Capítulo 8
Capítulo 8
"Logro resistirlo todo, salvo la tentación". Oscar Wilde (1854-1900) Dramaturgo y novelista irlandés.
—Ya estamos aquí, estas dos personas le ayudarán a trasladar a la gladiadora hasta el campamento —dijo Publius Sertorius.
Clemente asintió sin pronunciar palabra, observando a las personas que entraban dentro de la sala. Se sentía como un niño pequeño al que han pillado cometiendo alguna fechoría.
Los dos hombres agarraron a la joven con cuidado, uno cogiéndola de sus pies y otro por las axilas con extrema precaución.
—¡Tengan cuidado! No vayan a abrirle la herida —aconsejó el galeno elevando el tono de voz y advirtiendo a los dos sujetos.
—No se preocupe señor, no es la primera vez que movemos a un gladiador, ya estamos acostumbrados —contestó uno de ellos—. Aunque es la primera vez que vemos a una mujer como esta..., ha sido sorprendente.
—Sí, esta mujer ha luchado mejor que cualquier gladiador, no me gustaría tener que vérmelas con ella si fuese mi mujer —contestó el otro hombre mientras la miraban con asombro.
A Clemente no le sorprendió las palabras de esas dos personas y los halagos. Era verdad, Paulina había luchado incluso mejor que él. Su rapidez de reflejos junto con la que sin duda tuvo que ser una trabajada técnica, la convertía en una gladiadora extraordinaria. Había cometido el error de subestimarla, quizás fuese cierto y ella por sí misma era capaz de averiguar quién asesinó a los centuriones.
Mientras caminaba detrás del galeno le preocupaba que el traslado del anfiteatro al campamento pudiera perjudicarla y se le abriera la herida. Caminando lentamente por el túnel observaba la palidez del rostro femenino, Paulina había perdido bastante sangre y aunque no sabía cuánta, seguro que su estado era grave a pesar de que la herida la había tenido en el hombro. La fiebre podía matarla más rápidamente que cualquier arma peligrosa.
—¿Por dónde vamos? —preguntó Clemente de repente dándose cuenta del pasillo subterráneo del anfiteatro.
—Saldremos por una puerta que se encuentra al final, un carro nos espera justamente ahí. Habitualmente tenemos preparada esa salida para estos menesteres o para trasladar los cadáveres, esto es más común de lo que se imagina.
—Nunca me había parado a pensar en lo que ocurría después de los juegos.
—Me lo puedo suponer pero no hay que ser muy listo para saber que los gladiadores muertos hay que retirarlos en cuanto acaban los combates y no podemos sacarlos por las puertas por donde salen los espectadores. Podremos salir más fácilmente por aquí... —dijo señalando el último arco de todas aquellas salidas.
—Ya veo —contestó Clemente.
El galeno se adelantó a los dos hombres que trasladaban a Paulina y abrió una puerta de hierro que conducía al exterior. Afuera, estaba efectivamente el carro que los bajaría. Una vez que la joven estuvo acomodada, el galeno terminó de darle las últimas instrucciones a aquellos ayudantes.
—Ya saben lo que tienen que hacer, en cuanto los lleven al campamento regresan aquí.
—Sí señor —contestó uno de ellos.
—Puesto que la joven estará algunos días inmovilizada, mañana a primera hora estaré allí para curarle la herida, es fácil que esta noche le suba la fiebre, ¿quiere que le mande a mi ayudante para que esté pendiente de la muchacha? —indicó Publius mirando fijamente a Clemente.
—No... —contestó tajantemente el soldado sin admitir ningún tipo de discusión—. Yo mismo me ocuparé de ella.
—Como desee, nos veremos mañana entonces ¿le ayudo a subir? —preguntó el galeno al ver la dificultad que tenía ese soldado para alcanzar al carro.
—No hace falta, puedo hacerlo por mí mismo...
El galeno asintió comprendiendo que había herido el orgullo de ese hombre, solamente cuando Clemente terminó de sentarse en el borde del carro con la sudor perlando su frente fue el momento en que se despidió del galeno—. Hasta mañana.
—Hasta mañana señor.
Media hora después Clemente se encontraba dentro del barracón con Paulina. Los dos hombres la depositaron encima del pequeño lecho y se marcharon inmediatamente dejándolo a solas con ella en el reducido habitáculo. Pudo respirar aliviado cuando comprobó que la puerta se cerraba detrás de ellos. Tantos meses de vivir sin la compañía de nadie le habían vuelto un hombre solitario y huraño, no se sentía cómodo con nadie más excepto con la mujer que tenía a su lado y que se había empeñado en invadir cada día, poco a poco el espacio que había creado para sí mismo. Había invadido su vida sin darse cuenta.
Encendiendo un par de lucernas para proporcionar más luz al lugar, dirigió sus pasos arrastrando la pierna que le volvía a doler para intentar encender el pequeño horno. Necesitaba caldear la pequeña sala, esa noche haría frío y si tenía que estar pendiente de ella, necesitaba la luz y el calor que proporcionaba. Cuando terminó de prender la llama y la leña empezó a arder, se volvió hacia el cuerpo inerte de la joven quedándose durante unos breves momentos contemplándola. Jamás lo reconocería ante ella pero estaba preocupado, prefería verla enfadada a verla enferma. Estaba empezando a sentir lástima y algo que todavía no sabía ponerle nombre por esa mujer pero cuando estaban juntos se sentía más tranquila a pesar de la indiferencia que le mostraba. En ese momento, ella se movió como si algo a atormentara.
—Intentaré ir a por agua y algún paño para poder refrescarte cuando te suba la fiebre...—dijo Clemente más para sí mismo que para la joven que permanecía todavía desvanecida—. No te muevas de aquí —dijo nuevamente sonriendo.
No tenía mucho sentido que le advirtiese que permaneciese allí cuando ella no era consciente de sus palabras. Últimamente hacía cosas sin pensar como besarla o revivir en su mente las escasas conversaciones que mantenían. Y por si fuera poco, un estado permanente de deseo descarnado lo ponía en alerta simplemente con su sola presencia. Desde que Máximus le había desfigurado el rostro y el accidente en la construcción del puente le había dejado de aquella guisa, ninguna mujer lo había contemplado con deseo y muchísimo menos había osado a besarle. Sabía que intimidaba a la gente y que las mujeres le rehuían así que no comprendía la obstinación de Paulina por hablar con él e intentar besarlo, una y otra vez. Solamente esa mujer era capaz de tocarle sin miedo.
—¿Qué me estás haciendo mujer? Me tienes anonadado contemplándote igual que un perro mira su hueso. Ni me reconozco ya... —dijo pensativo acercándose al lecho.
Dando un paso más, se adelantó hasta estar prácticamente encima de la joven y tocándole la frente advirtió que Paulina estaba ardiendo.
—Ya está empezándote a subir la fiebre, me voy ahora mismo a por agua... —terminó de decir mientras se volvía hacia la puerta y salía camino a un pozo que había en el mismo campamento.
La noche se había echado encima y dentro del barracón, Clemente estaba nervioso al comprobar que Paulina llevaba demasiadas horas sin recobrar el conocimiento. Sentado al lado de la cabecera del lecho, le cambiaba cada poco tiempo, un paño humedecido que le había puesto en la frente. Paulina no hacía más que mover la cabeza hacia a ambos lados como si algo la trastornase. Su cuerpo desprendía demasiado calor y pequeñas gotas de sudor se veían en su fina y graciosa nariz. El galeno le había quitado el uniforme militar y la había acomodado simplemente con su sencilla túnica pero hasta eso parecía estorbarle a la joven. Había tenido que cogerle varias veces de las manos porque inconscientemente había intentado arrancarse el vendaje que le cubría el hombro. Aquello debía de dolerle demasiado y él era un completo inútil en cuanto a cuidados de enfermos se refería. No sabía qué podía administrarle para que por lo menos reposara más tranquila. Seguro que el galeno debía de conocer algún brebaje que le disminuyese el dolor.
—No, no, no... —gritó Paulina en medio de su inconscencia.
—Tranquila, no pasa nada... —intentó Clemente sosegarla inútilmente.
De un puntapié Paulina retiró la piel que la cubría porque a pesar de tener fiebre, Clemente no se había atrevido a dejarla destapada, hacía frío y había optado por taparla un poco. De repente los ojos afiebrados de la joven se abrieron y permanecieron fijos en el rostro masculino que estaba encima de ella.
Clemente se tensó y se quedó completamente callado mientras cogía por enésima vez el paño y lo volvía a refrescar en un cuenco que tenía a su lado. Empezó a ponerse más nervioso por el silencioso escrutinio que Paulina hacía de él mientras volvía a colocar el paño en la frente. Los ojos femeninos se cerraron por lo que sin duda debía de haber sentido, el paño con el agua fresca debía resultarle refrescante. Clemente no sabía si la muchacha se hallaba completamente lúcida puesto que no había hecho el intento de hablar, el que hubiera abierto los ojos podía deberse simplemente a la fiebre.
—¿Cómo te encuentras? —se atrevió Clemente a preguntar.
—El hombro..., me duele...¿qué ha pasado? —contestó Paulina con la voz pastosa y mirándole algo desorientada.
—¿Hasta dónde recuerdas? —preguntó de nuevo Clemente.
—Hasta el momento en que el galeno iba a coserme... —respondió la joven abriendo de nuevo los ojos y posando su mirada en él.
—A partir de ahí, te desmayaste y acabas de recobrar el conocimiento. Me tenías preocupado... —dijo Clemente fijando intensamente la mirada en ella mientras se le escapaban las últimas palabras.
Otro sentimiento verdadero, ya era la segunda vez que mostraba algo de humanidad. A veces parecía que estaba carente de sentimientos y que era un ser totalmente insensible, frío e inaccesible. Pero ya lo había pillado en dos renuncios y no podía engañarla. Paulina optó por no decir nada más, sin creerse todavía que aquel hombre no solo estaba allí con ella sino que encima la estuviera cuidando.
Después de un prolongado silencio, Paulina volvió a preguntar:
—¿Llevo mucho tiempo así? ¿Por qué dices que te tenía preocupado?
—Desde que te desmayaste, no habías recobrado el conocimiento. Dicen que hay personas que nunca vuelven en sí...
—¿Y eso te inquietaría?... —preguntó Paulina con curiosidad —. ¿El que ya no volviese a despertar?
Puede que tuviese fiebre pero la condenada era demasiado perspicaz pensó Clemente mientras volvía a coger el paño que ya estaba otra vez ardiendo.
—No soy tan insensible como parezco, no tengo ningún deseo de que mueras... —dijo sintiéndose incómodo.
—No, ya lo veo, me estoy empezando a dar cuenta a pesar de que insistes una y otra vez por demostrar lo contrario. Además,... —dijo Paulina.
—¿Además...? —se puso tenso Clemente mientras esperaba la respuesta.
Paulina lo miraba intensamente, sus ojos resplandecían de una forma demasiado especial como si lo mirara con admiración pero aquello era incomprensible tratándose de él. Nadie que conociese quién era podría tratarle con esa consideración
—Además, me encanta como besas..., ningún hombre me ha besado nunca como tú... —dijo Paulina sin el menor atisbo de vergüenza mientras sacaba el brazo libre y lo agarraba de la túnica masculina, atrayéndolo más hacia ella.
—La fiebre te hace desvariar... —dijo Clemente poniéndose incómodo por momentos y fijando su mirada en ella.
—¡Bueno!
—¿Bueno? ¿Qué quieres decir con bueno? —preguntó Clemente mientras intentaba que la mano femenina se soltase de su túnica—. ¡Suéltame! No sabes lo que estás haciendo, mañana seguro que lamentarás tus palabras y tus acciones...
—¡Sólo si accedes a un deseo! La fiebre puede subirme y quizás mañana pueda estar muerta.
—¿Y qué deseo es ese?
—¡Bésame! Y no vuelvas a mostrarme ese rostro taciturno que te empeñas en poner delante de todos, a mí no me asustas... —dijo Paulina mientras sonreía comprobando el efecto de sus palabras en él.
—¡Lo dicho! La fiebre hace que desvaríes... —comentó de nuevo Clemente intentando que la joven abriera el puño y soltase su túnica—. ¡Suéltame! Jamás me he aprovechado de una mujer enferma y no voy a empezar a hacerlo ahora.
—Puede que tú no pero yo sí...
—Pero, ¿te has vuelto loca? Así no puedo ayudarte... —dijo Clemente empezando a arrepentirse de estar ayudándola.
—¿Te vas a negar al deseo de una moribunda?... —preguntó Paulina que en ese momento se había puesto seria.
—¡Tú no te vas a morir! —sentenció él.
Clemente sopesó la idea de retirarse a la fuerza pero si lo hacía, podía hacerle daño.
—Estamos solos, ¿qué tiene de malo un solo beso? —preguntó Paulina intentando acercarse un poco más.
Sus rostros estaban demasiado cerca y sus cuerpos también, Clemente era consciente de ello. Aquella mujer debía ser una druida que intentaba volverle completamente loco.
—No podemos mantener una relación de esa naturaleza.
Clemente pensó que debía de estar completamente loco si accedía al deseo de esa mujer pero la verdad era que no le importaría besarla.
Durante unos segundos Paulina le sostuvo la mirada sin entender qué había de malo en ello, durante unos segundos no dijo nada pero al final levantó un poco su cabeza y acabó por decir:
—No entiendo por qué no podemos estar juntos mientras dure todo esto, ¿acaso tienes alguna esposa que te espere a tu vuelta? —preguntó Paulina que en ese momento se puso en tensión, ya que no había caído antes en que su renuencia a besarla podía derivarse de ese motivo.
—Por supuesto que no...
Paulina suspiró aliviada.
—Se han acabado todas los pretextos Clemente.
Y acto seguido la joven se incorporó un poco en el lecho y acercó su rostro al del hombre intentando atrapar esa boca que le subyugaba. El pelo de la barba le hacía cosquillas en la piel pero estaba decidida a besarle. Un sentimiento de euforia la dominó, ese hombre le provocaba deseos de abrazarlo a pesar del dolor que sentía en el cuerpo. Despertar y descubrir que él se encontraba a su lado había conseguido aliviarla completamente y despertar en ella sentimientos que no había conocido nunca. Hizo que se sintiera tranquila, relajada.
Clemente sintió esos dulces labios que intentaban apoderarse de los suyos, tirando el trapo que tenía en la mano y sin saber dónde caía, cogió el rostro con sus manos. El cuello de la joven desprendía el mismo calor que su frente, pero eso no impidió que respondiera con el mismo ardor que lo estaba haciendo ella. La insensatez y la imprudencia se estaba apoderando de ambos pero eran incapaces de dejar de sentir ese arrebatador deseo. Ese impulsivo atrevimiento femenino estaba haciendo estragos en su autodominio y aunque era consciente, se estaba dejando llevar por el deseo.
Paulina sintió la yema de sus dedos explorándole el rostro, su boca salía al encuentro de la suya a pesar de que había sido ella la que había iniciado el beso. Aquel hombre sabía a pasión, a noches de locura,... No lo dejaría marchar tan fácilmente. La parte precavida de ella le avisaba que no se fiara de Clemente pero su lado más atrevido, hacía que su mente volara una y otra vez a su persona. Estaba empezando a sentir algo por él y no estaba dispuesta a renunciar a esos pequeños momentos de felicidad. La vida era demasiado efímera.
—¡Ah!... —exclamó con dolor cuando Clemente le rozó la herida con su propio hombro.
El estremecimiento de dolor hizo que Clemente se retirara con demasiado rapidez de su boca. Le había hecho daño y podía provocar que se le abriese la herida.
—Lo siento ¡No debería haberte besado!
—No lo lamentes, yo lo deseaba... —dijo la joven mientras permanecía quieta mirándolo con deseo.
Clemente le sostuvo la mirada y sonriendo levemente, bajo su cabeza rápidamente y le dio un beso rápido en los labios. Sus ojos relucían de una forma especial cuando le observaba y nunca nadie le había hecho sentir lo que aquella pequeña mujer le provocaba.
—No deberías estar besando a nadie estando en tu estado y más cuando no estás en condiciones de empezar nada... —dijo Clemente regañándola con una sonrisa pícara.
—¿Me besarás cuando esté mejor?
—¿Serás descarada? Por supuesto que no te voy a besar... —dijo el hombre que en realidad se sentía decepcionado.
—Entonces, te besaré yo... —dijo la joven.
Clemente se incorporó y mirándola fijamente le dijo:
—Voy a salir fuera a por más agua, te está subiendo la fiebre cada vez más. Seguro que mañana no te acordarás de nada de todo esto...
Cuando Paulina comprobó la rapidez con que Clemente salía de allí empezó a sonreír. Girando la cabeza hacia la izquierda, se quedó mirando el cubo que había al lado del lecho y gritó en voz alta.
—Seguro que no, ya lo verás..., deberías coger el cubo que te has dejado...
Clemente que se encontraba en ese momento fuera, respirando aceleradamente e intentando calmar aquel anhelo, no pudo dejar de escuchar su último comentario mientras la maldecía.
—¡Maldita mujer! Hace lo que quiere de mí.
A la mañana siguiente, Clemente estaba cansado. Se había pasado la noche vigilando a Paulina, la fiebre le había subido tanto que la joven había estado sumida en pesadillas que la habían estado torturando. Por momentos, había temido por su vida y había temido quedarse dormido por si cuando despertara, la joven hubiera decidido abandonar esta vida.
Cuando el alba apareció dando lugar a un nuevo día, se dispuso a esperar la llegada del galeno. Quería que la examinara nuevamente. Sentado en un banco enfrente del horno, contemplaba las llamas que producían el fuego. A ratos, desviaba la mirada y la observaba dormir.
Al rato de estar cansado de esperar, alguien tocó la puerta despacio. Clemente se levantó apresuradamente y abrió de un fuerte tirón la puerta. Era el galeno.
—Pase, estaba esperándole.
—Buenos días, ¿cómo está la joven? —preguntó Publius.
—Creo que mal, ha estado muy inquieta y por más que intento refrescarla, no tengo forma de bajarle la fiebre. Por momentos, creía que se moría...
—De una herida como esa no tiene porque morir pero no hay duda que la fiebre puede llevarse al más fuerte. Aunque esta joven es tan obstinada que creo que hasta la muerte pasaría de largo.
—No estoy ya tan seguro Publius.
Cuando el galeno se acostumbró a la penumbra del barracón, se dirigió hacia el lecho donde Paulina descansaba. Echando hacia atrás la piel que la cubría, la incorporó levemente para poder quitarle el vendaje del hombro. Clemente observaba la acción del hombre mientras Paulina empezaba a despertarse del duermevela intranquilo de la noche.
—Siento tener que molestarla pero he venido a revisar su herida y curarle de nuevo.
—No se preocupe, no pasa nada —dijo Paulina mientras intentaba abrir los ojos a duras penas.
El galeno consiguió retirar todo el vendaje y cuando observó más de cerca la herida, añadió a Clemente:
—La herida está perfectamente, no ha cambiado de color por lo que como verá no existe ningún riesgo.
Clemente se levantó y situándose a la espalda del galeno, comprobó por sí mismo que efectivamente, la herida tenía buen aspecto.
—¿Y la fiebre? No sé qué hacer para bajársela. Los paños húmedos parecen no surtir efecto.
—Aunque a usted le parezca que no, es lo mejor que puede hacer en este momento. Si ve que se queja por el dolor puede darle vino.
—¿Vino?
—Si está borracha no se dará cuenta de nada.
—¡Por los dioses! ¿Qué remedio es ese? —preguntó Clemente enfadado.
—Un remedio más común de lo que piensa. Uno prefiere estar borracho que estar sufriendo de dolor, mucha gente lo hace...
Clemente no estaba dispuesto a emborrachar a Paulina, si el dolor iba a más, tendría que soportarlo. Si él había aguantado la herida de su pierna, Paulina tendría que sobrellevar el de su hombro.
Cuando el galeno volvió a vendar de nuevo la herida, permitió que Paulina siguiera descansando. Pero el hombre no había ido solamente para examinar a la joven.
—Ahora le toca a usted.
—¿A mí? No hace falta, no se preocupe. Ya estoy resignado a esta suerte...
—No pierde nada con que le vea la pierna, déjeme comprobar por qué cojea tanto.
—Ya le digo que no hace falta, nadie puede hacer nada más...
—Aún así, quiero observar esa pierna, siento curiosidad por todo este tipo de heridas. Levántese la túnica y túmbese en el lecho.
—Usted también es obstinado... —dijo Clemente.
—Eso dice mi mujer todos los días —sonrió el hombre mientras comprobaba cómo Clemente se tumbaba.
Después de un prolongado silencio, Clemente observó como el galeno miraba con minuciosidad su pierna.
—¡Puede estar orgulloso!
—¿Por qué?
—Porque sobrevivió usted a una completa carnicería. Nunca había observado una herida tan mal cosida. Normal que le duela al caminar aún así, puede realizar algunos ejercicios que le facilitaran que vuelva a recuperar parte de la musculatura que perdió y vuelva a ganar fuerza. Por lo menos la suficiente para que pueda caminar con soltura y sin ese bastón. Es difícil que pueda defenderse en esas condiciones. Y por supuesto, tendría menos dolores.
—¿De verdad lo cree? No quiero perder el tiempo con falsas esperanzas.
—He visto soldados caminando en estas condiciones, creo que debería intentarlo.
Clemente no contestó pero se quedó reflexionando sobre las palabras del galeno.
—¿Usted me ayudaría?
—Por supuesto que le ayudaré, estoy trabajando en una serie nueva de ejercicios que estoy poniendo en práctica con soldados eméritos que fueron heridos en batalla y usted podría ser perfectamente uno de ellos. Anímese, puedo aliviarle esa cojera y posiblemente no sufra tantos dolores.
Clemente sopesó por unos momentos qué decisión tomar, le producía una enorme angustia no poder caminar y quizás el galeno llevaba razón. Debería de intentarlo.
—Está bien, ¿cuándo podemos empezar?
—Si le parece bien, mañana mismo. No podemos perder tiempo, revisaré a la joven y luego...
En ese momento, la puerta se abrió con fuerza y rebotó contra la pared. El ruido logró molestar a Paulina a pesar de su estado, la joven se estremeció como si presintiera el peligro. La luz de fuera, entraba a raudales y entorpecía la vista de los dos hombres. Sin embargo, el volumen de la figura no dejaba lugar a dudas de quién se podría tratar. Clemente se tensó en ese momento presintiendo que aquella visita no era precisamente de cortesía.
Solamente el galeno, acostumbrado al temperamento del gobernador, supo responder rápidamente y con disimulo.
—Buenos días señor gobernador, no sabía que hoy nos honraría con su visita.
—Publius, yo tampoco pensé que le hallaría aquí.
—Como ya sabe, suelo atender a los heridos de los espectáculos y puesto que la joven no podía trasladarse hasta mi humilde hogar, he decidido revisar a la gladiadora aquí mismo. Aunque creo que ya no es gladiadora, sino una exploradora de la Legio.
—No está usted equivocado, esta mujer pertenece al ejército.
—Entonces no comprendo por qué luchó ayer exponiéndose a tal peligro. Yo estaba dentro de los sótanos del anfiteatro cuando me avisaron que la mujer estaba herida.
Publius se hizo el ignorante, el gobernador no era un hombre precisamente de su agrado, solamente era respetado por la posición y el cargo que ostentaba. Sabía perfectamente que la joven no había tenido otra opción, el gobernador había llamado la atención de la joven delante de todos los ciudadanos de Emérita Augusta.
—Imagino que un antiguo luchador nunca pierde el deseo de exhibirse y ya sabe usted que a las mujeres les gusta más todavía, siempre hay algún benefactor dispuesto a financiar su forma de vida... —sonrió Décimo Valerio con aire fanfarrón.
Clemente estaba a punto de perder la paciencia con aquel mequetrefe pero su vida y la de la mujer que había en el camastro, dependía de que templase el ánimo y se dejase llevar por la razón. Optó por permanecer en silencio y esperar a conocer qué motivo lo había llevado allí.
—Entonces somos afortunados de contar esta mañana con su compañía.
—Solamente quería informarme del estado de la exploradora, tiene que incorporarse a su misión lo antes posible.
—Me temo que hasta que no pasen unos días, la joven no estará preparada para asumir la tarea que la trajo hasta aquí...
—¿Y qué sabe usted de esa misión? —preguntó el gobernador que se había puesto repentinamente serio.
—Nada que no sepa cualquier ciudadano, que la joven llegó a la ciudad para averiguar quién mató a los centuriones ¿no?
—Exacto..., pero no sabía que fuera de dominio público —dijo el gobernador.
—Bueno, la muchacha lleva varios días pateando las calles de la ciudad, es normal que los ciudadanos hablen con respecto a eso.
Décimo Valerio se percató que una supuesta desaparición de la joven en ese momento no pasaría desapercibida en la ciudad. El plan de acabar con ella había fracasado y encima el tonto de Lulianus había acabado muerto.
—Como ya les he dicho solamente pasaba para interesarme por el estado de la joven. Espero que en cuanto esté repuesta vuelva a su trabajo.
Ninguno de los dos hombres le contestó al gobernador, así que mirando hacia el camastro donde reposaba la joven se marchó sin despedirse de ninguno de ellos.
Décimo Valerio salió del barracón sin cerrar siquiera la puerta pero el galeno se acercó y la cerró. Volviéndose se quedó mirando al soldado que tenía enfrente.
—Supongo que sabrá que esta visita no ha sido de cordialidad precisamente.
—Supone bien, su propósito solamente era comprobar si Paulina estaba lo suficientemente grave como para...
—Como para estar muerta.
—Sí... —dijo Clemente desviando la mirada hacia ella.
—Guárdese de este hombre, no es una persona querida en la ciudad y no voy a entrar en los detalles de porqué pero si le advierto que este hombre no ha venido aquí de paseo. Ningún gobernador se preocupa por la salud de sus soldados y éste, no va a ser el primero. Yo de usted, atrancaría bien esa puerta por lo que pudiese ocurrir.
—Gracias, lo haré.
—En cuanto mañana acabe la faena y atienda a los pacientes que tengo volveré por aquí, seguramente será ya tarde...
—No se preocupe, estaré esperándole.
—Entonces ¿está dispuesto a que trabajemos con esa pierna?
—No pierdo nada, no creo que quede peor de lo que ya estoy y si consigue que deje este bastón, me doy por satisfecho.
—Lo veo mañana pues, cierre la puerta en cuanto me vaya. Yo de usted no me fiaría de nadie.
Clemente asintió mientras acompañaba al galeno hacia la puerta. Tras verlo partir, siguió el consejo y atrancó la robusta puerta con un tronco. El que quisiera entrar tendría que derribar la puerta para pillarle desprevenido.
Era de noche cuando Clemente terminó de cenar un poco de fruta y carne seca que guardaba y se propuso descansar. Estaba completamente agotado después de haberse pasado la noche anterior sin dormir. Durante el día había tenido tiempo de sobra de repasar cada instante ocurrido en el anfiteatro. Averiguaría quienes eran cada uno de los hombres que habían hablado con el gobernador y la relación que les unía y sobre todo, el oscuro propósito que había detrás de aquellas intenciones porque Paulina muriese. Ya no era capaz de nombrarla por su oficio, se había convertido en alguien cercano a él y su nombre le venía a la mente cada dos por tres.
Después de haber revisado que la joven estuviera bien, apagó las lucernas y solamente la luz del horno brillaba sobre el suelo del barracón proporcionando la suficiente claridad como para examinar a Paulina si hiciese falta. Cansado se arrastró hacia su camastro y se quedó profundamente dormido con una daga al lado de su cuerpo y la gladius en el otro. Si alguien se atrevía a entrar, no lo pillaría desprevenido.
De madrugada, un fuerte ruido le despertó, rápidamente puso los pies en el suelo y agarró las dos armas para luchar contra sus atacantes. Miró hacia la puerta tensándose pero en ella no se produjo ningún movimiento, así que desvió la mirada hacia la joven.
En ese momento se percató que Paulina tiritaba en el suelo mientras su rostro yacía boca abajo.
—¡Mierda!
Precipitándose hacia el cuerpo que estaba en el suelo, se arrodilló con dificultad y la volvió sobre sí mientras pasaba su brazo izquierdo por debajo del cuello de la joven. Paulina ardía en fiebre y estaba convulsionando en ese momento.
—¡Joder! No me hagas esto, no estoy preparado y no sé qué hacer... —dijo Clemente irritado mientras miraba hacia la mesa donde estaba situado un jarro con agua.
Con cuidado depositó la cabeza de la joven en el suelo y corrió velozmente hacia el cuenco vacío echando agua sobre él. Con rapidez colocó el trozo de lienzo que estaba sobre la mesa dentro del agua y llegó hasta el cuerpo de la joven.
Durante unos segundos sopesó lo que tenía que hacer pero era eso o dejar que la fiebre se la llevara. Rápidamente, aflojó su túnica pasándosela por la cabeza y desnudó a la joven. Intentó que su mirada no se quedara más que unos cortos segundos sobre el lugar del cuerpo femenino por el que iba pasando el lienzo humedecido. La frescura del agua lograba que la carne de la joven se pusiera de gallina. Sabía que tenía frío a pesar de todo. Sin embargo, había que bajarle el calor del cuerpo y que la fiebre remitiera. Empezó por el rostro y más concretamente por la frente pero luego fue bajando al resto de su cuerpo. Aquel cuerpo era una tentación, Clemente nunca había deseado a una joven de aquella manera pero le había dicho la verdad, jamás se aprovecharía de ella estando así.
Si hubiese tenido algún balde de agua, la hubiera sumergido profundamente pero no tenía nada a mano excepto el cuenco de agua y aquella basta tela. En ese momento, su cuerpo convulsionó otra vez durante unos instantes que se hicieron demasiado eternos pero al rato, el cuerpo de Paulina pareció responder a los esfuerzos de Clemente y dejó de estremecerse. Cuando acabó estaba demasiado agotado. Clemente volvió a colocarle la túnica mientras pensaba en lo que debería de hacer y al final, optó por la mejor solución.
Agarrando la piel de Paulina la colocó en el suelo y depositó el cuerpo inmóvil. Esa noche dormiría junto a ella, era la única opción para que no volviera a caerse y poder descansar manteniéndola más cerca. Acurrucándose a su lado, se quedó observándola mientras el color volvía a su rostro y tocándole la frente de vez en cuando se quedó dormido.
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