ropas. Empujó el carrito, tomó algunos cereales y frutas aprovechando para abastecer su cocina, y al fin se dirigió a la caja. Pero no pudo contener mueca de desagrado al ver que la única caja disponible entonces, era una llena de adolescentes ruidosos.
—Juro que tengo dieciocho —asegura el chico lleno de granos—, solo olvidé mi billetera en casa.
—No puedo venderles bebidas alcohólicas sin una identificación —repite la cajera, ya perdiendo la cordialidad—. Son menores de edad, no se llevarán una docena de latas de cerveza y vodka.
El volcán en erupción tomó la mano de la cajera cuando esta señaló las bebidas, causando que cierto pánico apareciera en los ojos de la muchacha, y luego le sonrió con cierta lascivia. Sus amigos se reían mientras él se inclinaba hacia ella.
—Puedo enseñarte que soy un hombre de verdad —dice sugerente.
La cajera en verdad parecía estar a punto de vomitarle en la cara.
—No quiere tus miserias, niño, aléjate —La gerente del lugar apareció, con el rostro serio—. Les pido amablemente que se retiren o traeré a seguridad.
El chico estaba enojado y su ego herido, aunque aún así le sonrió con cinismo. Soltó a la cajera y encaró a la gerente poniendo las manos dentro de los bolsillos de su chaqueta.
—Solo quiero llevarme mis bebidas, pero la perra de su empleada se cree policía.
—No te refieras así a ella.
— ¿Acaso no hay un encargado para solucionar esta mierda?
—Yo soy la gerente, y estoy pidiéndote amablemente que salgas del establecimiento.
—Preferiría hablar con un hombre, así llegaríamos a un acuerdo rápido sin tantas sonseras.
Irene lleva la cabeza hacia atrás, intentando mantener la calma. Los huesos de su cuello crujen ante el acto. Vamos, solo quería ir a casa.
—Vuelve cuando tengas la edad suficiente para beber y ya, niño —dice al final, sin poder contenerse más—. ¿No ves que hay adultos que ya quieren volver a casa?
Mira a las personas tras ella, que por poco y no estaban dormitando en el suelo. Todos venían del trabajo y lo que más deseaban era llegar a casa a cenar y dormir al fin.
El muchacho empuja a su amigo a un lado para enfrentar a la pelirroja, pero en cuanto ella clava sus ojos en él se queda paralizado. Un profundo marrón, casi negro, era como ver un par de abismos y llenarte de pavor ante la sensación de caer en ellos. Además ella estaba observándolo con enojo, lo cual solo empeoraba las cosas. Nunca se había sentido tan asustado solo viéndole a los ojos a una persona.
—Vete a casa —ordenó Irene, sin parpadear siquiera.
El joven tartamudea un poco antes de dirigirse a la salida tan rápido como podía, con sus amigos tras él, extrañados por su actitud pero sin el coraje suficiente como para seguir ellos allí. Irene escucha cortos vítores y al fin parpadea, mostrándole una suave sonrisa a la cajera.
—Gracias por eso.
—No es nada —le resta importancia mientras pasa sus productos.
Literalmente era nada comparado con lo que suele hacer.
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