Capítulo 12: Eirian, el hechicero
Emma tenía el cuerpo paralizado. Había perdido el control de sus movimientos y sólo podía mover los ojos. Sentía una presión en el pecho que apenas le dejaba respirar y cuanto más se movía, mayor era la presión. Tenía que tranquilizarse. No podía dejarse llevar por el pánico o acabaría por morir asfixiada. Se quedó muy quieta y cerró los ojos, sintiendo cómo, poco a poco, la presión se iba aflojando.
—Vamos, humana. No suelo tener mucha paciencia, así que no juegues conmigo. —Esta vez, la voz no sonaba tan lejana, sino que parecía que estaba en la misma habitación.
Emma abrió los ojos y a su lado vio al encapuchado, con la mano extendida hacia ella. Se asustó y, al moverse, de nuevo la presión se hizo más evidente. Respiró con vehemencia un par de veces antes de volver a calmarse. El truco estaba en permanecer relajada a pesar de todo.
—¿Quién eres? —inquirió la muchacha con dificultad. Al hablar, la presión aumentó ligeramente y gimió de dolor.
El encapuchado dio un paso hacia atrás y apartó la mano con sorpresa. No era la primera vez que la joven podía verlo a pesar de haber usado la magia para ocultarse de la vista de los demás. Había algo extraño en aquella joven, aparentemente indefensa, que lo desconcertaba. Debía mantener la guardia alta para no volver a llevarse sorpresas inesperadas.
Emma sintió un inmenso alivio cuando el encapuchado apartó la mano, aunque todavía no había recuperado el control sobre su cuerpo. Al parecer, cuando le hablaba se distraía y, fuera lo que fuese que le estaba haciendo se atenuaba. Decidió seguir hablando para mantenerlo así y poder sobrevivir hasta que Alec viniera para echarle una mano, eso si aparecía alguna vez.
—D- dime quién eres y te entregaré lo que buscas— le dijo todavía con la voz temblorosa, pero contrario a lo que había esperado, la presión se volvió más intensa.
—Ésa ha sido la respuesta equivocada— espetó furioso. —Aquí soy yo quien propone los tratos. Me das la Dévola y yo no te mataré.
El dolor empezaba a ser tan fuerte que Emma apenas conseguía concentrarse lo suficiente para permanecer relajada, así que, después de una interminable pausa en la que logró disminuir la fuerza del agarre, siguió hablando. Quizá hacer tratos no había sido la estrategia adecuada, así que optó por intentar algo diferente.
—Quítate la... capucha... —musitó con esfuerzo. Para su alivio, funcionó y la presión sobre su cuerpo desapareció por completo, recuperando también el control de sus movimientos.
Se incorporó y tomó aire, como si estuviera a punto de acabarse, para luego dedicar una mirada de terror al misterioso encapuchado. A pesar de que no podía ver su cara, percibió el desconcierto que emanaba de él.
—¿Tú qué eres? —preguntó el encapuchado avanzando un paso más hacia ella.
Emma, ignorando la pregunta, se apartó de él asustada. No sabía qué pasaba por la cabeza de aquel extraño personaje, pero si planeaba darle el golpe de gracia, no se lo pondría fácil. Miró a su alrededor y decidió que el libro de filosofía de ochocientas páginas era el arma más mortal que tenía en la habitación. Lo agarró y lo alzó con ambas manos tratando de parecer amenazadora, pero como reacción sólo escuchó una pequeña risa de su oponente. Frunció el ceño molesta, pero debía admitir que parecía cualquier cosa menos peligrosa.
—Me interesa saber por qué puedes verme —siguió indagando el encapuchado.
—No tengo ni idea —vaciló Emma con desconfianza. Dio un paso hacia atrás, apartándose de él. —Es más, ni siquiera sé por qué no debería verte.
Él alzó las manos en un gesto apaciguador, pero Emma se encogió asustada, esperando un nuevo ataque. Lanzó el libro sin mirar hacia dónde apuntaba y al abrir los ojos, lo vio suspendido en el aire.
—Calma, fierecilla —se rio. —Voy a quitarme la capucha, ¿de acuerdo? —dijo con cautela tratando de no sonar demasiado amenazador, pero la joven dio otro paso hacia atrás asustada.
Lentamente colocó las manos a ambos lados de la capucha y se la retiró, dejando al descubierto su rostro. La joven se quedó mirándolo con desconfianza, pero poco a poco se fue relajando. Era un muchacho joven, no mucho mayor que Emma y, aunque no podía compararse con Alec, tenía cierto atractivo misterioso. Sus ojos eran pequeños, negros y almendrados y su piel tan pálida que diría que jamás le había dado la luz del sol. Emma pensó que, tal vez, nunca se había quitado la capucha, pero en seguida desechó la estúpida idea. El pelo negro le caía lacio por la frente y su mandíbula era cuadrada y estilizada.
—¿Quién eres? —volvió a preguntar Emma algo más tranquila, pero sin dejar de lanzar miradas de soslayo al libro que levitaba entre ellos dos.
—Creo que la situación de ventaja que hay entre tú y yo hace que sea yo quien haga las preguntas. ¿Quién o qué eres tú?
Emma empezaba a estar cansada de la insistencia de todos los habitantes de Koh por creer que ella era algo más de lo que se veía a simple vista. Tal vez había más cosas sobre sí misma que nadie le había contado todavía, o que, si lo habían hecho, ella no había prestado atención.
—No soy más que una persona normal y corriente... —musitó dubitativa.
—¿Normal y corriente? —Él se rio irónico. —Tengo mis dudas, aunque eso depende de lo que tú entiendas por normal y corriente.
—¿Emma? —la voz amortiguada de Alec se escuchó al otro lado de la puerta y el hechicero miró en esa dirección sobresaltado. —¿Con quién hablas?
—Empiezo a estar un poco harto de que nos interrumpa. Dile que estás bien y que se marche —susurró con semblante airado.
—También podría gritar y pedirle ayuda —replicó Emma desafiante. El hechicero sonrió.
—Puedes hacerlo, aunque no te lo recomiendo. Por tu bien y por el suyo, más te vale cooperar.
Emma frunció el ceño. Tenía que encontrar una manera de avisar a Alec sin que el extraño muchacho se diera cuenta, pero ¿cómo?
—¡Estoy bien, Alec! —exclamó Emma sin apartar la vista del joven frente a ella. —Bajaré en seguida.
La puerta se abrió despacio e, inmediatamente, el libro que todavía estaba suspendido en el aire, cayó al suelo con un golpe seco. Alec lo miró con el ceño fruncido y luego dedicó una mirada de desconfianza a Emma.
Ella se quedó muy quieta, esperando la reacción de Alec al ver al tipo vestido de negro en su habitación, pero por desgracia, no hizo nada. De hecho, parecía no poder verlo. Ella paseó la mirada entre los dos y arrugó los labios con disgusto al ver la sonrisa del encapuchado, que inclinó la cabeza hacia un lado.
—Te lo dije. Lo normal es que nadie pueda verme u oírme si yo no quiero —susurró. Emma resopló. Las cosas empezaban a complicarse un poco.
—Han venido a verte tus... "no amigas" —dijo Alec alzando una ceja mientras paseaba la mirada por toda la habitación.
Emma bufó asqueada. Eso era lo que le faltaba para arreglar el día. Sabía que algo así ocurriría. Esas chicas no eran de las que desaprovecharían una oportunidad para conocer a alguien como Alec. Tenía que deshacerse de ellas, pero antes necesitaba deshacerse del encapuchado.
—¿Te importa decirles que esperen un poco más? —Emma sonrió fingiendo que no pasaba nada, pero Alec no parecía muy convencido. —Estaré abajo en un minuto. Vete, por favor.
La voz de Emma tembló levemente con la última palabra y tragó saliva asustada, por si el misterioso encapuchado se había dado cuenta. Sin embargo, a quien no le pasó desapercibido fue a Alec, que entró en la habitación con aire distraído.
—¿Estás segura de que estás bien? —insistió. Claramente podía sentir la magia fluyendo por todas partes. Había alguien en la habitación y, fuera quien fuese, se estaba escondiendo.
—Sí...
Alec se paró frente al libro de filosofía, lo cogió y, tras darle un par de vueltas para inspeccionarlo, se lo entregó a Emma. Ella estaba asustada, sintiendo los ojos del encapuchado que observaba cada movimiento con atención. Su corazón bombeaba a mil por hora y al alzar las manos para tomar el libro, se dio cuenta de que le temblaban.
El muchacho demoró unos segundos antes de soltar el libro y Emma alzó la mirada. Él tenía el ceño fruncido y sus ojos azules estaban muy oscuros. ¿Lo había notado? Emma rezó para que así fuera, pero de repente, Alec se giró con las manos en los bolsillos y caminó despacio hacia la puerta.
—No tardes en bajar. Tus "no amigas" empiezan a resultar molestas —dijo antes de cerrar la puerta con un golpe seco.
Emma se quedó mirando hacia la puerta con desesperación. Si Alec se marchaba no tendría otra oportunidad de pedirle ayuda y quedaría a expensas de que el encapuchado decidiera matarla.
—Eso está mejor... —musitó el extraño muchacho, que caminó hasta ponerse frente a Emma.
Ella, con el libro como escudo, dio un paso más hacia atrás, pero chocó con la puerta del armario. No había otro lugar hacia dónde huir.
—Si te doy lo que buscas, ¿me matarás? —preguntó la joven sintiendo un nudo en la garganta.
La risa del muchacho la irritó más todavía.
—Eres interesante. Antes quisiera investigar tu poder, quizá aprenderlo y después... no lo sé. Depende de cuánto me molestes.
Dio un último paso y se colocó frente a Emma. Estudió su rostro con curiosidad, observándola de arriba a abajo y ella apartó la mirada. Ese habría sido un buen momento para explotar, como había hecho otras veces, pero para su desgracia, su interior tampoco parecía reaccionar a la proximidad de ese muchacho.
—¿Por qué quieres esa... Dévola, o como se llame? —preguntó Emma. Tenía la esperanza de que si Alec volvía a escucharla hablar sola, se daría cuenta de que estaba pasando algo. Para su sorpresa, el muchacho se mostró colaborador y respondió a su pregunta.
—Yo soy un poderoso hechicero de la tierra de Koh. Busco la Dévola para que me ayude a tener el poder suficiente para acabar con la reina Glynn.
—¿Planeas vencer a Glynn?
—¿Vencerla? No. La destruiré y no quedará ni un sólo recuerdo de que una vez existió —gruñó con desprecio.
Emma lo observaba preocupada. Aunque no sabía nada de él, algo dentro de ella le decía que aquel tipo era de los que no exageraban cuando decía algo así.
—¿Y qué harás después? ¿Te autoproclamarás rey y asesinarás a la gente como ha estado haciendo ella? —Las palabras de Emma salieron más ásperas de lo que le habría gustado. Apenas podía contenerse.
Sin embargo, Emma había elegido las palabras equivocadas de nuevo. Los ojos oscuros del hechicero cambiaron a un color rojo carmesí y una fuerza invisible estampó a Emma contra la puerta del armario, haciendo caer el pesado libro al suelo.
—¿Cómo te atreves, insignificante mortal?— gruñó sin elevar el tono de voz. —Yo no busco el poder del reino, sino vengarme de ella. Mató a toda mi familia y a mi pueblo y cometió el error de dejarme con vida. Ahora que soy lo suficientemente poderoso, pienso acabar con ella una vez que tenga la Dévola.
—Pero yo no sé dónde está... —gimió la muchacha.
Los ojos del hechicero volvieron a tomar su color oscuro natural. Se quitó uno de los guantes que usaba y alzó una mano hasta colocarla frente al rostro de Emma. Ella la miró con cautela, preguntándose qué planeaba hacer después.
—Sé que la tienes tú —musitó el hechicero. Su mano recorrió el rostro de Emma sin llegar a tocarla. —Pero no logro encontrarla... —Frunció el ceño con disgusto.
Detuvo la mano en la frente de Emma y una tenue luz verde comenzó a brillar. El hechicero entrecerró los ojos al reconocer el poder que salía de allí.
—Yosid... —musitó. —¿Qué está haciendo este poder dentro de ti? —siguió hablando más para sí mismo que para ser respondido.
—No sé qué es Yosid... —la voz le temblaba. Estaba nerviosa y confusa, pero el hechicero no parecía interesado en aclarar sus dudas.
—Sin embargo... —La mano del muchacho siguió descendiendo por el resto del cuerpo de Emma. No la tocaba, pero notaba un calor que le quemaba por dentro, como si algo estuviera vulnerando su interior. —El resto de ti permanece en silencio... ¿Por qué se esconde?
—Ya basta... —suplicó Emma cuando empezó a sentir el familiar calor crecer en su interior. Aunque bien pensado, esta vez podría ser su salvación. Si explotaba, podría apartar a aquella alimaña de ella y, a ser posible, hacerle el suficiente daño para escapar.
—Vamos muchacha, dime dónde está. No tengo tiempo para juegos —gruñó el hechicero. —Puedo encontrar formas muy persuasivas para convencer a la gente de que haga lo que yo quiero. Seguro que no te gustaría ver sufrir a ese rubito. He visto cómo le mirabas...
—No te atrevas a tocar a Alec... —amenazó Emma apretando los dientes. Quería expulsar todo el calor que sentía por dentro y casi podía sentir que el calor también deseaba salir.
El hechicero sintió una oleada de poder proveniente de la muchacha. Al parecer, se manifestaba con más fuerza si ella perdía el control, por lo que si la provocaba lo suficiente, tal vez podría encontrar la ubicación exacta de la Dévola y arrebatársela por la fuerza. Y, como era de esperar en una chica tan joven como ella, no supo esconder su punto débil.
—Alec... —murmuró con una sonrisa socarrona. —Tiene nombre de niña, igual que su carita bonita... quizá deberíamos hacerle unos arreglos para convertirlo en un auténtico hombre —se burló.
—¡Cállate! —gritó. El hechicero sonrió satisfecho al ver un destello azul en el pecho de Emma.
—Esto está mucho mejor. —Colocó la mano sobre el destello que había aparecido, pero en seguida desapareció de nuevo. Había vuelto a ocultarse y ya no había rastro de ella. El muchacho gruñó con desesperación. —Ya me he cansado de jueguecitos. Vas a darme la joya lo quieras o no.
La fuerza invisible que el hechicero había usado antes para inmovilizar a Emma se deslizó alrededor del cuerpo de la muchacha. La levantó en el aire y empezó a estrujarla. Ella protestó con un gemido involuntario y él le cubrió la boca para que no hiciera ruido.
—Esto podría ser mucho más fácil, pero si prefieres hacerlo de la forma dolorosa, que así sea.
Los gritos de Emma, ahogados por la mano del hechicero, llenaban la estancia. Podía sentir cómo se le escapaba el aire de los pulmones y apenas tenía espacio para volverlos a llenar.
—¡Liberación! —se escuchó una voz por encima de los gemidos de Emma, e inmediatamente cayó al suelo. Empezó a toser, buscando el oxígeno que le faltaba con desesperación.
El hechicero, furioso, miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Alguien había anulado su poder y eso no le había ocurrido nunca. Estaba seguro de que no se trataba del rubio que acompañaba a la chica. No era tan poderoso. Lo habría sabido sólo con verlo.
—¡Emma!— exclamó Alec que entró de golpe en la habitación.
—¡Alec! ¡No, márchate! —respondió ella todavía sin haber conseguido recuperar el aliento.
El hechicero miró al intruso y frunció el ceño molesto. Las cosas no parecían estar saliendo como él quería. Se encontraban en una burbuja anti-magia que había creado el que había liberado a la muchacha y no podría utilizar su poder mientras estuvieran ahí dentro. Eso le daría problemas, pues era obvio que en un enfrentamiento físico, el rubito tendría todas las de ganar.
—Vaya, si es un héroe ¿Quién lo iba a decir? —sonrió sarcástico.
—¡Sabía que te pasaba algo! — Exclamó Alec ignorando al hechicero.
—¿En serio? No sé, yo creo que me he desenvuelto bastante bien— replicó Emma entre toses mientras se ponía en pie con la ayuda del muchacho.
Una vez que se aseguró de que Emma estaba bien, clavó una mirada furiosa en el hechicero que los miraba con sorna.
—¿Quién eres tú? —demandó Alec.
El hechicero demoró unos instantes, intentando usar de nuevo su poder, pero estaba vacío. Su magia se había refugiado en un lugar tan remoto de su interior que no podía alcanzarla. En una situación normal, lo habría fulminado sin esfuerzo, pero mientras siguiera allí sería imposible. Soltó el aire resignado y contestó.
—Mi nombre es Eirian, hijo de Eixel, hijo de Eitherk. Gran hechicero y único superviviente del extinto clan de los Uranderos. Conocedor de las artes mágicas de las tierras lejanas del Este, más allá de las montañas lunares, y de la gente de Shiza. ¿Quién quiere saberlo?— contestó el joven con altivez.
—Ehm... yo soy Alec... a secas. ¿Y podrías decirme qué demonios quieres de ella? ¿Por qué has estado rondándola? ¿Acaso creías que no me daría cuenta?
Señaló a Emma, que todavía buscaba con la mirada a quien la había salvado de morir asfixiada. No había sido Alec. Su voz sonaba diferente, pero era familiar. ¿Quién, pues, podía haber sido? ¿Acaso había más gente que pretendía ser invisible?
—Un poco más de respeto, niñato— exclamó Eirian molesto. —Con un movimiento de mi mano podría estrujarla como a una cucaracha. —dijo marcándose un farol para ver si alguien más se había dado cuenta de la burbuja. —Si no quieres que acabe con ella, te aconsejo...
—¿A quién llamas niñato? —le interrumpió Alec más ofendido por el insulto que por la inminente amenaza a la vida de Emma. —Tú no pareces mucho mayor que yo.
—¿Tú crees? —sonrió desafiante.
—¿Y cómo has llegado hasta Midos? Es obvio que no eres de aquí —siguió interrogando Alec.
—¿Por qué debería darte esa información?
—Porque si no, te rebanaré el cuello como si fuera un salchichón —amenazó Alec con una sonrisa. Palpó su pierna en busca de su espada, pero al no encontrarla, frunció el ceño disgustado.
El hechicero maldijo en silencio varias veces. El rubio parecía demasiado belicoso y eso no le convenía en su situación. Lo mejor que podía hacer era mostrarse cooperativo y deshacerse de él tan pronto como recuperase sus poderes.
—Hay una brecha —dijo frunciendo el ceño y mirando en dirección a la puerta, calculando sus posibilidades.
—¿Una brecha? ¿Qué quieres decir con que hay una brecha? —Alec parecía exaltado.
—¡No lo sé! Me dedico a buscar las gemas y cuando, de repente, percibí el poder de la Dévola, lo dejé todo y lo seguí. Para mi sorpresa me encontré con un portal oculto hacia Midos, pero no sé quién lo ha creado ni cómo.
Aprovechando que los muchachos discutían, Emma fue hacia la ventana y vio que el gato estaba sentado en el alféizar, observando la acalorada discusión entre Alec y Eirian. Al descorrer la cortina, llamó la atención del gato, que se quedó mirándola unos segundos y luego sonrió.
Emma soltó la cortina sorprendida, pero los gritos de Alec llamaron su atención y no pudo seguir prestando atención al extraño gato.
—¿Y qué pensabas hacer? —gritó el rubio, mientras Eirian sonreía ante la silenciosa provocación.
—Matarla, si fuera necesario —replicó sin dudarlo un segundo.
Emma tragó saliva asustada. Tal vez había estado más cerca de la muerte de lo que creía.
—Esperaba que dijeras eso —respondió Alec con una sonrisa.
Sin darle tiempo para reaccionar, corrió hacia el hechicero y le asestó un puñetazo en la cara que lo lanzó hacia atrás, cayendo de una forma muy aparatosa sobre el escritorio de Emma y derrumbando varios libros de las estanterías que había sobre éste.
Eirian se incorporó y se limpió un poco de sangre que le salía de la parte inferior del labio. Había querido evitar la pelea, pero al parecer sería imposible. Sin embargo, era consciente de que, en lo que se refería a aptitud para la pelea, sus habilidades eran bastante mediocres. Miró de soslayo hacia la puerta que, amablemente, Alec había dejado abierta, y decidió comprobar hasta dónde llegaba la burbuja en la que se encontraban. Con dos zancadas salió de la habitación, seguido de cerca por Alec, que se abalanzó sobre él y ambos cayeron rodando por el pasillo de la parte superior de la casa.
Con un giro, Alec consiguió inmovilizar al hechicero, dejándolo cara al suelo, pero Eirian, soltó una risa de auto suficiencia al sentir cómo su magia volvía a él.
—¿De qué te ríes, gusano? —gruñó Alec apretando su rostro contra el suelo con el antebrazo.
—No tengo tiempo para esto... —susurró.
Con dificultad, consiguió extender la mano en dirección a Emma, que había salido a la puerta , preocupada, pero Alec, percibiendo las intenciones del hechicero, lo agarró del cuello y lo puso en pie, estampándolo contra la pared del pasillo e inmovilizándolo.
—No se te ocurra, brujo de pacotilla —susurró.
Eirian trató de forcejear para liberarse, sin embargo, los fuertes brazos de Alec le impedían moverse. Aprovechando un momento de descuido en el que Alec se aseguraba de que Emma estaba bien, Eirian asestó un codazo en el estómago del joven y ambos cayeron al suelo en una enzarzada lucha de golpes.
Emma observó la lucha espantada. El hechicero era poderoso y durante un momento le pareció que ganaba terreno sobre Alec. Sin dudarlo, agarró el libro de filosofía y asestó un pesado golpe en la cabeza del hechicero que lo dejó desorientado por un momento.
Alec aprovechó para inmovilizarlo de nuevo y forcejeó con él hasta llevarlo otra vez a la habitación de Emma, pues también él había percibido que alguien había creado una burbuja anti-magia. Supuso que se trataba del gato que había conocido la noche anterior, pero no sabía por qué se ocultaba.
Con un empujón, obligó al hechicero a sentarse en la silla que había frente al escritorio y, valiéndose de una chaqueta de Emma, le inmovilizó las manos para que dejase de intentar atacarlos. Eirian les lanzó una mirada furibunda.
—Bien. Ahora que estás más tranquilo —dijo Alec, todavía jadeando por la pelea. —¿Para qué quieres la Dévola?
Eirian guardó silencio con los ojos fijos en la ventana, desde donde vio un par de ojos amarillos que los observaban. Entendió, entonces, que ese era el ser que le había arrebatado su gloriosa victoria. Sin embargo, no se atrevió a mantener la mirada. Su instinto le decía que era alguien poderoso y no debía contrariarlo.
—Eh, brujo, estoy hablando contigo —insistió Alec.
—No soy un brujo, estúpido. Soy un hechicero —replicó Eirian fulminando a Alec con la mirada.
—Para mí es lo mismo. —Se encogió de hombros con indiferencia. —¿Qué piensas hacer con la Dévola?
—Obtendré el poder suficiente para destruir a Glynn...
Alec lo observó unos segundos antes de empezar a reír.
—¿Y tú solito quieres hacerlo?— preguntó cuando logró recuperar la compostura.
—Yo solito me basto y me sobro.
—Ya lo veo... —se burló Alec señalando sus ataduras.
—¿Quieres comprobarlo, principito?— contestó en el mismo tono desafiante. Alzó sus manos atadas y sonrió. —Sácame de esta maldita burbuja y te lo mostraré.
—Buen intento —Alec negó con la cabeza.
—¿Emma? —por la escalera se escuchó la voz de Laura, que había empezado a subir la escalera. —¿Qué está pasando?
Emma miró la habitación con espanto. La pelea de Alec y Eirian había dejado todo patas arriba, por no hablar de cómo iba a explicar que hubiera un chico vestido de negro con las manos atadas en la silla de su escritorio.
—Oh, no... —musitó sintiendo un sudor frío recorriendo su espalda.
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