CAPÍTULO VIII
Un idiota cincelado
En el desayuno, mientras le contaba el encuentro con el sueño asiático, casi se atraganta con la manzana que comía.
—A mí me tocó compartir la clase con puro plebeyo.
Estaba dramatizando. Aquí no puedes compartir ‹‹clases con puro plebeyo››, porque no existe tal cosa en el campus. Al menos que nosotras entremos en esa categoría; yo como hija de una arquitecta y ella como hija de empresarios. Mientras el resto vienen de familias de políticos, deportistas, artistas, e incluso se dice que hay chicos de la realeza. Pero claro, para Ali, no estar en la misma aula que uno del Coro, es toda una desgracia.
***
Aula 117. Introducción a la psicología II, con el Sr. Patterson. Estar en su clase en todo un logro para nosotras que somos novatas. Cuando nos proponemos algo lo conseguimos, siempre ha sido así; en ocasiones hasta hemos competidos entre nosotras, por simple diversión. De hecho, hemos conseguido estar en tantas clases avanzadas que seguro llamaremos la atención de nuestros compañeros: los de recién ingreso no logran entrar en más de dos. Y aquí estamos nosotras, en una de las más difíciles.
Por eso, a diferencia de la clase del Sr. Richards, esta no está tan concurrida. Hay muchos asientos disponibles.
Mientras observo los cuadros colgados en lo alto de las paredes, Alanna decide que es buena idea estrangularme el brazo izquierdo. Enfoco mi atención en ella, con las cejas casi uniéndose.
—¿Me explicas?—inquiero, viendo de su rostro a la mano apretando mi brazo. Ni cuenta se da, porque tiene la vista clavada en la puerta del aula, siguiendo a...
Ah. Claro.
El Coro. De nuevo.
Y yo que creí que uno sería cuota suficiente para el día. Es increíble cómo actúa el universo: cuando deseas no toparte con ciertas personas para evitar problemas ¡ZAS! Ahí están, en todas partes; un juego perverso del destino.
‹‹El espectro y el guerrero romano››.
Un vistazo a lo largo de las filas y compruebo que todos han volteado a verlos, sin una pizca de decencia. ¿Está permitido observar a alguien con esa clara falta de educación? Muevo la cabeza de un lado a otro, negando. Parece que nunca hubiesen visto a alguien guapo, aunque... estos chicos están fuera de cualquier etiqueta, eso no puedo negarlo. Y justo eso es lo más extraño; ¿no lo ve?
Al guerrero romano parece no molestarle la atención; le sonríe a todos como diciendo: de nada, no tienen que agradecer mi presencia, solo disfruten. ‹‹Qué arrogante››. Pero claro, a los demás no les importa si es arrogante, es evidente en el brillo de anhelo que ilumina sus miradas mientras siguen su andar, como fans adorando a su ídolo desde la distancia.
Por otro lado, el espectro... está tan aburrido como la primera vez que lo vi. Una idea parpadea en mi mente. Vuelvo la vista a Alanna, quien sigue reteniendo mi brazo.
—Alanna, suéltame, harás que pierda la movilidad del brazo.
Deja ir mi brazo y éste lo agradece. Lo froto, para hacer circular la sangre nuevamente.
—Lo siento...—parpadea, como si estuviera quitando un velo de los ojos. Cuando me mira, puedo ver el mismo brillo del resto en estos. Alanna siempre se ha perdido en la belleza—¿Los viste?—incluso su voz sigue en la ensoñación.
—Imposible no hacerlo con semejante espectáculo—replico, dejando salir el sarcasmo—. No me los quiero imaginar si Zayn entra por esa puerta uno de estos días—hago una mueca de decepción—. Creerías que en una universidad elitista todos se situarían en la punta de la pirámide, pero no, incluso aquí hay escalas.
Ali deja salir la risa de quien sigue sorprendiéndose por lo que escucha de alguien que conoce hace mucho.
—Pues déjame decirte que eres parte de esta universidad elitista, Gali—repone, todavía divertida.
—No digo que no. Pero estoy aquí por el pensum académico. Lo de perpetuar linajes esnobistas no es parte de ello.
Que haya crecido con todo lo que podía querer o necesitar, no significa que vea el mundo a través del cristal de la superioridad. A fin de cuentas, a la vida no le importa si tienes mucho dinero o nada; cuando el dolor llega, lo arrasa todo.
Esta vez la risa de mi pequeño huracán es más fuerte. Lo que logra atraer la atención de unos cuentos, y entre estos, dos miradas de noche cerrada. No lo nota por estar de espalda a ellos. Pero yo sí.
Arqueo una de mis cejas en señal de qué miran —superada la primera impresión, puedo ser yo, y no aquella que aparta la mirada a la primera, como si temiera algo—, porque hasta donde sé, reír es completamente aceptable en la sociedad, en cualquier ámbito. El espectro permanece inmutable, pero la sonrisa pícara y maliciosa del otro se ensancha; incluso entorna los ojos, reflejo de su sonrisa. ‹‹¿Acaso me está retando?››
Inesperadamente, una oleada de ira asciende desde las profundidades, desorientándome. Intento agarrarme a la risa de Ali. Funciona.
—Ali...—comienzo, apartando la mirada del imbécil que sigue sonriendo. La idea de lanzarle un objeto contundente cosquillea en mi mente— ¿Suelo verme tan aburrida como el rubio que acaba de entrar?—Formulo la pregunta que había parpadeo antes, cuando los vi.
—En ocasiones—admite, sin ningún tipo de problema—, cuando no estás siendo sarcástica, irónica o cínica—me regala su sonrisa de dientes completos, la que hace brillar sus ojos como si fueran piedras reflectando un fuego eterno—. Pero ese es tu encanto. Mi querida princesa nocturna— coloca las manos en los costados de mi rostro y lo sacude suavemente, mientras reímos.
La alarmante ira de antes mengua considerablemente. Sabe que no me gusta que me traten como una niña, menos en público, pero también sabe que es de las pocas que puede hacer tal cosa sin perder un miembro en el proceso.
Una de las cosas que más aprecio de mi amistad con Alanna es la sinceridad. Ella jamás ocultará algo por muy doloroso o incómodo que sea, cuando otros se guardan cierta información para no ‹‹lastimar››, ella te sonríe y te lanza la verdad a la cara, envuelta en dulzura.
No todos aprecian tal nivel de sinceridad. Yo lo adoro. Muchas veces termino mintiéndome, ya sea para sentirme mejor conmigo o para no pensar mucho en aquello que no entiendo. Ali siempre me ha mantenido sujeta a la tierra.
La clase queda en silencio cuando el profesor surge de su despacho y sube a la plataforma, enfrentándonos. Debe tener unos cuarenta años, y sería mucho más atractivo si no tuviese esa expresión desdeñosa en el rostro.
‹‹Se le hizo a Alanna››, pienso apenas veo al Sr. Patterson. Le doy una mirada de soslayo y debo reprimir la risa. Deja caer las manos hasta el regazo, mientras analiza al profesor con descaro. Vuelvo a negar para mí: parece no notar la diferencia entre una belleza encantadora y una cruel. Por eso casi siempre termina enredada en dramas dignos de los griegos.
Sin decir nada, el Sr. Patterson se gira y comienza a escribir los nombres de varios psicólogos y psiquiatras reconocidos en la pizarra detrás de él: Sigmund Freud, Lev Vygotsky, Wilhelm Wundt, William James y Abraham Maslow.
Al terminar, enfrenta a la clase nuevamente. No se escucha ni una respiración en toda el aula. ‹‹Qué intenso. Ya veo por qué tantos espacios vacíos››.
—Si están aquí—comienza. Su es fuerte y autoritaria, llevándola hasta el último rincón de la estancia—, he de suponer que ya saben mi nombre, así que dejaremos eso a un lado, y pasaremos a lo realmente importante. Levanten una mano aquellos que sólo han leído a uno o dos de estos señores—pide, señalando los nombres a su espalda.
A lo largo y ancho de las filas comienzan a elevarse 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8... manos. Ocho manos levantadas. Ocho de veinte.
Alanna y yo nos miramos por un momento, complacidas. Hemos leído al menos un trabajo de todos ellos. En el instituto nos gustaba creer que éramos psicólogas, haciendo un experimento social, así que nos sentábamos a observar y analizar el comportamiento de nuestros compañeros, según lo que habíamos leído de los trabajos de Freud, Maslow, Wundt... ¡Cómo nos divertimos!
El Sr. Patterson observa a cada estudiante con la mano levantada como si quisiera estamparles la cabeza en la pizarra. Quizás debieron mentir.
—En ese caso pueden retirarse—anuncia después de unos muy largos segundos de escrutinio. Su tono es neutral, sin ningún tipo de inflexión—. En el escritorio están las cartas de retiro de la asignatura.
Si antes no se escuchaba ni una respiración, ahora parece que hasta los corazones han dejado de latir. Ni un sonido que indique que hay vida en este lugar. Hasta que un valiente interviene.
—¡Profesor! Pero no queremos retirar nada—hay una mezcla de indignación y miedo en su voz. Hay que darle crédito porque no le tiembla la voz y le sostiene la fría mirada al profesor.
El resto de los agraviados se limitan a asentir frenéticamente en apoyo a éste. Mientras, los demás, observamos la escena en completo silencio.
—Esto es Introducción a la Psicología II—no creo que sea la primera vez que suelta esas palabras, en ese mismo orden—. Si no han leído a todos estos señores, no veo qué harán aquí. Nunca he esperado menos de mis estudiantes; no pienso comenzar ahora. Así que, por favor, retírense. Tengo una lección que impartir—no hay derecho a réplica. Dudo que alguna vez alguien se haya atrevido a ir más allá.
Alanna y yo nos volvemos a ver, seguras de lo que la otra piensa: ‹‹¿Nos quedaremos aquí?››. Conocemos la respuesta: Lo haremos, porque la idea de echarnos para atrás, de no luchar... es inaceptable.
Finalmente, los ocho que alzaron la mano, se levantan, sin decir absolutamente nada, toman las cartas del escritorio del profesor y salen del aula, sin molestarse en dar una última mirada. Seguro que están maldiciendo al Sr. Patterson de camino a las oficinas de administración, y seguro que éste lo sabe.
El silencio comienza a ser pesado, hasta que el profesor vuelve a usar la autoridad de su voz para romperlo.
—Si alguien más cree que no está listo para esta clase, hágase, y hágame el favor de retirarse ahora, de lo contrario van a pasar un muy mal semestre—pasea la mirada por los estudiantes restante. Ninguno dice nada; parece complacido, aunque es difícil asegurarlo. No parece el tipo de persona que se complace por algo—. Bien. Serán doce estudiantes. Comencemos.
Me limito a parpadear mientras saco las cosas del bolso, sorprendida por la crueldad de este hombre, tan diferente al anterior profesor, con su sonrisa fácil y voz encantadora. Hay quienes disfrutan usando su poder contra los demás.
—Creo que me enamoré—estaría perpleja si no lo hubiese estado esperando. Revoleo los ojos, de todas formas.
—Eres masoquista—mascullo con cierto deje de decepción.
La respuesta de Ali no llega, porque el profesor vuelve a cubrir el espacio con su voz.
—Sr. Duke, ¿puede decirme por qué Freud está en esta lista?
Sigo la mirada del profesor y me encuentro con que el ‹‹Sr. Duke›› es el idiota de hace un rato, el guerrero romano. Contengo las ganas de reír. ‹‹Esto tiene que ser una broma››.
Como es de esperarse, la clase en pleno dirige la atención al idiota. Éste sonríe y la rabia ondea debajo de mi piel.
—Teoría traumática de la histeria—dice con una mezcla de socarronería y arrogancia.
Veo hacia el techo del aula, quizás ahí encuentre la paciencia que me está faltando. Mientras, el resto parecen hipnotizados por la voz ronca, seductora y oscura del idiota. Paseo los ojos por cualquier lugar, esperando la continuación de la estupidez que claramente soltará.
—Para Freud la histeria femenina era producto de algún trauma en la niñez, o simplemente producto de fantasías infantiles reprimidas, que terminaban reflejándose en el cuerpo de éstas cuando llegaban a la pubertad—‹‹Y ahí está››.
No puedo más. Siento cómo la piel me escuece ante el calor que burbujea bajo la misma, como si la ira estuvieran buscando una salida.
—¡Por favor!—Bufo sin medir el volumen.
Todos voltean a verme. Ali me mira con los ojos muy abiertos. Pero estoy atrapada en la sonrisa de medio lado que cuelga de las comisuras del idiota. La respiración se vuelve irregular gracias a mi intento por reprimir lo que canta la sangre en mis venas.
—¿Si...?—El profesor se detiene un momento, buscando mi nombre entre sus papeles—Srta. Black, ¿algo que agregar?
‹‹¡Tengo muchas cosas que agregar!››
Siento una de las manos de Ali sobre mi mano izquierda, de reojo la veo negar casi de forma imperceptible. No presto atención a su preocupación.
—Creí que Freud era considerado el padre del psicoanálisis—suelto, con la molestia diluyéndose en cada sílaba—, quien descubrió el poder de nuestro subconsciente, de nuestros sueños, la importancia de ahondar en aquello que creíamos irrelevante. ¿Ahora resulta que su único logro fue hablar de histeria femenina?—En ningún momento aparto los ojos de la oscura mirada del otro. Quiero que quede claro lo que pienso de su intervención, de él.
—Es interesante que te hayas enfocado solo en eso—la diversión en su voz solo aumenta mi rabia.
—Quizás porque fue lo único que dijiste—replico. Alanna aprieta su agarre.
—Negar la histeria es la forma en la que ustedes se preservan.
Entorno los ojos; la perplejidad conquistando mi sistema. ‹‹¿Qué acaba de decir?››
‹‹Parece que nos ha llamado histéricas››.
Aprieto los dientes con más fuerza de la requerida. Solo el contacto con Alanna me mantiene atada a la realidad.
—¿Ustedes?... Supongo que te refieres a los seres humanos, ¿no?—mi voz es cada vez más helada, más afilada—Porque seguro no estás diciendo que la histeria solo es cosa de mujeres. Eso sería como aprobar la quema de mujeres por parte de la Inquisición; por el simple hecho de ser seres con la capacidad de desear, del mismo modo que los hombres. Claro que no estás sugiriendo eso—niego con la cabeza, e incluso sonrío; una sonrisa sarcástica.
Hace mucho tiempo que no me sentía tan iracunda. Hace mucho que no percibía la burbujeante oscuridad rectando desde las profundidades donde dormita.
Cuando la risa, su risa, viaja entre las mesas, siento la presión de la fría oscuridad presionando mis huesos. Un sutil cosquilleo se cuela en la punta de los dedos de ambas manos. Es Ali quien abre mis puños con delicadeza y determinación; estaba clavando los uñas en las palmas. ‹‹Tranquila››, gesticula en mi dirección.
—¿Entonces admites que la histeria es producto de deseos reprimidos?—sigue el idiota con su estúpida voz burlona.
‹‹¿Sería muy problemático si me abalanzo hacia él y le clavo el bolígrafo en los ojos?››
‹‹Mmm... Quizás, pero siempre podemos matar a los demás. Sin testigos, no hay crimen››.
Eso logra centrarme. Parpadeo. Es increíble lo fría y metódica que puede llegar a ser mi conciencia. Asusta un poco. ‹‹Debería volver a terapia››, pienso alarmada.
Por una fracción de segundo dirijo la mirada hacia el rubio sentado al otro lado del idiota. Por primera vez noto un atisbo de interés en sus insondables ojos; mismos que tiene sobre mí. Ladea la cabeza, un movimiento con significado: está estudiándome. Frunzo el ceño. ¿Qué demonios espera ver? Lo dejo pasar y vuelvo la vista a su compañero.
—¿Qué? ¿Nunca has experimentado el deseo?—suelto con la rabia todavía controlando mi lengua. Me llegan exclamaciones de asombro y ruiditos que parecen ser gritos ahogados, de algunos de los presentes. Paso de ellos—¿Nunca te has sentido frustrado sexualmente?
Pierdo un poco de mi osadía cuando algo ilumina la negrura de sus ojos; pasa tan rápido que no soy capaz de descifrar el qué. Pero la fuerza de ese algo lo envuelve como un vaho denso, derramado de la misma oscuridad con la que me observa.
‹‹¿Solo yo veo el peligro en su sonrisa?››
‹‹Yo también lo hago. Pero me gusta››.
En fin, la locura...
—Hasta ahora no ha pasado, chao meum—creerías que es imposible que una voz sea como una cadena de acero que te mantiene paralizada. Pero lo es. Mi respiración se vuelve pesada. ‹‹¿Qué carajos es eso de 'chao meum' de todos modos?››. Se encoge de hombros de forma casual—. Nunca se sabe, siempre hay una primera vez.
La provocación es tan clara en esas palabras que me sorprendería que no la hayan notado. No puedo ser la única atrapada en la sensualidad oscura que emana su molesta presencia. Su energía es incluso más sofocante que la de Nath.
—Muy bien—la voz del profesor me libera de las cadenas oscuras del idiota. Aliviada, bajo la vista a mi regazo, en donde Ali todavía sostiene una de mis manos. El mundo parece sumergido en agua fría e inhóspita—. Ha terminado el espectáculo por hoy. Seguimos en la próxima clase. Estudien las teorías de Freud. Todas.
No sé si alguien se queja. Estoy tratando de recuperar el completo control de mi cuerpo, mientras la clase comienza a salir del aula.
—Vamos, Gali, salgamos de aquí—Alanna agarra mi bolso con la mano izquierda, mientras entrelaza el otro con el mío. Me dejo llevar.
Sin embargo, mientras bajamos los escalones, me siento irracionalmente atraída hacia la mesa que ocupan los miembros del Coro. Sus ojos siguen en mí. El idiota vuelve a sonreírme, como si me retara a ir hasta donde está y enfrentarlo. Dejo que los últimos ramalazos de la ira fluyan hasta mis ojos.
—¡Galadriel, basta!—la orden de Alanna es susurrada al oído. Me hala hacia abajo sin darle una última mirada al par que nos sigue con la mirada.
No puedo dejarlo pasar y ya. Entorno los ojos en dirección a aquella perversa criatura que me observa como si supiera algo que yo no, y articulo la palabra ‹‹idiota››, para que no le quede duda de lo que siento. Sin embargo... se ríe. Se está riendo de mí. El sonido llena el espacio casi vacío con una resonancia aturdidora.
‹‹Lo odio. A él y su rostro cincelado››.
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