Capítulo 6
"Creer que un enemigo débil no puede dañarnos, es creer que una chispa no puede incendiar el bosque". Muslih-Ud-Din Saadi (1184-1291) Poeta persa.
—¡Retira la daga!
—No hasta que no me sueltes..., no quiero hacerte daño pero si me obligas... —le amenazó Paulina.
Clemente sujetaba con firmeza el delicado cuello femenino, sus dedos eran conscientes de la suave piel. El estar tan cerca de ella, provocaba que su riego sanguíneo se acelerara simplemente al introducir en sus pulmones el aroma de ella y aunque no sabía precisar por qué, la sensación era demasiado agradable. Necesitaba respirar hondo y recuperar el control. La atracción que sentía por esa mujer era demasiado fuerte y debía permanecer alejado de ese cuerpo. Pero reconocía que no le hubiese importado poseerla.
Paulina sentía la presión sobre su garganta y le estaba haciendo daño. Mientras la insultaba llamándola furcia, el único propósito que tenía en mente era acostarse con ella como si fuese una cualquiera. Ahora comprendía porqué ese hombre era tan odioso, se lo ganaba a pulso. Era tan prepotente y egocentrista que se creía en posesión de la verdad y lo peor era el concepto que tenía sobre las mujeres. Pensaba que todas eran unas furcias y que no merecían el más mínimo respeto, como si una prostituta hubiese tenido la más mínima posibilidad de cambiar su condición. Paulina estaba segura que cualquier mujer preferiría un trabajo cualquiera a tener que soportar de forma constante las palabras y los abusos de cualquier energúmeno, sobre todo si eran como el que tenía enfrente. Se le acababa de caer la venda de los ojos al darse cuenta de que confiar en él, no solo sería poner en riesgo su vida, el precio que tendría que pagar sería su propia dignidad porque cuando se cansara de ella, la tiraría a un lado como si fuese un objeto que no vale para nada. Era mejor mantener las distancias desde el primer momento y aclarar cuál era su punto de vista. No estaba dispuesta a ser la fulana de nadie y menos de él.
—¿No era lo que querías? No me negarás que ayer no lo pedías a gritos... —preguntó Clemente mientras acercaba su rostro al cuello de Paulina e inspiraba su olor.
—¡Suéltame! ¿Qué pedía a gritos?... —gritó Paulina perdiendo los nervios—. Pero, ¿tú te has escuchado bien? Si me vuelves a insinuar tal cosa te juro por los mismos dioses que te borro esa sonrisa de la cara. ¡Te estoy diciendo que me sueltes!...
Clemente solo necesitó unos segundos más para decidirse al comprender que Paulina no estaba dispuesta a acostarse con él, la soltó pero siguió manteniendo una distancia prudencial con ella. Podía sentir sobre sí, el calor que ese cuerpo de formas voluptuosas desprendía. Pero ya que ella no estaba dispuesta, jugaría un poco más con la exploradora.
—Te abalanzaste sobre mí como una perra en celo.
—¿Serás imbécil? Tan solo pretendía dejar claro a esos soldados que mis preferencias son los hombres, nada más. Tú, simplemente estabas a mano, podía haber besado a cualquiera. Además, no sé por qué te pusiste así, por un solo beso... No había necesidad de ofenderse tanto porque mi intención no era provocarte, ya te he dicho que no lo pensé porque si remotamente me hubiese imaginado que ibas a reaccionar de esa manera, ni lo hubiese hecho...
—Yo no reaccioné...
—¿Cómo que no? Por supuesto que sí..., eso fue cosa de dos. Te recuerdo que el deseo fue mutuo.
—No sabes lo que dices —contestó Clemente.
Conforme Paulina iba hablando, su mente se iba despejando del sopor del vino. Nunca había probado el vino dulce, no debía haber aceptado el jarro de la bebida pero ya no había modo de volver atrás. Él se había formado una imagen errónea de ella por culpa de su estado de embriaguez.
—¡Oh, vamos! No te hagas el ignorante, los dos nos dimos cuenta que aquello se nos fue de las manos, yo podría no haberte besado pero tú, respondiste con demasiado ardor, el que parecía un perro en celo eras tú...
—Llevaba mucho tiempo sin tocar una mujer, podría haber reaccionado así con cualquier otra —contestó Clemente a la defensiva.
—No hace falta que lo digas, me ha quedado claro en vista de la opinión que tienes de las mujeres pero no te preocupes que no se volverá a repetir... —dijo Paulina mientras con su mano derecha se restregaba los ojos como si estuviese demasiado cansada.
Clemente sabía que no solo intentaba engañarla a ella, sino también así mismo. Aquella boca lo había vuelto loco, su sabor adictivo le había hecho olvidarse de todo y de todos y su mente se había bloqueado por completo ignorando el lugar donde se encontraban. Debía reconocer que no le hubiese importado disfrutar durante un rato con ella, esa mujer debía de tener cuerpo en el fuego.
—Hagamos un trato, nos guste o no, tendremos que compartir este barracón durante un tiempo y hay que reconocer que a ninguno nos hace la más mínima gracia pero eso es lo que hay. No te quiero detrás de mí, ni pretendo que te inmiscuyas en mis asuntos. A ti, solo te han ordenado que me acompañes pero la que ha recibido la orden de averiguar estos crímenes soy yo, mal que te pese. Así que te aconsejo que mantengamos la distancia, yo no invadiré tu espacio mientras tú, no invadas el mío.
—No sueñes con eso...
—¿Por qué? —preguntó de repente Paulina mientras lo miraba expectante.
—Esta es la única oportunidad que tengo de salir de aquí y no la voy a desaprovechar.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Paulina frunciendo el ceño.
—Que voy a averiguar quién mató a esos hombres y voy a abandonar esta maldita ciudad... —contestó Clemente observando su reacción.
—¿Te has vuelto loco? Eso no es asunto tuyo...
—Se ha vuelto asunto mío desde que me dijeron que debía acompañarte...
—¿Pero tú te estás escuchando? Acompañarme significa solo eso pero no puedes asignarte atribuciones que no te corresponde.
—Una mujer jamás conseguirá averiguar nada... —dijo Clemente mientras se volvía.
—¿Y un hombre sí?...Te juro que no he visto más idiotez junta en toda mi vida. ¿Se puede saber de qué clase de mujeres te has rodeado para pensar así? Te guste o no, soy exploradora y muy buena por cierto, cosa que tú ni siquiera sabes hacer. Olvídate de este asunto y permanece en el campamento hasta que yo te lo ordene.
—Yo no recibo órdenes de una mujer y no sigas por ahí.
Paulina estaba empezando a perder los nervios con ese tonto. Sus aires de grandeza no le estaba dejando ver más allá de él.
—No te cruces en mi camino... —le aconsejó la joven señalándolo con el dedo.
—Y tú tampoco en el mío, de aquí en adelante, continuaré solo.
—Haz lo que desees pero vas a perder el tiempo... —aseguró ella mientras se dirigía a sentarse en su lecho.
—Eso ya lo veremos —determinó Clemente mientras la seguía con la mirada.
La joven se acostó en el lecho de la litera vestida con la ropa que llevaba. La discusión la había dejado completamente agotada y ya no podía más. El día había sido demasiado largo y necesitaba descansar. Paulina se volvió hacia la pared de madera y echándose una piel por encima, se tapó. La temperatura de la habitación estaba empezando a bajar y estaba empezando a sentir frío. Cruzándose de brazos, cerró los ojos. Repasó en su mente todas y cada una de las palabras de Clemente, indignada con su actitud de querer continuar las investigaciones por sí mismo. Y debía reconocerlo, podría hacer desaparecer las pistas sin que se diese cuenta. Cuando consiguió entrar un poco en calor se quedó dormida.
Clemente comprendió que la exploradora había dado por concluida la conversación y que ya no iba a dirigirle la palabra por aquella noche. Sin decir nada más, se acostó dándole la espalda, así que él optó por hacer lo mismo. Ya le había dejado su postura clara, por lo menos de ahí en adelante no podría acusarle de ser un traidor. Estaba harto de sentir aquellas palabras y más de la boca de ella. No sabía porqué le irritaba tanto que sin conocerle le hubiese juzgado tan precipitadamente, le sacaba de sus casillas ¿qué sabría ella de él?... Nada.
Bastante tiempo después, una pequeña lucerna proporcionaba un halo de luz sobre el pequeño habitáculo, Paulina llevaba un buen rato dormida y él era incapaz de dormirse. Sin parar de dar vueltas en la cama, su vista no se desviaba de ese cuerpo femenino que yacía a pocos metros del de él. Esa mujer era una completa tentación, tenía las mismas curvas que una diosa a pesar de estar cubierta por la piel. Y dormir tan cerca de una mujer tan atractiva era un completo suplicio, la deseaba con cada fibra de su ser. Sin pretenderlo, lo estaba volviendo loco de deseo. Cansado, solo consiguió dormirse cuando sus ojos agotados dejaron de observarla.
Varios días después, ni Paulina ni Clemente habían encontrado una pista fiable que les condujera a algo más seguro. El asesino de esos hombres parecía haber desaparecido y en la ciudad no había vuelto a suceder nada extraño.
Paulina no había dejado de pasearse por la ciudad, preguntando a desconocidos por algún detalle que le diera alguna pista, todo era demasiado infructuoso y se sentía un poco desanimada. Enfadada consigo misma por estar dando palos de ciego, decidió que era hora de acercarse a la taberna de Amaranta, necesitaba reponer fuerzas.
Conforme bajaba la cuesta, iba pisando las lajas grandes de piedra de la calzada. Esquivaba a los animales con sus dueños, a los carros que cargados con mercancías iban buscando la puerta superior de salida de la muralla. Aquella ciudad tenía vida, y alguna de sus gentes le agradaba. Desde el primer día que se habían conocido, Amaranta y ella se habían caído mutuamente bien. La tabernera le recordaba demasiado el espíritu fuerte y el carácter atrevido de su amiga Claudia. Esa mujer se había vuelto resistente a base de trabajar duro e intentar sobrevivir porque por lo poco que le había contado, se daba cuenta que la mujer no lo había pasado muy bien en su matrimonio. Le gustaba la forma que tenía de dirigir su negocio y la actitud luchadora que mostraba para contender con todos los borrachos. Había que tener un pellejo a base de golpes para aguantar. Paulina visitaba todos los días la taberna sobre todo a última hora del día con tal de evitar el barracón y encontrarse con Clemente. Desde su última discusión, no se habían vuelto a dirigir la palabra.
Por otro lado, Amaranta realizaba unas carnes en el horno de leña que estaban deliciosas y siempre le guardaba algo, especialmente desde que había comprobado como Paulina disfrutaba comiendo, no había mayor satisfacción que esa, porque de lo otro, no podía opinar demasiado todavía. El calor humano y la amistad que le faltaba en los últimos tiempos lo encontraba en aquel pequeño lugar, al lado de esas dos mujeres.
Cuando llegó al negocio, Paulina entró y se dirigió hacia la barra donde Amaranta servía a un cliente.
—Hoy se te ha hecho un poco tarde ¿Has conseguido averiguar algo?... —preguntó la tabernera mientras la conducía a una de las mesas libres.
—Nada, nadie sabe nada. He preguntado a un montón de personas si en esos días vieron algún extraño por estas calles pero nadie me sabe decir nada. Póstumo era bastante conocido pero las otras dos personas apenas se habían relacionado con gente fuera del campamento.
—Es difícil que consigas averiguar algo, esta es una ciudad tranquila. La gente está pendiente de sus cosas, de sus pequeños negocios,... no es habitual entre nosotros que tengamos asesinos.
Paulina escuchaba atenta mientras estaba concentrada en el trozo de carne que tenía delante.
—¿Cómo puede estar esto tan bueno? Tienes unas manos buenísimas para la cocina..., menos mal que te he encontrado. Esta comida no se parece en nada a la que sirven en el campamento.
—Me gustaría saber dónde metes lo que te comes —preguntó Amaranta sonriendo—. Si yo comiera una mínima parte de lo que te sirvo, te aseguro que estaría como una vaca.
—Bueno, todos los días intento entrenarme un par de horas y luego heredé de mi madre su constitución fina...
—¡No hace falta que lo digas!
Paulina sonrió mientras comprobaba cómo entraban a la taberna un par de soldados. Los hombres debían de venir de alguna taberna más porque se les notaba que llegaban bastante bebidos. Sus voces elevadas y jocosas se elevaban por encima de la de los demás comensales, y sus rostros acalorados daban evidencia del estado de embriaguez que ambos llevaban.
—¡Amaranta! Ponnos algo de beber... —gritó el centurión mientras se sentaba en la mesa de al lado de Paulina—. ¡Estamos secos!
La tabernera los miró de malos modos y sin decir nada se dirigió al tonel donde tenía el vino. Llenó la jarra y cogiendo dos grandes cuencos se los acercó.
Paulina sabía que no era de buena educación chuparse los dedos mientras comía pero aquella comida que era un auténtico manjar de dioses le había resultado a poco. Así que disfrutando de lo último que le quedaba no pudo evitar que uno de sus dedos manchados con aquella deliciosa salsa entrara en su boca. No hizo más que cerrar los ojos cuando uno de aquellos hombres la distrajo.
—Si pone tanto interés en todo lo demás como lo pone en ese dedo, no me importaría a mí que también me lamiese de esa manera... —dijo uno de ellos carcajeando.
Paulina escuchó perfectamente el comentario pero no estaba dispuesta a que le amargasen el día. Ya iba acostumbrándose a la actitud de los hombres de aquellas tierras. Y aunque estaba harta, no se iba a dejar influir por los malintencionados comentarios de esos soldados. Tenía intención de marcharse ya.
—Beberos la jarra y marcharos de aquí..., no quiero jaleos —dijo Amaranta que había escuchado las últimas palabras de Rufus Lulianus y Aticio, el centurión que habitualmente protegía al gobernador.
—¡Venga Amaranta! ¿Tú también nos vas a echar como Vitelio?
—Si Vitelio os ha echado de su tabernae será por algo así que, si no sabéis respetar a los demás clientes que hay aquí, podéis iros a beber a otro lugar..., soy demasiado vieja y no estoy por la labor de soportar tonterías de nadie.
—Pero si nosotros no hemos hecho nada malo... —contestó Aticio— ¿Verdad que no Rufus?
—Por supuesto que no además, solo ha sido una broma —dijo Rufus Lulianus mientras observaba por el rabillo del ojo a la mujer que terminaba de comer y que aunque estaba pendiente de la conversación, no había realizado ni un solo gesto de ofensa.
—No os hagáis los tontos que os he escuchado perfectamente mientras venía hacia acá.
—¡Qué culpa tenemos nosotros si últimamente tienes unos clientes tan atractivos? —preguntó Aticio con picardía.
Cuando Paulina escuchó esto último, se levantó de la mesa y miró a su nueva amiga.
—No te preocupes por mí Amaranta, ya me marchaba. Acabo de terminar.
Amaranta desvió de malos modos la mirada que tenía sobre aquellos dos hombres y la posó sobre la joven.
—No hace falta que te marches, te puedo cambiar de mesa...
—¡Oh, vaya Rufus! Ahora resulta que no somos una compañía agradable... —dijo Aticio arrancando en carcajadas—. Acércate preciosa y te invitamos a lo que quieras, no te lo tomes a mal...
—Ya nos veremos mañana —dijo la joven ignorando a los dos soldados mientras intentaba alcanzar la salida de la tabernae.
—Te acompañaré fuera... —respondió Amaranta claramente enfadada.
Cuando las dos mujeres se alejaron varios metros y llegaron a la puerta del negocio, la mujer le dijo a Paulina:
—Lo siento, te han dado la comida esos dos idiotas.
—Ya te he dicho que no te preocupes, es normal que los hombres reaccionen así, ya me voy acostumbrando, ¿quiénes son?
—Uno es Aurelio Rufo, el tabulario y el otro es el centurión que normalmente protege al gobernador ¿Regresarás mañana? Te guardaré algo de lo que hagamos pero tendrás que venir pronto, por la tarde cerraré el negocio. El gobernador ha organizado unos juegos y aunque comenzaron hace dos días, mañana por la tarde va a luchar el último campeón que ha venido a la ciudad. Quiero apostar algo por él...
—Me sorprendes Amaranta ¿Tú también apuestas?... —preguntó extrañada la exploradora.
—Por supuesto, mi marido no me dejaba nunca acudir a los juegos, decía que eso era cosa de hombres pero desde que se murió, hago lo que me da la gana. Cada vez que traen un gladiador nuevo a la ciudad, cerramos la tabernae y acudimos a los juegos... —dijo la mujer sonriendo.
—Ya comprendo —dijo Paulina.
—¿Por qué no vienes mañana con nosotras? Seguro que no tienes nada que hacer por la tarde.
—No me traen muy buenos recuerdos esos juegos, prefiero evitarlos ya sabes que tuve que jugarme muchas veces la vida en esa arena...
—¡Anda, vente con nosotras! Seguro que te distraerás un rato. Además, ahora estás desde el otro lado.
—Lo sé pero hay cosas que nunca se olvidan, se te quedan grabada a fuego en la piel. Te podría enseñar todas las marcas que llevo de cada vez que me hirieron...
—No pienses en eso, ya ha pasado demasiado tiempo de aquello. No hay nada mejor para borrar un mal recuerdo que sustituirlo por otro más agradable.
Paulina se lo pensó y decidió aceptar la invitación, seguro que a los juegos llegaban gente de otros lugares atraídos por el espectáculo de los gladiadores. El anfiteatro era uno de los lugares donde más negocios se podían hacer y a donde más gente acudía. Y por otro lado, no le apetecía tener que quedarse en el campamento.
—De acuerdo, os acompañaré. Pero tan solo porque cocinas maravillosamente bien.
—Ja, ja, ja,... me lo puedo imaginar. En eso quedamos, mañana después de comer iremos las tres a ver los juegos.
—Está bien, hasta mañana Amaranta.
—Hasta mañana Paulina —dijo la tabernera mientras la veía bajar la cuesta hacia el río.
—Dime Amaranta, ¿se ha enojado mucho tu amiga? Nos la podías presentar algún día, sobre todo si está tan sola en la ciudad... —preguntó con interés Rufus Lulianus.
—¿Y a ti que te importa? Beberos eso y marcharos ya, voy a cerrar en cuanto acabéis —dijo Amaranta empezando a limpiar las mesas que habían quedado vacías.
—Ya nos vamos, no hace falta que te pongas así... —contestó Aurelio observando la puerta por la que se había marchado aquella mujer.
Las malas lenguas no le hacían justicia a aquella exploradora, era más atractiva de lo que se había imaginado. La observaría de cerca, no le gustaba la actitud controlada de esa mujer. Otra en su lugar hubiera reaccionado ante las palabras de Aticio y se hubiera dejado llevar por la rabia movida por la ofensa. Pero esa mujer había sido capaz de contenerse y mostrar un comportamiento totalmente frío y cauteloso y eso era signo de inteligencia. Las mujeres que primero pensaban y después actuaban, solo podían acarrear problemas.
—¡Vámonos Aticio! Es hora de recogerse, mañana tenemos cosas que hacer.
El otro centurión asintió mientras se levantaba y se bebía de un trago el contenido del cuenco.
—¡Sea! Adiós Amaranta, ya nos veremos otro día, a ver si te mejora un poco el humor.
—¡Desgraciados! Qué poco me gustan esos dos... —pensó la tabernera mientras los veía marcharse por la puerta.
A la tarde siguiente, la joven estaba sentada junto con sus dos amigas en el anfiteatro. Las tres mujeres habían entrado por una de las dieciséis puertas que daban acceso a las gradas y se habían dirigido a la summa cavea, donde se sentaban las mujeres y los esclavos.
Paulina observó que en una de las dos tribunas situada en la ima cavea, el graderío más cercano a la arena, se encontraba el gobernador acompañado de varias personas, entre ellas varios soldados.
—Amaranta... —dijo Paulina.
—¿Qué? —preguntó la tabernera que estaba entusiasmada viendo como la gente continuaba entrando al recinto.
—¿Conoces a las autoridades que se encuentran con el gobernador? Hay varios soldados...
La mujer se quedó mirando hacia la tribuna y contestó:
—Sí, son amigos del gobernador, suelen acompañarlo a este tipo de fiestas, algunos de ellos trabajan en el tabularium. El que está sentado a su derecho es el duunviro, un tipo raro.
—¿Raro? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó con curiosidad Paulina.
—Tiene demasiados aires de grandeza, no me gusta ese hombre. Dicen que se lleva muy bien con el gobernador...
—¿Pero porqué dices que es raro? Es normal que esa clase de hombres se consideren superiores al resto de ciudadanos —dijo Paulina.
—Lo sé pero hay formas y formas, el gobernador es un hombre de autoridad y sin embargo, no me parece tan prepotente —contestó Amaranta.
—Creo que le tienes manía —dijo Paulina sonriendo.
—¡Mirad! Ya están a punto de salir los gladiadores.
—Sí,... —dijo Paulina sin quitar la vista de encima— están a punto de salir.
Su mente se alejó en ese momento recordando los instantes antes de salir a la arena. Jamás se le olvidaría aquellos tiempos en que Claudia y ella habían tenido que luchar por su libertad. Había sido designio de los dioses que el tribuno Quinto se hubiese cruzado de nuevo en la vida de su amiga.
Perdida en sus pensamientos, la joven volvió en sí de nuevo pero su mirada que había estado fija en la grada se volvió de nuevo hacia la tribuna. El vello se le erizó presintiendo un peligro oculto, había un hombre que la miraba fijamente.
—¡Amaranta! —cogió la joven sin querer la mano de la tabernera mientras la apretaba—. ¿No es ese el soldado que ayer estaba en tu tabernae?
La mujer observó más detenidamente a las personas que estaban sentadas y enseguida localizó al objeto del comentario.
—Sí, ese mismo es, Rufus Lulianus, el desgraciado que ayer vino con Aticio.
—No me gusta su forma de mirarme... —dijo Paulina inquieta.
—Ni a mí tampoco, guárdate de ese hombre.
—¿Tampoco te gusta?
—No, tampoco me gusta... —contestó Amaranta mientras no le quitaba la vista de encima al soldado.
Paulina no dijo nada más pero desvió la mirada intentando aparentar una normalidad que no sentía, si había conseguido ponerla incómoda eso no era nada bueno.
—¿Sigue mirando? —preguntó Paulina a su amiga.
—Se acaba de levantar y está hablando con el gobernador
Paulina volvió rápidamente la mirada hacia la tribuna y comprobó que aquel hombre, efectivamente estaba hablando con el gobernador. De repente, ambos hombres se quedaron mirando hacia donde ella estaba.
—¡Mierda!... —contestó Paulina—. No me gusta esto..., creo que debería irme.
—Es demasiado tarde para eso, van a empezar ya los juegos, no te inquietes...
—Es muy fácil decirlo —contestó Paulina.
—¡Señor!
—¿Qué pasa Lulianus? ¿No ves que tengo que empezar los juegos y que la gente nos está observando?
A su lado Cornelio Severo, observó al curator levantarse y susurrar en el oído al gobernador. Aquello le extrañó pero no hizo comentario alguno.
—La exploradora que está husmeando en los asesinatos se encuentra aquí, ¿qué le parece si la invita a luchar junto a nuestro campeón? Sería la primera vez que los ciudadanos de Augusta Emérita verían a una mujer luchar y si tenemos la suerte de que resulta herida, podríamos quitarnos de en medio a la exploradora. Esa soldado es demasiado inteligente, se lo aseguro yo, no me gusta.
Durante unos segundos el gobernador no contestó pero sospesó la propuesta del curator.
—¿Quieres que luche?
—Podríamos ganar dinero y quitárnosla de en medio, ¿qué mejor sitio que unos juegos públicos? Nadie sospechará.
—¿Pero ella?
—Ella acabará muerta, nadie la echará de menos...
—Llevas razón, por una vez le has ganado a Cornelio. Sois demasiado inteligentes, está bien, veremos si la joven acepta el reto...
La música avisando de los inicios de los juegos se escuchó en todo el graderío. Los asistentes aplaudían entusiasmados por ver al nuevo campeón. Y en el mismo momento en que los músicos cesaron de tocar, el gobernador se levantó en la tribuna dispuesto a ordenar el comienzo de los juegos.
En el anfiteatro habían dos puertas principales la Puerta Pompae por donde entraban los gladiadores a la arena y la Puerta Triumphalis por donde salían cuando triunfaban. En ese momento los gladiadores que iban a luchar empezaron a salir mientras el público aplaudía entusiasmado. Cuando los hombres hicieron el recorrido a lo largo de toda la arena, se pararon justo en frente del gobernador saludándolo.
Paulina no alcanzaba a escuchar lo que decían por el ruido que hacía la gente pero se lo imaginaba. Ella lo había repetido infinidad de veces. Cuando el gobernador levantó el brazo e hizo un gesto, el público se quedó enmudecido esperando escuchar el comienzo de los juegos.
—Hoy, ciudadanos de Augusta Emérita tenemos el privilegio de contar entre nosotros al último campeón de Hispania procedentes de estas mismas tierras de Lusitania...
En ese mismo momento, el fervor de la gente se escuchó sobre la voz del gobernador. Cuando el público dejó de aplaudir y de vitorearlo, Décimo Valerio continuó hablando.
—Pero hasta aquí ha llegado la fama de otro ilustre luchador que competirá con nuestro magnífico campeón... —continuó el hombre hablando mientras el público empezaba a apostar por uno de los dos gladiadores—...sin embargo, esta tarde será una tarde grandiosa, porque tenemos entre nosotros a otro magnífico gladiador..., perdón gladiadora...
En cuanto Paulina sintió las palabras se puso en tensión, aquello no debía de estar ocurriendo. A su lado Amaranta, la miró preocupada.
—Creo que a los ciudadanos de Augusta Emérita les gustaría que el hombre que ganase este torneo luchase con esta afamada gladiadora si a ella no le importa... —comentó el gobernador mientras con el brazo la invitaba a que se levantara de la grada.
Desde una de las puertas del graderío, Clemente oportunamente oculto, observaba inquieto el giro que habían tomado aquellos juegos. No le había pasado inadvertido, el soldado que le había hablado en el oído al gobernador. Ambos hombres se habían quedado mirando fijamente hacia un punto de las gradas y cuando comprobó que los dos hombres observaban a Paulina, una amarga sensación en el estómago lo invadió. No comprendía por qué el gobernador ponía en tal aprieto a la exploradora, ella no estaba allí para luchar y el hombre, bien que lo sabía. Aquello no le gustaba para nada además, por primera vez en su vida se sentía demasiado preocupado por esa mujer. Aquello no era casualidad pero qué intenciones ocultas tenían los dos sujetos si no era acabar con la vida de ella.
—¡Maldita sea!... —exclamó Clemente comprendiendo el oscuro propósito del gobernador—... vete ahora mismo de aquí Paulina —pensó el soldado comprendiendo que ya era demasiado tarde.
—Sabía que hoy no era mi día, no debería de haber venido aquí... —maldijo para sí Paulina mientras sentía sobre sí misma las miradas de todos los espectadores centrada en ella.
Enfadada, la joven se levantó despacio de su asiento y miró fijamente a las personas que estaban situadas en la tribuna, sobre todo al cerdo del soldado que la había puesto en tal aprieto y finalmente, al propio gobernador.
—Por supuesto, como ordene el señor gobernador —contestó Paulina.
Glosario:
—Summa Cavea: la cavea designa la parte de un teatro o anfiteatro romano donde se encuentran las gradas sobre las cuales se sentaban los espectadores. La summa cavea era el lugar que ocupaba la plebe.
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