Capítulo 2
"Nuestro carácter nos hace meternos en problemas, pero es nuestro orgullo el que nos mantiene en ellos". Esopo (S. VII a. C. – S. VII a. C.) Fabulista griego.
—Creo que se les olvida algo... —dijo el gobernador mirando con ínfulas a los dos legionarios —quién realmente manda aquí soy yo por si no se han dado cuenta. Y no lo olviden porque ninguno de ustedes está en disposición de decidir nada en este asunto. Trabajarán juntos y no se hable más... —dijo Décimo Valerio fingiendo una actitud arrogante frente a los dos soldados.
No había pretendido que todos los presentes apreciasen la animadversión existente entre aquellos dos pero el conflicto entre ambos iba subiendo de tono. Toda la culpa recaería en ellos cuando no averiguasen nada y aquello fuese un completo fracaso. Jamás se había sentido Décimo Valerio tan humillado como el momento en que comprendió que Roma anteponía la opinión de una mujer a su buen juicio. Pues les demostraría que estaban equivocados ninguna mujer era tan lista como para saber más que el propio gobernador de Emérita Augusta.
Paulina desvió la mirada de Clemente hacia el suelo y sin medir las consecuencias de sus palabras volvió a aseverar:
—No necesito a nadie a mi lado, yo sola me basto...
—¿Desde cuando una mujer puede opinar en asuntos de hombres? ¿Es que acaso Roma... —preguntó Clemente al emperador interrumpiendo a Paulina.
—Desde que incompetentes como tú no saben realizar su trabajo... —contestó Paulina interrumpiéndolo a su vez y quedando su voz por encima de la de Clemente.
Paulina lo observó por primera vez detenidamente. El soldado tenía un aspecto desgreñado, llevaba el pelo recogido atrás con una cinta de cuero y con una poblada barba ocultaba la mayor parte de su rostro. Era alto, más que ella aunque eso no era nada raro, dada su estatura. Cualquiera podría sobrepasarla en altura. Ese era uno de los puntos fuertes de aquel hombre, su presencia imponía pero no podía disimular el aire de soberbia que desprendía por todos los poros.
Pero si había algo destacable en él eran sus ojos, tenía una penetrante mirada a pesar del desprecio y el orgullo herido que veía en ella. Sus ojos marrones tenían un matiz que nunca había apreciado en nadie, le recordaba el color de los valles de su tierra natal. Pero su aspecto enfermizo le delataba, sin duda debía haber conocido tiempos mejores, era evidente que esa herida, la inactividad y la falta de entrenamiento le habían pasado factura. Sus piernas no estaban musculosas, de hecho parecía que no podían ni mantenerle de pie.
Clemente se quedó mirando fríamente a la exploradora, no daba crédito a su atrevimiento. Jamás una mujer le había hablado de ese modo y mucho menos delante de nadie. Y esa que tenía enfrente, le había calentado la sangre con tan solo una maldita frase. Sin pensarlo y olvidándose del dolor de la pierna, dio un paso adelante dispuesto a cerrarle la boca a la maldita zorra.
Paulina observando como aquel soldado daba un paso más y se dirigía hacia ella, no con muy buenas intenciones, sonrió. Debía reconocer que era osado para atreverse a enfrentarse a ella en esas condiciones, así que con un tono de voz bajo agregó:
—Yo de ti no lo intentaría..., si quieres continuar vivo claro está, pero si lo que deseas es que te rompa la otra maldita pierna, acércate un poco más y descubrirás de lo que soy capaz. Las mujeres podemos hacer otras cosas a parte de aguantar a inútiles como tú...
Clemente decidido a acortar la distancia que lo separaba de ella se detuvo, aquella sinvergüenza llevaba razón. No estaba en condiciones de hacer frente a nadie, un mal golpe en la herida y las consecuencias serían desastrosas pero no podía permitir que le hablara de ese modo delante de nadie.
—¡Maldita zorra! —dijo Clemente intentando aparentar normalidad—. ¡Me las vas a pagar!...
La suave risa de burla de Paulina provocó en Clemente que su enfado alcanzara cotas más altas. Aquella mujer sacaba lo peor de él.
—Como vuelvas a insultarme, lo vas a lamentar. No puedes ni sostenerte derecho si no es con la ayuda de ese bastón, así que no pienso arrastrar contigo por toda la ciudad, no serías más que un estorbo... —contestó Paulina convencida, olvidándose de nuevo de la presencia del gobernador.
Décimo Valerio no daba crédito a que hubiera bastado tan solo unas palabras para que aquellos dos se continuaran enfrascados en otra pelea. Observándoles con cara de indignación se percató que la exploradora llevaba razón, había sido un movimiento maestro. Aquella mujer no lograría averiguar nada mientras estuviese acompañada de un incompetente como era el soldado que tenía enfrente. Disfrutando de aquel momento y ejerciendo nuevamente su autoridad sobre ellos agregó:
—Desde ya les aseguro que o trabajan juntos o se marchan de aquí. Usted no está en condiciones de luchar —dijo el gobernador mirando a Clemente— y usted tampoco debería ir vestida como un soldado, llamando tanto la atención. Así que mientras permanezcan en este campamento, acatarán mis órdenes y no pienso volver a repetirlo —dijo desafiándoles con la mirada.
—Pero...., este hombre no puede si quiera caminar..., no necesito un maldito tulli...
—Si vuelves a pronunciar esa palabra, te aseguro que te tragas este bastón... —la sentenció Clemente.
—A los hechos me remito... —dijo señalándolo con la mano— no hay más que verte para darse cuenta de tu aspecto, debería de estar licenciado y no aquí. No sé de quién habrá sido la idea de que continúe en el ejército pero...
—Estoy aquí por orden del Cesar, así que si tienes algo que objetar ya puedes quejarte al mismo emperador, además, me gustaría saber a mí con quién te habrás acostado tú para ingresar en la legión...
Cuando Paulina escuchó aquella última ofensa no lo dudó ni un segundo. Tan solo dos pasos la separaban de aquel imbécil. De un salto recorrió la distancia que los separaba para arrojarse contra aquel energúmeno. Sin mediar palabra, levantó la pierna izquierda y haciendo un extraño giro tomó el impulso suficiente para golpear al sujeto en el centro del pecho, derribándole tan fuerte que lo lanzó como un muñeco de trapo al suelo. Retorciéndose en el aire con agilidad consiguió aterrizar en sus pies como si hubiese sido su mismo lobo.
Todo fue tan rápido que a Clemente no le dio tiempo a reaccionar. El pie de aquella mujer le golpeó en el tórax, su pierna buena le falló y cayó hacia atrás recibiendo un fuerte golpe en la cabeza al caer. Un ramalazo de dolor le subió de la pantorrilla a lo largo de todo el muslo herido. La respiración se le cortó y tan solo sintió el improperio del gobernador junto con las risas de los soldados que sin darse cuenta se habían ido reuniendo detrás de ellos observando toda la escena. Una mujer le había derribado delante de toda la maldita legión.
—¡Ganas me dan de romperte la otra pierna! —gritó Paulina viendo a aquel hombre desparramado en el suelo incapaz de moverse por la fuerza del golpe mientras lo señalaba.
—¡Te voy a matar!... —gritó Clemente con la voz entrecortada por el dolor mientras intentaba levantarse del suelo.
Cuando el gobernador comprobó el cariz que estaba tomando todo aquel asunto decidió intervenir.
—¡Basta! —gritó Décimo Valerio señalando con el dedo a la mujer—. A usted quiero verla ahora mismo en mi tienda y usted... —dijo refiriéndose a Clemente mientras le tendía la mano—. Vaya ahora mismo al galeno a que le cosa, se le ha vuelto a abrir la herida. Y cuando termine, vuelva inmediatamente.
Clemente necesitó agarrarse de la mano que el gobernador le tendía para poder levantarse, con el orgullo por los suelos y sin saber donde mirar. Un gruñido de dolor estalló en su garganta cuando se incorporó y comprobó el hilo de sangre que manaba nuevamente por la pierna abajo, la sudor apareció en su frente sin poderlo remediar. Apoyó la mayor parte de su peso en la pierna izquierda mientras la otra pierna le ardía salvajemente por el golpe. No tuvo otra opción que aceptar la ayuda, pero cuando se levantó miró con todo el odio del mundo a aquella furcia.
—Tu y yo..., no hemos terminado —agregó Clemente respirando hondo.
—Te estaré esperando si eres capaz de... —le retó Paulina enfadada sosteniéndole la mirada.
—¡He dado una orden yaaa...! —gritó el gobernador incapaz de separar a los dos—. Soldados llévenselo.
Paulina levantó la mirada en ese momento más allá del soldado que había derribado y contempló la multitud de espectadores que se habían congregado delante de ellos. Estaba tan enfrascada en la pelea que no se había dado cuenta del espectáculo que acababa de dar pero mirándoles con actitud desafiándote gritó:
—Si alguno más quiere vérselas conmigo, nos vemos en la arena...
—¿Y como premio me puedo dar un revolcón contigo? —preguntó uno de aquellos legionarios aprovechando el anonimato, oculto entre los cuerpos de sus compañeros.
En ese momento otra tanda de risas sustituyó a las anteriores.
—¡Ven y lo compruebas si eres tan valiente! —continuó Paulina provocando al grupo de soldados situados enfrente de ella.
—¿Pero es que usted no entiende lo que le ordenan? —gritó Décimo Valerio perdiendo definitivamente la paciencia—. Llévensela de aquí también, aunque sea a la fuerza.
Cuando uno de los soldados fue a cogerla del brazo para hacerla caminar delante de él, Paulina pegó un estirón y se soltó, emprendiendo el camino hacia la tienda del gobernador seguida por el enorme animal.
Mientras tanto, Clemente podía sentir las burlas detrás de él, derribado por una simple mujer de una sola patada, se sentía completamente humillado. Aquella fulana le había derribado con tanta rapidez que no lo había visto venir. Se prometió así mismo que aquello no se quedaría allí. Algún día se tragaría sus ofensas. Como fuese, recuperaría su anterior fuerza física y ajustaría cuentas con ella.
Minutos más tarde estaba ante el galeno que comenzó a coserle de nuevo el desastre de aquel nuevo desgarramiento, pensó que iba a desmayarse del dolor pero cuando aquel instante pasó, la agonía disminuyó. Mordió con fuerza el trozo de cuero que aquel hombre le había dado. Intentando ahuyentar el dolor de su mente, pensó en todas las maneras que le iba a hacer pagar a aquella mujer la humillación que le había hecho pasar.
Paulina escuchaba atentamente la reprimenda que estaba recibiendo del gobernador.
—Este hombre será su compañero le guste o no, ¿piensa que puede ir sola por la ciudad? Mi autoridad prevalece sobre la suya y si le ordeno que no andará sola mientras permanezca bajo mi autoridad, es lo que hará. Además, no puede ir vestida de soldado por ahí llamando tanto la atención. Se hará pasar por la mujer de su nuevo compañero.
—¡Ah, eso sí que no! —susurró Paulina negando con la cabeza .
Lo había dicho en voz baja pero el gobernador había escuchado perfectamente su comentario. Décimo Valerio permanecía de pie frente a la mesa ubicada en el centro de la tienda, con los puños apoyados en ella, la miró seriamente mientras agregaba:
—Necesita una coartada para poder entrar en algunos sitios, se hará pasar por su esposa y no se hable más. Necesita estar atenta a todo...
—Es lo que siempre hago... —agregó Paulina comprobando como a aquel hombre se le inflamaba la vena del cuello mientras ella hablaba— además, marchar con ese soldado es peor que ir yo sola. No solo tendré que guardar mi espalda, sino la de él también. No puede ni mantenerse de pie. Entorpecerá la investigación.
—No voy a discutir con usted mi decisión. Se cambiará inmediatamente, no quiero volver a verla así. Si piensa quedarse aquí por un tiempo, se comportará como una mujer, esa es mi última palabra... —afirmó el gobernador.
—¡Hombres! —pensó la joven para sí misma— no puedo hacerlo... —afirmó a continuación en voz alta.
—¡Lo hará! —gritó Décimo Valerio mientras golpeaba la mesa con un puño— ¡Y no quiero volver a sentirla! A partir de estos momentos permanecerá en silencio... —terminó de ordenar el gobernador que había perdido ya la paciencia y aquello no le parecía tan gracioso.
Fuera de la tienda se escuchó el aullido del lobo.
—Y otra cosa más le advierto..., quiero a ese animal lejos del campamento, si ocasionara el más mínimo problema puede considerarse sin mascota.
—No dará ningún problema, yo me hago responsable de él...
—Solo le advierto que al más mínimo problema, usted y su lobo saldrán de esta ciudad.
Paulina tuvo que morderse la lengua en ese momento. Si había aprendido algo de los hombres era que no se podía razonar con ellos cuando estaban tan alterados.
—En cuanto regrese su compañero, les acompañaré a ambos al lugar donde se encontraron los cadáveres.
—Sí señor —contestó Paulina seria.
—Y otra cosa más le advierto, ese hombre no está en condiciones de recibir más golpes y mucho menos después de que le haya vuelto a abrir la herida. No creo que logre ni recuperar la forma física que tuvo alguna vez pero ese soldado llevaba razón. El mismo César decretó que permaneciera en la legión, si llegara a mis oídos rumores de que le ha vuelto a derribar, le aseguro que le propinaré diez latigazos por cada uno de los golpes que él reciba. Y le aseguro que no amenazo en balde.
Paulina permaneció en silencio, no era el momento de continuar hablando, lo único que le interesaba era descubrir quién mató a los centuriones y regresar a Germania. Aquel campamento la ahogaba y necesitaba salir de allí cuanto antes. No había hecho más que llegar al lugar y ya estaba deseando irse de allí.
—¡Señor! —dijo un soldado detrás de ella entrando en la tienda.
—¿Qué quiere? —preguntó el gobernador gritando todavía.
—El soldado que esperaba se encuentra aquí fuera...
—Saldré ahora mismo... —contestó el gobernador mirándola iracundo—. Sígame y ya sabe lo que le advertí. Si quiere continuar aquí, tendrá que ser bajo mis reglas.
Clemente miraba hacia la tienda esperando la salida del gobernador, intentando mantener la calma. El tormento de la sutura que le atravesaba el muslo era un suplicio. Tenía, además, un dolor de cabeza terrible del golpe que había recibido al caer. En ese momento, el mareo se apoderó de él sin previo aviso, pero agarrándose firmemente al bastón consiguió no caerse hasta que notó que el aturdimiento remitía levemente. Después volvió a enfocar la mirada al frente.
Ella debía de estar dentro seguramente y si iba a tener que permanecer junto a la exploradora, no le quedaba más remedio que hacer de tripas corazón y aguantar todo lo posible hasta que tuviera la oportunidad que necesitaba para poder cobrarse la afrenta. Le quedaban muchos años por delante y eso no había hecho más que empezar. La tela que cubría la entrada se levantó y el gobernador salió seguido de la mujer pero por la cara que llevaba, se notaba que iba disgustado.
—¿Le han vuelto a coser la herida? —preguntó Décimo Valerio dirigiéndose a él.
—Sí señor... —contestó Clemente mientras pequeñas gotas de sudor perlaban su frente.
—Entonces, continuemos, estoy harto de todo este asunto. Cuanto antes terminemos, mejor... —ordenó Décimo Valerio.
Clemente esperó a que tanto el gobernador como la exploradora pasaran delante de él. Caminando detrás de ellos y sin pronunciar palabra alguna, salieron de aquel pequeño campamento, y se dirigieron hacia el centro de la ciudad, el gobernador actuaba como si ellos dos no estuviesen allí.
Llevaba un rato por detrás del gobernador y la exploradora cuando a su pesar se percató que no dejaba de observarla, el elegante andar de la exploradora no dejaba inmune a nadie, parecía que fuera flotando en vez de caminar. Las personas que se cruzaban con ellos y advertían la presencia del gobernador, no se quedaban observando a la autoridad de Emérita Augusta, sino a la mujer que le acompañaba. Destacaba sobremanera del resto de habitantes de la ciudad, no solo ya por ir vestida de legionario sino por el porte altivo que no podía evitar.
Pero no fue hasta mucho después que no advirtió la presencia de un animal caminando tranquilamente al lado de la mujer. Sobresaltándolo, Clemente miró fijamente al perro que parecía escoltarlos, en ese momento el animal volvió sus ojos sobre él como detectando su penetrante mirada y el soldado se percató que aquello no era un perro, sino un lobo. No comprendía como una mujer podía ir acompañada de semejante animal aunque si lo pensaba detenidamente no era de extrañar, aquella mujer era tan salvaje como aquella mascota.
Sin querer, su mirada se detuvo un segundo en aquellas piernas desnudas y esbeltas hasta subir a unas nalgas suavemente contorneadas que se adivinaban debajo de aquel uniforme. Normalmente la piel de las mujeres romanas era pálida, casi blanca pero la de aquella exploradora, era tostada como el color de la miel. Se notaba que estaba acostumbrada al ejercicio físico bajo el sol. Aquel trasero invitaba a tomarlo entre sus manos y aproximar el cuerpo de su dueña al cuerpo de un hombre. Clemente comprendió que de repente estaba sintiendo un atisbo de deseo sobre la exploradora. El cariz sexual que estaba tomando su pensamiento no le gustó, e intentó recobrar el juicio pensando en la misión por la que verdaderamente estaba allí. No podía dejarse llevar por la lujuria y más, por una mujer que acababa de humillarlo tan abiertamente. Debía odiarla, no sentir deseo.
Las calles de Emérita Augusta eran como las de cualquier ciudad del Imperio. Gente que caminaba, niños jugando, olores nauseabundos que se mezclaban con el aroma que salía de las pequeñas tiendas que habían a ambos lados de las calles, fuentes, carros tirados por bueyes, patricios acompañados por sus esclavos..., todo lo que uno podía encontrarse en cualquier lugar. Roma había creado aquella ciudad años atrás para que los soldados licenciados vivieran en las mejores condiciones después de los años que habían prestado y se había construido para el entretenimiento de sus ciudadanos todos los lugares de entretenimiento posibles: un teatro, un anfiteatro, termas que competían en belleza, un circo que intentaba traer los mejores gladiadores del momento,... no faltaba nada en aquella ciudad.
Observando el entorno que le rodeaba Clemente, se tuvo que detener de repente cuando el gobernador se adentró en un callejón.
—Síganme por aquí.
La exploradora obedeciendo se adentró detrás de Décimo Valerio y Clemente terminó de acercarse a ellos.
—En este lugar se encontró el cadáver del primer centurión asesinado —dijo señalando el suelo.
—¿Aquí? —preguntó Paulina mirando el sitio.
—¿Dónde nos encontramos? —preguntó Clemente a Décimo Valerio.
—Para que se sitúen estamos cerca del foro de la ciudad. Cuando por la noche no acudió a su casa, su mujer empezó a buscarlo de madrugada en casa de sus amigos. Solía reunirse con otros centuriones licenciados en una taberna varias veces por semana. Y presupongo que el centurión que vivía cerca de la muralla, se dirigía hacia allí cuando lo asaltaron.
—¿Cuándo lo encontraron? —preguntó Paulina.
—Al día siguiente de desaparecer, yacía boca abajo con un gran charco de sangre bajo su cuerpo. Le clavaron una daga justo en el corazón, no tuvo la más mínima oportunidad.
—Luego..., pudo ver a su atacante y por el lugar, debieron de llamarlo y también tuvo que reconocer la voz—dijo Clemente.
—¿Por qué dice eso? —preguntó ignorante el gobernador.
—Porque es demasiado evidente que nadie se adentraría en este callejón de noche, a oscuras y sin sacar sin quiera su gladius —agregó Paulina.
La exploradora se agachó en ese momento y observó la pequeña mancha seca.
—No hay demasiada sangre... —indicó la exploradora con curiosidad.
—Nadie ha venido aquí desde entonces y le puedo asegurar que el lugar no se ha limpiado, los días siguientes del asesinato llovió bastante y se llevó todos los restos de sangre que habían.
—Desde que se encontró el cuerpo puse vigilancia en estas calles y nadie ha pasado por aquí.
—Quien lo hiciese no sería tan tonto como para volver a la escena del crimen, además, ¿para qué querría regresar? —preguntó Paulina en voz alta más para sí misma que para los dos hombres que escuchaban atentos.
Alejándose varios pasos de allí, Paulina seguía observando. Agachándose al lado del lobo le dijo:
—¡Busca!
Clemente la observó mientras daba la orden al animal, sin comprender qué quería que encontrase el animal en aquel lugar. Aquella mujer estaba loca de atar.
—No descarto que el robo pueda estar detrás de todo esto, los centuriones no llevaban nada encima de dinero. Pero el hombre que apareció muerto aquí sí lo llevaba, había estado esa noche frecuentando una taberna en la que se reunía con antiguos combatientes, solían beber y jugar de vez en cuando. Según comentaron sus compañeros, era habitual que la fortuna le sonriese y ese día, algunas monedas habían ido a parar a su bolsillo. Cuando lo examinamos, no llevaba nada encima.
—¿Dónde está esa tabernae? —preguntó Clemente.
Paulina se quedó mirando al gobernador esperando la respuesta.
—A tan solo unos metros de aquí.
—¿Podría mostrarnos el lugar? —preguntó Paulina.
—Por supuesto, no queda lejos. Que sepan que no averiguarán nada que yo no haya descubierto ya, como les digo, la muerte de esos centuriones sin duda ha sido motivada por el robo. Es de dominio público que los centuriones licenciados disponen de una paga tras su salida del ejército. La mayoría de ellos se dedican a otras actividades y ganan dinero con ello. Esta ciudad es próspera y resulta fácil ganarse la vida aquí. Y como en cualquier parte, siempre hay alguien dispuesto a arrancarle la vida a otro por tan solo unas monedas.
—Pero un soldado suele ir armado, pueden estar licenciados pero no son tontos. Nadie se atrevería salir de noche sin un arma y encima, de una taberna con monedas de más sin tomar ningún tipo de precaución. Además, se trata de centuriones, no de cualquier soldado. No hay legionarios mejor preparados que ellos. Me extraña sobremanera que el soldado no se defendiese. Creo que debía de conocer a su atacante... —añadió pensativo Clemente mirando al gobernador.
Paulina escuchaba con atención las palabras del lisiado, no podía llamarlo de otra manera. Debía reconocer que aunque fuese un inútil, aquel comentario era bastante acertado.
—Me gustaría hablar con los centuriones que aquel día estuvieron con él, ¿sería posible? —preguntó Paulina de nuevo.
—Por supuesto, pero no averiguará nada, ya se lo digo. La causa de la muerte de esos hombres es el robo, no hay nada más.
—Pues de ser así..., solo queda atrapar al culpable, ¿no le parece? —añadió Paulina sin agregar nada más— porque a parte de ser un ladrón es un asesino.
Aquel comentario molestó al gobernador, la prepotencia de esa mujer demostraba le exacerbaba, se creía más lista que nadie pero poco a poco se daría cuenta que no era más que una simple mujer.
Cuando salieron del callejón, continuaron la marcha hacia el lugar donde estaba ubicada la taberna. Una enorme pintura encima de la puerta, proporcionaba suficiente información a Paulina y a Clemente sobre el tipo de gente que debía de frecuentar el lugar. Tabernae X Géminase llamaba y sus letras aparecían pintadas en rojo.
—Aquí la tienen sin embargo, ahora no les aconsejo que entren. Llamarían demasiado la atención, quizás sería mejor que regresasen en otro momento.
—Está bien —contestó Clemente instintivamente.
A Paulina le desagradó la forma que tenía ese soldado de adelantarse a cualquier comentario del gobernador, asumiendo el mando, como si él fuese el que hubiese sido designado desde Roma. A la menor oportunidad, Paulina regresaría a la taberna, sola. No necesitaba ninguna mosca detrás suya. Si esos dos pensaban que la iban a obligar, estaban completamente equivocados.
Cuando regresaron al campamento, Paulina y Clemente escucharon la voz del gobernador dando la última orden:
—Como van a estar juntos la mayor parte del tiempo, he dispuesto que se instalen en el mismo barracón.
—No puede ser —pensó Paulina cerrando los ojos.
Clemente cerró uno de los puños con fuerza porque con el otro sujetaba el bastón que le sostenía. Ya no podía permanecer más tiempo de pie. Aquello era inaudito, tendría que soportar a aquella mujer todo el tiempo.
Tabernae X Gémina, al día siguiente.
Ajenos a las personas que se encontraban dentro de la taberna, en uno de los rincones, cuatro hombres hablaban entre susurros demasiado preocupados para observar lo que ocurría a su alrededor.
—Desde la muerte de Póstumo, no he vuelto a ser el mismo, no puedo ni dormir —confesó Tulio.
—Sí, es evidente que alguien tiene mucho interés en quitarnos de en medio y la pregunta es por qué —dijo Vitelio, el dueño de la tabernae.
Vitelio llevaba regentando aquella pequeña tabernae desde que se licenció del ejército romano, era la única manera de verse activo. No le llamaba el cultivo de las tierras como a la mayoría de los legionarios de allí. Él necesitaba actividad y el bullicio de la gente. Pero ahora su pequeño refugio se estaba viniendo abajo por culpa de alguien. Desde el asesinato de Póstumo, la gente tenía miedo a regentar su tabernae y lo que era más, a partir de la hora en que el sol se ocultaba por el horizonte pocas personas se atrevían a adentrarse en las calles oscuras de la ciudad y aquello le irritaba sobremanera.
—¿Desde cuando hemos tenido que vivir con miedo? Esta era una de las ciudades más seguras del Imperio ¿Quién se iba a atrever a robar o a matar en medio de tantos licenciados? Esto es un locura.
—¿Y qué propones? —preguntó Juliano.
—Que averigüemos quién anda detrás de las muertes de nuestros amigos y acabemos con él —sentenció Vitelio.
—Sabéis que conmigo no podéis contar, ¿para que sirve un centurión ciego? —preguntó Tulio.
—Tú puedes camuflarte en la ciudad y ser nuestros oídos, en el foro nadie sospechará de ti —dijo Sempronio, el último de los cuatro hombres.
—Podría intentarlo pero ya sabéis que solo dependo de mi madre para llegar hasta allí y reconozco que el valor se ha ausentado de mi cuerpo desde que me fue negada la vista ¡Soy un completo inútil! —dijo Tulio pegando un puñetazo en la mesa mientras derramaba parte del vino de su jarra.
Un puño fuerte aprisionó el brazo del legionario ciego.
—¡Tranquilo! Nunca hemos abandonado a uno de los nuestros y tú no vas a ser el primero. Sabemos que tú eres uno de los más débiles pero sabes que cuentas con nosotros —declaró Vitelio
—¿Por qué no lo dices claramente? Soy el más débil de todos, una mujer tendría mayor oportunidad para defenderse que yo.
—Deja ya de compadecerte de ti mismo, sabes que tú no tuviste la culpa de perder la visión. Te ayudaremos como sea —declaró Juliano.
—Sí, no permitiremos que uno más de nosotros pierda la vida —dijo Vitelio—. Dile algo Sempronio, estás demasiado callado y tú siempre fuiste el más listo de todos.
—Creo que lo primero que hay que hacer es averiguar quién puede estar detrás de todo esto —señaló Sempronio.
—Si hasta ahí llegamos pero ¿cómo? —preguntó Tulio con la voz rota por la preocupación.
—Deberíamos hablar con la esposa de Póstumo, quizás ella podría darnos alguna pista —volvió a decir Sempronio.
—¿Crees que Póstumo tenía algún enemigo? ¿Quién iba a querer asesinarlo? No creo... —se quedó a medio de hablar Vitelio cuando el murmullo se elevó sobremanera por encima de lo habitual.
—¿Qué sucede? —preguntó Tulio inquieto por el silencio repentino de sus compañeros.
—¡Oh, Tulio! Qué pena que no puedas ver esto..., te estás perdiendo un espectáculo —dijo Juliano con un toque de humor.
—¿Qué pasa?¡Maldita sea! —perdió Tulio la paciencia.
—Acaba de entrar una diosa por la puerta —afirmó Juliano de nuevo.
—¿Una diosa? ¿Te has vuelto loco? —preguntó Tulio de nuevo.
—Por supuesto que no me he vuelto loco, tendrías que verla, parece la misma diosa Diana —informó Juliano a su amigo Tulio.
—Sí, la diosa Diana vestida con el uniforme de la Legión, ¡vaya desfachatez! —se levantó de repente Vitelio de malos modos.
—¿Cómo? Es que acaso, ¿habéis bebido demasiado? No llevamos tanto tiempo sentados para que ya desvaréis...
—No, no estamos borrachos —afirmó Sempronio mientras observaba como su amigo se encaminaba en busca de aquella mujer— aunque no me importaría beber de los encantos de esa belleza —sonrió Juliano.
—Tú siempre pensando en lo mismo —le contestó Sempronio.
—¡Mira quién fue a hablar! Claro, como a ti te espera todas las noches tu esposa y siempre tienes el lecho caliente... —dijo Juliano.
—No te pases, no te permito que hables así...
—¿Queréis dejarlo ya? No es el momento de que os estéis peleando —dijo Tulio preocupado.
—Llevas razón Tulio..., perdona Sempronio, no quería ofenderte pero a veces...
—Deberías buscarte una mujer en vez de estar cuidando de tantas fieras..., al final te vas a volver tan solitario como ellas... —declaró Sempronio.
—Llevas razón pero ¿quién va a querer a alguien como yo?
—¿Bromeas? ¿Con esa cara de guapo que tienes? —dijo Tulio con humor después de tantos días—. No hay quien os entienda.
—Tulio lleva razón, jajaja... —sonrió Sempronio.
Mientras los tres hombres continuaban hablando, Vitelio demasiado enfadado con el atrevimiento de aquella mujer se dirigía directamente hacia ella.
Paulina llegó a la calle donde estaba aquella tabernae y se detuvo enfrente, agachándose puso su rostro a la misma altura que la del animal.
—Quédate fuera... —dijo acariciando a su lobo mientras se enderezaba y miraba a ambos lados, cruzando la calzada para entrar en aquel lugar.
Conforme hizo acto de presencia, Paulina atrajo todas las miradas sobre ella. El lugar estaba lleno de hombres que o bien bebían o bien se entretenían con algún juego. A golpe de vista inspeccionó la pequeña sala, todo el mundo se había quedado callado ante su entrada. Aquello no le produjo ninguna extrañeza, su presencia no pasaba nunca desapercibida y aquel silencio siempre era precedente de algún problema. Estaba acostumbrada a producir ese efecto en la gente pero no iba a cambiar su forma de ser simplemente porque aquel fuese un mundo destinado solo a hombres. Decidida, dio un paso adelante comprobando por el rabillo del ojo que uno de aquellos hombres se dirigía hacia ella. Cuando estuvo prácticamente a un metro de ella, el sujeto le preguntó:
—¿Se puede saber que está buscando? —dijo observándola de arriba abajo.
Paulina miró directamente a aquellos ojos antes de contestar.
—Estoy interesada en hablar con unos licenciados.
—¿Y se puede saber quién los busca? —preguntó de forma grosera Vitelio.
—¿Y se puede saber quién es usted? —preguntó a su vez Paulina que no le agradó para nada el tono del individuo.
Vitelio comprobó que aquella mujer debía estar completamente loca para ir armada de esa manera.
—Dudo mucho que sepa usar eso, ¿cómo una mujer puede llevar armas encima? —dijo Vitelio señalando una pequeña daga que Paulina llevaba en la bota y que no intentaba disimular.
—Bueno, esa opinión puede variar mucho desde el lado desde el que se encuentre... —comentó Paulina mirando a todos los presentes mientras desviaba la mirada de Vitelio.
—¿Por qué dice eso? —preguntó el hombre con curiosidad por primera vez.
—Porque no es lo mismo estar a este lado de la daga... —dijo Paulina mientras en un movimiento demasiado rápido sacaba el pequeño arma y la arrojaba clavándola fuertemente en el centro de un escudo que había colgado— que estar en ese otro, ¿no le parece?
La mujer había sido tan rápida sacando el arma que a Vitelio no le había dado tiempo a reaccionar, y luego su puntería había sido tan acertada que nadie se atrevió a respirar cuando la daga quedó clavada hasta el fondo en el centro del escudo. Había atravesado completamente el metal. Ninguno de los presentes tenía ya aquella rapidez de reflejos ni la exactitud con un arma de esas características.
—No sé qué pretende con su presencia aquí pero no es bienvenida, ya puede marcharse por donde ha entrado... —dijo Vitelio agarrando de la ropa a Paulina decidido a echarla.
La joven no se inmutó ante el enfado de aquel sujeto, de hecho se esperaba algo así pero antes de que le diera tiempo a reaccionar, una voz detrás de ella se escuchó en toda la tabernae.
—¡Retira tu mano sobre ella si no quieres perderla!
Paulina cerró los ojos y suspiró de impotencia cuando comprendió que aquel idiota la había seguido hasta allí.
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