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Capítulo 12

"Las causas están ocultas. Los efectos son visibles para todos". Ovidio (43 AC-17) Poeta latino.

Juliano llevaba una vida en Emérita Augusta bastante sosegada y tranquila desde que se había licenciado de las legiones que habían combatido en el Rhin. Esos tres años habían supuesto un nuevo comienzo haciendo lo que realmente le gustaba, el cuidado de los animales. Los caballos habían sido lo suyo desde siempre, de hecho, había sido el encargado de cuidar de ellos todo el tiempo que estuvo en el ejército. Encontrar un trabajo en la ciudad que a parte de proporcionarle unos ingresos extras le permitiera distraerse había sido toda una suerte, por eso ahora, se encontraba en el anfiteatro limpiando y cuidando de las bestias que allí se encontraban.

     Sin embargo, la inquietud que le perturbaba le mantenía todo el tiempo preocupado y en un estado constante de tensión, aquel lugar que le proporcionaba distracción y tranquilidad, había dejado de serlo. Constantemente miraba hacia atrás, con la sensación en la nuca de que alguien le vigilaba. Sempronio y Vitelio afirmaban que cogerían al asesino de los centuriones pero hasta que ese hecho no se produjese, estaba con el alma en vilo. Tulio coincidía con él, posiblemente el siguiente en morir sería uno de ellos.

     Esa noche había quedado con los muchachos en la tabernae para tomar unas cervezas y distraerse un poco. Sempronio tenía que pasarse a por él y luego recogerían a Tulio. Acordaron entre todos no ir solos por la calle, sobre todo si estaba anocheciendo. Sempronio vivía con su familia cerca del anfiteatro, apenas dos calles separaban el hogar de su amigo de su lugar de trabajo y ya no debía de tardar en ir a buscarlo.

     La noche se había echado encima y todavía le quedaba por limpiar dos de los compartimentos de día destinados a los leones. Como era ya tarde, los había pasado a sus jaulas y los animales ya descansaban. Dentro del recinto apenas se veía, así que sin dudarlo, tomó la decisión de continuar la limpieza al día siguiente. Iría en busca de Sempronio, estaba cansado y necesitaba distraerse.

     En ese momento estaba cerrando las puertas cuando un ruido no encajó en el lugar, se detuvo en ese mismo instante intentando oír de dónde procedía... Nada, no volvió a escuchar nada durante unos eternos minutos. Así que con determinación continuó andando por el túnel hasta la salida que habitualmente utilizaba.

     Ya había ido cerrado prácticamente todas cuando otro ruido hizo que se detuviera de nuevo, el estómago se le encogió y empezó a molestarle. Volviéndose sobre sí, intentó auscultar de nuevo su procedencia. Respirando fuerte y profundo, signo de su nerviosismo intentó mantener la calma. Siempre llevaba una daga escondida en su cintura por si era necesario, tocándola se aseguró que seguía en su sitio.

—¡Maldita sea! Cálmate Juliano, nadie va a poder contigo... —pensó el centurión inquieto.

     El túnel prácticamente estaba a oscuras y no podía ver lo que había más allá de tres o cuatro metros. Conforme había ido pasando, había ido apagando las lucernas y la oscuridad iba cerniéndose sobre el túnel. El vello se le erizó presintiendo el peligro y él no era un hombre al que le dominara el miedo. Años de supervivencia hicieron que apoyara su espalda contra la pared, no quería que nadie le pillara de imprevisto por detrás. Si alguien tenía la intención de cortarle el cuello, quería esperarle de frente. No lo sorprendería, ni lo mataría como a los demás.

—¡Vamos cabrón! Da la cara si te atreves, eres muy valiente para matar a un hombre por la espalda pero te aseguro que matarme a mí no te va a resultar tan fácil ¡Hijo de puta!... —gritó Juliano.

     Perpetrándose y apoyándose firmemente con los pies en el suelo, espero y espero a que el asesino se cerniese sobre él como una sombra malévola. Desde la zona donde él estaba, ya no podía ver nada. Y lo peor era que existía la distancia propicia para que alguien desde la oscuridad y con buena puntería, acertara con una daga y lo matase. Rogaría a los dioses porque ese no fuese el caso, no quería acabar sus días así. Y por otro lado, había tenido la suerte de que todavía no se hubiese apagado la última de las lucernas porque de haberlo hecho, habría estado perdido. Desde la única lucerna que quedaba encendida a la puerta habían como diez metros y en ese espacio, podrían también darle muerte. De repente la luz brilló como si intentara apagarse, Juliano sabía que había dejado todas las puertas cerradas tras de sí, luego la posibilidad que se apagara por una corriente de aire solamente podría deberse a que alguien hubiese abierto las puertas, logrando que el aire apagara la llama. Los minutos continuaron pasando, la mano que sostenía la daga le dolía por la tensión con que agarraba firmemente el arma. Juliano continuó esperando...

—¿Qué estás haciendo ahí? —preguntó Sempronio a su amigo.

—¡Joder! ¡Que susto me has dado! —dijo Juliano aliviado de ver a su amigo en la entrada.

     Sempronio se percató al instante de la cara descompuesta de su amigo y apresurándose acudió a su lado.

—¿Qué pasa? —preguntó mirándole al rostro, desviando la mirada a la oscuridad reinante.

—Hay alguien ahí... —dijo Juliano señalando la oscuridad.

—¿Estás seguro?

—¡Como que me parió mi madre! —aseguró Juliano.

     Sempronio bajó la mirada y comprobó el arma que Sempronio tenía en la mano. Un presentimiento confirmó que Juliano no mentía, si su amigo aseguraba que había alguien allí, es que en efecto, decía la verdad.

—¿Tienes algo con lo que encender las lucernas? —preguntó Sempronio.

—Con la llama de la que hay encendida puedo encender el resto. No me he atrevido a moverme de aquí por si me pillaba de espaldas o me lanzaba algo.

—Has hecho bien..., cógela y comprobemos el lugar.

      Juliano respiró profundamente liberándose de la tensión que se había apoderado de él. Con la lucerna en la mano y la daga en la otra, Juliano hizo un movimiento de cabeza para confirmar a su amigo que estuviese atento. Ambos hombres se adentraron a lo largo del túnel y fueron iluminando el lugar hasta dar con una de las puertas.

—¿La dejaste abierta? —preguntó Sempronio.

—No, estoy seguro que la cerré detrás de mí.

—Pero ¿cómo es posible que la cerraras y alguien consiguiera abrir este cerrojo?

—Únicamente se puede abrir desde el lado en el que me encuentro yo, es bastante raro... —aseguró Juliano mirando a su alrededor.

     Su mirada fue a parar a un rincón a oscuras a tres metros de la puerta, con la lucerna en la mano avanzó hasta el lugar y comprobó que allí no había nadie. Un banco de piedra se hallaba en ese lugar y una ventana situada encima de él daba al exterior del anfiteatro.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sempronio que le había seguido los pasos.

—Si te subes al banco puedes salir al exterior a través de la reja... —afirmó Juliano.

—¿Cómo vas a salir al exterior atravesando el hierro? —preguntó Sempronio.

—¡Sujeta! —pidió Juliano a Sempronio mientras le pasaba la lucerna.

     Viéndose libre, Juliano se subió al banco y con fuerza empujó el hierro de la reja de la pequeña ventana y efectivamente, el hierro se desprendió fácilmente, estaba suelto.

—¡Mierda! —exclamó Sempronio.

—Sabía que había alguien más... —aseguró Juliano alegrándose de que por lo menos no se estuviese volviendo loco.

—Te has salvado de puro milagro... —confirmó Sempronio.

—Puede ser, al abrir la puerta, la corriente hubiera terminado por apagar la llama y no hubiese tenido ninguna posibilidad pero tu acertada llegada a impedido el propósito de...

—¡No lo digas! Marchémonos de aquí, mañana revisaremos todas las rejas del anfiteatro. Necesito un buen trago —dijo Sempronio.

—Y yo... —aseveró Juliano.

     Mientras tanto, el asesino corría por las calles dejando detrás suya a los dos excenturiones que cerraban el anfiteatro. Juliano tenía demasiada suerte pero no se vería en otra, si no hubiese llegado Sempronio tan a tiempo, ahora mismo estaría muerto. Era la primera vez que fallaba, un error imperdonable. Tenía que acabar con ellos, el cerco se iba cerrando cada vez más, alejándose de allí pensó en su próximo movimiento. La sangre le corría en las venas mientras se aseguraba que nadie lo seguía...


     Había pasado la noche abrazado al ingenuo cuerpo caliente que dormía plácidamente a su lado. La sorpresa al descubrir que era el primer hombre en su vida que le hacía el amor, le había conmocionado durante unos breves instantes. La arrebatadora pasión que sentía hacia ella habían pasado a un segundo plano. El deseo le nublaba la razón invitándola a tomarla de forma rápida y apasionada pero el lado humano que todavía le quedaba, echó hacia atrás su trastornada y obnubilada mente haciendo que se serenase e intentara que su primera vez no fuera tan dolorosa y alcanzase el mismo placer que él.

     No había tenido lugar de hablar con ella, se había quedado profundamente dormida después del acto y ahora tenía un problema serio, no quería hacerle daño pero sentía la misma pasión enloquecedora de la noche anterior.

     Su brazo derecho estaba debajo de su cabeza pero el izquierdo estaba libre para explorar todas las partes de su cuerpo que le fascinaban. El perfume embriagador de su piel le aturdía, jamás una mujer había olido tan especialmente bien. Había sido un idiota al no percatarse de esa inocencia escondida pero en su defensa solo podía alegar que todos los intentos que ella había hecho durante la semana anterior por seducirle le habían transmitido una imagen de ella totalmente errónea. En qué más se habría equivocado, esa mujer tenía una doble personalidad oculta que le fascinaba completamente. De día era la eficiente exploradora y por la noche era la criatura más seductora que hubiese conocido.

     Subiendo su mano, acarició suavemente su perfil empezando por su frente y bajando lentamente por la nariz hasta alcanzar esos carnosos labios que le volvían completamente loco. Avanzando por su cuello, siguió bajando hasta tocar su pecho, durante unos breves instantes su mano se detuvo acariciándola pero la curiosidad le llevó a continuar el recorrido hacia su vientre, aquel valle profundo donde un hombre podía perderse. Un silencioso suspiró le confirmó que Paulina había despertado, el deseo hizo presa en él al sentir que Paulina reculaba hacia él buscando un contacto más íntimo, despertando todavía más su necesidad de estar dentro de ella.

     Paulina navegaba por las brumas del sueño cuando una leve presión hizo que se acordara de dónde estaba. La noche anterior había hecho el amor con Clemente, no había estado preparada para esa experiencia única que la había llevado a ese placer inmenso. Nunca había imaginado que el cuerpo de un hombre podría despertar en ella esa felicidad. Clemente estaba acariciándola, medio adormilada le dejó hacer pero cuando su fuerte mano se posó sobre su vientre, un jadeo escapó de ella. Deseaba que la tocara, quería volver a experimentar ese éxtasis, y escalar la cima de ese placer. Necesitaba sentir todo su cuerpo de nuevo y aunque intentó que su piel tocara la de él, no era suficiente. De repente, el brazo de él consiguió que su cuerpo diera la vuelta quedando enfrente de él, frente con frente. Sus manos subieron a su pecho mientras abría ligeramente los ojos y posaba la mirada en él.

    Clemente no hablaba, la observaba tan intensamente que de repente se sintió vulnerable ¿Por qué no mostraba ningún signo de alegría? ¿Acaso no le había complacido? No le dio tiempo a pensar más, la boca de ese hombre se apoderó de la de ella mientras con un poderoso abrazo la levantaba colocándola encima de su cuerpo masculino. Clemente le sujetaba firmemente la cabeza mientras frenético buscaba su boca, su otra mano le acariciaba su espalda hasta que notó que su mano bajaba hasta su trasero consiguiendo que fuera más consciente de esa parte masculina colocada justo a la entrada de su monte de venus.

—¿Te duele mucho? —preguntó con voz ronca Clemente.

     Como Paulina no pudo abandonar su boca para responder, movió ligeramente la cabeza para negarlo. Ese fue el momento en que el miembro de Clemente empezó a introducirse de nuevo lentamente dentro de ella.

     Paulina levantó la cabeza y jadeó.

—No sabía...

—¿Qué no sabías? —preguntó Clemente mientras cerraba los ojos y se dejaba llevar por el placer de estar dentro de ella.

—Que se podía hacer así...

     Clemente sonrió ligeramente mientras con un golpe enérgico de cadera la colocaba correctamente en esa posición.

—Y si te mueves un poco podrás imponer el ritmo tú misma... —contestó Clemente notando cómo su aprendiz se colocaba en la posición idónea para la dura cabalgata.

—¡Por los dioses! Esto es demasiado bueno... —confirmó Paulina mientras emprendía la galopada más velozmente.

     Cuando Paulina encontró el ritmo preciso para llevarlos a otro orgasmo, Clemente dejó de pensar y de hablar. Permitió que ella tomara la iniciativa todo el tiempo hasta que ya no pudo aguantar más, elevando su tórax, su rostro buscó de nuevo su boca y los llevó de nuevo a ese mundo de placer imprimiendo más fuerza y rapidez a los movimientos de cadera continuos que hacía Paulina cada vez que se introducía su miembro en su cuerpo. Esa funda apretada lo retuvo sin dejar que abandonara ni un solo instante su cuerpo. Clemente perdió la consciencia de que debía de salir del interior de ella y eyaculó en su interior por primera vez alcanzado un éxtasis aterrador.

      Cuando por fin consiguieron despertar del sopor del sueño y del placer, habían hecho el amor dos veces más. Ya debía ser bastante tarde porque el sol estaba en lo alto, el ruido de los soldados del campamento le había despertado. Paulina se levantó dolorida del suelo donde habían estado durmiendo y empezó a vestirse mientras Clemente hacía lo mismo. La sonrisa no se marchaba de su rostro y tan ensimismada estaba en sus pensamientos de lo ocurrido la noche anterior que no se percató del entrecejo taciturno de Clemente. Cuando terminó de vestirse se volvió y le miró esperando hallar una sonrisa pero Clemente no estaba de humor.

—¿Qué ocurre? Estás serio... —preguntó la joven inquieta y extrañada.

     Clemente asintió.

—Anoche cometí un error imperdonable... Me olvidé de salir de tu interior, podría haberte dejado embarazada.

     Paulina le observó fijamente, no había caído en ese detalle.

—No te preocupes...

—Sí me preocupo, te dije que no quería tener hijos.

—No hay que alarmarse, en cuanto tenga mi sangrado te avisaré para que dejes de pensar en ello... —dijo Paulina.

—No estoy yo tan seguro, las mujeres soléis tergiversar muchas veces...

—¡Por supuesto!, ¿por quién me tomas? Si tú no quieres ser padre, yo tampoco estoy preparada para ser madre. No puedo tener un hijo ahora, no tendría cabida en mi forma de vida debo volver a la guerra... —dijo la joven volviéndose y dándole la espalda.

     El tono brusco y serio de Clemente la había herido, no esperaba esa reacción de él, ni que la atacase de esa forma tan cruel. Ella no tenía la culpa de que él no se hubiese retirado a tiempo. En ese momento, su estómago crujió signo de no haber comido desde hacía bastantes horas.

     Clemente se sintió culpable por haberle hablado de ese modo, era la primera vez que Paulina mantenía relaciones con un hombre y seguramente no había caído en ese detalle. Era culpa de él no haberla protegido y no de ella.

—Perdona, no quería insultarte... —dijo mientras la abrazaba y posaba su frente en su melena.

—No tiene importancia... —dijo Paulina sintiéndose ligeramente decepcionada.

      Ella más que nadie, era consciente que la opción de ser madre era algo a lo que tuvo que renunciar. Su vida de gladiadora y después su trabajo en el ejército no daban lugar a que tuviese un hijo en medio de un campamento, no podía criar a un niño entre soldados, prostitutas y muerte. Encontrar la muerte en cualquier momento y en el lugar más inesperado era demasiado fácil. Jamás condenaría a un hijo suyo a vagar solo por el mundo como había tenido que hacer ella. No lo permitiría jamás.

—La próxima vez seré más cuidadoso —dijo Clemente esperando impaciente por la respuesta de ella.

     Le estaba dando a entender que quería continuar manteniendo relaciones con ella, así que cuando ella asintió, Clemente soltó un suspiro de alivio. Llevaba demasiado tiempo sin disfrutar de algo así en su vida y no quería renunciar tan pronto a esa mujer. Paulina había entrado en su vida como un terremoto, estremeciéndolo todo. Era esa pequeña llama que alumbraba el camino para seguir viviendo.

—Vente, te invito a comer hoy, estás hambrienta —dijo Clemente cuando escuchó de nuevo las tripas de ella moverse—. Además, he quedado con Vitelio.

—No lo puedo remediar —se rió de repente.

—Entonces aprovechemos el tiempo, mientras comemos te diré lo que tengo pensado hacer esta noche...


     El pensamiento de Paulina voló mientras sentada escuchaba la conversación entre Vitelio y Amaranta, ambos habían claudicado y por fin, habían dado un paso adelante. La tarde estaba pasando rauda y distinta, se sentía inmersa en un raro momento de felicidad. Recordó su voz ilusionada mezclada con el calor que emanaba de una de las calles por las que habían caminado Clemente y ella agarrados de la mano y que invitaba a subir en silencio disfrutando de los variopintos transeúntes, de los pequeños puestos de fruta que se arremolinaban en el borde de la cuesta y ese olor a especies único que se respiraba allí...

En su mente repasaba cada uno de los besos que le había dado su amante sobre su sensible piel mientras sus labios la llevaban a un mundo paralelo que descubrir. Tan solo recordaba estos instantes semejante a aquellos años atrás cuando tan solo era una joven inocente que soñaba con una vida distinta , con unos momentos felices que construir, con otros lugares.

Por eso esa tarde estaba siendo distinta, al mirar más allá de sus recuerdos y darse cuenta de lo extraordinaria que era la vida y la gente que la rodeaba, descubrió lo importante que era sentir y amar, la pasión que daba forma y sentido a cada uno de los momentos cruciales que vivía convirtiéndolos en imborrables. Necesitaba atesorar en su mente esas experiencias, esas conversaciones inolvidables para cuando desaparecieran de su vida.

     Era ya tarde cuando Paulina y sus acompañantes terminaron de comer, Amaranta les había dejado con la excusa de que al día siguiente tenía que seguir trabajando y en ese momento solamente se encontraban los tres, Clemente, Vitelio y ella. Los dos hombres tenían el propósito de entrar en la domus del gobernador y aunque a ella, aquella idea no le terminaba de agradar, comprendió que era el mejor modo de averiguar algo más.

—Tengo que ir con vosotros —dijo Paulina reacia a quedarse esperando.

—Todavía no estás del todo bien, es mejor que permanezcas aquí... —volvió a repetir por enésima vez Clemente.

—¡Voy a ir! —dijo la joven completamente decidida.

      Clemente la observó seriamente mientras se sentía incapaz de convencerla.

—¿Habéis avisado a los demás? —preguntó Paulina.

     Vitelio lo negó con la cabeza mientras observaba a la exploradora.

—No he querido preocuparles todavía hasta que no tengamos algo seguro, el susto de Juliano de ayer le dejó bastante tocado, ya están demasiado nerviosos como para añadirles una preocupación más. Clemente y yo entraremos sin hacer ruido y sin levantar sospechas... —afirmó el tabernero.

—Nosotros tres somos los únicos que sabemos que encontramos la phalerae en el cuerpo de la última víctima. Si encontrara otra igual dentro del hogar del gobernador podría demostrar la conexión entre él y las muertes, porque es evidente que algo esconde. Debiste de estar muy cerca para que quisiera quitarte de en medio por eso ahora necesitamos entrar. Pero no quiero que vuelvas a ponerte en peligro, entraremos rápido y saldremos silenciosos antes de lo que te imaginas... —intentó convencer Clemente a la joven preocupado porque pudiera recaer.

—¡No me gusta que me dejen al margen de mi trabajo!

—Solo será por hoy, en varios días más, estarás totalmente repuesta.

—Está bien, intentaré quedarme fuera y os esperaré en la calle, pero no me gusta nada que entréis ahí vosotros solos, debe de haber otra forma de averiguarlo...

     Clemente suspiró aliviado, sin disimular delante de Vitelio, abrazó a la joven y le dio un beso en la frente.

—Gracias, estaré más tranquilo.

—Y yo estaré impaciente... —pensó Paulina mientras se sentía presa de la preocupación.

     Esperaron a que la madrugada se echase encima para poder entrar saltando el muro de atrás de la domus. Habían intentado que los de dentro estuviesen completamente dormidos para poder entrar sin que nadie diera la voz de alarma. Jamás se enterarían de que habían estado allí pero debían averiguar dónde podía encontrarse un disco semejante al hallado en el cadáver.

—¿Dónde buscamos? —preguntó Vitelio en voz muy baja.

—En el tablinum deben haber estanterías con documentos, archivos o tablillas, si tuviéramos suerte a lo mejor encontramos otro disco como el anterior escondido entre ellas.

—La cuestión está en averiguar dónde se encuentra la sala —contestó Vitelio en voz muy baja.

—No puede estar muy lejos, sigue mis pasos y permanece en silencio.

     Los dos hombres se adentraron poco a poco en el atrium y una por una buscaron la sala hasta que dieron con ella. Con sigilo se adentraron y empezaron a rebuscar en silencio pero con premura. El tiempo paso rápidamente y cuando se dieron cuenta una voz enérgica sonó detrás de ellos.

—¿Qué significa todo esto?

     Clemente y Vitelio se volvieron mirando al hombre que tenían enfrente y que estaba rodeado de soldados y de criados.

—¿Han pensado que pueden entrar en mi casa a hurtadillas y no enterarme? ¡Quiero una explicación inmediatamente!

     Clemente miró de reojo a Vitelio y con una mirada silenciosa le pidió que no intercediera.


     A la mañana siguiente, Paulina, Clemente y Vitelio fueron llevados ante la presencia de uno de los superiores del destacamento. Los tres esperaban de pie, delante de una gran mesa de trabajo a que entrara el mando que se haría cargo de ellos. Aunque el gobernador estaba fuera de sí intentando pedir explicaciones con aire indignado, ni Paulina ni Clemente habían caído en su trampa ni habían querido darle la satisfacción de confesar delante de él de sus sospechas. Solo hablarían delante de un mando que fuese totalmente ajeno a su entramado de engaños y no se dejase manipular. No se fiaban de nadie a esas alturas y tampoco tenían nada seguro para poder acusarlo, solamente unas leves sospechas.

     De pie, maniatados y considerados como delincuentes, esperaban impacientes la entrada del superior. De repente, un ruido detrás de ellos, les indicó que alguien entraba, una fuerte respiración se escuchó a sus espaldas. Las pisadas firmes y enérgicas daban muestras del aire hostil que mostraba ese hombre pero todavía su dueño no se mostró.

—¡Bueno, bueno, bueno...! ¿Qué tenemos aquí? Dos soldados y un licenciado... ¡Asombroso! En los años que llevo en el ejército, confieso que es la primera vez que alguien me deja sin palabras. Han estado a punto de que el gobernador dictara una pena de muerte contra ustedes y he tenido grandes dificultades para convencerlo de que no lo hiciera hasta aclarar todo este embrollo. Espero, que ya que no han querido dar explicaciones al gobernador sobre el delito del que les acusa, por lo menos puedan dármelas a mí y me expliquen qué hacían en su hogar rebuscando en su tablinum como simples ladrones.

     Paulina dio un respingo al escuchar esa voz familiar a su espalda, de reojo observó a Clemente que permanecía en silencio y con cara de pocos amigos. Ese tono comedido y casi de guasa le era demasiado familiar pero dónde lo había escuchado. En ese momento, la persona que les hablaba permanecía detrás de ellos sin la intención de mostrarse, enfadado pero con un volumen de voz adecuado y sin perder los estribos les estaba amonestando sutilmente y el caso es que por lo menos a ella, le estaba haciendo sentir culpable.

—Debe de haber una poderosa razón para que hayan decidido asaltar el hogar del gobernador sabiendo que si les pillaban, iban a ser acusados de un grave delito. Espero que hablen y que me convenzan de lo contrario porque o sino ya saben lo que les espera..., sobre todo a ti Paulina, parece mentira que te veas envuelta en esta situación.

     A Paulina le comenzó a latir acelerado el corazón mientras intentaba acordarse de quién era el dueño de esa voz, si sabía su nombre era porque le conocía, pero el tipo no mostraba todavía su rostro delante de ellos.

     Paulo comprobó que ninguno de los tres tenía la intención de decir una sola palabra, así que pasó por al lado de ellos para colocarse enfrente de la mesa y poder mirarles a la cara uno a uno.

     En cuanto sintió el aire a su lado, Paulina intentó reconocer el rostro pero solo pudo ver una impresionante espalda perteneciente a un centurión. El soldado medía perfectamente el metro ochenta, era bastante alto. Su pelo anillado, más largo de lo habitual le caía sobre los hombros formando unos pequeños rizos que medio se escondían entre su vestimenta. Sus piernas fuertes evidenciaban su gran forma físico, lo cuál no era nada extraño en un legionario pero todavía no les mostraba el rostro y la curiosidad la estaba matando.

      De repente, el hombre se volvió y la joven pudo comprobar de quién se trataba.

—¡Tú!... —gritó Paulina sin dar crédito— ... pero ¿qué estás haciendo aquí?

     A Clemente le sorprendió el tono irrespetuoso de Paulina y preocupado miró a ambos por si acaso el sujeto se atrevía a agredirla, tenso esperó el movimiento del superior.

     El centurión se adelantó y cerrando la distancia que les separaba gritó en voz alta:

—Por supuesto que soy yo, ¡loca atrevida!...

     Y sin que ninguno de los dos hombres que permanecían de pie se esperara semejante reacción, comprobaron como el centurión se abalanzaba sobre Paulina y la abrazaba, levantándola del suelo mientras ambos se reían a carcajadas y celebraban algo que a Clemente y a Vitelio les pasaba inadvertido.

—¡Paulo! ¡Por los dioses! ¿Pero qué haces aquí? —preguntó Paulina contenta de reencontrarse con su amigo—. La última vez que te vi apenas eras un jovenzuelo impetuoso...

—Ya ves, he crecido.... —dijo Paulo sonriendo—. Llevo destinado desde hace diez días aquí, ¿cómo es posible que no me haya enterado de tu presencia hasta ahora? ¿Y qué te traes entre manos para haberte metido en este jaleo? Vais a tener que explicarme muchas cosas, estás metida en un buen lío y el gobernador ha pedido vuestras cabezas... —dijo Paulo sonriente mientras no dejaba de abrazar a la joven. Clemente miraba a aquel sujeto con cara de pocos amigos, Paulina continuaba sin soltar a ese centurión y no le gustaba absolutamente nada la camaradería existente entre ellos. Los celos hicieron presa de él sin remedio. Ese hombre era más joven que él y por lo cierto bastante atractivo, todo lo contrario que él.

     Con el rostro serio, Clemente continuó firme y sin emitir palabra alguna, Vitelio a su lado observaba toda la escena. De reojo comprobó la familiaridad que se mostraban esos dos y cuando comprobó el rictus circunspecto de Clemente pudo notar que a su amigo no le agradaba nada la escena que tenía delante.

—¡Bueno! ¿Me vas a presentar a tus amigos? —preguntó Paulo mostrándose afable.

—Sí, por supuesto, es que me he llevado una sorpresa..., ven, este es mi compañero Clemente y el es Vitelio, un centurión licenciado que nos estaba ayudando.

     Paulo se adelantó y saludó con un movimiento de cabeza a Clemente y en seguida desvió la mirada hacia el otro hombre inclinando la cabeza y saludándolo a su vez.

     Ambos hombres asintieron sin pronunciarse pero el centurión se quedó mirando fijamente a Clemente.

—¿Clemente a secas?

—Marco Arrecino Clemente, señor... —respondió el soldado.

     Paulina se dio cuenta en ese mismo instante de la tensión en Clemente y el tono hostil de su voz y preguntándose qué le pasaba solo pudo asistir al intercambio de palabras entre los dos.

—Me resulta familiar su nombre, ¿dónde lo he escuchado antes? —preguntó Paulo con curiosidad—. ¿Cuál fue su anterior destino?

—Aurige señor...

—¿Aurige?... No, no he estado nunca por esa zona, ¿y antes de estar ahí?

—En Carthago Nova señor...

     Paulo se puso en tensión en ese momento, su mente intentó recordar y relacionar ese nombre con Carthago Nova, allí estaba el hermano de Marco... —de repente su rostro se puso blanco y recordó algo—. ¡No puede ser usted!

—¿Qué pasa Paulo? —preguntó Paulina inquieta sabiendo que algo grave estaba ocurriendo, los rostros serios de Paulo y de Clemente daban muestras de ello.

—¡Este es el hombre que intentó matar a Máximus!

—¿Cómo? ¿El cuñado de Claudia? —preguntó la joven no dando crédito a lo que estaba escuchando.

    Incrédula y con aire circunspecto volvió su mirada acusatoria hacia Clemente.

—¿Es cierto eso?... —intentó averiguar Paulina mientras las entrañas se le retorcían y sus breves momentos de felicidad se evaporaban.

     A su mente vinieron los primeros días de su estancia en el campamento, la hostilidad de los soldados hacia Clemente llamándolo traidor. Era por eso...

—No es exactamente así..., su padre... —Clemente intentó defenderse instintivamente pero la mirada decepcionada de Paulina se le clavó en el alma impidiéndole que siguiera hablando.

     Sus acciones pasadas se abalanzaban sobre él como si reclamaran todas las torpezas y bajezas que había cometido. ¡No era posible que estuviese pasándole eso ahora mismo! Aunque las causas de sus actos estaban ocultas, los efectos de sus acciones eran visibles para todos los allí presentes. La vida continuaba como si no pasara nada pero nuestras acciones tenían unas consecuencias y él, amargamente acababa de comprobar hasta qué punto debía pagar por sus actos. Paulina era lo único bueno que le había pasado en la vida y estaba perdiéndola.


Personajes:

Paulo: Hermano de Helena, ambos niños crecieron como esclavos en la Casa de Tito Livio. Obtiene la libertad a la muerte de su amo (Paulo es un personaje que aparece por primera vez en la Historia de Baelo Claudia y posteriormente en Tarraco).

Nota: ¿Os acordáis del pequeño Paulo en Baelo Claudia? Pues aquí lo tenemos, después de aparecer como en un joven alocado en Tarraco, ha vuelto convertido en un auténtico centurión. Espero que disfrutéis de los capítulos que quedan por venir ¡Porque nos lo vamos a pasar genial!...

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