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EMPATE

Era la tercera vez que miraba el reloj en menos de cinco minutos. Su pie golpeaba sin cesar el suelo del automóvil y se removía inquieto en el asiento cada vez que se detenían. No obstante, la mayor parte del tiempo estaba agarrado con fuerza al asidero junto la ventanilla; sobre todo, en las ocasiones en que el taxista tomaba bruscamente alguna curva.

Ni Saeko-san en aquel viaje a Tokio le había preparado para semejante aventura. Aquello parecía una partida del Mario kart, sin plátanos ni caparazones, pero con adelantamientos y derrapes dignos de las pistas heladas del Lago Vainilla.

Sonidos de claxon, bramidos de motores, frenazos, gritos y algún insulto en un idioma que no dominaba —aunque esa última palabrota sí la había entendido— era lo que podía percibir a su alrededor.

Pensar que, cuando lo escuchaba quejarse del tráfico de Roma, estaba convencido de que exageraba...

Dices eso porque nunca has tenido que conducir en São Paulo —le rebatía en cada ocasión.

Y, pese a que en las estadísticas que se publicaban, la ciudad brasileña siempre superaba a la capital italiana, tenía que reconocer —parafraseando a Obélix al grito de: "¡Están locos estos romanos!"— que tenía razón.

Nunca más volvería a dudar de él, en serio. En esa competencia le acababa de proclamar absoluto vencedor.

Aunque no tenía pensado decírselo.
Ni. De. Coña.

Volvían a estar detenidos en la línea de salida de un semáforo en rojo y, pese a la rapidez del taxista y sus para nada despreciables maniobras al volante, se estaba impacientando. Y mucho. 

Y no es que se muriera de ganas por escuchar quejas —porque no había nada más irritable y protestón que un Kageyama lesionado— pero sí ansiaba con desesperación volver a verlo. Más de lo que nunca hubiera llegado a imaginar.

¿Cuántos meses habían pasado? ¿Seis? ¿Ocho? No lo sabía con exactitud.

Se mesó el cabello pelirrojo, contemplando a una señora con bastón cruzar lentamente la vía, mientras aquel maldito disco no cambiaba de color, como si lo estuviese desafiando.

¿A quién quería engañar? Claro que lo sabía. Habían pasado exactamente nueve meses, dieciséis días y tres horas.

«Lo de tener en cuenta los veintisiete minutos ya sería perturbador, ¿verdad?»

La despedida en Narita no había sido demasiado efusiva; un choque de puños, un "nos vemos en un par de meses, boke", y un "acuérdate de guardarme el programa de la SuperLega, que sabes que los colecciono".

Sin duda, mucho menos efusiva que las horas previas en aquella habitación de hotel.

¿Cómo describir la mezcla de pasión y ternura experimentada esa noche que, en ocasiones le parecía tan lejana, y en otras —como en ese mismo instante en que su mente le permitía rememorar los labios de Tobio activando todos los receptores de su piel— se sentía tan cercana?

Durante los días que duró la concentración del equipo nacional y la serie de partidos disputados, no habían intercambiado más que miradas cómplices, algunos roces de manos en los pasillos, y un par de besos robados cuando la ansiedad no les dejó aguantar más.

Ambos lo habían decido tiempo atrás, juntos. Nada de contacto durante las concentraciones.

La teoría, a simple vista, era fácil. Pero la practica... ufff.

Era duro, claro que lo era. Y mucho. 

Pasar todo el día juntos, dormir en habitaciones contiguas, las duchas con el resto del equipo, los cambios de ropa en el vestuario, observar cómo se marcaban los músculos mientras realizaban los entrenamientos y disputaban los partidos, ver al otro durante el juego, desprendiendo esa atrayente aura que tentaba —y atontaba— como canto de sirena; choques de puños, abrazos de grupo tomados por los hombros, jugadas coordinadas que deseaban celebrar con algo más que un simple toque con las palmas de sus manos...

A veces, parecía imposible contenerse.

Pero el objetivo estaba claro: mantenerse en la pista el mayor tiempo posible, hasta el final. Y para ello, debían concentrarse en el voleibol, y sólo en el voleibol.

Aunque se muriesen por besarse y tocarse cada maldito minuto del día.

Esa última noche, apenas terminada la cena de despedida, ambos se disculparon y pidieron retirarse, con la excusa de que debían volar en la jornada siguiente para regresar con sus respectivos equipos, y aún tenían cosas que guardar en sus maletas antes del viaje.

Tampoco a nadie le sorprendió que se marchasen juntos, pues todos allí sabían de su peculiar, aunque inquebrantable, amistad.

Regresaron al hotel donde se hospedaban, caminando por la calle en medio de una distendida charla, discutiendo por nimiedades y riendo las ocurrencias del otro.

Todo era calma y normalidad en el exterior; aunque, por dentro, ambos sentían la impaciencia y la expectación que precede a los grandes eventos. Prueba de ello era que, sin apenas darse cuenta, iban acelerando el ritmo de sus pasos a medida que se acercaban a su destino.

Al ingresar al lobby, la recepcionista les dio las llaves de sus habitaciones y ellos le agradecieron con un gesto, despidiéndose amablemente. Kageyama regresó un instante y pidió que le despertaran a las siete, mientras Hinata se encaminaba hacia los ascensores y oprimía el botón para llamarlo.

Juntos, se adentraron en el elevador. Una pareja joven se subió también.

El pelirrojo se despistó mirando sus manos entrelazadas y después, con algo de disimulo, observó las mejillas coloreadas de la muchacha, sonriendo para sí. Tobio le comentó algo sobre Ushijima y retomaron su conversación.

Se bajaron en la decimonovena planta y salieron a un pasillo vacío, mientras continuaban con su charla trivial. Después de recorrerlo hasta prácticamente el final, se detuvieron ante la puerta destacada con el número 1919. Se miraron un par de segundos, ambos en silencio. Kageyama deslizó su tarjeta ante el sensor y el clic que anunciaba la apertura hizo burbujear de anticipación el pecho de Hinata.

Entró detrás del moreno, sintiendo la puerta cerrarse a su espalda. Giró un instante su rostro, atraído inconscientemente por el sonido y, cuando volvió su vista al frente, se encontró con los labios del setter  atrapando los suyos. Sin preaviso. Sin compasión.

Se derritió automáticamente.

Su contacto podía parecer tosco, violento, despiadado. Y tal vez lo era, pero sólo porque estaba imbuido de la misma intensidad con la que lo hacía todo.

Y, a él, eso le encantaba. Saber que lo deseaba tanto como la victoria en un partido, como concretar ese pase perfecto que convirtiera el remate en un punto cuando nadie lo esperaba, como clavar un ace en el momento más decisivo del set.

Enterró sus dedos entre los mechones azabaches y correspondió de la misma manera, luchando por dominarlo, por ser quien orquestase ese beso y hacer que se rindiese en su boca, como él ya había sucumbido a la suya.

Las manos buscaban el borde de la camiseta; los labios, aquellos retazos de piel que la ropa dejaba al descubierto; las piernas se enredaban en pasos descoordinados que los llevaban en dirección a la cama.

O al mismísimo cielo, porque era allí hacia donde iban directos.

No era su primera vez, pero tampoco podían considerarse unos expertos.

Si tenía en cuenta las veces que ocurría en cada uno de sus encuentros, sí llegarían a las dos cifras, pero, si se ceñía a los momentos en que habían podido juntarse, entonces...

El sonido de un claxon y el frenazo de su propio taxi, que fue demasiado rápido como para evitar que su frente chocase contra el reposacabezas delantero, interrumpieron aquellos inusuales —y nada apropiados— cálculos.

Se frotó la zona que había recibido el impacto, maldiciendo interiormente en su lengua materna y, casi con seguridad, usando palabras similares a las que aquel chico, que caminaba paseando a su perro, le estaba dedicando al taxista.

Siamo arrivati —avisó el conductor, señalando el edificio de cuatro plantas situado a su derecha.

De pronto se paralizó. Toda aquella inquietud y esos movimientos incontrolados desaparecieron de golpe, sustituidos por una repentina inmovilidad. Los nervios agarrotándose en el estómago, el pulso acelerándose a un ritmo frenético.

È qui —insistió, pasados unos segundos, dudando de si el joven le había entendido. Ante la falta de reacción, cabeceó y puso el freno de mano.

Hinata pareció volver en sí cuando vio al taxista bajarse del automóvil y dirigirse hacia la parte trasera. Imitó el movimiento, saliendo por fin y parándose junto al maletero, a la espera de que el hombre acabase de sacar su equipaje.

—Gracias —se inclinó, tomando sus pertenencias, luego adentrándose en el portal abierto de aquel pintoresco edificio.

Observó el lugar con un detenimiento poco usual en él —mucho menos cuando estaba nervioso— dando pasos con excesiva lentitud hasta llegar al ascensor, al cual se introdujo con un tirón de su pesada maleta. Presionó el botón de la última planta y esperó, con el aire escapando de sus labios en un hondo suspiro, mientras intentaba relajar su cuerpo y despejar su mente.

Si podía hacerlo durante el juego, ¿por qué en ese momento le resultaba tan complicado?

Quizá se debiera a que el voleibol era algo que llevaba muchos años en su vida, y su relación con Kageyama —al menos en su versión romántica— estaba apenas dando sus primeros pasos.

Centrado en sus pensamientos, caminó sin percatarse de que lo hacía, y se encontró de pronto parado frente a la puerta de su apartamento.

Demasiados nervios y demasiada emoción circulando por sus venas. En apenas unos segundos iba a volver a verlo en persona. Casi no lo podía creer.

Aunque las videollamadas estaban bien y tenían su encanto, se había hartado de relacionarse con él a través de una pantalla. Y, sobre todo, de no poder tocarlo, ni disfrutar de aquel aroma —mezcla de madera y hierbabuena— que su cuerpo parecía desprender de forma natural.

Cuando se despidieron en Japón, antes de coger sus respectivos vuelos, había creído que estarían sin verse sólo un par de meses.

Pero entonces, llegó la pandemia, y el confinamiento, el cierre de los aeropuertos, y la consecuente cancelación de los eventos deportivos.

Posteriormente, con el retorno a una semi-normalidad, sobrevino la exigencia de sus equipos —y la propia— para recuperar algo del tiempo perdido, intensificando el entrenamiento y retomando las jornadas maratónicas en pos de recobrar el ritmo que aquel virus había frenado.

Y lo que, en principio, serían dos meses, se fueron alargando hasta convertirse en los casi diez que habían pasado separados.

«¿A qué estoy esperando?»

Tomó una gran bocanada de aire y tocó el timbre, por fin.

Unos pasos rápidos —demasiado rápidos para alguien con un esguince de tobillo— se escucharon al otro lado, aproximándose.

Buongiorno, ¿posso aiutar...? ¡Oh, espera! Eres Hinata Shōyō —el chico rubio de ojos claros que había abierto la puerta, cambió del italiano a un perfecto japonés—. Soy Marcello, el fisioterapeuta del equipo —extendió la mano ante el recién llegado. Éste alargó la suya y la estrechó, aún sorprendido—. Kageyama está en el salón. Venga, pasa —indicó, girándose y caminando hasta perderse en el interior.

Hinata inclinó su torso ligeramente y cruzó el umbral de la puerta.

Tadaima —bisbiseó de manera apenas audible, ya solo en aquel recibidor.

Se quitó el abrigo y lo colgó junto a uno de color azul, que supuso era de Kageyama. Estuvo tentado de acercar su nariz y aspirar su aroma, pero se contuvo, temiendo que pudieran descubrirle. Con su suerte para meterse en situaciones vergonzosas, no lo descartaría. Luego se descalzó y tomó sus deportivas para colocarlas en algún hueco vacío del zapatero.

Podría haberse desmayado en ese mismo instante, al fijarse que uno de los estantes, ocupado con unas zapatillas de estar por casa, tenía una etiqueta manuscrita —la única, en realidad— con su nombre. Deslizó sus dedos por encima de aquellos perfectos kanjis y pudo imaginar a Tobio dibujarlos con sus habilidosas manos.

Tragó saliva y tomó aquellas pantuflas blancas para calzárselas, guardando su propio calzado en el mismo espacio.

Aparcó la maleta junto al perchero de la entrada y, con paso firme, se encaminó hacia el interior.

Sin embargo, antes de ingresar a la sala de estar, se detuvo junto a la puerta, observando la escena.

—No debes apoyar el pie para nada, ¿está claro? —indicaba el tal Marcello al tiempo que se colgaba una bolsa del hombro—. Volveré mañana a las diez.

Sus ojos se dirigieron entonces hacia el sofá, donde un malhumorado Kageyama —del que casi se podía ver salir un aura negra— con rictus serio y formal, asentía con la cabeza, sin pronunciar palabra. Incluso con aquella expresión molesta en su rostro, le pareció el hombre más guapo que había visto jamás.

Mas tuvo que ahogar una risilla al observar el infantil puchero que dibujaron sus labios, en cuanto el fisioterapeuta se dio la vuelta.

De pronto, los azules orbes del armador lo descubrieron, aún estático en su lugar, y su semblante cambió inmediatamente. Quería creer que no lo estaba soñando, pero sus labios se curvaron en una hermosa sonrisa y sus ojos parecieron brillar.

Le devolvió el gesto, feliz, y caminó unos cuantos pasos en su dirección.

Por un instante, el mundo a su alrededor desapareció, dejándolos solos, uno frente a otro, en aquel amplio salón.

No podía apartar su mirada de él. Recorrió con su vista desde el cabello —que estaba algo más largo que la última vez— hasta su definida mandíbula, en la que se apreciaba un rastro de vello incipiente. Luego pasó por su cuello y parte de su clavícula —que se dejaba entrever bajo el borde de la camiseta—, bajando a sus piernas, enfundadas en un pantalón de sport ligero y estiradas sobre el sofá, y sus pies descalzos, uno de ellos reposando sobre un cojín y con una bolsa de hielo encima.

Volvió a su rostro, se concentró unos segundos en sus labios, deslizando inconscientemente la lengua por los propios, y después enfrentó de nuevo su mirada; aquellos cielos nocturnos que, fijos en él, le pararon la respiración.

—Ya me voy —anunció el joven rubio, dirigiéndose hacia la puerta del salón y sobresaltando a Hinata, que aún seguía embobado contemplando al setter—. No hace falta que me acompañéis, conozco la salida —río ligeramente y levantó su mano por encima de la cabeza a modo de despedida.

Permanecieron en silencio, sin apartar la vista del otro, hasta que el sonido de la puerta al cerrarse les indicó que estaban solos de verdad.

—Hola.

Un revuelo de mariposas en el estómago. Una sensación de burbujeo en el pecho. El calor naciendo en las entrañas y extendiéndose desde el centro de su cuerpo hasta la punta de sus dedos. Un atisbo de novedad mezclado con la sensación de volver a casa.

—Hola.

Ambos volvieron a guardar silencio.

El menor hizo ademán de levantarse y Hinata reaccionó por fin, con rapidez.

—¡Ey! ¿A dónde crees que vas? —inquirió, preocupado—. Marcello ha dicho que no debes apoyar el pie.

—Y no pensaba hacerlo —respondió—. ¿Acaso crees que soy bobo? Solo pensaba levantarme y...

—De ninguna manera —interrumpió, acercándose más—. Si necesitas ir a algún lado, yo te cargaré.

Kageyama abrió mucho los ojos y después soltó una carcajada.

—¿Cargarme? ¿Tú a mí?

El pelirrojo le dedicó una mirada ofendida.

—Puede que me ganes en altura, pero en cuanto a fuerza, mis músculos son mejores que los tuyos —presumió, levantando la manga de su camiseta y doblando el codo para mostrar su bíceps. Acortó la escasa distancia que aún los separaba, sentándose junto al colocador en aquel mullido sofá—. ¿Acaso crees que no puedo contigo, Tontoyama?

—Lo que creo, es que has tardado demasiado en llegar hasta aquí. —Aprovechó la cercanía y lo tomó por la nuca, estampándole un beso en los labios.

Todas las fibras de su cuerpo reaccionaron ante el contacto. La sangre se congeló en sus venas por un brevísimo instante, para después derretirse ante el fuego abrasador de aquel beso y viajar por su organismo, incendiándolo todo.

Pese a la aparente brusquedad del primer impacto, los labios de Tobio comenzaron a moverse suavemente contra los suyos; la calidez de su aliento lo inundó hasta lo más profundo de su ser.

Las yemas de sus largos dedos se posaron sobre la piel sonrojada de sus mejillas y suspiró sobre su boca, sin alejarse un ápice de sus labios, sin romper ese contacto que había anhelado tanto como se anhela el agua en el desierto.

Hinata colocó sus manos alrededor del cuello de Kageyama y se apegó un poco más a su torso. Sintió cómo las de él descendían con calma por su espalda, en cálidas caricias impregnadas de deseo.

Se deshizo entre sus brazos y bajo sus labios, perdido en las sensaciones que sólo él le hacía experimentar.

Al separarse, el vacío que dejó la ausencia de su tacto le hizo abrir los ojos, observando los atractivos rasgos que dominaban su rostro, y que tanto había deseado volver a contemplar.

—Eso... eso es trampa —musitó en cuanto su boca fue liberada. El moreno lo miró curioso—. Yo quería ser el primero en... besarte —confesó un tanto avergonzado.

Kageyama sonrió, victorioso.

—Tendrás que intentarlo en otra disciplina —lo provocó, altivo y bravucón— porque, en ésta, te he ganado el punto, el set y el partido.

Hinata le clavó la mirada, desafiante, a punto de iniciar una discusión sobre los retos que podrían enfrentar los siguientes días y cómo iba a ganarlos todos. Pero decidió no hacerlo. Sobre todo, porque no podía dejar de pensar que, si todas las derrotas tenían ese dulce sabor, se replantearía seriamente cederle el primer puesto más veces.

—¿Te duele? —preguntó en su lugar, señalando el pie que descansaba desnudo sobre el almohadón, intentando que aquellas ideas no le hiciesen perder el norte desde tan temprano.

—No demasiado. Parece que ha sido leve —explicó—, aunque eso no evitará que me pierda un par de partidos —su tono derrotista acompañó a su semblante circunspecto.

—Bueno —Hinata le revolvió el pelo—, piensa que ha sido en la mejor época. —El armador le miró con incomprensión—. Claro, ahora viene el descanso navideño, y se reducen los encuentros. Si hubiese sido en otro momento, te perderías al menos cuatro —aclaró—. ¿No debería eso mejorar tu humor?

—Lo que mejoraría mi humor sería no haberme lesionado, ¿no crees? —Se frotó el rostro, frustrado—. Maldita bola perdida. ¿A quién se le escapa una pelota de vóley? Ese crío debería tener prohibida la entrada a los partidos de por vida.

—Vamos, vamos, Shrekyama, era solo un niño y estaba nervioso —arguyó el pelirrojo—. Ver que su ídolo se lesionó por tropezar con el balón que llevaba para que se lo firmase ya fue suficiente castigo. ¿Acaso no recuerdas su carita de tristeza? —cuestionó con un puchero, imitando al muchachillo que había visto por televisión—. Además, la culpa es tuya por no prestar atención en donde pisas.

—¡No fue mi culpa! —exclamó, aumentando su enfado—. Ya te he dicho que había escuchado cómo Oikawa-san me llamaba. Me giré a mirar y, cuando me volví para retomar mi camino, aquel balón apareció de la nada y me hizo tropezar.

—¿Aún crees que el Gran Rey estuvo allí y se marchó sin saludarte siquiera? —se cubrió la boca, ahogando una risilla—. ¿Por qué iba a hacer algo como eso?

—Seguro que cuando vio la que se había liado por su culpa, desapareció para que no lo denunciase.

Hinata ya no pudo aguantar más y se soltó a reír a carcajada limpia.

Por muchos años que hubiesen pasado y, pese a que su relación había mejorado considerablemente, la rivalidad entre kōhai y senpai seguía presente. Tanto uno como otro, solían culpar de sus desgracias al contrario, aunque se encontrasen en continentes distintos.

—Kageyama, en serio, eso es imposible —calmó su risa y se secó una lagrimilla—. Oikawa estaba jugando un amistoso en Buenos Aires media hora después de tu accidente. No pudo estar allí.

—Eso te habrá dicho a ti —espetó molesto—, pero yo no he visto ese partido, así que no tengo por qué creerlo. Además, no sé qué tanto tienes que hablar con él —bufó—. Y, más que eso, no sé qué hacemos nosotros hablando de él.

Shōyō aguantó la risa esta vez y asintió con la cabeza.

—Tienes razón. Hablemos de otra cosa. No quiero empeorar tu genio —le dio un pequeño beso en la mejilla.

—Pues no lo hagas.

Tobio apoyó su cabeza en el hombro de Hinata y cerró los ojos un instante, dejando que el muchacho le acariciase con suavidad el cabello.

El pelirrojo sonrió. Ese Kageyama mimoso era todo un espectáculo.

Estaba seguro de que, si quisiera contárselo a cualquiera que lo conociese, no le creerían. Y no podría culparles por ello, porque, a veces, hasta a él le parecía imposible que fuese real.

«Ojalá los demás pudiesen verte así».

Después lo sopesó mejor y decidió que no sería tan buena idea. Prefería guardar esa parte dulce para él... sólo para él.

—No me has contado nada del vuelo, ni del viaje desde el aeropuerto —comentó de pronto el ojizarco, de manera distendida, levantando el rostro y observando la expresión del antiguo señuelo—. ¿Te ha resultado interesante? ¿Alguna opinión sobre la grácil y delicada manera de conducir de los romanos? —inquirió con un deje curioso y no del todo desprovisto de ironía. Hinata se mordió el labio inferior y negó con la cabeza—. ¿Sabes? La gente de por aquí suele decir que, aunque tu maleta haya salido ilesa del vuelo, no debes confiarte, porque si no se ha roto el contenido con los meneos que le dan en la terminal, los taxistas de Roma pueden destrozar lo que llevas dentro antes de llegar a tu destino.

Shōyō apretó su mandíbula, ansioso por confesar. Realmente quería contarle su aventura, explicarle aquella carrera de autos locos que le había llevado hasta allí, comentar con él los adelantamientos y maniobras peligrosas que había visto y preguntarle por un par de palabras que había escuchado —que suponía eran también insultos— y que aún no le había enseñado.

Pero eso significaría dejarle ganar nuevamente, y no estaba en sus planes hacerlo.

«No le des esa victoria. No se la des».

En cambio, recordó algo de repente, que le hizo cambiar radicalmente el tema de conversación.

—¡Espera! Mi maleta. ¡Eso es! —Se puso en pie de un salto y le miró emocionado—. Sé que tu cumpleaños no es hasta mañana, pero te he traído un regalo y quiero dártelo ya —le dio la espalda para dirigirse a la entrada a buscar su equipaje.

No pudo hacerlo, pues antes de dar un solo paso, sintió la mano de Tobio atrapando la suya. Se giró, intrigado por la repentina acción, y se encontró con su profunda e intensa mirada, dejándolo momentáneamente estático.

—Tenerte aquí es el mejor regalo que podría recibir. —Sus azules, cual dos brillantes luceros capaces de guiar su camino en una noche oscura, lo contemplaban como si fuese algo verdaderamente valioso, a la par que deslizaba su pulgar por el dorso de su mano en una suave caricia—. No necesito nada más.

Hinata se quedó mudo ante aquella declaración. Por un instante, incluso, sintió flaquear sus piernas.

Debía reconocer que su faceta tierna le encantaba, pero también, que todavía se ponía nervioso cada vez que la sacaba a relucir.

Descubrir ese aspecto de Kageyama fue verdaderamente sorprendente. Ni en sus mejores sueños había imaginado que, tras ese aspecto rudo y algo intratable que solía mostrar, podía esconderse una versión blandita de él.

Aparecía en momentos puntuales, y aún le pillaba por sorpresa la mayoría de las veces, pero cuando lo hacía era digna de ver y podía sentir su pulso acelerarse y una ola de rubor cubrir su piel de la cabeza a los pies.

—¿Quién eres y qué has hecho con Kageyama? —cuestionó en tono bromista, para rebajar aquel nudo de nervios que le apretaba el estómago.

—Es solo que... te he echado mucho de menos, boke —declaró un poco avergonzado, utilizando en su habitual insulto ese tono de voz especial que, desde hacía un tiempo, lo convertía en un apelativo cariñoso.

Aquello fue demasiado para Hinata. Sin importarle nada más, se lanzó sobre él y se acurrucó en su pecho, aspirando el aroma de su cuerpo, que tanto había añorado.

Sintió los brazos de Tobio rodeándolo, estrechándolo con fuerza. Lo escuchó suspirar. SUS-PI-RAR. Y no pudo evitar levantar ligeramente la cabeza para observar su rostro.

Y lo vio. Sus ojos cerrados, sus pómulos con un ligero sonrojo, sus labios formando una sonrisa relajada. Hermoso. Como sólo él podía serlo.

Se estiró sobre su cuerpo hasta alcanzar sus labios, dejando un dulce y delicado beso.

—Te quiero —susurró a milímetros de su boca.

Kageyama abrió los ojos desmesuradamente. Las mejillas encendidas, la mandíbula medio desencajada por la sorpresa. En un primer momento, se quedó inmóvil en su posición, incapaz de reaccionar. Después se semi-incorporó en el sofá, con el pelirrojo aún sobre su pecho, moviendo las manos de forma abrupta y descoordinada y balbuceando incoherencias, como en aquella ocasión que lo había alabado sin restricciones después de que su nuevo ataque funcionase por primera vez.

La expresión del armador era de lo más entretenida, y Hinata no pudo evitar reír.

Podía parecer que aquello había sido un acto impulsivo, pero llevaba tanto tiempo queriendo decírselo... Tantos días, tantas semanas... Tantos mensajes y tantas llamadas soportando las ganas.

Qué bien sentaba decirlo en voz alta, por fin. Frente a frente, cara a cara, con el valor que nace de las entrañas, y que empuja hacia fuera lo que necesita ser expresado. Palabras que se guardan en lo más profundo, debajo de miedos e inseguridades, y que, llegado el momento, piden salir a flote, porque no se aguantan más en el interior.

Y se sentía victorioso, además, por haberlo dicho primero. ¿De quién era el partido ahora, eh, Bakayama? Pensaba presumir de ello, recordárselo de por vida, decirle una y otra vez cómo le había ganado aquel día y...

—Y yo te quiero a ti, Shōyō.

Ahora, el de la expresión asombrada, era él.

¡No lo podía creer! ¡¿En serio lo había dicho?!

Boqueó, buscando el aliento que aquellas palabras le habían robado, seguro de que el tono más intenso de rojo era, en ese momento, el que se había adueñado de su rostro.

Le observó un instante, solo para descubrir su semblante sereno y aquella mirada determinada, que no dejaban lugar a dudas sobre la veracidad de lo dicho.

Parecía tan tranquilo... Como si unos segundos antes no se hubiese quedado estupefacto ante su propia confesión.

Su corazón se llenó de calidez y sus orbes de lágrimas contenidas. Quería gritar, saltar y cantar, e incluso, si lo apuraban, hasta ponerse a bailar. Era un manojo de nervios, pero también, de felicidad absoluta.

Estaba seguro de que si alguno de sus amigos —especialmente uno rubio con gafas y cierto carácter sarcástico— lo estuviese viendo en aquel momento, se reiría de él por ser tan bobo.

Aunque, ¿acaso importaba?

Era un bobo, sí. El mayor de todos. Y, al parecer, se había enamorado de otro bobo igual que él. 

Porque ellos eran así. A veces fuego y a veces calma, intensos casi siempre, pero también reflexivos y tranquilos cuando la situación lo requería. Porque se complementaban y se retaban. Porque luchaban como pocos hasta lograr su objetivo y se esforzaban como nadie en avanzar al siguiente nivel.

Y es que, en el camino que habían escogido para alcanzar sus sueños, habían encontrado en el otro a esa persona que te anima y te apoya, pero que también te desafía y te exige, y te impulsa a querer ser mejor. Esa persona que llega a tu vida y, en un punto de la misma, se vuelve tan importante que acabas siendo incapaz de imaginarte sin ella a tu lado.

La gente solía decir de ellos que, por separado, eran excepcionales; pero él tenía claro que, juntos, eran invencibles.

Hinata sonrió abiertamente, sin poder ocultar la abrumadora sensación de felicidad en su pecho.

Él había sido el primero en dejar salir ese te quiero, sí. Lo había dicho antes, le había ganado esa mano a Kageyama. Pero en ese mismo instante, y por primera vez en su vida, decidió que no iba a alardear de su triunfo.

Porque, ¿qué importaba quién de los dos hubiese ganado si, como decía Marwan en una de sus canciones: "El amor es el único juego en el que hay que empatar"?

Sintió de nuevo los labios de Tobio sobre los suyos y cerró sus ojos, dejándose llevar por el momento y disfrutando de la maravillosa sensación de estar con el hombre que amaba.

Y es que, tal vez, en las pequeñas y triviales competencias necesitaban un vencedor, pero en las cosas importantes de la vida, había aprendido que lo mejor era una victoria compartida.

——•——

¡Hola, gente bonita!

Hasta aquí llega este OS que he hecho con todo mi cariño para celebrar el cumpleaños de Kageyama.

Ojalá os haya gustado, aunque sea un poquito.

Si no ha sido así, como siempre os digo: Quejas y reclamaciones a mi otro yo, que las acepta mejor 😜

Un beso.

~~•~~

P.D.: Por si te da curiosidad la canción a la que se refiere Hinata, dejo aquí el enlace:

[Aquí debería haber un GIF o video. Actualiza la aplicación ahora para visualizarlo.]

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