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Capítulo 3

"La necedad es la madre de todos los males". Cicerón (106 AC-43 AC) Escritor, orador y político romano.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Vitelio mientras sus dos amigos se levantaban lentamente de la mesa.

     El único que no se irguió fue Tulio pero era consciente de la voz de la persona que había entrado amenazando a su amigo. Imposibilitado para hacer nada, decidió permanecer en su sitio. En caso de problemas, Juliano y Sempronio ayudarían a Vitelio, además la tabernae estaba llena de gente.

—Quien te va a romper la mano como no la sueltes... —amenazó Clemente sin dejar traslucir ningún tipo de emoción.

—Interesante par de dos —dijo Vitelio— una mujer y un impedido que vienen a amenazarme en mi propia casa.

     Los clientes atentos, sonrieron ante el comentario de Vitelio. Paulina asintió con la cabeza agradeciendo que el dueño de la tabernae retirara la mano y la soltara pero enfurecida se volvió y le gritó a Clemente:

—¿Acaso te pedí ayuda? Ahora no solo tengo que cuidarme de mí misma, sino de ti también —puntualizó Paulina irritada.

     Aunque Paulina y Clemente no lo sabían, la mayoría de los que estaban presenciando el altercado, estaban en guardia, casi todos ellos eran excombatientes de la misma legión que los cuatro centuriones y solo haría falta un gesto del centurión para que los demás acudieran en su ayuda. No dudarían en defender a Vitelio, todos estaban preocupados por la muerte de los centuriones y se preguntaban quienes eran esos dos soldados que habían aparecido allí.

     Clemente adelantó el bastón la distancia suficiente para dar un paso y así poco a poco fue salteando las mesas hasta llegar a la exploradora. La profunda mirada masculina se clavó en ella mientras la joven se ponía en guardia.

—Me has hecho perseguirte por toda la maldita ciudad y apenas he llegado a tiempo de evitar que te metas en problemas y ¿cómo lo agradeces? —preguntó irritado el soldado.

—¿Acaso eres mi maldita niñera? —gritó Paulina colocando sus manos en su cintura mientras lo miraba claramente molesta—. Pues resulta que si hay alguien que necesita que le cuiden las espaldas ese eres tú. Te recuerdo que no puedes ni echar a correr en caso de peligro.

     Clemente terminó de dar el último paso que le separaba del cuerpo de la exploradora y bajando su cabeza, su rostro prácticamente tocó el de ella.

—Como sigas acercándote un poco más puede ser que acabes un poco dolorido en tus partes más nobles, ya me estoy hartando de ti... —dijo Paulina.

—¿Lo conoce? —preguntó Vitelio.

—No... —contestó Paulina.

—Sí... —añadió Clemente a la misma vez que ella.

—¿Qué quieres? —le preguntó Paulina enojada.

—Lo mismo que tú..., cuanto antes acabemos con todo esto, antes podré abandonar tu insoportable insolencia.

—¡Mira quién fue a hablar! Si todo tú resultas ofensivo.

—¿Podrían dejar de pelearse? No sé a qué han venido aquí pero les aseguro que no van a encontrar nada. Además, ¿quiénes son ustedes?

—¿Podríamos hablar un poco más apartados? Estamos llamando la atención de toda la gente —contestó Clemente.

—¿Y ahora te das cuenta? —preguntó Paulina.

     Clemente no soportaba más la impertinencia de aquella fémina, si es que algo de mujer tenía porque era igual que una piedra dentro de un calcei. Solo le provocaba agarrarla de aquella larga trenza y arrastrarla calle abajo. Intentando recobrar la serenidad cerró los ojos, respiró profundo y le preguntó a aquel hombre:

—¿Podríamos hablar un momento? Solo serán unos minutos, si no están los hombres que andamos buscando quizás pueda darnos algún detalle de donde encontrarlos. El gobernador nos dijo que aquí podríamos encontrarlos.

—¿El gobernador? ¿Acaso les manda el gobernador?

—No vengo de parte del gobernador de aquí, sino de el de Panonia, ¿le suena el nombre de Tito Flavio Sabino?

—¿Bromea? —preguntó Vitelio a Clemente.

—¿Tengo aspecto de estar gastando bromas? —contestó Paulina.

     En ese instante Clemente negó con la cabeza la pregunta y fue el momento de que Vitelio se sorprendiera, no podía ser que el mismo sobrino del Emperador hubiese mandado a una mujer y un soldado que cojeaba a investigar la muerte de tres centuriones, ¿por qué aquellas muertes eran tan importantes para Roma? Solo eran tres centuriones licenciados. Vitelio comprendió en ese momento que tendría que cooperar con aquellos dos sujetos pero mirando fijamente a la mujer le dijo:

—¿Le han dicho alguna vez que es usted demasiado impertinente? No debería de hablarle así a un hombre...

—¡Vaya! Otro hombre con cordura... —dijo Clemente sonriendo mientras desviaba la mirada hacia ella.

—Te juro que algún día de estos...

—¿Algún día qué? —gritó Clemente cansado de ese absurda diatriba—. Desde ayer no has dejado de censurarme como si yo tuviese la culpa de estar aquí, si fuese por mí..., ahora mismo abandonaría esta maldita ciudad para no tener que ver a una mujerzuela como tú.

     Paulina agarró una de sus dagas ocultas pero Clemente que ya empezaba a conocer el temperamento de aquella loca, se adelantó y agarrándole fuertemente del cabello, terminó por aproximar su cuerpo al de ella y le advirtió:

—Cómo te atrevas a sacarla te prometo que cuando menos te lo esperes te voy a cortar la maldita trenza que llevas, eres una completa salvaje...

—¡Imbécil!¡Suéltame si no quieres que te mate aquí mismo!

—¿Podrían dejarlo de una vez y marcharse?

—No —dijo Clemente volviéndose hacia a aquel sujeto y soltando a la mujer.

—Nooo... —gritó Paulina a la misma vez.

—¿Quieren decirme de una vez que buscan aquí? Me están espantando a la clientela —gritó Vitelio perdiendo los nervios.

—Ya se lo dije, tengo que hablar con unos veteranos, estoy investigando el asesinato de los centuriones —agregó Paulina.

—Estamos... —añadió Clemente mientras sentía como Paulina resoplaba fuertemente.

—¿Una mujer? —preguntó el dueño de la tabernae.

—Otro idiota no por favor... —agregó la joven para sí misma incapaz de soportar a aquellos estúpidos.

—Si prefiere puedo traer la misiva del gobernador de Panonia, a lo mejor termina de comprenderlo... —declaró Paulina sonriendo cínicamente.

—Está bien, pasen por aquí... —dijo Vitelio de malos modos— ... ¡Se acabó el espectáculo! —volvió a gritar el hombre hacia los demás clientes que escuchaban atentos.

     Clemente estaba cansado, había tenido que forzar demasiado su pierna y apenas se había dado cuenta del suplicio pero en el momento en que aquella horrible mujer dejó de hablar, fue consciente del dolor nuevamente. Volviendo a cojear caminó lentamente hacia donde les dirigía ese hombre.

—¡Aquí tienen a los hombres que buscan! Este es Sempronio —dijo señalando al soldado— ese de ahí es Juliano, trabaja en el anfiteatro cuidando de las bestias, ese otro es Tulio y como se darán cuenta no puede ver porque está ciego y yo soy Vitelio, el propietario de esta tabernae. Todos somos centuriones de la X Gémina, nos licenciamos prácticamente en la misma época y efectivamente, la noche que asesinaron a Póstumo, estuvimos con él. Siéntense, usted parece que se va a desvanecer de un momento a otro... —indicó Vitelio a Clemente.

      Paulina desvió la mirada comprobando que efectivamente su perro guardián debía de estar bastante mal porque estaba completamente blanco.

—¡Como te caigas no pienso recogerte!

—¿Acaso te lo he pedido?

—Lo de ustedes es demasiado fuerte, si están así todo el rato, ¿porqué los han asignado juntos? —preguntó Vitelio nuevamente.

—Eso quisiera yo saber... —dijo Clemente sentándose en el hueco libre que quedaba en uno de los bancos.

—Cuéntennos que pasó esa noche... —dijo Paulina sentándose en el banco sin querer contestar la pregunta de Vitelio pero poniendo algo de distancia con Clemente.

—Estuvimos tomando unos tragos mientras pasábamos el rato —dijo Tulio en el centro de la mesa.

—Sí, y después, jugamos varias partidas hasta que Póstumo dijo que se tenía que ir, fue cuando abandonamos el juego —dijo Juliano.

—El gobernador nos dijo que Póstumo llevaba dinero —dijo Paulina.

—Sí, aquel día tuvo demasiada suerte, como siempre y nos ganó lo que llevábamos encima, no era mucho pero le alegró la tarde. Sí, tuvo suerte en el juego aquel día pero fue salir de aquí y la fortuna se le acabó, ¿para qué le sirvió? —declaró Vitelio compungido.

—¿Y a los otros dos soldados? —preguntó Paulina—. ¿Los conocían?

—Por supuesto, solían frecuentar también esta tabernae. Todos estamos preocupados, esos centuriones eran amigos nuestros ¿entiende?, sobre todo Póstumo. Hay alguien que quiere vernos muertos pero no sabemos por donde empezar, estábamos pensando en averiguar por nuestra cuenta cuando han llegado. Nos disponíamos... —dijo Vitelio.

—Saben que este asunto es demasiado peligroso, dejen todo en nuestras manos. Estamos aquí para averiguar quién mató a esos hombres, aunque no sabemos si fue cosa de una sola persona —declaró Clemente.

—¿Creen que podrían haber más personas implicadas?

—No podemos descartar nada hasta que no sepamos cuál fue realmente el móvil de los asesinatos —contestó Clemente.

—¿Qué se proponían hacer? —preguntó Paulina con curiosidad.

—Queríamos empezar por preguntar a la mujer de Póstumo si le debían algo a alguien, a nuestro amigo le robaron todo lo que llevaba, la causa pudo ser el robo pero lo que no nos gusta es ¿por qué todos frecuentaban mi tabernae? Eso no puede ser casualidad y no me gusta... —declaró Vitelio pensativo.

—Mi amigo lleva razón, el asesino ha matado tres personas que solían frecuentar este lugar —confirmó Sempronio.

—Entonces está claro quién es el asesino... —dijo Paulina como si tal cosa.

     Todos se quedaron mirándola expectantes ante lo que iba a decir, despertando hasta la curiosidad de Clemente.

—El asesino es alguien que está entre ustedes —terminó de decir Paulina con gravedad mientras sentía sobre sí la penetrante mirada de todos aquellos hombres.

—¿Está acusándonos de asesinos? —preguntó Juliano elevando la voz claramente enojado.

—No, solo estoy diciendo que el asesino está o puede estar aquí, incluso ahora mismo podría estar observándonos —terminó de aclarar Paulina.

     A los hombres no les gustó escuchar aquello, la mujer no iba mal encaminada y podía llevar razón.

—¿Por qué piensa eso? —preguntó Vitelio que llevaba la voz cantante entre aquellos hombres.

     Paulina los miró uno por uno detenidamente, y respirando profundo les dijo:

—Ustedes son casi lo mejor del ejército, no hay muchos hombres que les superen en valor y coraje y eso muchas veces es motivo de envidia, ¿o acaso creen que en la Legión no hay gente que aspira a alcanzar la posición que todos ustedes han tenido? No todo el mundo tiene las mismas aptitudes, puede ser que les estén matando por ese motivo. Alguien quiere vengarse de ustedes, en cuanto averigüemos por qué, tendremos al asesino.

     Un silencio profundo se hizo en la mesa ante la declaración de Paulina, los hombres continuaron bebiendo de sus jarras mientras pensaban en las sospechas de esa mujer.

—Puede ser que lleve razón pero ¿qué podemos hacer? Eso no puede ser tan fáci. Reconozco que estoy asustado, mis compañeros podrían tener alguna oportunidad de defenderse pero yo no podré ver jamás a mi atacante —puntualizó Tulio que se encontraba demasiado preocupado y en su voz se intuía la ansiedad que lo invadía—. Tan solo vivo con mi madre, una mujer anciana que prácticamente tiene los días contados, en cuanto ella falte, estaré perdido...

     Sempronio que estaba sentado al lado de su amigo Tulio, le puso la mano en el hombro y solo le dijo unas suaves palabras para tranquilizarlo.

—Deja de preocuparte, yo te acompañaré siempre que sea necesario. Puedes venirte con nosotros a vivir, siempre habrá un lugar en mi mesa para ti así que deja de mortificarte...

     Tulio asintió emocionado por poder contar con sus amigos, no había nada peor que estar privado de la ceguera. El único momento en que se olvidaba de su condición era cuando estaba al lado de sus amigos.

—Intenten salir siempre acompañados y dejen las averiguaciones para nosotros..., estamos aquí para eso —dijo Clemente mirándolos seriamente.

     Paulina desvió la mirada hacia su nuevo acompañante y le irritó escuchar esas palabras, ese hombre se tomaba atribuciones que no le correspondían. Hablaba por ella y asumía el mando como si hubiese sido él al que hubiesen asignado a aquella misión. Quizá debería recordarle que simplemente era su acompañante.

—¿Y qué puede hacer usted? Apenas puede caminar... —dijo Juliano.

—Es inconcebible que hayan delegado este asunto en ustedes dos, les ayudaremos en lo que podamos —declaró Vitelio con arrogancia— al fin y al cabo, el objetivo somos nosotros. Ustedes son nuevos en la ciudad y nosotros la conocemos como la palma de nuestra mano, además por aquí pasan muchísimos clientes y me deben algún que otro favor. Puedo llegar a sitios que ustedes dos no van a poder. Si han decidido matarnos uno por uno, no vamos a permanecer con los brazos cruzados esperando a que vengan a matarnos. Les ayudaremos.

     Paulina los miró resignada, aquellos hombres menospreciaban sus cualidades porque era mujer pero les demostraría que estaban equivocados. Ella sola averiguaría quién era el asesino y se marcharía pronto de allí. Mientras tanto, no le quedaba otra opción que aceptar la ayuda de esos hombres. Era cierto que ellos tenían más posibilidades de descubrir alguna pista que les condujera al asesino si aceptaban su cooperación. Volviendo la cabeza hacia Clemente y observándolo, no dijo nada pero comprendió que tendría que cargar también con él quisiera ella o no.

—Está bien, nosotros haremos nuestras propias averiguaciones y si les parece bien, podemos vernos en dos días y poner en común lo que hayamos descubierto.

     Los hombres asintieron poniéndose de acuerdo en el trato.

—Está bien, en dos días nos vemos en este mismo sitio... —declaró Clemente mientras apoyaba la mano libre en el borde de la mesa y hacia un esfuerzo para poder levantarse con la pierna buena.

     Paulina observó el trabajo que significaba para Clemente el simple hecho de levantarse de un banco. Ella podría aliviar los dolores de esa pierna pero para eso tendría que rogárselo de rodillas y no lo veía en disposición de hacerlo. Sonriendo salió detrás de él, rodeando las mesas de madera y los bancos donde bastantes clientes continuaban bebiendo como si tal cosa. Estaba ya a punto de sonreír cuando escuchó que la llamaban.

—¡Señora! —gritó uno de los cuatro centuriones.

     Paulina se volvió esperando que el hombre le dijera seguramente algo que se le había olvidado pero lo que no se esperaba era el comentario mordaz que vino a continuación.

—¡Quítese ese uniforme! Llama demasiado la atención...

     En cuanto Paulina volvió a escuchar otra vez la misma orden que el gobernador soltó un improperio:

—¡Idiotas! —dijo en voz baja mientras observaba como el resto de los hombres presentes se reían a carcajadas a costa de ella—. ¡Serán imbéciles!

     Calle abajo, un ligero movimiento de hombros de Clemente hizo que Paulina se diera cuenta que el soldado también se estaba riendo del comentario del centurión. En aquel momento odió a todos los hombres.


     Cuando llegaron de nuevo al campamento, Paulina se fue derecha al barracón seguida del lobo que no la abandonaba ni a sol ni a sombra. Clemente llegó tiempo después, le fue imposible seguir el ritmo de la mujer. En cuanto llegó al pequeño campamento, el soldado sintió un fuerte desgarro al adelantar la pierna para dar un paso. El dolor hizo que se paralizara en el momento, mientras cerraba los ojos con fuerza intentando que aquello no se notase mucho. Se había quedado clavado en el sitio y los legionarios pasaban al lado de él sin siquiera mirarle pero aún así Clemente sabía que al detenerse debía de haber llamado la atención de los soldados.

     A Paulina le faltaba poco para llegar al barracón cuando sintió unas risas al otro lado de la calle y el comentario irónico de un soldado a otro bastante malintencionado.

—¡Ahí llega el traidor!

—No debería estar aquí... —dijo uno de ellos— este no es el lugar para tipos como ese. Roma debe estar muy necesitada si permite que escoria como esa sigan perteneciendo a la legión. Por mí podían meterlo en una galera y hundir el navío en medio del mar.

     Paulina pudo adivinar que bajo la capa de enojo de aquellos tipos se podía apreciar el desprecio. La cara de pocos amigos que mostraban era bastante elocuente. La curiosidad la venció y se detuvo para comprobar de quién estaban hablando. Cuando con la mirada llegó al objetivo de los dos legionarios se quedó estupefacta.

—¡No puede ser! ¡Magnífico! Ahora encima no voy a poder confiar en él... —dijo mientras emprendía la marcha—. Vamos lobo, continuemos..., cuanto antes nos pongamos en marcha, antes nos iremos de aquí...

     Clemente ajeno a la conversación de los soldados continuó aguantando el tormento, durante cuánto tiempo más tendría que estar padeciendo era una pregunta que últimamente se le venía a la cabeza. No comprendía que mal había hecho para recibir aquel castigo de los dioses. Tan solo aborrecer la suerte de ese canalla y eso no era motivo suficiente para que su suerte hubiese cambiado tan drásticamente. Volvería cien mil veces más a traicionar a Máximus si le pidieran que lo hiciera. No se arrepentía de nada pero necesitaba que aquel sufrimiento remitiese porque el simple hecho de caminar se le hacía cuesta arriba y dado el tiempo que todavía le quedaba con el ejército debía intentar recuperar algo de su antigua fortaleza.

—¿Necesita ayuda? —preguntó uno de los soldados que se hallaba en la entrada del campamento y que se había percatado del problema.

—No... —dijo Clemente intentando calmarse.

—Debería visitar al galeno, no estaría nada mal que le mirasen de nuevo, quizás pueda hacer algo por usted... —sugirió el legionario mientras con las manos apoyadas en su cintura lo miraba detenidamente.

—¿Por qué me trata de usted? —preguntó Clemente.

     El soldado elevó ligeramente los hombros sin contestar. Clemente sintió un leve atisbo de nostalgia, parecía que habían transcurrido años desde que había sido precepto de la guardia imperial. No comprendía como había podido torcerse todo de aquella manera, su odio hacia Máximus había ofuscado casi la mitad de su vida. Pero en aquel preciso momento lo odiaba todavía más, estaba en esas condiciones por su culpa pero a pesar de todo, alguien se había dado cuenta que él no era un simple soldado, le había tratado con un ligero tono condescendiente como el antiguo mando que había sido y eso le había alegrado en el fondo. Esto no se quedaría así, algún día volvería a recuperar su posición social.

—Gracias, procuraré visitar la enfermería, quizás lleve razón y el galeno pueda darme algo que me alivie —dijo Clemente reanudando la marcha cojeando hacia la tienda donde el galeno solía atender a los heridos y a los enfermos— ...creo que ese lugar se va a convertir en mi segunda morada —terminó de agregar Clemente para sí mismo mientras continuaba dejando atrás al legionario que seguía mirándolo detenidamente.

     Cuando Clemente llegó a los barracones, solamente la exploradora se encontraba allí. Los barracones de forma alargada solían acoger a una centuria, y a su vez estos se dividían en diez grupos de ocho personas. En cada contubernium, los ocho soldados convivían en dos pequeñas habitaciones, una que hacía de almacén para los enseres y las armas y la otra, que hacía de dormitorio. Cuando les asignaron el barracón el día anterior, tan solo quedaban dos lechos libres que les fueron asignados.

—¿Dónde está la gente? —preguntó Clemente extrañado a la mujer que lo observaba con detenimiento.

     El día anterior cuando los cuatro soldados les vieron entrar, hicieron todo lo posible por mostrar que su presencia allí les desagradaba. El que dos extraños se incorporaran a la vida del pequeño habitáculo interrumpía la camaradería creada entre ellos. La exploradora y él hicieron caso omiso del frío recibimiento cuando les ignoraron, al fin y al cabo permanecerían poco tiempo allí, pero en ese momento le extrañaba que no hubiese nadie. Ellos dos estaban exentos de realizar las obligaciones militares sin embargo, la jornada hacía rato que había acabado y nadie había regresado para la cena. Tan solo se realizaban dos comidas al día, el desayuno y la cena y Clemente estaba seguro que en aquella ciudad la seguridad no debía de acarrear tantos problemas para que no hubiesen vuelto, a no ser, que los soldados de su contubernium, estuviesen de patrulla por los caminos.

    Clemente sacó un poco de la comida que el día anterior les habían entregado. Como no había comedores comunes para los soldados, entregaban pequeñas raciones para ser cocinadas en los pequeños hornos que habían en cada contuberniumy tranquilamente se dispuso a comer, sin que la mujer se hubiera dignado a contestarle. El silencio entre ellos era algo tenso pero al rato, ella contestó:

—A lo mejor no deseen convivir con un traidor en el mismo lugar, no se fiarán de ti... —dijo Paulina sin inmutarse.

     Clemente que en ese momento estaba masticando un trozo de queso, se quedó quieto, sin contestar ante el comentario pero irritado al darse cuenta que los rumores habían viajado tan rápido que la exploradora los había escuchado.

—¿No vas a decir nada? —dijo Paulina que estaba tumbada en su lecho mirando en ese momento hacia el lugar en el que él se encontraba sentado.

—Ya lo has dicho tú todo —contestó Clemente mientras tragaba el trozo de queso prácticamente sin masticar.

—Ahora resulta que no solo me asignan a un compañero que no se puede sostener, sino que encima es un maldito traidor y la gente lo repudia a su paso, ¿qué más secretos guardas?... —preguntó Paulina.

—Eso es algo que a ti no te incumbe, lo que haga no es asunto tuyo —dijo Clemente sin mirarla mientras cortaba otro trozo de queso.

—Se convierte en asunto mío si me va a acarrear más problemas de los que ya tengo. Debes de tener algún protector importante para que te hayan salvado la vida, pocos traidores sobreviven a hechos tan graves como ese ¿Qué hiciste para que te hayan declarado un traidor?

—¡Te he dicho que no te metas! —dijo Clemente por última vez, harto de esa conversación.

     Paulina lo observó como seguía comiendo con una sangre tan fría que no se había inmutado si quiera. Si alguien hubiera osado a llamarla traidora, le habría cortado la lengua en ese preciso instante. Aquel hombre no era de fiar y tendría a bien tenerlo en cuenta. Volviéndose sobre el lecho y mirando hacia la pared de madera, Paulina se cubrió con la piel que llevaba mientras su lobo dormía a la cabecera de su cama. Nunca se preocupaba durante las horas de sueño, el animal la protegía de cualquier amenaza pero esa noche estaba incómoda sabiendo que ese soldado podía ser totalmente imprevisible. Paulina tocó con su mano la daga que permanecía oculta en sus ropas, podría ser mujer pero no era una ilusa.

     Cuando Clemente comprobó que la mujer se volvía y desistía de observarlo, dejó de masticar. El trozo de queso se había convertido en arena en su boca. Sin alzar la voz, maldijo a todos y levantándose lentamente dejó el resto de comida que quedaba encima de la mesa mientras que con ayuda de su bastón salía al exterior. La temperatura había descendido gradualmente pero prefería el gélido tiempo a continuar sentado allí como si el comentario no le hubiese importado.

     Poco a poco fue caminando por las calles del campamento, un paso tras otro, hasta que sin darse cuenta se hizo de noche y el cansancio hizo mella en él. Necesitaba ejercitar su pierna y por el momento, aquellos pequeños paseos era lo único que se podía permitir. Había dado varias vueltas a los barracones y ya era hora de descansar un poco, al día siguiente tendrían que ir hasta la casa del centurión asesinado y seguro que aquella mujer le sacaría demasiada ventaja. Antes de rallar el alba estaría preparado, no lo dejaría atrás nuevamente.

     Paulina tenía el oído demasiado agudizado para que su llegada le pasara desapercibida. El movimiento torpe y lento al arrastrar la pierna, no pasó desapercibido para la exploradora. La joven sonrió, sin duda debía de estar helado y la herida debía dolerle bastante por el tiempo que llevaba fuera. Nada más sentirlo salir, se levantó del lecho y comprobó qué estaba haciendo aquel infeliz, no podía fiarse de él. Seguramente estaba tan irritado que había preferido caminar a permanecer tan tranquilo sentado en la misma sala que ella. Era el primer sentimiento verdadero que mostraba, lo prefería a la arrogancia y a la indiferencia que mostraba. Esa noche, el soldado tardaría bastante en dormirse, entre el dolor y el frío que hacía fuera no conseguiría que el sueño se adueñase de él tan pronto. Al día siguiente, se levantaría antes que él, no le cabía la menor duda.


     A la mañana siguiente cuando Paulina se despertó y miró hacia el lecho del soldado, soltó una imprecación, el tipo se le había adelantado. No había amanecido todavía y ya estaba esperándola fuera. Resignada, se levantó y rápidamente tras vestirse estuvo preparada, saliendo sin mirarle.

     Clemente siguió a la joven y optó por permanecer en silencio. No tenían nada de que conversar por el momento y era lo mejor. Se había levantado demasiado temprano para esperarla pero la realidad era, que estaba demasiado cansado. No había conciliado el sueño hasta altas horas de la madrugada, no dejó de dar vueltas y vueltas sobre aquel duro lecho. Ensimismado continuó caminando, con la mirada puesta en el animal que los acompañaba, Clemente no fue consciente del peligro que se les avecinaba hasta que no lo tuvo prácticamente encima.

—¡Soldado!

—¿Qué quieres? —dijo Clemente levantando el rostro observándola.

—¡Prepárate!

      A Clemente se le erizó en ese momento el bello de la nuca y fue consciente de las tres figuras situadas al final de una calle, en fila y con actitud desafiante, los tres sujetos taponaban el estrecho callejón.

—¿Serás capaz de aguantar? —preguntó Paulina.

—Preocúpate por ti, yo puedo cuidarme solo... —contestó Clemente.

—¡Sea! —dijo la joven elevando la voz.

     Y en ese mismo momento, los tres asaltantes empezaron a correr hacia ellos mientras gritaban como salvajes.

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