Capítulo 22: Agrio Hogar
La despedida con el equipo había sido más emotiva de lo esperado. Siendo sinceros, Lena no se aferraba fácilmente a las personas, pero con sus nuevos amigos había sido diferente (a excepción de Sora). Quizás pasar por tanto los había vuelto más unidos, o simplemente le daba esa impresión. De cualquier manera agradecía poder contar con ellos; sabía que dentro de poco los volvería a ver.
El vuelo de vuelta fue igual de tranquilo que cuando partieron a París. Johari pasó gran parte del tiempo dormitando, soltando una que otra palabra floja. Su pecho subía y bajaba a un ritmo tranquilo y perdido, tanto que contemplarlo arrulló a Lena al grado que también terminó dormida.
Para su mala suerte, la nano computadora de su cerebro le recordaba cada cierto tiempo que debía monitorear las cámaras localizadas en Sudán. De modo que se veía obligada a acceder a esos datos y contemplar el territorio por unos minutos; se trataba de país desértico donde las poblaciones estaban dispersas. Las ciudades modernas podían contarse con los dedos, accediendo a otros datos Lena dedujo que serían cinco o seis metrópolis.
Le provocaba una incómoda sensación saber que existía una célula terrorista en su propio continente, no tan lejos de Zanzíbar. Rumbek era la ciudad justo en medio de Sudán, y para empeorar la situación, la célula se albergaba en sus entrañas; así que no podían atacar a menos que fuera estrictamente necesario.
—Los africanos son problemáticos—había opinado Sora los últimos días.
Sin poder evitarlo, Lena se había sentido avergonzada. No quería que la reputación de su gente se fuera a la basura sólo porque unos pocos destruían todo a su paso debido a cuestiones ideológicas.
Así pues, todos en el equipo tenían la obligación de hacer revisiones en horarios concretos.
(...)
Su familia la recibió con los brazos abiertos fuera de casa, incluso Elijah le dio un cálido abrazo. Fue entonces que le nació un poco de esperanza: quizás, ahora que estaba de vuelta, podría recuperar la buena relación con su hermano mayor.
—¿Qui-quieres jugar conmigo? —formuló el pequeño Gustavo apenas entraron a casa.
Los cinco se dirigieron a la sala para tomar asiento. La estancia le parecía más pequeña, estrecha; fuera de ahí, todo se veía normal. Los sillones ovalados en torno a una sencilla mesa de centro, apuntando a un gran ventanal que daba directo al lago localizado detrás de la casa. Desde su sitio alcanzó a ver la casa más próxima a detalle; parecía que sus vecinos estaban discutiendo sobre medicamentos para el estreñimiento. Prefirió concentrase en sus propios asuntos.
—Tu hermana tiene que descansar —comentó Amaia, sentada junto a su esposa.
Lena pasó el brazo detrás de Gus y lo atrajo hacia ella, para después acomodarlo entre su regazo. El niño amoldó su espalda a la curvatura del torso de Lena.
—Jugamos más tarde, ¿te parece?
Gustavo bajó la cabeza a su figura de acción y asintió de mala gana.
—Mírate que delgada vienes —se quejó Myrna con la cabeza ladeada—. ¿Has estado comiendo bien? ¿Cómo va tu periodo? Por favor dime que no tienes más viajes planeados.
Lena soltó una breve risa y escondió la cabeza junto al hombro de Gus.
—No podría estar mejor —admitió al levantar la mirada —. Ya estoy en casa.
No era del todo cierto, aunque optó por dejarlo así. Sabía que sólo contaba con una vida más después del incidente con el centro de control de París. Si sus madres llegaban a saberlo, la encerrarían cual princesa en su torre. En fin... la buena noticia era que había vuelto. Desde que cruzó el puente Sadani un peso se esfumó de sus hombros, quizás fue ese inconfundible viento húmedo... o el hecho de saber que pronto estaría con los suyos.
En ese momento desvió la mirada a una de las altas paredes.
—¿Qué es eso?
Amaia cruzó fugaces e indescifrables miradas con Myrna, ambas demostraron algo de nerviosismo a su manera.
—Íbamos a decírtelo, pero te veías tan ajetreada con el viaje que...
Lena apartó a su hermanito teniendo cuidado y se incorporó como resorte. Nada más y nada menos que su título universitario enmarcado. Lo descolgó sin miramientos antes de atreverse a hacer suposiciones, luego se los mostró apretando la mandíbula tanto que creyó quedarse sin dientes por unos segundos. Las firmas de la Secretaría de Educación Africana estaban ahí, como también los sellos de su universidad; era un documento oficial.
—Todavía no me gradúo.
—Verás... Hablamos con Edmundo y Johari; los cuatro opinamos que será más sencillo para ti llevar las cosas así considerando que ahora eres...
—Biónica —completó Elijah, quien reposaba en la esquina de un sillón doble con las manos entrelazadas en la nuca.
Myrna pellizcó su labio inferior, mirando directamente el rostro de su hija. El silencio en la sala se volvió pesado, casi tangible.
—Pero yo no quiero que sea sencillo, quiero que sea real —espetó volviendo la vista al pedazo de falsedad que tenía en sus manos —. Quiero ejercer mi carrera, y así no podré hacerlo.
Dicho eso, estrujó su título lo suficiente hasta que la madera crujió bajo la presión y se partió en dos. En los sillones, Myrna sostenía la mano de Amaia, mientas Elijah ocultaba una sonrisa debajo de sus labios.
—¿A dónde vas? —inquirió su madre biológica.
—A darme de baja en la universidad; iniciaré de nuevo el cuatrimestre.
El portazo hizo que Amaia entrecerrara los ojos y bajara la mirada al suelo. Ciertamente no había esperado esa reacción de su hija.
(...)
Pero Lena no fue a la universidad, no porque no tuviera el valor de anular su supuesto título, sino que necesitaba pensar. Tiró el enmarcado dentro del primer bote de basura que se encontró e hizo a pie su propio camino directo a la playa, no prestó atención a otra cosa que no fuera el propio sonido de su voz en su cabeza.
Cuando aceptó hacerse biónica, sabía que sacrificaría otros aspectos... entre ellos sus estudios. Desde los diez años supo que la ingeniería en órganos era para ella, el mismo nombre la llamada. La competencia para ingresar a la universidad era fuerte, por no mencionar que el examen de ingreso representaba una especie de filtro de poros diminutos. De tal forma que se preparó tanto como pudo.
Y ahora estaba ahí... con un sueño estropeado a costa del corazón soldado. Había añorado el día de su primera cirugía junto a Myrna... o la fecha en que recibiría personalmente los diversos diplomas.
No se dio cuenta en qué momento llegó a la playa, pero de pronto estaba sentada en la arena aferrándose las piernas, donde las olas podían lamer sus pies. Las figuras surfeando a contraluz lograron distraerla de su remolinos mentales. Una vez más el sol iba bajando, igual que ayer y el día anterior; el mundo no se detenía para nadie ni por nada, sin importar qué tan grandes fueron los problemas de sus habitantes. Lena irguió su columna a la vez que un brillo resplandecía en sus ojos; eso era, el mundo seguía su curso, y ella haría lo mismo. Tenía que continuar ahora y siempre.
Otra parte de ella quiso echar la culpa de sus problemas a Marcus. Si tan solo no lo hubiera conocido, nada habría pasado... no habría una historia que contar. Sacudió la cabeza; él ya era pasado.
Un sonido de tambores la atrajo de inmediato. La gente a su alrededor también detuvo sus actividades para escuchar el ritmo creciente de los instrumentos. No importaba lo moderno que fuera el entorno, o lo ocupada que estuviera la gente... cuando los tambores sonaban, parecía que la vida volvía a ser como era antes.
Sus labios esbozaron una sonrisa nacida del alma. Las personas salieron del agua y recogieron sus pertenecías, luego se encaminaron a las escalinatas de vidrio que daban directo a la calle. Cruzando el camino estaba una plaza comercial al aire libre donde un pequeño grupo vestidos en trajes típicos deleitaban a las transeúntes con su música polirrítmica.
Lena siguió al resto casi en trance; era imposible ignorar los aplausos y sonidos. Los isleños no tardaron en congregarse en torno a la diversión, venía gente de todas partes, desde oficinas gubernamentales hasta los empleados de la plaza, incluso algunos autos se detuvieron momentáneamente.
Los tambores del rededor asimilaban un reloj de arena en su forma, tenían tejidos en el cuerpo y de ellos colgaban pequeñas cuentas coloridas. Los parches restirados estaban hechos de piel de cabra, de modo que el sonido era opaco en algunos casos.
De repente, en fila india, un grupo de bailarines irrumpió en escena. Los hombres vestían pantalones oscuros, además de unas argollas que hacían de maracas en los tobillos. En la parte superior llevaban un ligero collar entretejido con piedras preciosas y algunos dientes bestiales. Sus caras iban pintadas con blanco y rojo, formando símbolos que Lena identificó como sagrados según lo que había aprendido en sus primeros años de educación.
Del otro lado del círculo que formaba la plaza entraron las mujeres. Ellas portaban prendas más ostentosas, como ombligueras tribales que se ajustaban del cuello y ceñidas faldas que iniciaban en el abdomen medio y terminaban en los pies. Del cuello les colgaban collares multicolores y en las muñecas llevaban pulseras con largos lazos.
Por la combinación de colores y el tipo de música, supo que era una danza dedicada a la fertilidad. Encendieron antorchas en puntos estratégicos, causando que el baile adquiriera un aspecto mítico y ancestral.
Luego de la primera danza, los bailarines interpretaron un número bastante animado, el cual la gente acompañó con palmadas y risas. Era costumbre que los intérpretes jalaran espectadores para que bailaran con ellos; teniendo eso en cuenta, Lena retrocedió unos pasos por mera precaución.
—Ay —se quejó una voz detrás de ella.
Lena adoptó una postura tensa al reparar que había pisado a alguien.
—¿Lena?
En primera instancia creyó que era Marcus, pero en realidad se trataba del chico silla...
—¡Lucrecio!
Lena le dio la espalda al baile para encararlo. Se veía exactamente igual desde la última vez: el cabello dorado a la altura de los hombros, sus grandes cachetes y esos ojos hundidos enmarcados en gruesas pestañas oscuras.
—Lutecio, pero... sí —corrigió rascándose la nuca —. Hola, Lena —dijo con una radiante sonrisa.
Ella se dio un golpe mental. Era evidente que el muchacho venía de surfear, de otra manera no traería una tabla consigo. Bueno, no podía darlo por hecho considerando lo poco que lo conocía.
—¿Vienes a ver el baile? —apuntó al alboroto con la barbilla mientras rebuscaba en el bolsillo de sus bermudas.
—Estaba de paso. ¿Tú?
—Acompaño a mi hermano.
Miró en la dirección que Lut apuntaba. Se topó con un bailarín de piel oscura, tan oscura que podía verse azul marino en cierta iluminación. Era alto y fibroso, más de lo que era Lutecio.
—Lo sé; él es el adoptado —confesó entre una risa aguda.
—Ya veo...
—Pero yo soy el guapo.
Esta vez Lena fue quien rio de una manera natural ante su comentario. Él la imitó de buena gana; su rostro se llenó de arrugas que surcaron sus mejillas y los costados de los ojos, causando que ella lo contemplara unos segundos no sabiendo si reírse más o callar por su curioso aspecto.
—¿Qué? —exclamó extiendo los brazos.
Lena compuso su gesto tapándose la boca.
—¿Cómo se llama tu hermano?
—Fermio... pero le decimos Fer. ¿Te había dicho que mi mamá es ingeniero químico?
Lena volvió a reír echando la cabeza hacia atrás. En ese instante le pareció lejano el punzante dolor que el título universitario le había causado.
—Por eso los nombres de la tabla periódica —dedujo.
Él asintió antes de bajar la cabeza.
—¿Estabas surfeando?
Lutecio pareció dudar unos segundos, pero todo le quedó claro cuando Lena apuntó la tabla y su aspecto mojado.
—¡Ah! Sí, el mar está excelente hoy; si tienes tiempo deberías probarlo.
—No sé surfear.
Dicho deporte era popular entre los jóvenes de isla, tan natural como el soccer en América Latina o el esquí en los meses fríos de Austria. Los isleños comenzaban a practicarlo desde que daban sus primeros pasos, a diferencia de Lena... que jamás había montado ni una ola. Era bien sabido que luego de clases, muchos niños corrían directo al agua con sus tablas debajo del brazo. Por ese motivo Lut no le creyó ni una palabra cuando ella lo comentó.
—Pues yo te enseñaré —se apresuró a decir —. Claro...si tú quieres —El chico silla alzó la voz para hacerse sonar sobre los tambores.
A Lena no le pareció mala idea, de hecho sonaba genial, pero no tenía tanto tiempo libre como él. Aun así aceptó la propuesta.
Minutos más tarde decidió que era tiempo de regresar a casa; se despidió agitando la mano y retomó el camino por el que había llegado.
Lena jamás supo que había dejado al muchacho con una agradable sensación en el pecho.
(...)
El camino de vuelta a casa ensombreció su humor recién adquirido. Las luces blancuzcas de la ciudad de pronto le parecieron acechadoras y espectrales, alargando las siluetas de los edificios más altos. A partir de cierto punto comenzó a sentir miradas puestas en ella, cosa que la hacía voltear a todas direcciones como fugitiva.
Se dijo que algo iba mal cuando comenzó a sospechar de cada civil con el que se topaba. ¿Serían criminales? ¿Estaría caminando entre asesinos o psicópatas? Buscaba en sus caras alguna señal que revelara segundas intenciones, quizás malévolos planes; pero no llegó a nada.
Por prevención accedió a las cámaras de seguridad cercanas a ella. Ahora tenía una visión más amplia de su entorno, aunque ese hecho no la tranquilizó en lo absoluto. Al contrario: más personas, más movimientos tras las sombras y más sonidos indescifrables. Los ladridos de un perro la sobresaltaron más de la cuenta.
Hizo el último tramo a paso veloz. Divisar su casa al final del bloque apaciguó sus nervios; sin embargo, no pudo respirar en paz hasta que cruzó el umbral de su hogar.
Les dejo una foto de Lut, jiji
¿A qué creen que se deba la actitud paranoica de Lena?
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