Capítulo 19
"Quien encubre su pecado jamás prospera; quien lo confiesa y lo deja, halla perdón". Proverbios 28:13 /NVI.
—Hemos encontrado dos pharelae más en la casa de Tulio, pertenecían a su padre. Su propósito era dejarlas sobre los cadáveres de Vitelio y Sempronio. Fue una suerte para ellos que intentara acabar con vosotros primero sin embargo...
—Sin embargo, fue una suerte para ellos pero no para ella. Debí haber muerto yo en su lugar —concluyó Clemente.
Paulo miraba apesadumbrado a Clemente, era incapaz de proporcionarle el más mínimo consuelo. Ni el mismo, terminaba de superar la pérdida de Paulina.
—Con esto casi queda concluida la incógnita de los asesinatos... —comentó Paulo mientras continuaba hablando.
—¡Casi!..., pero todavía falta ella —pensó Clemente en voz alta.
El soldado permanecía sentado en el sillón frente a la mesa y aunque parecía no estar escuchando, Paulo sabía que no era así. Echado hacia delante con los brazos sobre sus piernas, el inquieto movimiento de sus pies mostraban el desasosiego que el hombre llevaba por dentro. No había día que no saliera a buscarla a lo largo de la vereda del río a su pesar, pero todo había resultado infructuoso. De nada había servido que repasaran toda la zona infinidad de veces, ni siquiera el lobo de Paulina había podido encontrar su rastro.
—Sabes perfectamente, que hasta que no la encontremos, no daré por concluida la investigación... —comentó Paulo.
—No sigas... —pidió Clemente.
Las palabras ya no eran necesarias entre ellos, con la mirada se comprendían perfectamente.
—Tengo algo más que comunicarte... —dijo Paulo haciéndole entrega una misiva con el sello del emperador—. Acaba de llegar esto para ti.
—¿De Roma?... —levantó Clemente el rostro frunciendo el entrecejo.
—Sí, envié el informe detallado con todo lo sucedido y esto es la respuesta que he recibido. Requieren tu presencia allí.
En ese momento Clemente no estaba preparado para irse de Emérita Augusta, no quería abandonar la ciudad hasta que encontraran el cuerpo de Paulina. No se marcharía hasta asegurarse que realmente había muerto. Sin embargo, por encima de sus pensamientos, la voz de Paulo hizo que le prestara atención.
—Junto a esta misiva, habían instrucciones para el jefe del destacamento. Por lo visto, mandaron buscarte hace un par de semanas al anterior puesto donde estuviste y al no encontrarte allí, el soldado que la traía, tardó más en localizarte. Las instrucciones están claras, debes regresar de inmediato.
—No comprendo..., ¿qué quieren en Roma ahora de mí? No puedo regresar, ¡maldita sea! —comentó Clemente levantándose del sillón.
Inquieto caminó varios pasos mirando hacia el suelo mientras se mesaba el cabello incapaz de dar crédito a la orden. Era tan evidente la desesperación de él, que Paulo intentó ayudarle puesto que comprendía la acérrima oposición que ponía a su partida y la firme determinación de no marcharse.
—¡Clemente!
—¿Qué? —levantó entonces el soldado la cabeza.
—Aunque permanecieras aquí todo el tiempo, eso no sería garantía de que Paulina apareciera. La vida continúa y debes obedecer lo que nos ordenen.
—¡No puedes pedirme eso! No puedo marcharme dejándola así...
—¿Estás escuchando lo que estás diciendo?..., no puedes dejarla de ningún modo si ella murió aquella noche. Te prometo que en cuanto aparezca te lo haré saber..., pero las órdenes son claras, debes regresar. Luego podrás volver.
Clemente volvió a sentarse en la silla cuando comprobó que las piernas no le sostenían. Triste y abatido, solo pudo negar con la cabeza.
—Comprobaré qué desean en Roma y en cuanto pueda, pediré mi traslado aquí.
Los pensamientos de Clemente iban por otros derroteros pero eso era algo que no deseaba comentar con nadie. Estaba harto de vivir y lo tenía decidido, en cuanto apareciera el cuerpo de Paulina, la acompañaría.
—Como desees..., siempre hay sitio para un hombre más.
Clemente escuchó las palabras y con la congoja en la garganta respondió a Paulo:
—Recogeré mis cosas y me marcharé mañana temprano.
—¿Cómo harás el camino? —preguntó Paulo.
—Lo más rápido posible..., quiero regresar pronto.
—¿Eso significa que cogerás el barco en Carthago Nova? —preguntó Paulo.
—Sí, es lo más rápido.
—¿Necesitas que te proporcione algo?
—No, nada, tan solo me llevaré al lobo de Paulina si no te importa.
—Por supuesto, los soldados temen a ese animal y al único que obedece parece ser a ti.
Clemente asintió y se levantó del lugar, despidiéndose de Paulo mientras salía.
—Estoy preocupada por Adriano, lleva demasiados días fuera, ¿crees que puede haberle sucedido algo? —preguntó Paulina inquieta.
—No te preocupes muchacha, mi esposo conoce estas tierras como la palma de su mano pero tiene que ir andando hasta Emérita y mi hijo le retrasa el camino. La ciudad está demasiado lejos de aquí, aunque no lo parezca. Todavía no comprendo como el río pudo traerte tan lejos y que salieras ilesa.
—Lo sé, yo tampoco me lo explico. Pero, a lo que tu llamas salir ilesa, yo le llamo tener una pierna rota y una herida en el hombro... —dijo Paulina sonriendo.
—Si hubieses sido otra persona, te aseguro que no lo habrías contado. No te quejes de tu fortuna, los dioses podrían castigarte de nuevo.
—No hace falta que lo digas Valeria, sé que soy afortunada pero estoy tan preocupada por Clemente. Se quedó en manos de aquel loco ¿y si le hubiese ocurrido algo?
—De nada sirve que andes preocupándote por algo que no sabes en qué terminó. Seguro que ese hombre del que hablas, se salvó. Deja de martirizarte, ahora debes reponerte. Has estado demasiado tiempo inconsciente, hasta que no recobraste el sentido, no supimos si sobrevivirías. No sabíamos a donde ir, ni tampoco sabíamos si corrías peligro por lo que no nos atrevimos a pedir ayuda. Era evidente que alguien te había intentado matar.
—No te disculpes Valeria, sé que habéis hecho todo lo que ha estado en vuestras manos y os lo agradezco. Os debo la vida, sobre todo a Adriano que si no me hubiera sacado del río, me hubiese ahogado.
—No discutiré eso muchacha —dijo la mujer mientras limpiaba la mesa que había en aquel humilde hogar.
Paulina observaba como daba vueltas al puchero mientras hablaba con ella.
—La fiebre te tuvo delirando demasiados días pero por fortuna, al final despertaste ¡Vamos muchacha! Tienes que comer... —dijo Valeria llevando un plato del guiso que había estado cociendo al lado de la lumbre. Tienes que reponer fuerzas, estás demasiado débil y llevas demasiados días sin apenas probar alimento, tu cuerpo se va a hacer cada vez más pequeño... —rogó la mujer de Adriano.
—No puedo comer nada Valeria, te lo agradezco enormemente pero no puedo comer todo lo que pretendes, es demasiada comida... —se excusó Paulina—. Las nauseas se apoderan casi todos los días de mí y encima, esta espera me está matando.
—Me parece a mí que lo que comes y esas nauseas tienen algo que ver y no precisamente con tu herida...
—¿A qué te refieres? —preguntó Valeria mientras intentaba incorporarse un poco.
—Que las veces que te he ayudado a levantarte he comprobado que a pesar de lo delgada que estás, un bulto en donde tienes tu estómago está creciendo ligeramente....
—¿Cómo?... —chilló Paulina asustada.
—Que a mis cortas luces, esas angustias y esa poca gana de comer es porque estás más preñada que la cerda que tengo ahí fuera...
Paulina se tapó la boca con el dorso de la mano, no podía creer lo que le estaba diciendo Valeria.
—Pero, no puede ser... —dijo Paulina.
—Yo lo único que te digo es que ese pequeño bulto parece que va a ser una criatura. Tú sabrás si en tu lecho ha dormido alguien más a parte de ti...
Paulina se tapó en ese momento el rostro colorado de la vergüenza que le dio escuchar el comentario de Valeria.
—Eres demasiado mayor para no haber yacido con un hombre y tonta serías si no lo hubieses hecho, la vida es demasiado corta... —continuó la mujer relatando—. Los dioses quisieron que mi esposo y yo solo tuviéramos un hijo pero no será porque no hayamos intentado darle hermanos.
Valeria era consciente del apuro de la joven pero la sorpresa de la muchacha le hacía sonreir.
—¿No pensaste nunca en las consecuencias de estar con un hombre?
Paulina negó con la cabeza la pregunta.
—Pues si no lo pensaste, ahora ya es tarde para echarse atrás. Estoy segura que en cuanto pasen unos pocos meses más, estarás más gorda que yo.
—¡Oh, Valeria! No sé que voy a hacer con un hijo, soy una exploradora...
—¿A ver si las exploradoras no pueden tener hijos? —preguntó la mujer colocándose enfrente de Paulina—. Pues parirlo, ¡qué vas a hacer!
La ansiedad se apoderó de Paulina en ese momento. No sabía qué había sido de Clemente y encima tenía que decirle que iban a ser padres.
Villa romana "Los Cantos", cerca de Carthago Nova.
Una semana después, Clemente alcanzaba la ciudad donde había cometido los delitos más imperdonables de su vida. Cuando llegó a uno de los cruces del camino, detuvo su caballo. La vereda de la derecha, conducía a la ciudad y la del centro, hacia el lugar al que se dirigía. Sin dudar, prosiguió hacia delante dispuesto a saldar la deuda que tenía pendiente. Después de dos horas de cabalgar, Clemente se encontró con varios esclavos que arreglaban la rueda de un carro en un lado del camino. Los hombres le reconocieron en cuanto se detuvo frente a ellos.
—¿Sois esclavos de Máximus Vinicius?
Los hombres se miraron entre sí y uno de ellos contestó tartamudeando:
—Sí señor...
—Estoy buscando a vuestro amo... —dijo Clemente—. ¿Sabéis si se encuentra por aquí?
—Sí señor, está en una de las huertas... —dijo el hombre con temor.
Clemente era consciente de la hostilidad y a la vez el miedo que provocaba en aquellos hombres. Sin duda alguna, se lo tenía bien merecido.
—Bien, imagino que sabéis quién soy. Que uno de vosotros se acerque a buscar a vuestro amo y le diga que estoy esperándole aquí, deseo hablar con él. Esperaré en ese pinar su llegada mientras tanto.
—Sí señor, ahora mismo marcho a darle el recado.
Salvio estaba en uno de los campos de la extensa villa con la mayoría de sus hombres cuando un sirviente de su casa llegó apresurado.
—¡Señor! ¡Señor!
Salvio se extrañó al comprobar el apresuramiento con que el sirviente corría. Algo debía de suceder, dejando a un lado lo que estaba haciendo, se limpió las manos y se dirigió hacia el sirviente.
—¿Qué sucede?
—Señor, tiene que venir enseguida, en el límite de sus tierras se encuentra el señor Clemente.
Salvio se envaró mientras el vello de los brazos se le erizaba.
—¿Mi esposa y mis hijos? —fue lo primero que preguntó Salvio preocupado.
—Están en la casa señor, no saben nada.
Dirigiéndose hacia su caballo le ordenó:
—Vete ahora mismo hacia la villa y pon al tanto a todos los hombres, no quiero que nadie entre allí.
—Señor, el señor Clemente ha llegado solo, ha pedido hablar con usted pero se ha negado a cruzar sus tierras. Se encuentra en el cruce donde estábamos arreglando el carro.
—¿Qué querrá? Le advertí que como se le ocurriera molestarnos, acabaría con él ¿Va armado?
—Sí señor, pude ver que llevaba su gladius colgada...
—Iré primero a mi casa entonces, acompáñame, debo coger mis armas, no me fío de ese bastardo... —dijo Salvio espoleando al caballo para continuar hacia delante.
Nada más llegar, Salvio se bajó corriendo del caballo y se dirigió hacia el arcón de su habitación donde tenía guardadas sus armas. Rebeca apareció en la puerta con su hijo Abraham en brazos.
—¡Salvio! ¿Qué haces aquí tan temprano? No te esperaba a estas horas...
La suave sonrisa femenina se quedó congelada en su rostro en cuanto se percató de lo que estaba sucediendo. Salvio estaba colocándose la gladius y cogiendo una de sus dagas.
—¿Qué sucede?
La voz cargada de ansiedad de su mujer no le pasó desapercibida. Había intentado entrar sin que ella se diera cuenta pero la providencia no había estado esa mañana de su lado.
—Nada cariño..., no quiero que te preocupes. Coge a los niños y no salgáis de aquí hasta que yo regrese.
Salvio de espaldas a ella, terminó de colocarse todo. Volviéndose hacia ella, le dio un beso en la frente y otra a su hijo Abraham, cuya regordeta mano intentaba tocar la mejilla de su padre.
—Me estás asustando..., ¿quieres decirme por qué has cogido tus armas? Nunca las llevas.
Salvio contuvo durante unos instantes la respiración y soltó con cuidado la noticia.
—Ha sucedido algo..., pero no quiero que te preocupes.
—¿Me vas a decir de una vez de qué se trata?
—Clemente se encuentra en el límite de nuestras tierras, ha solicitado hablar conmigo.
—¿Clemente? —elevó la voz Rebeca alarmada—. ¿Qué quiere? ¿Por qué está aquí?
Rebeca alarmada apretó con fuerza el cuerpo de su hijo sin ser consciente del daño que le provocaba. El niño empezó a protestar y su padre se dio perfecta cuenta.
—Tranquilízate, estás alterando a Abraham. No va a suceder nada, simplemente averiguaré qué desea. Y si viene buscando problemas me va a encontrar, le advertí que jamás se cruzara en nuestros caminos.
—¿No irás solo, verdad? Espera, me voy contigo ahora mismo...
Salvio sonrió al comprobar la disposición de ella, se creía capaz de protegerle.
—¡De eso nada mujer! Te quedarás aquí con mis hijos y con los hombres que hay en la casa.
—Pero no puedes ir solo, ¿y si es una trampa?... ¿Qué puede querer después de tanto tiempo?
Pensé que jamás le volveríamos a ver.
—Y así será, no te angusties por causa de ese degenerado. Quédate aquí, volveré enseguida...
—¿Me lo prometes?
—Por supuesto, me llevaré algunos hombres si con eso te sientes mejor.
Rebeca asintió mientras seguía a su marido a la entrada. En cuanto llegaron fuera, casi la gran mayoría de las personas que trabajaban con él se habían enterado de la presencia de Clemente y esperaban a su señor temerosos e inquietos.
—¿Alegra?
—¿Señor? —contestó la mujer preocupada.
—No quiero que mi familia se mueva de aquí, procura que Rebeca se tranquilice.
—¡Como si eso fuese posible! —dijo Rebeca mirándole temerosa.
Salvio no levantó el rostro del caballo mientras lo desataba.
—No se preocupe señor, ahora mismo le cuezo unas hierbas...
—Ustedes se vendrán conmigo y los demás permanecerán aquí hasta que regrese. No quiero ver a nadie fuera de la villa. Clemente viene solo pero puedo esperarme cualquier cosa de ese desgraciado.
—Está bien, señor, no se preocupe, cuidaremos de la señora —contestó uno de los hombres.
Salvio asintió y con una sonrisa montó en el caballo.
—Deja de preocuparte mujer, vendré enseguida...
Mientras Rebeca asentía, los hombres siguieron a su señor, dirigiendo sus monturas rumbo a los límites de la propiedad donde Clemente esperaba.
Clemente llevaba bastante tiempo esperando la llegada de Máximus pero no le importó, debía saldar esa cuenta antes de abandonar Carthago Nova. Lobo permanecía a su lado, sin despegarse de él. En ese momento, comprobó que un grupo de hombres se acercaban a caballo. Pudo distinguir la figura de Máximus al frente. Había permanecido demasiados años de su vida con el hombre que venía a caballo para no descubrir la cara de preocupación y de enfado que traía. Podía imaginarse el efecto que la noticia de su llegada podía haber provocado.
Clemente se levantó del suelo, donde estaba sentado y esperó de pie, al lado de su caballo pero alejado de los hombres que intentaban arreglar aquel carro y que no le habían quitado la vista de encima en todo momento. El animal le siguió.
Faltaban menos de diez pasos para llegar hasta Clemente cuando Salvio detuvo su caballo fijándose en el hombre y en el lobo.
—¿Qué haces aquí? Debí acabar contigo cuando tuve oportunidad... —dijo irritado Salvio—. Te advertí que no volvieras a cruzarte en mi camino.
—Tranquilízate Máximus, no he cruzado los límites de tus tierras para que vengas a matarme, no sería tan tonto como para eso. Tus hombres pueden corroborar como dejé las armas al lado de ellos. No debes preocuparte por eso... —dijo Clemente mientras se acercaba lentamente y terminaba de acortar la distancia que le separaba de su objetivo—. Dispongo de poco tiempo. Voy camino de Roma pero antes de coger el navío quería hablar contigo un momento, a solas.
Los hombres que acompañaban a Salvio gruñeron, no se fiaban del desalmado. Salvio comprobó los alrededores de una rápido vistazo. Si Clemente hubiese llegado acompañado, él lo sabría. En aquellas llanuras no había ningún sitio donde esconderse.
—¿Qué quieres? —preguntó de nuevo Salvio.
—Que me concedas unos instantes de tu tiempo, tan solo eso Máximus y me marcharé enseguida.
—Deja de decir ese nombre, me llamo Salvio.
—Está bien como desees Salvio, me queda poco tiempo y necesito urgentemente hablar contigo, si tan solo quisieras concederme una oportunidad...
Salvio lo miraba detenidamente, odiaba a la persona que tenía enfrente con todas sus fuerzas y no se fiaba de él. Clemente parecía otro hombre, la prepotencia y altanería que le caracterizaba no se veía en su rostro. En otros tiempos la arrogancia y el orgullo eran señas de su identidad sin embargo, sus ojos decían otra cosa. La postura que una vez había sido firme, ahora parecía encorvada. Y su habla, tenía un deje lento y amargo que no había estado antes ahí. Parecía derrotado pero era imposible.
—No sé que te traes entre manos pero espero que en cuanto digas lo que vienes a decir, te marches inmediatamente.
—Así lo haré, no tardaré, te lo prometo...
—Está bien, habla... —dijo Salvio.
Bajando de su caballo, Salvio se apresuró a alejarse lo suficiente para que Clemente escupiera las palabras que había venido a decir. No le preocupaba que aquello fuese una trampa, Salvio iba armado y Clemente no. Y estaban tan alejados de cualquier lugar donde alguien pudiera esconderse que una emboscada era improbable que ocurriese, Clemente sería hombre muerto antes de que se diera cuenta. Si pensaba que se había convertido en un simple campesino, se equivocaba. Salvio había permitido que todos los hombres, mujeres y niños que vivían en la villa, aprendieran a defenderse. Así que, cualquiera de ellos, estaba en perfecta forma física para repeler cualquier ataque, incluido él.
Clemente se puso de espaldas a los hombres que observaban desde lejos pero frente a Salvio cuando creyó que había la distancia suficiente para hablar sin que les escuchasen.
—¡Habla de una vez!
—Te debo una disculpa desde hace mucho tiempo... —dijo Clemente buscando los ojos de Salvio.
Salvio se sorprendió al escuchar aquello pero aun así, estaba alerta. La sudor cubrió su frente signo de su nerviosismo.
—¿Una disculpa?
—Sí, sé que no merezco tu perdón ni el de Rebeca por todo el daño que os causé pero quiero que sepas que con el tiempo me he arrepentido de la injusticia que cometí contigo y con ella. La envidia me cegó y sin medir las consecuencias, cometí actos atroces contra la familia de ella y sobre todo contra ti. No puedo resarcirte de lo que hice y jamás pagaré por todo el daño que os causé, así que solo me queda decirte que lamento todo lo que provoqué. No volverás a verme jamás pero no quería pasar hoy de largo, tus tierras no quedaban muy lejos de la ciudad y puede ser que nunca se me presente otra oportunidad.
A Salvio le dio un vuelco el corazón, jamás hubiese creído que Clemente se rebajaría a pedir perdón. Eso no era usual en él. Se quedó sin palabras a pesar de que Clemente parecía realmente afectado por lo que estaba diciendo. No supo qué decir ni qué pensar y dudaba por si aquello era una más de sus tretas. Temía que estuviera tramando algo.
—Efectivamente, me engañaste cuando creí que la mujer que amaba me había abandonado por otro. Durante mucho tiempo pensé lo peor de ella y la traté injustamente y lo peor de todo fue, la esclavitud a la que los condenaste. Porque aquel día que mi padre los apresó, no solamente determinaron el futuro de ellos, sino el de mi propio hijo. Nunca dejé de amar a Rebeca y me perdí los primeros años de la vida de mi hijo. ¿Sabes lo duro que fue para ellos sobrevivir? Fue un verdadero milagro que me volviese a cruzar con ellos aquel día y cuando por fin conseguimos algo de paz, tuviste que clavar tu daga mortal.
—Ahora lo sé, no sigas... —dijo Clemente compungido.
—Me has pillado totalmente desprevenido, lo confieso..., no sé qué decirte. Ni siquiera me atrevo a confiar en tus palabras y aunque mi Dios dice que debo perdonarte, no estoy preparado todavía.
—Entiendo... —dijo Clemente—. No hace falta que digas más..., no necesito tu perdón y tampoco lo merezco pero quería que lo supieses.
Salvio se quedó clavado en el sitio mientras Clemente se daba la vuelta y se alejaba poco a poco de él. Recogiendo sus armas del suelo, volvió a colocárselas rápidamente y se subió a la grupa del caballo junto con lobo mientras sin mirar atrás se alejaba tan silenciosamente como había venido, dejando a todos los presentes estupefactos.
—¿Qué quería señor? —preguntó uno de los hombres de Salvio que se había acercado.
Salvio solo podía mover la cabeza de un lado a otro sin dar crédito a lo que acababa de presenciar. La vida daba muchas vueltas y en ese momento, el destino había girado una tuerca más.
—Pedirme disculpas... —dijo Salvio confuso mirando el caballo y el hombre a lo lejos.
—¿Disculpas señor? Debe estar bromeando.
—Te aseguro que no bromeo..., estoy tan sorprendido como tú —contestó Salvio.
—¿Cree que volverá? —preguntó otro de los hombres.
—Ha dicho que no y sus últimas palabras parecían sinceras —contestó Salvio de nuevo.
Aquello había sonado a una despedida definitiva.
—No, no creo que jamás volvamos a verle —afirmó definitivamente Salvio—. Regresemos a la villa deben estar esperándonos impacientes.
Y así fue, cuando Salvio y los hombres regresaron, Rebeca se quedó tan perpleja como se había quedado su marido. Su temor se había desvanecido y el matrimonio hablaba en voz baja de todo lo sucedido.
—¿Estás seguro de lo que estás diciendo?
—Te he contado todo tal como ha sucedido —respondió Salvio sentado en el borde del lecho.
—Entonces, ha venido a pedirte perdón...
—Sí.
—Pero tú no le has perdonado... —dijo Rebeca arrodillada a los pies de su marido.
Salvio apresó entre sus manos la cara de su mujer y mirando profundamente en los ojos de ella le contestó:
—No he sido capaz...
—Pero Salvio, deberías haber actuado de otro modo..., ya sabes lo que nos enseñó el maestro, no podemos hacer leña del árbol caído.
—¿Y me lo dices tú después de todo lo que te hizo?
—Precisamente, es fácil dejarnos llevar por los vicios y puedo entender que sintiera celos de ti. Eras el joven más guapo de todo Roma, por eso me enamoré de ti.
Salvio sonrió ante la contestación de su esposa. Bajando el rostro besó sus labios y le preguntó suavemente:
—Te equivocas, no era el más guapo, sino el hombre más afortunado cuando te conocí.
Rebeca sonrió de nuevo.
—¿No vas a hacer nada?
—¡Mujer! Siempre terminas saliéndote con la tuya ¿Qué esperas que haga?.
—Eso no es cierto pero esta vez, creo que deberías dar tu brazo a torcer. Deberías terminar con esta disputa y me gustaría acompañarte.
—No estoy tan seguro de eso... —dijo Salvio.
—Ya está decidido... —dijo ella levantándose del suelo y agarrándole de ambas manos.
Salvio se levantó del lecho y pasándole el brazo por encima de los hombros le contestó:
—Vamos pues, si así lo deseas ¡Ves como siempre te sales con la tuya!
Clemente estaba observando como los tripulantes preparaban la nave para que los pasajeros subieran a bordo. Ya estaba casi oscureciendo cuando dieron la orden de subir y no había empezado a andar cuando escuchó que alguien le llamaba por su nombre. Reconoció la voz al instante y sin dudarlo, se volvió. Salvio como se llamaba ahora, estaba frente a él acompañado de Rebeca. No supo interpretar lo que la mirada de ella transmitía, una ligera sonrisa embelleció su rostro de repente y Clemente se puso nervioso.
—¡Salvio! ¡Rebeca! ¿Qué hacéis aquí? No esperaba veros ... —dijo Clemente inseguro.
—Lo sé pero todavía te falta algo antes de marcharte —contestó Salvio.
Clemente miró a Rebeca y luego a Salvio, en ningún momento hubiese esperado que Salvio permitiese que su mujer volviera a estar en su presencia.
—Imagino que Salvio te habrá contado... —dijo Clemente a Rebeca mientras empezaba a respirar acelerado.
Detrás de él, la gente seguía subiendo a bordo mientras permanecían ajenos a lo que sucedía a escasos metros.
Rebeca asintió mirándole fijamente. No emitió palabra alguna pero Clemente comprobó que los ojos de la mujer empezaban a empañarse.
—Debería haberte pedido disculpas a ti también pero no me atreví a sugerirlo. Fue imperdonable lo que te hice —dijo Clemente bajando el rostro.
A Rebeca le cayó una lágrima por la mejilla y adelantándose a su marido dio dos pasos más hacia Clemente.
—Nada sucede porque sí Clemente..., después de todo lo que sucedió, Salvio y yo somos felices ahora, hemos formado una familia y hemos dejado el pasado atrás. Sin embargo, esta puerta todavía no estaba cerrada y me alegro que hayas dado el paso. Me alivia comprobar que te arrepentiste. Yo te perdono Clemente, marcha tranquilo y haya la paz que nunca debiste perder. Es verdad, que no nos podrás devolver nunca los años que perdimos, ni resarcir las penurias que pasamos pero me basta con saber que te arrepentiste.
Clemente observó a aquella humilde persona que desde el fondo más noble le perdonaba sus acciones. Salvio era afortunado. No pudo emitir palabra alguna ni tampoco pudo dar un paso hacia ellos porque la emoción le embargaba. Sin embargo, de repente una mano extendida se interpuso ante sus ojos y el suelo. Salvio le estaba ofreciendo la mano a modo de despedida y otorgándole su perdón. Clemente no dudó, le agarró fuertemente la suya y sin decir nada más emocionado, asintió soltándole mientras se daba la vuelta subiendo a bordo del navío. Ninguna de las dos personas que estaban en el muelle viéndole partir pudo observar las lágrimas de alivio que bañaban el rostro de Clemente pero si pudieron sentir un grato alivio después de todo.
—No sé qué ha podido suceder pero ese Clemente, es otra persona..., me alegro de haber venido —dijo Rebeca.
Salvio pasó el brazo por los hombros de su mujer y en voz baja besándola suavemente, le confirmó lo mismo.
—Sí, yo también, con el tiempo me hubiese arrepentido, me alegro que me hayas abierto los ojos. Algo ha debido sucederle, no puede ocultar la tristeza de su rostro. Pero dejemos de hablar de Clemente, ¿qué te parece si en vez de regresar a la villa hacemos noche aquí? No me gusta viajar por esos caminos a estas horas. Los niños estarán bien con Alegra.
—Me parece una idea estupenda... —sonrió Rebeca mientras con el brazo alrededor de la cintura de su marido empezaba a andar al lado de él.
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