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Capítulo 1: Una chica normal

Emma tenía la sensación de ser una cáscara vacía, y las típicas preguntas existenciales la asaltaban con frecuencia: "¿Qué sentido tiene mi vida?", "¿Cuál es el propósito de mi existencia?", "¿Hacia dónde me llevarán mis decisiones?".

Suspiró, hastiada, sin poder apartar la mirada de las nubes que se movían rápidas por el cielo azul, mientras el viento azotaba las hojas de los árboles junto a la ventana de su clase de Literatura Medieval. Estaba profundamente aburrida. Por alguna razón que no terminaba de entender, estudiar Historia del Arte le había parecido fascinante, pero pronto perdió el interés. No lograba sentirse plena. Y si terminaba la carrera, ¿qué salidas le esperaban? ¿Ser profesora de arte? Sus ojos se posaron en el profesor, quien parecía tan desesperado como ella por salir de clase. Recitaba su lección con tedio, lanzando miradas al reloj de pared sobre la puerta del aula. Él tampoco parecía disfrutar de su trabajo. Su ropa, anticuada y barata, sugería que vivía solo. Obviamente soltero, pues un divorciado tendría algo más de estilo. ¿Y si ella acababa convirtiéndose en alguien como él? Sintió un escalofrío y decidió que debía cambiar el rumbo de su vida. Pero, ¿cómo?

El futuro. Esa palabra la aterraba. Sentía que no encajaba en la sociedad. Una prueba era su carencia de interacciones sociales. No es que no quisiera tener amigos. Por supuesto que lo había intentado, pero un accidente hacía un par de años la convirtió en "la rara" y, claro, nadie se atrevía a cruzar más de dos palabras seguidas con ella. Esto la condenó a una vida de soledad y la convirtió en blanco de chismes y bullying. Pero, por suerte, la adolescencia había quedado atrás. Ahora era una mujer adulta, estudiante universitaria. ¿Por qué, entonces, sentía que nada había cambiado?

Los compañeros a su alrededor comenzaron a recoger sus cosas, y ella se apresuró también, mientras coqueteaba con la idea de cambiar de carrera. ¿Astronomía sería una buena opción?

—¡Emma! —escuchó la voz de una compañera y se sobresaltó—. Estás en las nubes —se rio.

—Ah, Lisa. Lo siento. Estaba distraída —respondió con una sonrisa cortés.

—Hemos quedado a las cinco en la biblioteca para hacer el trabajo sobre Mesopotamia. ¿Te apuntas?

—Sí, claro —musitó insegura.

Lisa no era lo que se dice una amiga. Ni ella ni su grupo. Pero era todo lo que tenía para hacer el trabajo en grupo que el profesor, tal vez por casualidad, tal vez para fastidiarla y hacer su experiencia universitaria aún más amarga, había impuesto. No tenía permitido trabajar sola... aunque, pensándolo bien, cuando se juntaba con Lisa y sus amigas, acababa trabajando ella sola, mientras las demás chismorreaban y actualizaban sus redes sociales.

—No llegues tarde, por favor. La última vez nos retrasamos por tu culpa —espetó Lisa de mala gana mientras se iba con sus amigas.

Emma hizo una mueca de desagrado por la ironía de sus palabras. Le constaba que ellas tampoco la querían en su grupo, pero sus notas eran buenas y les beneficiaba tenerla allí. Había llegado a la conclusión de que era una especie de simbiosis: Emma necesitaba compañeras y ellas necesitaban a una "nerd" que hiciera el trabajo sucio y se llevara el mismo mérito que las demás.

De camino a casa, la joven caminaba despacio, sin prisa. Compró material para la universidad en la tienda de la esquina y luego pasó por una tienda de ropa. No podía permitirse comprar nada, pues el presupuesto familiar no daba para lujos, pero le gustaba mirar e imaginarse con un look tan moderno como el de Lisa y sus amigas.

Observó una escena que le llamó la atención: una señora entrada en kilos protestaba porque la talla más grande de la tienda no le servía. Gritaba furiosa, amenazando con poner una reclamación, mientras la dependienta sonreía y se disculpaba. Emma bufó molesta. ¿Por qué se disculpaba? Como si ella tuviera la culpa de que a la señora le gustara demasiado el chocolate. Entonces, un pensamiento más terrorífico la asaltó: ¿y si acababa trabajando en un lugar así? ¿De qué servirían sus años de esfuerzo? La vida tenía que ser más que eso. Su vida tenía que ser más.

Llegó a casa cansada, donde el olor a comida inundaba el ambiente. Lo normal sería que ese fuera el momento de relajación, pero no era el caso. No en su casa. Escuchó golpes de cacerolas y platos, y supo que se avecinaba tormenta. Era tarde y su madre parecía de mal humor. Emma puso los ojos en blanco, sabiendo lo que venía.

—Emma, llegas tarde —su madre frunció el ceño, observando cómo se sentaba frente al plato de comida. Tenía el cabello pelirrojo, igual que el de Emma, recogido en un moño destartalado, señal de que había estado ocupada toda la mañana. Estaba cansada y, probablemente, cualquier cosa la irritaba—. Si la comida se enfría, no habrá quien se la coma —insistió.

—Entonces dásela a los pobres. Seguro que no les importa si está fría —murmuró Emma, desviando la mirada.

—¡¿Qué has dicho?! —exclamó furiosa—. Eres una niñata desagradecida. ¡Deberías vivir por tu cuenta! Así apreciarías lo que es tener un plato de comida en la mesa.

—No creas que no me lo he planteado.

—Emma —intervino su abuela, tratando de poner paz—. No respondas así a tu madre. Ella lo hace con todo el amor de su...

—Amor, ¡y un cuerno! —interrumpió su madre—. Estoy harta de hacer de criada. Lavando tu ropa, cocinando, limpiando... ¡Lo mínimo que podrías hacer es dejar esa carrera inútil e instruirte en algo útil!

—¡No empieces, mamá! ¿Crees que quiero parecer tan loca como vosotras? —Emma alzó la voz, contagiada por la agresividad de su madre—. ¿Para qué me va a servir aprender esas historias fantásticas de los libros del desván? ¡Todo eso son tonterías!

—¡¡Eres una...!!

—¡Basta las dos! —exclamó la abuela, harta de las discusiones—. No puedo creer que volváis a empezar. Evy, creí que habíamos aclarado lo de los estudios de Emma —gruñó, dirigiéndose a la madre, que arrugó la nariz con desagrado.

—¿Y crees que se va a dar cuenta sola? ¡Ya tiene un retraso de cuatro años!

—¿Otra vez con lo mismo? —Emma se puso de pie y recogió su plato intacto. La discusión había acabado con su apetito—. Ya no tengo hambre. Voy a la biblioteca. Tengo que hacer un trabajo con unas compañeras.

—¡Emma! —gritó su madre, golpeando la mesa.

Pero ella no se detuvo. Agarró su mochila y salió dando un portazo. Estaba segura de ser la única estudiante que discutía con su madre por querer obligarla a dejar los estudios. Eso la enfurecía.

Evelyn observó impotente cómo su hija se iba. Se sentía frustrada. No entendía qué había hecho mal para que su hija rechazara todo lo que le habían enseñado.

—¡Ah! No sé qué hacer con ella —musitó cansada.

—Evy... —musitó la anciana, negando con la cabeza—. Esto nos lo hemos buscado nosotras, y lo sabes. La vida en la Tierra es fácil y tentadora. Criar a Emma como una humana fue nuestra elección, porque creímos que la protegíamos, pero...

—Jamás habría hecho algo así de haber sabido que rechazaría nuestra naturaleza. Si Glynn nos encuentra, Emma no estará preparada. —La mujer hizo un esfuerzo por no llorar. Tenían esperanzas de que su hija guardara el portal, pero se negaba a creer en lo que le habían enseñado—. He visto los cristales, madre. Dicen que Glynn se alzará en Koh. Es cuestión de tiempo que...

La anciana abrazó a Evelyn.

—Shhh... no lo digas. No nos encontrará. Aquí estamos a salvo.

Estela se quedó pensativa. Sabía que Evelyn tenía razón, pero no se quedaba de brazos cruzados. Tenía un plan B.

—Tal vez deberíamos pedir ayuda a Jutin. Si hablara con ella, podría hacerla entrar en razón. Es más, él podría ayudarnos a protegerla. —Lanzó una mirada a su hija.

—¿Jutin? —Evelyn soltó una carcajada vacía—. Desapareció hace años. ¿Cómo vamos a encontrarlo?

—Bueno... se me ocurre una manera —dijo Estela, fingiendo que no lo había pensado todo previamente. ——Pero tendremos que hacer un viaje a Koh.

—¡¿A Koh?! —preguntó Evelyn escandalizada—. ¿Estás loca? ¿Acaso no has escuchado lo que acabo de decir?

—Sé que es peligroso —respondió la anciana conciliadora—. Pero es la única forma de prepararla apropiadamente.

—No pienso llevar a Emma a Koh —sentenció Evelyn tajante—. Si Glynn ha recuperado su fuerza, seguro que percibirá a Emma e irá a por ella sin dudarlo.

—No será necesario. Iremos nosotras. Ella se quedará aquí.

—Pero... —la mujer estaba a punto de protestar, pero Estela la interrumpió alzando la voz.

—¡Por el amor de los dioses, va a cumplir veinte años! ¿De qué tienes miedo? Es una adulta... un poco inmadura... pero sigue siendo lo bastante responsable como para subsistir por sí misma un día. ¡No tardaremos más que eso!

Evelyn suspiró derrotada. Las premisas de Estela eran irrefutables. No podía seguir cuidando de Emma como si fuera una niña toda su vida, y cuanto antes fuera independiente, mejor.

—Está bien. Tienes razón —musitó la mujer, negando con la cabeza—. Sólo espero que no sea demasiado tarde.

—Todo irá bien.

Estela pasó la mano por el hombro de su hija, intentando consolarla, a sabiendas de que su plan podía salir mal de cien mil formas diferentes, pero no podía permitirse mostrar su preocupación. Ella era la guardiana más antigua y, por tanto, sobre ella recaía la mayor responsabilidad. Tenía que cuidar de sus pequeñas. Es más, tenía que proteger a Emma como fuera y para ello, debía correr riesgos.

Emma miró su reloj por enésima vez, con el ceño fruncido. Todavía faltaba una hora para las cinco y ya estaba desesperada. Se había sentado en un banco para hacer tiempo hasta que llegara la hora de ir a la biblioteca. Con el enfado, había olvidado su mochila y la salida había sido demasiado dramática para volver a casa a por ella.

Empezaba a estar cansada de todo: de la universidad, de la gente, del rumbo que tomaba su vida... pero no quería dar la razón a su madre. La carrera que había escogido era un error y una pérdida de tiempo, pero cambiar a esas alturas era imposible. Tendría que, al menos, terminar el primer semestre para plantearse un cambio y no tirar todo el tiempo y los créditos a la basura. ¿Y qué otras opciones tenía? Nada le llamaba realmente la atención.

De repente, la dulce carita de un perro con un gracioso lazo rosa en la cabeza se interpuso entre ella y sus pensamientos, sobresaltándola. Ella conocía a esa perrita. Un sudor frío recorrió su columna al pensar en la persona que estaba al otro lado de la correa que rodeaba el cuello del animal.

—¡Kenneth! —exclamó, sintiendo cómo sus mejillas se sonrojaban de repente.

—Hola, Emma —saludó el joven con una sonrisa cortés—. ¿Qué haces aquí sola?

—Ah... sólo estoy haciendo tiempo para ir a la biblioteca —respondió, bajando la mirada, nerviosa.

—Ya veo... ¿Quieres compañía?

—Sí, claro.

Emma se tensó al ver cómo Kenneth ocupaba el hueco del banco a su lado y, casi sin darse cuenta, se alejó de él hasta quedar en la otra punta.

Él suspiró sonoramente mientras elevaba sus ojos color miel hacia el cielo, y Emma lo miró embelesada. Adoraba esos ojos. Era una persona cálida y tranquila, y eso se veía reflejado en ellos. Y por si eso fuera poco, los acompañaban la sonrisa más bonita del mundo. ¿Si estaba enamorada de Kenneth? Cielos, sí. Pero, por supuesto, en su vida nada era tan fácil como en la vida de cualquier otra persona.

Habían sido compañeros de clase desde primaria y siempre había sido amable con ella, pero, muy a su pesar, nunca habían sobrepasado la línea de la amistad. Ella no lo culpaba. Su madre y su abuela eran unas frikis locas, y si el incidente que había acabado con su escasa vida social no hubiera llegado a oídos de todo el mundo, las rarezas de su familia se habrían encargado del aislamiento social.

—Tienes mala cara. ¿Todo va bien? —preguntó Kenneth, devolviéndola a la realidad.

Un momento... ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Cuántas palabras le había dicho Kenneth ya? ¿Once? Esas eran muchas más que las que le había dicho en los últimos años. Lo miró desconfiada.

—Por supuesto. Es sólo una tontería —Emma desvió la mirada, tratando de dar a entender que no quería seguir hablando del tema.

—De acuerdo —se encogió de hombros—. Pero si quieres hablar, ya sabes dónde estoy —dijo, señalando su casa junto a la de ella. Como si no lo supiera.

—Gracias —respondió, sonriendo y esforzándose por mostrarse calmada, mientras por dentro, su corazón latía tan fuerte que casi no podía escuchar otra cosa.

—Yo también he salido a descansar un poco de la tensión que hay en mi casa —musitó, bajando la cabeza y acariciando a su perrita, que agradeció la caricia lamiendo la mano de su dueño—. Mis padres están discutiendo y no me apetece estar allí.

—Lo siento... —dijo ella, sin saber qué decir.

Había escuchado alguna vez a sus padres gritar, pero nunca había querido meterse en los asuntos ajenos.

Lo observó unos segundos mientras él hacía carantoñas a su mascota. Aunque su amistad se había deteriorado mucho, ella sabía que era una buena persona, aunque las cosas de la vida los hubieran llevado a distanciarse. Él era el tipo de persona empática que siempre tendía una mano para ayudar a quien fuera, y eso era lo que había conquistado el corazón de la muchacha.

—Yo acabo de discutir con mi madre —decidió compartir algo de sus preocupaciones con él, intentando mostrar un poco de empatía, pero tan pronto como había dicho eso, se dio cuenta de que tampoco podía dar muchos detalles, por lo que trató de ser lo suficientemente genérica como para que sonara comprensible—. Se empeña en que tengo que dejar mi carrera y dedicarme a otra cosa.

Emma apretó los labios mientras miraba incómoda a Kenneth, quien, obviamente, esperaba que siguiera dando explicaciones que no llegaron.

—¿En serio? —dijo el muchacho al fin—. Vaya, eso es raro.

—Sí, bueno. Como ya debes saber, no tengo una familia muy normal.

—Supongo que cada familia tiene sus rarezas —sonrió—. En fin. Ya debo volver a casa. A mi padre no le gusta que me retrase. Nos vemos.

Kenneth se puso de pie y continuó su camino con su perro de vuelta a su casa. Emma se permitió observarlo unos instantes mientras caminaba calle abajo. No entendía muy bien qué acababa de pasar y mucho menos por qué había decidido hablarle después de tanto tiempo, pero si él estaba dispuesto a retomar la amistad por donde lo habían dejado, no perdería la oportunidad.

Suspiró con una sonrisa en los labios mientras rememoraba cada palabra que habían compartido. ¿Habrían sido las cosas diferentes entre ellos si no hubiera sido por ese accidente hacía cuatro años?

Todavía iban al instituto. Emma acababa de cumplir dieciséis años y habían organizado una fiesta en casa de una compañera de clase. Hasta ahí todo iba bien, pero, para no variar, aquella noche había discutido con su madre y sus nervios no estaban en su mejor momento. Ella insistía en que los dieciséis era la edad en la que su cuerpo estaba listo para cambiar y que podría empezar a tener reacciones extrañas. Al principio, Emma pensaba que se refería a los cambios de la pubertad y se rio por el retraso que tenía esa conversación. Sin embargo, "reacciones extrañas" realmente era un eufemismo. Si para empezar ella se hubiera expresado correctamente, lo más probable era que no hubiera dado pie a que la tragedia ocurriese. <<¿Reacciones extrañas? ¡Chorradas!>> pensó Emma indignada. ¡Ella era una bomba a punto de estallar! Literalmente.

En aquella ocasión, había decidido que esa noche confesaría sus sentimientos a Kenneth, que también parecía interesado en ella. Lo mejor fue que él, no sólo había aceptado sus sentimientos, sino que la correspondía. Sólo faltaba terminar la noche con un beso. Un simple e inocente beso. O eso era lo que Emma creía, porque en el momento en que sus labios se tocaron, un brote de luz salió del interior de la joven, lanzando al muchacho por los aires y haciéndolo chocar con la pared. Él pasó dos semanas en el hospital y ella un mes sin atreverse a salir de casa.

Por casualidad, alguien había grabado el incidente durante la fiesta y se hizo viral. Después de ese día, la gente empezó a tenerle miedo. El miedo se convirtió en aversión. La aversión en repulsión y, sin darse cuenta, acabó convirtiéndose en otra friki más, igual que su madre y su abuela.

Mientras estaban en el hospital, esperando noticias de Kenneth, su madre le explicó que su familia tenía una maldición y que no podían enamorarse. Por supuesto, Emma se negó a escucharla, pero las últimas palabras que le dijo aquella noche retumbaron en su cabeza para el resto de su vida, como un eco que le recordaría que ella nunca sería una chica normal.

"El hombre del que te enamores tendrá un destino fatal".

"¿En serio? ¿No podía haber sido algo menos dramático? ¿Y por qué no me lo dijo antes de arruinar mi reputación para siempre?", pensó Emma sarcástica. Siempre había pensado que, de haberlo sabido, habría tenido más cuidado, pero su madre se defendió diciendo que cada cuerpo tiene cambios diferentes y que no esperaban que algo así pudiera ocurrirle. Después de aquello, la relación con su madre nunca volvió a ser igual. Por supuesto, extrañaba los días en que las cosas no eran tan raras entre ellas, pero ya era adulta y tenía muy claro que no quería acabar como ellas.

Después de aquella fiesta, Kenneth dejó de hablarle, pero tampoco podía culparlo, pues, ¿quién en su sano juicio querría hablar con la friki que lo mandó al hospital de un beso?

El teléfono de Emma comenzó a vibrar, devolviéndola a la actualidad, y vio que había recibido un mensaje de Lisa recordándole que no llegase tarde. Sólo quedaban quince minutos para la hora acordada. Emma se puso de pie de un brinco, sorprendida de que el tiempo hubiera pasado tan rápido, y emprendió la marcha hacia la biblioteca. El mundo real no tenía tiempo para maldiciones familiares, mundos fantasiosos y seres místicos.

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