Capítulo 4
"Prohibir algo es despertar el deseo". Michel de Montaigne (1533-1592) Escritor y filósofo francés.
Paulina adoptó la posición de combate mientras el lobo permanecía al lado de su ama esperando una sola indicación que le permitiera abalanzarse sobre los asaltantes que corrían hacia ellos. El animal mostró sus fauces mientras de la boca surgían gruñidos bajos que podía poner el bello de punta al más aguerrido soldado. El animal impaciente adelantó una de sus fuertes patas avanzando hacia delante sin atreverse a abalanzarse hacia los enemigos que amenazaban la vida de su dueña hasta que ella no diera la orden.
Tan solo durante un segundo, Clemente desvió la mirada hacia el animal admirando la elegante pose de ataque, aquel ejemplar era magnífico. Aquel lobo podía despedazar a quien se encontrase por delante, siempre y cuando pudiese esquivar la punta de la gladius de sus adversarios. Volviendo la mirada al frente, intentó hacer la mayor fuerza posible con su pierna buena para no ser derribado cuando los dos cuerpos chocaran. En ese momento, la orden de la gladiadora se escuchó por encima de los gritos de los asaltantes.
—¡Yaaa!...
Clemente soportó la fuerza del impacto de la gladius del asaltante mientras giraba el cuerpo en un arco perfecto desviándose de la trayectoria de la afilada punta del arma mortal.
El hombre que tenía enfrente sabía que llevaba delantera, enfrentarse a un soldado lisiado que se apoyaba en un bastón no era contrincante para nadie. En sus ojos se podía entrever la satisfacción anticipada de la victoria.
—Suelta tu arma y te prometo que morirás rápidamente —le dijo aquel bastardo.
—Solo los dioses decidirán si soy digno para permanecer o abandonar esta vida. Mientras tanto lucha porque no creo que hayan decretado lo contrario y yo no estoy dispuesto a morir todavía... —afimó Clemente sonriendo mientras continuaba sujetándose firmemente con el bastón y blandía la gladius en alto con la mano contraria. No podía volver la vista tras de sí pero era consciente de la lucha encarnizada que se libraba detrás suya. El grito escalofriante de uno de los asaltantes se escuchó, tan solo oscurecido por el gruñido salvaje del lobo mientras desgarraba la carne humana. La mujer también resistía los embates del combate mientras el sujeto se jactaba de lo que iba a ocurrirle cuando la desarmara. Su mirada lasciva lo decía todo.
Cuando el asaltante que luchaba con Clemente escuchó el lamento mortal de su amigo desvió la mirada para comprobar como abandonaba la vida al cuerpo roto que yacía despedazado en el suelo, segundos que aprovechó Clemente para contraatacar. Solo tenía una oportunidad y no pensaba otorgar a aquel enemigo ventaja alguna. Golpeando la gladius enemiga, imprimió toda la fuerza posible para desestabilizar a su oponente pero el sujeto cuya naturaleza era más fuerte que la de él, resistió el embiste sin problema. A partir de ahí, un baile mortal se fue desarrollando y Clemente fue parando golpe tras golpe soportando la agonía de su pierna mientras el asaltante intentaba debilitarlo y buscaba su punto más débil, su pierna derecha. Clemente intentaba adivinar el siguiente movimiento que iba a realizar aquel bastardo para asestar el golpe final que atravesara su pierna, cuando una daga atravesó inesperadamente el aire y se hincó en lo más profundo del corazón del asaltante. La muerte fue instantánea, el sujeto cayó al suelo mientras la vida abandonaba aquel cuerpo. Jadeando fuertemente se volvió sobre sí enfurecido por la inoportuna intervención femenina.
Paulina tranquila y sosegada, sonreía con las brazos cruzados a la altura del pecho mientras su mirada de satisfacción lo decía todo. Aquello irritó sobremanera a Clemente, ella sola se había bastado para matar a los tres malhechores.
—Borra esa sonrisa de tu cara mujer, ¿acaso te he pedido ayuda?...
—¿Ni siquiera me vas a dar las gracias? —preguntó inquisitiva la joven contestando con otra pregunta.
—Si no hubieses intervenido, yo podría haber matado fácilmente al ladrón.
—¿Tú solo? Pero si estaba a punto de cercenarte la pierna y por poco te mata... —sonrió Paulina sarcástica.
—Algún día quitaré esa sonrisa de tu rostro y haré que te tragues tus palabras —dijo Clemente cortando la conversación mientras la señalaba con su gladius.
El lobo mostró sus fauces llenas de sangre mientras gruñía a Clemente. El animal todavía sediento por continuar con su propia naturaleza amenazaba con saltar encima de él.
Paulina desvió la mirada hacia el lobo mientras elevaba el entrecejo enfadada por la actitud prepotente del soldado.
—¡Tranquilo, ya se acabó! —intentó apaciguar Paulina al animal— tan solo son amenazas de un hombre lo suficientemente orgulloso incapaz de reconocer cuando debe de dar las gracias por haberle salvado la vida. Pero que sepas una cosa... —dijo la joven mirándolo intensamente— me debes una y yo suelo cobrar lo que me deben.
—Vámonos, ya hemos perdido demasiado tiempo... —instó Clemente a la joven mientras emprendía la marcha y la dejaba atrás.
Con la sangre todavía corriendo por su torrente sanguíneo, el soldado empezó a caminar delante de ella adivinando que aquella horrible mañana no había hecho más que empezar. No sabían exactamente a donde tenía que ir pero prosiguió el camino a lo largo de la muralla mientras el río discurría a su izquierda.
Augusta Emérita había sido creada por Augusto para recompensar a los veteranos eméritos de las legiones V Alaudae y X Gémina, procedentes de las guerras cántabras y aunque el emperador en un principio les había otorgado tierras como premio a la dedicación de los soldados durante sus campañas militares, en el fondo había otro oscuro motivo. Roma tenía las arcas vacías y les concedió aquellos vastos territorios con la intención de contentarlos. Los veteranos fueron conscientes del arduo trabajo que conllevaba levantar una ciudad desde sus cimientos pero se propusieron empezar una nueva vida en aquel lugar tan alejado del mundo y allí encontraron lo que necesitaban, tierras y agua.
La ciudad había sido construida en un entorno ideal, en una colina como era habitual y a sus pies, con un río Anas que poseía una zona vadeable, perfecta para construir no uno, sino dos puentes que era paso obligado para el norte de Hispania. Pero aquella ciudad no era una ciudad corriente como al principio pensó Clemente. Aquel punto era estratégico en la provincia de Lusitania, puesto que ahí confluía la calzada que atravesaba de sur a norte y parte del oeste a Hispania hasta conectar Augusta Emérita con Asturica Augusta. En aquella ciudad discurría la prosperidad, solo había que ver el lujo de los edificios principales y las numerosas tiendas que en ella se veían. Clemente todavía no había podido verlos pero el día anterior habían atravesado dos foros y sabía que había un teatro y un anfiteatro en la cima de la colina, y la construcción del nuevo circo era el tema de conversación de los soldados. Si las autoridades de la ciudad estaban interesadas en tener al pueblo entretenido, debía de ser por algo. Clemente sabía que para evitar preguntas incómodas no había nada mejor que sus habitantes estuvieran contentos.
Los centuriones de la tabernae les habían explicado donde encontrar a la mujer de Póstumo. Augusta Emérita era una ciudad completamente amurallada, el campamento estaba situado frente a una de las puertas de entrada de la ciudad, justo la que había enfrente del puente que cruzaba el río Anas. Y si uno continuaba hacia la izquierda, a lo largo de la muralla, al final podía encontrarse con una zona de casas humildes donde vivía la viuda de Póstumo.
Como habían salido prácticamente al amanecer, nadie se había dado cuenta de la encarnizada lucha que había tenido lugar a tan solo unas calles más abajo. Así que cuando la ciudad empezó a despertarse, un cierto anonimato les permitió discurrir por ellas sin que sus habitantes que recién se levantaban, se percataran de la presencia de aquellos dos soldados y del extraño animal que los acompañaba.
El bullicio mañanero de aquellas gentes impregnaba de un aire comercial las calles de Augusta Emérita cuyos habitantes se afanaban por sobrevivir día a día. Las mujeres limpiaban sus casas y echaban las aguas sucias del día anterior al exterior para que la pendiente de las calles hiciera discurrir toda la suciedad hasta hacerla llegar al río donde la corriente de sus aguas se encargaría de limpiar la vereda. Los niños intentaban escabullirse de las tareas que sus madres les encargaban mientras los humildes comerciantes montaban sus pequeños tenderetes y negocios para empezar a trabajar un día más.
Cuando llegaron casi al final de aquellas casas Clemente y Paulina se detuvieron examinándolas detenidamente. Según los centuriones, encontrarían la casa de Póstumo al lado de una panadería cuyo sello evocaba a Ceres, divinidad protectora del campo y de sus frutos. Así que Paulina atraída por el olor de los panecillos que provenían de aquel lugar, dejó a Clemente atrás para aventurarse en aquella panadería.
Cuando el panadero, un hombre canoso y encorvado comprobó que una posible clienta entraba, la saludó efusivamente.
—Buenos días bella dama, ¿desea alguno de mis famosos panecillos?
Paulina sonrió mientras aceptaba una de aquellas delicias mientras la boca se le hacía agua.
—¿De verdad saben tan bien como aparentan? —preguntó la joven sonriendo.
—Le aseguro que de los años que llevo elaborándolos nadie se me ha quejado todavía y lo que es más, le puedo asegurar que desde lejanas tierras vienen a por ellos —contestó el panadero intentando que aquella mujer le comprase sus panecillos.
—Seguro que me está mintiendo... —dijo Paulina mientras le daba un primer bocado a aquel manjar.
—Pruébelo y me dice qué de mentira le estoy contando... —señaló el hombre observando con atención a aquella mujer que iba vestida igual que un legionario.
Paulina cerró los ojos mientras masticaba y saboreaba aquel trozo de pan, en verdad el hombre no había mentido, aquel manjar debía haber sido realizado para el deleite de los mismos dioses.
—Le felicito, en verdad su pan es manjar de dioses... —señaló Paulina abriendo los ojos y sonriendo al hombre que esperaba expectante.
Una enorme sonrisa iluminó el rostro del panadero mientras asentía satisfecho por la respuesta de aquella mujer.
—Entonces, ¿se llevará alguno? —preguntó el panadero mientras observaba como la mujer asentía y seguía comiéndose el panecillo que le había dado.
—Sí, deme dos más.
—Eso está hecho y dígame señora, ¿pertenece usted de verdad al ejército o va de paso?
—Soy exploradora de la Legio X gémina, pero solo estoy de paso por la ciudad, vengo buscando a un compañero que luchó conmigo. Me dijo que vivía por aquí, ¿a lo mejor le conoce?
—¿Un veterano? Si me dice cómo se llama a lo mejor puedo ayudarle...
—Póstumo, mi amigo se llama Póstumo —declaró Paulina aparentando que no sabía nada del trágico final del hombre.
El semblante del panadero se oscureció de repente, alejándose del mostrador donde tenía su mercancía dio varios pasos hasta acercarse a ella.
—Me parece que su viaje va a resultar infructuoso, desgraciadamente su amigo falleció hace poco.
Paulina dejó de masticar mientras observaba con atención al hombre.
—¿Está seguro? Hasta hace poco mi amigo gozaba de una salud excelente, me mandó una misiva invitándome a pasar unos días con él y con su familia. No puede ser que haya muerto tan repentinamente... —dijo Paulina mostrándose compungida por la devastadora noticia.
—Lamento tener que haber sido yo quien le informe del infortunio de Póstumo, era un excelente vecino... —dijo el panadero cabizbajo— todos lamentamos su muerte. Espero que atrapen al asesino.
—¿Cómo que al asesino? —preguntó Paulina mostrando inquietud.
—¿No se lo he dicho? A Póstumo le asesinaron.
—¿Quién le ha asesinado? —gritó Paulina enojada.
—No lo sabemos pero las malas lenguas dicen que últimamente no andaba con buenas compañías, por lo visto tenía algún asunto turbio entre manos pero no le diga a nadie que yo se lo he dicho. Después de todo, Póstumo era un buen hombre y su muerte ha dejado una profunda pena en todos nosotros. Lo apreciábamos..., siempre ayudaba a aquel que lo necesitaba. Su mujer no está pasando por una buena racha...
—¿Y eso por qué? Hasta donde sé, Póstumo se graduó y fue obsequiado con tierras, tenía más que suficiente para vivir de ellas.
—No puedo decirle nada más pero le aseguro que en algo andaba metido. Unos días antes de morir, estuvo precisamente aquí comprando esos mismos panecillos y se le veía preocupado, quise preguntarle qué le ocurría pero Póstumo negó que le sucediera algo y aunque intentó sonreír, no pudo engañarme. Algo le rondaba por la cabeza, estoy seguro.
—Está bien, ¿puede decirme donde vive su mujer? Me gustaría saludarla y ofrecerle mi ayuda.
—Por supuesto, vive aquí al lado. Desde que su marido murió, apenas la hemos visto salir.
Paulina salió a la calle seguida por el panadero mientras el hombre le señalaba la casa.
—Esta misma es.
—Gracias, dígame qué le debo por los panecillos.
—No se preocupe, si era amiga de Póstumo, se los regalo.
—Muchas gracias, se lo agradezco —asintió Paulina con la cabeza.
Clemente esperaba con impaciencia que la exploradora saliera de la panadería, no sabía que debía de estar entreteniéndola, era bastante sencillo preguntar por la localización de la viuda de Póstumo. Cuando comprobó que salía comiendo seguida del panadero, se le endureció el semblante. Esa mujer era imposible, mientras él esperaba, ella estaba comiendo dentro.
Cojeando, Clemente avanzó hacia los dos y cuando llegó a la altura de ellos, preguntó:
—¿Has averiguado algo?
—Sí, este amable hombre me ha estado contando que por desgracia mi amigo Póstumo ha fallecido pero su mujer vive en esa casa.
Clemente la observó despedirse del panadero mientras lo ignoraba y continuaba andando hacia la casa que le habían señalado. Cuando empezó a caminar detrás de ella, su cojera se hizo más que evidente y encima, las piedras de aquella calzada no ayudaban para nada.
—Deberías dejar que te examinara un galeno, cualquier día de estos tendré que llevarte a cuestas —dijo irónicamente Paulina mientras saboreaba aquel delicioso panecillo.
Esa mujer era exasperable, aguantarla era realizar un ejercicio de paciencia al que no estaba acostumbrado.
Paulina tuvo que llamar varias veces hasta que sintió a alguien contestar al otro lado de la puerta.
—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer.
—Por favor, ¿podría abrirnos la puerta? Venimos de parte de Vitelio.
El silencio se hizo detrás de ella y al final se escuchó el sonido de un cerrojo al descorrerse. La mujer abrió la puerta y con sus enormes y entristecidos ojos los observó.
—¿Quiénes son ustedes? Jamás los había visto por aquí.
—¿Podríamos pasar? Preferimos explicárselo todo dentro, estoy segura de que será mejor que nadie nos escuche.
La mujer desconfiada sospesó durante unos segundos si dejarlos pasar o no pero al final, les abrió la puerta y les permitió el acceso. El hogar de Póstumo era humilde aunque bastante desordenado, se notaba que aquella mujer no había limpiado aquello desde hacía tiempo.
—Perdonen el desorden pero..., desde que mi esposo murió, no tengo ganas de nada.
—Lo entiendo —dijo Paulina observando el lugar— no se preocupe por nosotros, debe ser difícil hacerse a la idea.
—No entiendo que delito tuvo que cometer para que le asesinaran de aquella manera —dijo la mujer mientras les conducía a la pequeña estancia en la que habían dos lechos bajos— pero díganme, ¿qué buscan aquí?
—Me han asignado la misión de averiguar quién mató a su marido y a los otros dos centuriones. Creemos que a lo mejor usted pudiera darnos alguna pista de lo que pudo ocurrir.
—¿A una mujer? —preguntó la viuda de Póstumo mientras la observaba más detenidamente—. Jamás había conocido a nadie como usted.
—Me lo imagino —dijo Paulina con una sonrisa.
—Entonces, ¿no sabe quién pudo matar a su esposo? —preguntó impaciente Clemente intentando reconducir la situación.
No tenía paciencia para escuchar una estúpida conversación entre mujeres. El haber ido hasta allí había resultado ser una completa pérdida de tiempo, aquella mujer no podía saber absolutamente nada. Al fin y al cabo, qué esposo le contaba sus planes a una mujer. Ninguno que se preciara, todas tenían el don de no poder guardar ningún secreto. Había que ser un estúpido para confiar en una mujer.
—Mi esposo estuvo muy nervioso aquellos días, por las noches se despertaba incapaz de conciliar el sueño. Sé que algo le perturbaba pero era un hombre que siempre mostraba su mejor cara, nunca quería preocuparme.
—Según el gobernador, le robaron el dinero que llevaba encima.
—Sí, según me contaron sus amigos, les ganó en un par de apuestas... ¿Cree que la vida de un hombre vale menos que un par de monedas? ¿Por qué tuvieron que matarlo? —dijo la mujer con la mirada perdida.
—Entonces, ¿no sabe quién pudo matarlo? —volvió a preguntar Clemente.
—No, no sé quién pudo matarlo pero creo que quién lo mató podía conocerlo.
—¿Por qué cree eso?
—Porque a esta ciudad no llega gente de paso, el que llega a esta alejada parte de Roma es para quedarse. No..., estoy convencida que mi marido conocía a su asesino. Jamás se hubiera aventurado a un callejón oscuro sin tomar ninguna precaución. Mi esposo tenía varias condecoraciones por su valor, no era un iluso como para meterse a ciegas allí. Si hubiese temido algo o se hubiese sentido en peligro, hubiera desandado sus pasos en busca de sus amigos.
—Eso mismo pienso yo —dijo Paulina mientras asentía y volvía la mirada hacia Clemente.
Los dos soldados se miraron y cuando comprendieron que aquella mujer no podría darles ninguna información más se levantaron de los lechos donde estaban sentados.
—Estamos en el campamento de la puerta de entrada a la ciudad, a pocos metros de aquí. Si se acuerda de algo o descubre alguna cosa, podrá encontrarnos allí. Pregunte por mí, me llamo Paulina.
—Está bien señora, si me acuerdo de algo se lo haré saber.
—Gracias, se lo agradezco —dijo la joven mientras salía por la puerta.
Cuando Clemente atravesó el portal de la puerta escuchó como la mujer se dirigía a él.
—¿Sabe que cerca del campamento hay un galeno que probablemente pueda ayudarle? Lo digo por esa cojera, se le ve en el rostro su padecimiento. Si le interesa pregunte por Publius Sertorius y dígale que va de parte de la viuda de Póstumo. Mi marido y él eran amigos, a lo mejor puede aliviarle ese dolor.
Clemente tan solo asintió sin darle siquiera las gracias.
—Podías haber sido un poco más amable —dijo Paulina mirándolo con mala cara.
Clemente continuó cuesta abajo ignorando la presencia de Paulina. No tenía nada que hablar con ella. Y aquello irritó bastante a la joven. Aquel hombre era el sujeto más seco y antipático que había conocido. No sabía que había podido hacer pero antes de irse de allí, lo averiguaría.
Era ya media mañana cuando regresaron al campamento, en un pequeño descampado donde los soldados entrenaban un grupo de legionarios que ya habían acabado los observaron fijamente al pasar. Paulina iba varios pasos por delante de Clemente cuando escuchó las malintencionadas palabras de los legionarios.
—Tiene un aspecto tan varonil que seguramente sus gustos se declinan por las de su mismo sexo... —dijo uno de los soldados en voz alta arrancando las sonrisas de sus compañeros.
—Apuesto lo que queráis, a que nunca ha tenido a un hombre entre sus piernas —dijo otro mofándose de ella mientras la miraba con deseo.
Paulina se quedó clavada en el sitio y les lanzó una mirada fulminante a los indeseables que habían dicho aquello. Jamás nadie se había atrevido a insultarla de aquel modo, entre sus compañeros siempre había sido respetada. Sintiéndose ultrajada y ofendida, la joven se volvió hacia Clemente sospesando durante unos segundos lo que hacer.
Clemente había escuchado perfectamente el mordaz comentario pero haciendo caso omiso de ellos siguió caminando, sumido en sus pensamientos mientras intentaba llegar al barracón. Aquello no iba con él. Pero la vio detenerse y comprendió al instante lo que aquella mente planeaba, era tan temperamental que era fácil adivinarle sus intenciones.
—Ignóralos —dijo observándola caminar mientras la sobrepasaba.
Paulina estaba totalmente resuelta a que eso no se quedara ahí. En vez de dirigirse hacia los legionarios, la joven acortó la distancia que la separaba de Clemente.
—¿Qué te propones? Sigue adelante caminando... —le advirtió Clemente con una mirada reservada y fría hasta convertirse en dos trozos de hielo.
—Nunca le he dado la espalda a un reto y, tú me lo debes...
—¿Cómo que te lo debo? —preguntó Clemente poniéndose en alerta.
—¿Te acuerdas que esta mañana te salvé la vida? Pues ha llegado el momento de que me pagues tu deuda..., no me había propuesto cobrármela pero ya que están así las cosas cuanto antes lo entiendan mejor.
—No des ni un solo paso más te he dicho... —le ordenó Clemente mientras con la mano libre intentaba detenerla para que no se aproximase a él.
Haciendo caso omiso de su advertencia, Paulina le cogió el rostro entre las manos mientras con las yemas de los dedos acariciaba suavemente la áspera mejilla masculina. Fue consciente en todo momento de la lucha interna que libraba aquel hombre por separarse de ella pero humillada por las ofensivas palabras del legionario, tomó aliento por los dos e intentó controlar la situación mientras la sangre le empezaba a fluir rápidamente por las venas.
Clemente abrió la boca justo unos milímetros para ordenarle una vez más que se detuviera pero Paulina no le dio alternativa alguna. Los brazos femeninos eran como dos bandas de acero que se apoderaron de su cuello cerrando la delgada línea que separaba ambos cuerpos. Clemente fue consciente del empuje de aquellos turgentes pechos sobre su torax. Aquel acto le pilló totalmente desprevenido, estaban en medio del campamento mientras un alborotado público contemplaba aquel abrazo que no debería haberse producido.
La cabeza de Paulina se acercó un poco más y sus labios terminaron por acariciar los de él. La suave lengua femenina se abrió paso entre los dientes de Clemente, reclamando el beso de aquel soldado. En un principio exploró con dureza aquella boca que se empeñaba en separarse de la suya pero la firme determinación de Paulina impidió que aquel hombre rompiera el fuerte abrazo. Decidida y enfadada, se propuso que les mostraría a todos aquellos cerdos hasta qué punto podía desear a un hombre.
Sentir la caricia incitadora de aquella loca sobre sí, terminó por romper la frágil barrera de su cordura, durante meses había mantenido la distancia entre sí y el resto del mundo. Pero después de tanto tiempo sin tocar a una mujer, la boca de aquella diosa lo volvió loco de deseo, era tan provocadora y sensual, ardiente y posesiva, que se apoderó de su voluntad sin poderlo remediar. El cuerpo de Clemente entró en tensión, intentando evitar su contacto mientras los brazos de Paulina lo aproximaban con fuerza a aquel embriagador calor femenino que de súbito, le hizo marearse. A su mente solo acudieron imágenes eróticas de cómo sería yacer con ella, o cómo sería posar su boca sobre aquellos redondos y firmes pechos. Inmersos en aquel baile de lenguas, sus manos atrajeron el cuerpo de la joven lo más cerca que pudo, ajustando su tamaño y corpulencia al de ella, apretando fuertemente las nalgas femeninas mientras su miembro se endurecía instantáneamente.
Bajo sus caricias, el ardiente cuerpo femenino se convirtió en seda caliente, invitadora. Sentir sus suaves manos femeninas sobre su cuello fue su perdición. El placer inesperado provocó que ambos cuerpos fueran pasto de las llamas mientras la necesidad de agarrarla de las caderas y poseerla salvajemente se hacía cada vez más acuciante. Aquella mujer le estaba llevando al abismo y lo único que deseaba era arrojarla sobre el suelo e introducirse con fuerza en ella una y otra vez hasta conseguir eyacular dentro de su cuerpo.
Las eróticas imágenes pasaron por su mente y Clemente emitió un fuerte sonido gutural que sorprendió a ambos, jadeo que sirvió para recobrar la conciencia de lo que estaba sucediendo delante de todo el maldito campamento. Aquello no era una simple actuación, con un solo beso el deseo se había apoderado fuertemente de los dos. Furioso consigo mismo por haber perdido el control y haberse dejado manipular por Paulina, Clemente la agarró por los hombros y la apartó violentamente de él. El silencio entre ellos solo fue interrumpido por la acelerada respiración de ambos y el abucheo de los soldados que aplaudían por el ardiente espectáculo.
—¡Maldita seas! —gritó Clemente que no había querido volver a sentir ese deseo por ninguna mujer jamás.
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