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CAPÍTULO VII

El acercamiento

Termino por apartar la mirada, demasiado confusa para ser terca. No obstante, en cuanto mis ojos caen en el embobado rostro de Ali, los cables de tensión que envuelven mis músculos dan un latigazo de energía que me paraliza.

‹‹Me observan››.

Debo salir de aquí. Debemos salir. La paranoia ha activado los satélites, por ende, estoy más ansiosa y alerta de lo normal. Tratar de aparentar normalidad es más que agotador, en especial en momentos como este.

Recojo las cosas que tiramos en la hierba con la mayor calma de la que soy capaz —que no es mucha, para no decir que es inexistente—.

—Nos vamos— digo a media voz, con apremio.

Alanna espabila y me observa con atención por primera vez desde la llegada de aquel grupo.

—¿Por qué? —Casi suena como una súplica, casi. Aun así, ella también comienza a recoger.

—Porque... porque tenemos cosas que hacer—. Miento. No tenemos nada que hacer. Ella lo sabe, pero no dice nada.

Hemos pasado la ubicación del Coro, cuando Ali decide darles un último vistazo. Por mi parte, he anclado mis ojos al frente, no existe nada más que la salida del jardín de cerezos.

—¡Nos están viendo!—Exclama sólo para mí.

‹‹Claro. Eso ya lo sabía››.

No digo nada. No importa. Me limito a tomarla del brazo y caminar más rápido.

Ya los vi; ya está. No quiero saber nada más de ellos.

Mi instinto está en alerta máxima, parece una de esas sirenas que suenan para alertar a las personas de un tsunami. Y eso nunca es alentador.

***

Pasamos el resto del fin de semana planificando nuestra nueva vida académica. Ali agregó el ámbito social, porque ‹‹no todo son libros, ensayos y proyectos››, según sus palabras. Por lo que para el final del domingo ya teníamos repasado los horarios de clase; teníamos un mapa de los restaurantes, tiendas de ropa y papelerías que se veían más prometedoras en los alrededores del campus, así como tiendas de víveres y otros locales enfocados en la recreación. Si algo teníamos en común era la necesidad de orden, de un plan.

El Coro fue un tema recurrente. Hasta que le pedí, encarecidamente, que dejara el tema. Estaba poniéndome de los nervios y ni siquiera los tenía al frente. Quizás es mi conflicto con el tema de la belleza y la perfección condensadas en un sólo ser, pero no puedo dejar de pensar que hay algo turbio con ese grupo: ¿Quiénes son? ¿Qué los unió? ¿Por qué si no parecen ser familia hay un extraño lazo envolviéndolos? ¿Y por qué estoy tan segura que hay un lazo?

Contra mis instintos y deseos, los días siguientes me levanté con la imagen mental de ojos oscuros, amaneceres cálidos, sonrisas seductoras, auras míticas, y miradas inquisidoras; revoloteando en mi subconsciente sin cesar, como una película que se repite y se repite y se repite. Pero sin lograr comprender del todo.

Nada de pesadillas. Sólo el Coro en todo su esplendor enigmático.

***

Lunes, 7: 50am, Alanna y yo nos encontramos corriendo como almas perseguidas por demonios en los terrenos del campus, esperando llegar a tiempo a la primera clase.

—¿Me... explicas...por qué... estamos... corriendo...?—Pregunta Ali. Otro poco más de esfuerzo y sería posible que dejara los pulmones en la hierba que pisamos.

Va unos pasos por detrás de mí. Porque a la niña se le ocurrió usar tacones de cinco centímetros cuando vamos ridículamente tarde. Y aunque es de las que hace ejercicio por el puro gusto de hacerlo, bueno... correr con tacones no es sencillo para nadie. Ni Lady Gaga podría sin quejarse, al menos no en un trayecto como este. De la residencia al edificio que guarda las aulas hay unos cuantos metros de distancia.

Inspiro profundo para responder, por encima del hombro.

—Porque aunque nos levantamos a las cinco, a los diez minutos ya estábamos ahogándonos en las siete de la mañana—mis pulmones resienten el esfuerzo de hablar. Yo no hago ejercicio, ni por gusto ni por nada. Lo más cercano a un esfuerzo físico que he hecho ha sido la natación y el yoga, que sí parecen haber servido para algo, o habría abandonado todo hace dos metros.

Pasamos como unos bólidos por las puertas del edificio principal, llegamos al final de las escaleras que dan al ala derecha e izquierda del primer piso. Descansamos las manos en las rodillas, inhalamos y exhalamos tantas veces como son necesarias para recuperar, medianamente, el habla. Nos volvemos a erguir. Sonreímos.

Debo tener el mismo aspecto de Ali: mejillas arreboladas, mirada frenética, el cabello en el umbral del desorden y con el pecho visiblemente agitado. Estamos hechas un lío. Y sin embargo, damos buenos deseos a la otra mientras nos separamos.

—Éxito en Historia de la moda—digo.

—Éxito en Historia del arte—repone. Y mientras se encamina a la derecha del pasillo, por encima del hombro, agrega—: Nos vemos en Introducción a la Psicología II—su sonrisa ilumina las sombras del pasillo.

Le devuelvo el gesto y me apresuro a la izquierda, en donde espero encontrar el aula 103.

Suelto un gemido por lo bajo cuando abro la puerta del aula: está a su máxima capacidad. No me gusta ser la última, porque eso pone el foco en mí, en mi apariencia, lo que despierta los cuchicheos y las miradas indiscretas. Respiro hondo. Al menos el profesor no ha llegado.

Es la típica aula de clases, con asientos dobles frente a amplias mesas de trabajo; seis hileras de éstas van ascendiendo a través de una larga escalera que separa las mesas en tres columnas.

Luego de una rápida inspección, veo sólo dos asientos libres: uno en la última columna, la más alejada a mi posición, y otro en la primera, a solo unos pasos de donde estoy. Es la mejor opción. Ya todos me están observando, no les daré más espacio para que sigan en ello.

‹‹Llegar temprano debe ser una obligación si quieres ser responsable››. Reprimo las ganas de bufarle a mi conciencia. No estoy de ánimo para lidiar con ella.

Ignoro, categóricamente, la atención que he suscitado en el aula, y me dirijo al asiento vacío en la mesa de la primera fila.

—Buenos días...—estoy tan enfocada en desprenderme del escrutinio que ni siquiera enfoco al chico que ocupa la otra silla—¿Está ocupado?—Un bolso elegante y claramente costoso, ocupa el asiento que espero hacer mío por el resto de la hora.

El chico levanta la vista del libro que tiene sobre la mesa —por eso no me había detenido en sus facciones—, un poco sorprendido, como si no se hubiese dado cuenta de mi presencia hasta que le hablé. Y lo mismo me pasa a mí al comprender quién es.

‹‹¡Pero qué suerte tan desgraciada la mía!››

‹‹¿Suerte desgraciada? Mmm... no lo sé. Esto es interesante››.

No puedo compartir su entusiasmo.

Sus oscuros ojos me enfocan y por un nanosegundo creo estar viendo directo a la vastedad del universo. Asumo que el brillo de reconocimiento que cruza su mirada es porque me recuerda del jardín de cerezos.

—¡Oh! Lo siento—dice mientras agarra el bolso y lo coloca sobre su regazo—No está ocupado—señala el asiento vacío y me regala una sonrisa que logra descolocarme.

‹‹Esto ya es rayar en lo absurdo. ¡Nadie tiene una sonrisa como esa!››

‹‹Claro que sí. ¿Has olvidado su sonrisa?››

Un golpe bajo. En ocasiones creo que mi conciencia disfruta con mi dolor. Inhalo, arrastrando las ondas del ataque.

—Gracias—murmuro al sentarme; alejo la mirada. Podría ir hasta el otro asiento, pero seguro que eso llama mucho más la atención.

Hurgo dentro de la mochila, para sacar libreta, lápiz y todo lo necesario para no perder nada de la clase, e intentando con todas mis fuerzas olvidar la presencia de mi compañero. No es posible. Él tiene una idea muy diferente. Su voz es un arroyo en medio de la montaña; sutil, delicada, armoniosa, y con la fuerza que sólo el agua es capaz de albergar.

—Al menos sé que no todos han decidido ignorarme. Gracias.

¿Acaba de decir lo que creo que acaba de decir? ¿Cómo éste sueño asiático puede pensar algo así?

Como no digo nada, y sólo me le quedo viendo, probablemente con la incredulidad grabada en el rostro, él continúa:

—Llevo aquí más de quince minutos; me han visto y han pasado de largo en cada ocasión—explica con total sinceridad. No tendría por qué mentir al respecto. ‹‹Yo también habría pasado de largo si lo hubiese visto antes››—. Gracias por no ignorarme—de nuevo sonríe y me siento una muy mala persona por el pensamiento que tuve.

Cuando estoy por decir algo que me libre del mal sabor de boca, se abre la puerta que está al fondo del aula, al lado del ventanal que deja pasar la cálida luz de la mañana. Es el profesor; un señor vestido con un elegante traje verde militar. Las canas surcan una espesa melena rizada. Sonríe abiertamente cuando llega al estrado, frente a toda la clase.

—Buen día a todos. Bienvenidos a Historia del arte. Soy Arthur Richards—su voz es fuerte, pero también es encantadora; una invitación a no perder nada de lo que sale de su boca—¿Cómo están?—Antes que alguien pueda responder, él prosigue, levantando la mano derecha—No me digan. Lo sé. Es claro que están muy bien, porque su primera clase es conmigo.

La clase se llena de risas, exclamaciones y vítores. Seguro que será una excelente clase.

Excepto que paso una hora y media con la mitad de la atención en la clase del profesor Richards y la otra mitad en el chico a mi lado. El pensamiento de que he olvidado algo y es imperioso que lo recuerde se cuela en cada respiración que doy. Aunado a la sensación de estar siendo envuelta en una energía demasiado densa e impetuosa para la fragilidad de mi cuerpo, y sin embargo, éste tira de los nervios para alcanzarla, para adsorberla, para probarla.

En más de una ocasión me vi sacudida por escalofríos. Para el final de la clase estoy tan tensa que no creo ser capaz de bajar hasta la cafetería.

Todos están tan absortos en la lección que cuando suena el timbre, indicando el final de la hora, nadie se mueve.

—Aunque podría tenerlos aquí todo el día, chicos—comienza el profesor, esbozando lo que parece ser su característica sonrisa—, deben ir a recargar baterías. Además, otros tienen derecho a escuchar mi maravillosa voz.

La clase vuelve a reír y es cuando se ponen de pie, yendo hasta la salida.

—¿Podrías ser mi compañera a partir de ahora?

Creí que podría salir sin que me notara. Cierro los ojos, respiro hondo y me doy la vuelta con una expresión neutral. Problemas de confianza no tiene, puedo asumirlo por lo directo de la sugerencia.

Es sobrecogedor lo inmaculado que es. Todo en su apariencia te invita a adorarlo: la dulzura de sus ojos oscuros, la fragilidad de su piel, lo estilizado de sus miembros, la delicadeza de sus labios, la forma en la que el cabello enmarca su rostro de jade... Es hermoso hasta el punto que resulta doloroso de contemplar.

—¿Por qué?—pregunto; la curiosidad ganando nuevamente.

Siento la mirada de algunos compañeros cuando pasan junto a nuestra mesa.

—Es desagradable ser dejado de lado por una clase llena—responde con honestidad.

—¿Te molesta mucho lo que piensen los demás?—deshacerme del cinismos es complicado. Pero él no se inmuta.

—Lo que me molesta es no entender qué hice para que reaccionen así.

Lo estudio un momento. ‹‹¿Realmente no conoce la razón?››.

‹‹La estupidez no es algo que todos comprendan, querida››.

Quizás tenga razón. Suelto lo primero que se me viene a la cabeza, sin pensar:

—Eres demasiado perfecto y la perfección suele intimidar, incluso a estos chicos, hijos de la élite.

Proceso lo que acabo de decir cuando una de sus cejas se enarca de forma grácil, evidentemente divertido con mis palabras. Su sonrisa de medio lado es muy diferente a la anterior, ésta es condenadamente sensual y no creo que se dé cuenta de ello.

Intento parecer tranquila, pero sé que la sangre ha coloreado mis mejillas. Odio sentirme avergonzada; no es algo que me pase muy a menudo.

—¿Perfecto, eh? ¿Es eso lo que piensas de mí?—Incluso su voz suena inesperadamente pícara.

—Solo físicamente—replico, neutra. Esperando revertir la vergüenza de hace unos segundos—. Y seguro que te has dado cuenta de eso. A las personas les atrae la belleza, pero al mismo tiempo les da un poco de miedo.

—¿Miedo?

Asiento.

—Miedo de no ser suficiente, de arruinar las cosas; miedo de no poder soportar las consecuencias que acarrea estar cerca de algo o alguien que los demás también desean.

Durante un significativo momento no dice nada, solo se me queda viendo, como si buscara algo en mis ojos que mi boca no le está diciendo. La energía densa y sofocante de antes lanza nuevas oleadas contra mi cuerpo; los vellos de los antebrazos se erizan. Parpadeo. Veo hacia los lados. Nos hemos quedado solos.

—Hablas como alguien conocer del tema—dice al fin.

Los latidos de mi corazón comienzan a ser irregulares.

—Debo encontrarme con alguien—mientras hablo, doy algunos pasos hacia atrás, más cerca de la puerta—. Si no me voy ahora, perderé la oportunidad de desayunar.

No sé por qué siento la necesidad de disculparme. No le debo nada.

Asiente, comprensivo, con la misma mirada dulce del principio. Sin embargo, me detengo en el marco de la puerta cuando vuelve a hablar.

—No me has respondido—lo veo por encima del hombro. Hay una sonrisa destellando en sus lindos labios—¿Serás mi compañera?

Mi cuerpo se mueve antes que pueda darle la orden: Asiento con el amago de una sonrisa.

—¿Y debo seguir llamándote compañera o tienes un nombre?—inquiere, jocoso. Esta vez sonrío con soltura.

—Gala. Puedes llamarme Gala.

—Bien, Gala—dos sílabas envueltas en seda. Una onda de calidez acaricia mis células—. Mi nombre es Nath—su sonrisa se vuelve más luminosa, si es posible, cuando agrega—: No puedes retractarte. A partir de ahora serás mi compañera.

Me limito a sonreír mientras salgo definitivamente del aula. La energía que despertó al estar a su lado me acompaña hasta el inicio de las escaleras.

‹‹Nath, Nath, Nath...››

¿Qué es lo que pasa con estos chicos?

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