CAPÍTULO III
‹‹Es una bruja... está con Satanás...››
Decido hacer un poco de té, mientras espero que llegue Alanna.
Abro las ventanas de la sala; hace un poco de frío, pero a mí me gusta. Lo sé, irónico, si tomamos en cuenta que hace un momento estaba luchando por alejar el frío de mis miembros. Eso es diferente, porque ese frío me paraliza y no me permite respirar o pensar adecuadamente. El resto del tiempo el frío es un compañero reconfortante.
Los terrenos de la universidad están casi desiertos, aunque solo faltan dos días para el inicio de las clases.
Sentada en una de las sillas de la cocina, mis pensamientos vuelven a Sarah y sus estupideces de adolescente.
Desde que decidió que estaba en su lista de personas no gratas, mis días en el colegio volvieron a su estado natural: La soledad. Y sin Julián para hacerme compañía y ahuyentar a los idiotas, todo fue peor. Afortunadamente nunca he sido del todo indefensa.
Asistía al colegio, cumplía con mis deberes; en los recesos iba al jardín principal y me sentaba bajo un antiguo árbol de roble, muy cerca de donde el Club de botánica tenía su pequeño invernadero, y en donde los del Club de poesía se reunían los viernes para escuchar sus nuevos escritos.
‹‹La zona de los friki››.
La soledad dejó de molestarme, la prefería, a tener que estar rodeada de chicos que practicaban la hipocresía como una forma de vida, como si la especie humana ya no fuese una gran estructura inestable.
Julián, poco a poco, se fue convirtiendo en una memoria del pasado; nuestros compromisos — más los suyos que los míos — hicieron difícil el comunicarnos con la frecuencia que estábamos acostumbrados, hasta que finalmente perdimos contacto. Si no hubiese sido por mi familia quizás me habría cuestionado mucho más el propósito de mi existencia. Ellos eran todo lo que tenía.
La secundaria me recibió con los brazos cruzados y un rostro hermético. Los que ya eran populares se juntaron con la nueva generación de populares, lo que se tradujo en: Debemos hacer de Galadriel el centro de nuestro universo, solo porque sí. La líder, por supuesto, era Sarah Collins.
Su rencor absurdo no hacía más que crecer cuando comprendía que sus comentarios y acciones me eran irrelevantes. Tenía suficiente con mis propios problemas existenciales como para preocuparme por un grupo de idiotas que no soportaban que respirara el mismo aire que ellos. Además, le había prometido a mi príncipe celestial que no dejaría que sus actitudes me hicieran sentir mal.
‹‹Eres mejor que ellos, porque me tienes a mí››
En ocasiones era tan... tan encantador. No sé de dónde sacaba ese ego.
Habían pasado dos meses desde el comienzo de la secundaria, cuando Sarah y su séquito, en su rito de molestarme por cualquier estupidez que se les ocurriera, entraron al vestuario de la piscina y me rodearon.
—¿Ahora qué, Sarah? ¿Me interpuse entre tu record de nado y tú?— Digo con hastío.
Sarah mira a sus amigas y esboza algo similar a una sonrisa, que termina siendo una mueca de asco.
—¿Cómo lo haces?— Inquiere.
—Como hago ¿qué?— Repico en el mismo tono.
—Por qué a los chicos les pareces tan... interesante — la palabra parece quemarle la lengua. Respiro hondo — ¿Qué es lo que ven en ti?
No puedo evitar poner los ojos en blanco. ¿En serio?, ¿de nuevo? Tiene que actualizar sus excusas para estar molesta conmigo.
—Por qué no les preguntas a ellos, en vez de estar molestándome a mí.
—Le pregunté a Louis, y ¿sabes qué me respondió?
Suspiro audiblemente y cruzo los brazos sobre el pecho. Si no digo nada, no me la sacaré de encima.
—¿Qué te respondió?
Sarah da un paso frente a mí y lleva una mano hacia un lado de mi rostro, para tomar un mechón de mi húmedo cabello.
—Que eres como una ilusión nocturna— de nuevo, las palabras parecen quemarle la lengua. Enrolla el mechón en su mano — ¿Puedes creerlo?... ‹‹una ilusión nocturna›› — se burla con desdén y amargura.
Le sostengo la mirada. Sonrío sin sentir ni una pizca de gracia. Sé lo que pretende: Intimidarme, pero llevo mucho tiempo soportando esto. He llegado a mi límite.
Sin aviso, me hala del mechón, hacia abajo, con tanta fuerza que un quejido deja mis labios. Por un momento solo logro escuchar las risitas idiotas del séquito, antes que mi visión se oscurezca y el hielo se abra paso entre mis venas.
Tengo el control de mi cuerpo, y al mismo tiempo no es así.
Aparto la mano de Sarah de un jalón, alzo la cabeza — veo el momento en el que nota la furia en mis ojos —, y la estampo contra los azulejos, con una mano sobre su pecho, haciendo a un lado al séquito, quienes al parecer olvidaron cómo hablar o reaccionar.
Algo se agita en las profundidades de mi mente, y el eco hormiguea en mis dedos. Respiro de forma agitada.
—Si vuelves a ponerme un dedo encima, descubrirás que puedo ser el bicho raro que crees que soy.
Me toma más de un segundo comprender que aquella voz glacial y oscura es la mía. No me asusta, de hecho, dejo fluir la intensidad del sentimiento que asciende, como si lo hubiese reprimido más de lo necesario.
—Estoy cansada de tu inmadurez estúpida— sigo, haciendo presión en su pecho, apenas dejar salir un quejido. Son sus ojos los que están a punto de salirse de sus órbitas — ¿Te has visto en un espejo? Tienes todo lo necesario para conseguir lo que quieres; ¿por qué tienes que molestar a alguien tan insignificante como yo? Porque siempre me lo dices, ¿no?— sonrió de medio lado ante su silencio — ¿Sabes qué? Creo que deberías experimentar lo que experimenta un marginado, quizás así comprendas tu lugar en el mundo. —No sé qué estoy haciendo, ni por qué, pero no lo detengo. Me encojo de hombros, y soy consciente de cómo debe verse mi sonrisa: Una aterradora mueca cargada de malicia — Quién sabe, quizás mañana te veas al espejo y no te guste lo que ves.
Les doy una última mirada de abismal malicia antes de salir de los vestuarios.
Por alguna razón que no quiero profundizar, me siento satisfecha, y... creo que... que además del séquito de Sarah, algo más nos acompañó en los vestuarios.
Desde entonces dejé de ser simplemente la ‹‹rara solitaria››, para convertirme en ‹‹la bruja, la satánica del colegio››. Solo porque la vida quiso que Sarah, al día siguiente, no pudiese asistir a clases debido a una fuerte reacción alérgica en la piel; estuvo dos semanas de permiso. ¿Qué culpa tenía yo que su organismo fuese delicado? Nada que ver con su personalidad.
Corrió cualquier cantidad de rumores ridículos por los pasillos del instituto, como que: Sarah parecía un camarón con escamas de dragón; que jamás volvería a ser la misma, porque la visión de su deformación la había trastornado; que yo le había lanzado un hechizo, porque la odiaba, porque tenía envidia de ella; que yo había hecho un pacto con el demonio y que por eso siempre estaba sola, buscando a mi próxima víctima, como sacrificio a mi señor.
Admito que mi actitud tampoco fue la mejor. Cada vez que escuchaba algo nuevo no podía evitar reírme a carcajadas; si hubiesen usado esa imaginación para los estudios, hubiésemos sido el instituto número uno del estado. Ni siquiera la supuesta víctima de mi odio desmedido se atrevió a acusarme, nadie supo lo que realmente había pasado en los vestuarios. Y contra las predicciones de los estudiantes, expertos en medicina y psicología, Sarah regresó dos semanas después. Algo había cambiado.
Ya no me molestaba directamente. Si se encontraba conmigo en los pasillos, se alejaba lo más que podía, lo mismo si nos encontrábamos en un espacio cerrado. Aunque seguía con esa actitud de superioridad que tanto la caracterizaba, podía ver cierto recelo y miedo en sus ojos cuando nuestras miradas se encontraban. No podía culparla, cuando pensé en cómo había reaccionado, hasta a mí me entraron escalofríos.
No obstante, no me arrepentí, porque gracias a eso logré librarme de gran parte del peso de ser su centro de atención predilecto.
Luego, a comienzos de diciembre, llegó una nueva novedad que disipó la atención puesta sobre mí aquellos días.
Alanna Fernández había llegado al Instituto York. Y era imposible no prestarle toda la atención. Ya entonces era sorprendentemente llamativa: alta, para su edad, con una preciosa tez acanelada, ojos aguamarina tan suaves que parecían cristal fundido. Era poseedora de ciertas curvas que ninguna otra chica tenía hasta ese momento, y que sabía resaltar con su ropa elegante y glamorosa; su cabello era una cascada de rizos negros que adornaba con cintas, diademas o cualquier cosa que lo hiciera brillar más. Caminaba llena de confianza, y no había arrogancia en ello, solo naturalidad, porque ella siempre ha sido así, nunca ha tenido que fingir nada.
Algunos la adoraron desde el inicio, otros la envidiaron, y otros pocos la odiaron por la misma razón que me odiaban a mí: por simplemente ser ella. Pero en su mayoría, la amaron, porque no había otra forma de sentir con respecto a ella: su sonrisa, su voz, su actitud; cada aspecto de ella te invitaba a quererla, a ser parte de su círculo. Tan diferente a mí.
Su llegada trajo unequilibrio a mis días que no creí necesitar hasta que apareció en mi vida.
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