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Capítulo 10

"Si la pasión, si la locura no pasaran alguna vez por las almas... ¿Qué valdría la vida?" Jacinto Benavente (1866 – 1954) Dramaturgo español.


Unos fuertes golpes en la puerta, despertaron a Clemente y a Paulina.

—¡Un momento!... —respondió el soldado incorporándose inmediatamente y abandonando el cálido refugio.

     Paulina también se despertó al sentir la llamada.

—¡Soy Vitelio! —dijo la persona desde el otro lado de la puerta.

—¿Vitelio? —preguntó con interés Paulina—. ¡Necesito levantarme de aquí!

—Ahora mismo le abro, espere... —contestó Clemente al hombre situado al otro lado de la puerta— ¿Cómo te encuentras esta mañana? ¿Te sientes mejor? —preguntó Clemente a Paulina mientras con sus manos agarraba la mano derecha de ella y le imprimía el suficiente impulso para izarla.

—Sí, creo que sí, me duele la herida pero puedo soportarlo ¡Abre a Vitelio! Me sentaré aquí mismo —respondió la joven.

—Toma, cúbrete con esto, solo llevas puesta la túnica y hace frío...—advirtió Clemente a la joven.

     Paulina no levantó la cabeza mientras Clemente pasaba la piel por encima de su espalda y la protegía con ella. No había izado el rostro ni había dejado traslucir su amago de sonrisa pero el comentario de ese hombre no le había pasado desapercibido. Era evidente que no estaba preocupado por la temperatura, lo que no quería era que nadie la observara así, medio desnuda.

—Ya puedes abrir... —respondió en ese momento Paulina observando la puerta.

     Cuando Clemente abrió, no solo Vitelio estaba allí, Sempronio y Tulio le acompañaban.

—Pasen, siento haber tardado un poco en abrir, llevamos bastantes días sin descansar y creo que nos hemos quedado dormidos.

—Estábamos preocupados por ustedes pero sobre todo por ella... —dijo Vitelio pasando dentro mientras buscaba con la mirada a la joven.

     El espacio se redujo considerablemente con los cuatro hombres dentro.

—Siéntense, lamento no poder atenderles de otro modo pero esto es lo único que tenemos.

—¿Se olvida que hemos sido soldados también? No hace falta que se disculpe, en peores condiciones hemos estado nosotros... ¿Cómo se encuentra? —preguntó Vitelio a Paulina—. Le veo un poco desmejorada.

     Clemente respondió por ella.

—¿Un poco? —preguntó medio atragantándose— Ha estado bastante grave, ha tenido fiebre todos estos días pero esta mañana parece que está mejor...

     Paulina miró expectante a Clemente, debajo de esas palabras había una leve advertencia que iba dirigida a los tres hombres que se encontraban allí: "no la molestéis porque todavía no está recuperada". Pero Paulina no necesitaba que nadie hablara por ella, era demasiado independiente como para dejar que ese hombre manejara su vida y decidiera por ella.

—Les agradezco que se hayan interesado por mí, como dice mi compañero, no me he encontrado bien estos últimos días pero espero empezar a recuperarme ya, por lo menos estoy consciente.

     A Clemente le dio un vuelco el corazón, había dicho su compañero y eso podía tener distintas connotaciones.

—Nos alegramos de que esté mejor pero en realidad, no solamente hemos venido a conocer su estado... —contestó Vitelio.

—¿Ah no? ¿Entonces? —preguntó extrañada Paulina.

—Veníamos a hablar con ustedes. Imagino que si no han salido de aquí, no se habrán enterado de lo de ayer...

—¿Enterarnos de qué? —fue el turno de preguntar de Clemente.

—Ha habido otro asesinato —respondió Vitelio.

     Paulina desvió la mirada y observó atentamente a Clemente mientras respondía:

—No, no lo sabíamos.

—Ha muerto otro centurión —respondió Tulio—. Los próximos seremos nosotros... —habló el hombre nervioso.

—No pienses eso Tulio, te he dicho un montón de veces que nadie nos va a matar... —dijo Sempronio al lado de su amigo.

—¿Cómo ha sucedido? —preguntó Paulina.

—No lo sabemos pero ese hombre frecuentaba también mi tabernae, además estoy seguro que esta misma semana le estuve sirviendo en uno de los rincones. En cuanto nos enteramos, acudimos al lugar del crimen, solo nos dio tiempo a comprobar cómo se llevaban el cadáver... —dijo Vitelio mirándola consternado.

—Ya veo... —dijo Paulina mientras algunos interrogantes rondaban su cabeza.

—No termino de ver qué vínculo pueden unir esas muertes con su negocio —expresó Clemente— pero es evidente que todos esos hombres lo frecuentaban.

—Yo tampoco pero esos centuriones han estado bebiendo en mi tabernae, yo les conocía..., y el asesino o los asesinos se han propuesto acabar con todos los centuriones de la ciudad ¿Qué narices está pasando?

—¿Qué tienen ustedes que ver con el gobernador? —preguntó Paulina cuando un ligero mareo la sacudió.

—¿Yo con el gobernador?... Nada, ¿qué insinúa? —preguntó Vitelio cambiando el tono de voz de preocupación a enfado.

     A Clemente no le pasó desapercibido que Paulina había herido el orgullo de ese hombre cuya premisa principal en su vida había sido el honor, así como tampoco le pasó por alto, el semblante pálido de Paulina. Volviéndose, se dirigió hacia el horno y mientras ellos hablaban, volvió a encender el fuego por enésima vez. El animal, acostado en un rincón del habitáculo, pasaba totalmente desapercibido en el barracón pero Clemente supo en todo momento que estaba pendiente de los extraños y de su dueña. Instintivamente, mientras continuaba escuchando la conversación, se dirigió hacia el animal y lo acarició. El instinto salvaje del lobo rechazaba continuamente el contacto humano pero el estrecho vínculo con su dueña era lo único que le permitía acercarse a él. Ese animal era tan libre como su propia ama.

—No se enfade, no pretendía insinuar nada, solo estoy intentando atar ciertos cabos..., el estado en que me encuentro no es casual.

     Clemente volvió la vista hacia ella, sabía que era demasiado lista como para que no se hubiese dado cuenta del papel activo del gobernador en su intento de acabar con ella.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Tulio.

—El hombre del gobernador intentó matarme y antes de bajar a la arena, estuvo cuchicheando con su jefe. Indudablemente, hay algo que les molestaba de mí y por eso el interés de que luchase. El gobernador conocía perfectamente la misión que me había traído hasta aquí, soy una enviada para investigar unos hechos y no para jugarme la vida en la arena de ningún anfiteatro.

—Lleva razón, nos enteramos de que mató a Lulianus, ese perro no era buena gente. Solo comía de la mano de su amo..., seguramente obedecía órdenes —contestó Vitelio.

—Correcto —confirmó Paulina.

—Entonces, usted corre peligro todavía. La lucha entre usted y Lulianus no fue un mero espectáculo, sino un acto premeditado... —puntualizó Sempronio en voz alta.

—Sí, el gobernador estaba interesado en que muriese —afirmó la joven de nuevo.

—¿Qué hacen aquí entonces? —se volvió Vitelio hacia Clemente interrogándolo con la mirada.

—Por ahora es el único lugar en el que estamos protegidos, y Paulina ha estado todos estos días inconsciente..., no podía hacer otra cosa.

—Pero, ¿por qué quieren quitarla de en medio? ¿Es que ha conseguido usted averiguar algo? —preguntó Sempronio con curiosidad.

—Yo creo que no sin embargo, a lo mejor el gobernador piensa que sí y cree que me puedo acercar demasiado a algo que no le conviene que se sepa.

—Pero eso significaría que el gobernador está implicado en la muerte de nuestro amigo y de los demás centuriones.

—Sí, cabe esa posibilidad... —contestó Paulina mientras la náusea y el mareo hacía presa de ella.

     Clemente se levantó del rincón cuando Paulina cerró inconscientemente los ojos y se tocó la frente. No decía nada pero seguramente no estaba tan bien como aparentaba. Sentándose al lado de ella, Clemente deslizó su brazo por la parte inferior de su espalda, sujetándola suavemente.

     Paulina tenía los sentimientos a flor de piel. Su corazón se detuvo por segundos y perdió la concentración de lo que estaba hablando. Clemente la sujetaba con disimulo temiendo que se desmayase de nuevo ¿Acaso se había percatado de su debilidad? Los tres hombres que tenía enfrente también se quedaron extrañados al comprobar el gesto protector de Clemente, bueno los tres no, solamente Sempronio y Vitelio. Tulio no podía verlos.

—¿Cree que se encuentra en condiciones de examinar el lugar? —preguntó Vitelio de nuevo.

—No, no se encuentra en este momento lo suficientemente restablecida como para moverse de aquí...

—¡Clemente! ... —se quejó Paulina haciéndole un reproche, mirándole con intensidad.

—No puedes engañarme, estás a punto de volver a desmayarte. Perdiste demasiada sangre y mantener esta conversación está acabando con las pocas reservas que tienes ¡Pero si estás completamente lívida!...

     Clemente esperó a que ella lo negara mientras clavaba la mirada en ella y continuaba abrazándola sin que Paulina pudiera evitarlo.

—Voy a cuidar de ti a pesar de que tú misma te opongas... —susurro Clemente sus intenciones.

     En ese momento fue el turno de Paulina de sonrojarse y más si cabe, cuando sintió el silbido de Sempronio. —Rápidamente la joven se volvió hacia el hombre y le preguntó:

—¿Por qué ha silbado?

     El hombre levantó en alto las manos de la mesa y sonriendo le dijo:

—Conmigo no se enfade, yo no he dicho nada... pero eso que ha dicho su compañero significa algo.

     Mientras los hombres sonreían, a ella no le hacía ni pizca de gracia que se rieran a su costa. Todavía no sabía qué intenciones tenía Clemente como para encima tener que lidiar con bromas a su costa de cuatro machos con más prejuicios que cerebro.

—No te lo tomes a mal, no tienes buen aspecto y sé que estás débil. Publius fue bastante claro, no podías levantarte hasta que no recuperases las fuerzas.

—Eso te lo estás inventando... —dijo Paulina malhumorada.

—¿Yo? Por supuesto que no, ¿por quién me tomas? —preguntó Clemente con aire inocente mientras en ese momento levantaba el brazo y posaba su mano sobre el hombro bueno de Paulina besando su cabello delante de los tres hombres.

—No te enfades... —dijo Clemente nervioso.

     Aunque ella no lo supiese, había realizado toda una declaración de intenciones y para él no había sido nada fácil. Había tomado una determinación con respecto a ella aunque todavía no lo supiese.

—¡Será cerdo! —pensó Paulina en silencio.

     Clemente acababa de marcar su territorio delante de los demás y se suponía que ella tenía que ser tan estúpida como para no darse cuenta. Se sentía demasiado débil como para poner a Clemente en su sitio pero más tarde hablaría con él.

—Podemos hacer algo mientras Paulina se restablece, puedo examinar el lugar yo mismo... —declaró Clemente sin mirar a nadie en particular.

—Por supuesto... —contestó Vitelio.

—Pero alguien debe quedarse con Paulina, no puede permanecer sola —exigió a su vez Clemente.

     Los hombres asintieron mientras la joven empezaba a sentirse excluida de las decisiones.

—¿Puedo decir algo? —preguntó con aire inocente Paulina aunque su interior fuese un hervidero de furia.

—No... —dijo Clemente.

—No debería... —dijo Vitelio a la misma vez que Clemente.

—Tulio y yo nos podríamos quedarnos con usted mientras Vitelio acompaña a Clemente —le aconsejó Sempronio seguidamente.

     Paulina observó a los hombres que tenía delante y después desvió la mirada a Clemente que continuaba con el brazo en su hombro. Paulina no estaba acostumbrada a esas muestras de afecto en público.

—Ya veo que todos están confabulando en mi contra...

—Seguramente Amaranta está por llegar... —contestó Clemente intentando contentarla para que se quedara allí.

—¿Amaranta? —preguntó Paulina.

—Sí, tu amiga ha venido a visitarte todos los días y seguro que te traerá algo de comer. En cuanto estés más fuerte podrás acompañarnos —señaló Clemente.

—¿Estás intentando distraerme? —preguntó Paulina con el ceño fruncido.

     Las cejas de Clemente se elevaron ligeramente mientras arrugaba su frente y una ligera sonrisa asomaba bajo su poblada barba. El hombre era tan astuto que no contestó pero la respuesta era demasiado evidente para Paulina y para el resto.

—Te concedo que estoy demasiado débil para poder ir hasta allí pero ya te digo que vayas borrando esa sonrisa de tu cara porque en cuanto me reponga, no me vas a estar diciendo lo que tengo que hacer y ¡quita tu mano de mi hombro!

—¡Ni osaría! —dijo Clemente volviendo la mirada otra vez sobre ella mientras retiraba el brazo—. ¡Cuánto más enfadada estás, más guapa te pones! —dijo Clemente olvidándose de sus espectadores.

—¡Por los dioses! Me estás avergonzando delante de estos hombres ¿Me he perdido algo mientras estaba inconsciente? No pareces tú mismo... —dijo Paulina abochornada, era la primera vez en su vida que alguien le sacaba los colores.

     La joven fue consciente en ese momento de las risas de los demás que ni siquiera intentaron disimular.

—Veremos a ver si cuando me reponga sois capaces de reíros tanto...—dijo Paulina volviendo la mirada hacia ellos.

—Yo no he dicho nada... —dijo Tulio al aire.

—No, pero lo piensas que es peor... —dijo Paulina volviendo a sacar las carcajadas de los hombres.

     Clemente empezó a levantarse del banco pero antes de marcharse le preguntó a la joven:

—¿Quieres comer algo antes de que me marche?

—No, ahora no, solo quiero tumbarme..., no hace falta que ellos se queden aquí. Es de día y lobo se puede quedar conmigo. En cuanto os marchéis, nadie se atreverá a pasar por esa puerta sin que el animal me avise.

—¿Seguro señora? No, nos importa quedarnos aquí mientras ellos se marchan.

—Ya le he dicho que no hace falta.

—Está bien como desees... —añadió Clemente sabiendo que era demasiado obstinada para contradecirla. No tenía sentido discutir con ella en ese momento.

     La joven se levantó del banco y miró el lecho como si una gran distancia la separara de ella. Los tres hombres ya salían por la puerta dejándola a solas cuando Clemente se quedó unos segundos contemplándola. Era tan evidente su decaimiento, que no hacía falta ser muy hábil para adivinar que no ya no le quedaban fuerzas suficientes ni para tumbarse.

—Déjame que te ayude, sé que has hecho un esfuerzo enorme delante de ellos. No pretendía avergonzarte pero has estado cinco días sin conocimiento y puedes decaer de nuevo.

     Paulina escuchaba sus palabras con la mirada cabizbaja, sabía que llevaba razón. Era cierto que aunque hubiese querido no hubiese podido ir con ellos. Estaba mareada de nuevo y solo quería volver a cerrar los ojos. Tambaleándose ligeramente se levantó del asiento pero Clemente ya estaba a su lado sosteniéndola para que no cayese. Era un alivio poder contar con el apoyo de alguien.

—Ya estás..., intentaré no tardar mucho... —dijo mientras terminaba de comprobar como se tumbaba.

     Observándola intensamente se marchaba preocupado por tener que dejarla sola.

—No me mires más, cuanto antes te vayas, antes regresarás..., —dijo Paulina mientras casi cerraba la puerta— ¿Clemente? —volvió a insistir la joven.

—¿Qué? —preguntó.

—Gracias... —contestó Paulina.

—Hablaremos cuando vuelva... —dijo cerrando definitivamente la puerta.

     Clemente miró a los tres hombres mientras les decía:

—Prefiero que Sempronio y Tulio se queden aquí fuera vigilando. Ya sé lo que ha dicho ella pero es demasiado cabezona y está demasiado débil como para que nadie se quede con ella. No podría defenderse ni aunque quisiera.

—Sí, no se preocupe, nosotros nos quedaremos aquí hasta que regresen —contestó Sempronio.

—Gracias... —dijo Clemente mientras se marchaba al lado de Vitelio con una ligerísima cojera que apenas se apreciaba ya.


     El tabernero permanecía callado mientras subían aquellas cuestas y Clemente tampoco estaba muy hablador mientras observaba las concurridas calles.

—¿Cómo ha conseguido mejorarse en tan poco tiempo? —preguntó Vitelio con curiosidad.

—Publius...

—Ese hombre hace maravillas —aseguró Vitelio.

—Sí pero no se imagine que estoy curado del todo..., sé que eso es imposible pero por lo menos me permite andar sin bastón. Hacía demasiado tiempo que dependía de él y había perdido toda esperanza. Fue desesperante no poder defenderme cuando nos atacaron.

—Me lo imagino —afirmó Vitelio mientras lo miraba con atención.

     Varios niños se cruzaron entre ellos mientras jugaban. Los hombres intentaron esquivarlos mientras los pequeños continuaban corriendo y casi hacen tropezar a Clemente.

—¿Está muy lejos de aquí?

—No, ya casi estamos llegando... —contestó Vitelio.

—¿Quién era?

—Solo recuerdo haberlo visto en la taberna pero no sé quién era, no conozco a todo el mundo que entra en ella.

—Pero la ciudad no es muy grande como para que un centurión pase desapercibido en su tabernae—contestó Clemente.

—Lo sé pero seguramente llevaba poco tiempo aquí... —contestó Vitelio.

     Varios minutos después llegaron al lugar, nadie parecía perturbar el lugar del crimen. Todo estaba tranquilo como si la escena de un horrible asesinato no hubiese tenido lugar allí.

—¿Cómo lo mataron? —preguntó Clemente.

—Por la espalda, no tuvo la menor oportunidad de defenderse de sus atacantes.

—¿Por qué habla en plural? —preguntó Clemente.

—Tenía que haber visto al centurión, era tan grande como un caballo..., un simple hombre no pudo derribarlo.

—¿Sabe a dónde llevaron al muerto?

—Sí, por supuesto.

—Vayamos pues, tengo que echar un vistazo a ese cadáver, quizás podamos descubrir algo...

     En ese momento, Clemente pasó por encima de unas hojas y un sonido metálico se escuchó en el silencio de la calle.

—¿Qué es eso? —se agachó con curiosidad para coger el objeto del suelo.

     Vitelio se acercó a Clemente y mirando con intensidad el objeto que tenía en la mano esclamó:

—¡Es una pharelae!

Después de revisar exhaustivamente el cuerpo del centurión, Vitelio y Clemente regresaron al campamento después de haber encontrado una pista.

—Hemos tenido suerte de que nadie se haya dado cuenta y encontrara la phalerae. ¿Cree que puede significar algo?

—Por supuesto, qué sentido tiene que el muerto lleve encima una condecoración. Sabe perfectamente que suelen estar sujetas a la lorica.

—¿Está pensando lo mismo que yo? —preguntó Vitelio.

—Sí, lo primero que hay que hacer es averiguar si este disco pertenece al muerto, ¿cree que me permitirán examinar las pertenencias del soldado? —preguntó Clemente.

—¿Y qué sentido tienen que se lo nieguen?

—Quizás a alguien no le conviene que sigamos investigando, ya sabe que sospechamos del propio gobernador. Desde que vino al barracón...

—¿Estuvo en el barracón? —preguntó Vitelio extrañado.

—Sí, creo que vino a confirmar si Paulina estaba grave o no.

—Eso no me gusta... —dijo Vitelio.

—Paulina todavía no tiene conocimiento de la visita del gobernador pero no tardará en atar cabos. Es demasiado evidente.

—Todo es demasiado sospechoso, ¿no cree que deberíamos vigilar al gobernador?

—Por supuesto que sería lo más acertado pero ya sabe por qué no he podido hacer nada. Y mientras más tiempo pase, más tiempo gana el asesino...

—No se preocupe por eso, me encargaré de poner vigilancia en la casa de Décimo Valerio. No podrá moverse por la ciudad sin que lo sepamos.

—¿A quién?... —empezó a preguntar Clemente.

—No se preocupe por eso, este es mi territorio. Todos los soldados que vienen a la tabernae están preocupados por todo este asunto. Últimamente no se atreven a venir por si acaso el asesino elige a uno de ellos para que sea la próxima víctima.

—Está bien, dejaré ese asunto en sus manos mientras averiguamos a quién pertenece la pharelae.

—Hay algo que no le he dicho todavía... —dijo Vitelio con el ceño fruncido mientras llegaban a la entrada del campamento.

—¿Qué?... —preguntó Clemente.

—Yo ya había visto esa condecoración antes.

—¿La había visto? —preguntó Clemente extrañado mientras miraba el disco en su mano.

—Sí, se la otorgaron a algunos legionarios de mi cohorte en una de las batallas en la que nos enfrentamos a aquellos bárbaros.

—¿Y por qué no me lo ha dicho antes? —preguntó Clemente.

—Se lo estoy diciendo ahora, me acabo de acordar.

—Está bien, no comente esto con nadie más. Solamente se lo comunicaré a Paulina, no quiero que la noticia corra por ahí. Si el asesino o los asesinos averiguan que hemos dado con el disco perderemos la ventaja que les llevamos...

—Pero es evidente que la han dejado por un motivo —contestó Vitelio.

—Sí, y a nosotros nos toca averiguarlo —dijo Clemente ocultando la condecoración en el interior de su ropa.

     Desde donde estaban podían ver a Sempronio y a Tulio sentados en el escalón del barracón.

—Amaranta está dentro con la exploradora, lleva un buen rato ahí... —les comunicó Sempronio.

—¿Habéis conseguido averiguar algo? —preguntó Tulio.

—No, todavía nada..., habían limpiado todo de nuevo —dijo Clemente irónico mientras de reojo observaba a Vitelio.

     El tabernero no había comentado nada a sus amigos, mientras miraba hacia la puerta y se hacía el despistado. Clemente le había pedido silencio y él, no quería dar falsas esperanzas a los demás. Era cierto que cuánto menos gente estuviese al tanto del asunto, mejor sería.

—¿Nos marchamos ya? —preguntó Sempronio.

—Sí, esperaros un momento por si acaso quiere Amaranta que la acompañemos...

—¡Uy! ¡Se nos está enamorando nuestro Vitelio! —dijo Tulio con sorna.

—Te estás ganando que alguien te dé dos tortas y a parte de ciego te deje sordo... —contestó Vitelio a su amigo.

     Tulio sonrió a más no poder, sabiendo que su amigo hablaba en broma.

—¡Pero si ya es la segunda vez que dices de acompañar a esa mujer! —contestó Sempronio.

—¿Otro igual? Estoy rodeado de tontos...

     Clemente sonrió ligeramente sin querer, lo que decían los otros dos soldados, era demasiado evidente. Vitelio estaba interesado por Amaranta. Su mirada se desviaba continuamente a la mujer cuando ella no se percataba. Cada vez que ambos estaban en el mismo lugar, saltaban chispas entre ambos.

—Voy a preguntarle si quiere que la acompañéis, ya es tarde y tampoco es muy recomendable que ande por ahí a estas horas de la tarde —comentó Clemente intentando quitar hierro al asunto.

     Malhumorado, Vitelio desvió la mirada hacia Clemente agradecido mientras lo veía entrar en el barracón. A los pocos minutos Amaranta salía por la puerta despidiéndose de Clemente.

     La mujer observó de reojo a los tres hombres y sin dirigirse a nadie en particular les dio las gracias por esperarla. Nadie dijo nada pero la viuda se colocó al lado de Vitelio. Clemente cerró la puerta mientras volvía a quedarse a solas con Paulina.

—¿Encontrastéis algo? —preguntó Paulina que seguía tumbada mientras escuchaba el ruido de la puerta al cerrarse.

—Sí... —contestó Clemente.

     La afirmación supuso un incentivo a la curiosidad de la joven que intentó levantarse para poder hablar mejor. Bajando las piernas al suelo, se incorporó por sí misma quedándose sentada en el lecho. El habitáculo estaba caldeado, Amaranta había animado el fuego impidiendo que se apagase.

     Clemente acortó la distancia que los separaba y le ofreció el disco que llevaba en la mano.

—¿Y esto? —preguntó Paulina extrañada.

—Estaba en la escena del crimen, lo raro es que no se lo hayan llevado.

—¿Pero estaba a la vista?

—No, estaba casi enterrado, debajo de tierra y hojas, se notaba como si algún animal, algún perro lo hubiera escondido pensando que era algún hueso. La tierra estaba escarbada...

—Entonces, ¿la condecoración pertenecía al muerto?

—Eso es lo que me propongo averiguar. Las pertenencias del centurión tienen que estar en su barracón, quiero hablar con su superior, antes de que alguien haga desaparecer algo. Necesito confirmar si pertenecía al muerto.

—Eso si no lo han hecho ya —comentó Paulina.

—¿Has dormido? —preguntó Clemente.

—Un poco, hasta que ha llegado Amaranta. Hemos estado hablando un rato, se sentía bastante mal por mí y le he dicho que si no hubiese sido ahí, hubiera tenido lugar en otra parte.

     Clemente la observó sin decir nada. Era cierto, estando la mano del gobernador detrás de todo.

—Amaranta ha traído comida para todo un mes... —dijo la joven mirando los cuencos colocados encima de la mesa.

—¿Has comido?

—No, no tengo hambre...

—Deberías probar algo, parece que te encuentras un poco mejor.

—Está bien, lo intentaré —contestó la joven.

     En silencio dieron cuenta de la comida que les había llevado la tabernera. Tan deliciosa como acostumbraba a hacer, Paulina comió más de lo que se imaginaba y cuando ya no pudo más le dijo a Clemente:

—Dejaré esto para mañana, he comido más que suficiente.

     Clemente asintió, efectivamente era la primera vez desde que resultó herida que había probado la comida con normalidad. Intentó recoger los alimentos que quedaban encima de la mesa mientras con el rabillo del ojo observaba a Paulina. Era consciente de que ya se encontraba mejor y que podía dormir perfectamente en su lecho pero él deseaba acostarse de nuevo al lado de ella. Su sueño era más tranquilo desde que dormía a su vera cuidando su sueño. Estaba intentando decidir la mejor manera de insinuarle a Paulina que se acostara a su lado cuando escuchó:

—¿Tu cama o la mía?

     Clemente se volvió sorprendido, y con una ligera sonrisa le contestó:

—Los dos juntos no cabemos ni en tu lecho ni en el mío.

—Pues entonces solo cabe una opción... —dijo Paulina mientras Clemente la observaba detenidamente— ¡El suelo!

     Nunca dormir en el suelo les había resultado tan satisfactorio.

     Clemente volvió a colocar las pieles en el pavimento de madera y una vez que terminó, Paulina volvió a echarse encima de ellas, dejando el sitio suficiente para él. Apagando la lucerna y dejando solamente la luz del horno, Clemente se quitó su ropa quedándose solamente con la túnica que llevaba debajo de la lorica.

     Estaba nervioso, una cosa era acostarse al lado de ella mientras estaba inconsciente y otra era que ella estuviese pendiente de todos sus movimientos y consintiera su cercanía. Tapando a ambos, se acostó mirando hacia la espalda de Paulina. Solo veía sus cabellos rubios recogidos en una desordenada trenza. El silencio entre ellos se hizo profundo, pesado. Ninguno de los dos pronunciaba palabra alguna. Clemente no se atrevía a hacerse falsas ilusiones, necesitaba a esa mujer desesperadamente pero también respetaría su decisión.

—¡Paulina! —exclamó Clemente en un susurro.

—¿Dime? —preguntó ella mientras su corazón empezaba a latir frenético.

     El cuerpo de Clemente se movió justo para acabar con la distancia que los separaba. Su pecho tocó la espalda femenina. Sus piernas se enredaron en las de ella y su brazo la agarró por la cintura aproximándola más a él.

     Paulina cerró los ojos disfrutando la sensación de sentir el cuerpo masculino en toda su longitud mientras la boca de Clemente le susurraba en el oído:

—He decidido hacerte caso.

La joven convaleciente disfrutó de aquellas cuatro palabras. Aquello era todo un mundo proviniendo de él.

—¿Durante todo el tiempo que estemos aquí?

—Sí... —afirmó rotundamente—. Si a ti no te importa quien soy, yo estoy dispuesto a intentarlo. Me atraes demasiado, me vuelves loco con este cuerpo que tienes y ya no puedo resistirme más.

—No lo hagas... —le pidió la joven mientras se volvía con cuidado y se quedaba tumbada hacia arriba mirando fijamente a sus ojos.

     Clemente no dijo nada, la garganta se le había cerrado haciéndole imposible pronunciar palabra alguna. Pero una mirada de deseo y de esperanza se instaló en sus ojos mientras bajaba el rostro y tocaba con sus labios los de ella.

    Lo que empezó como un delicado beso, se volvió agresivo y ardiente cuando Paulina tocó sus cabellos intentando atraerlo más hacia ella. Las pocas ocasiones en que esa mujer le había tocado, le había perturbado completamente. Un gruñido áspero surgió de la profundidad su garganta mientras sus brazos se cerraban más en torno a ella e intentaba no ocasionarle ningún daño en su herida. Deseaba fundirse en ese cuerpo y perderse en la promesa de la pasión ardiente que se apoderaba de ellos. Su mano, ávida por tocarla subió desesperada hacia el redondeado montículo de uno de sus pechos. La joven tenía un cuerpo para ser adorado, la lujuria se apoderó de él mientras su gruesa erección se movía con lentos envites contra las perfectas curvas de ella.

     Los minutos fueron pasando y los futuros amantes se devoraban hambrientos. Clemente era consciente de que en esos momentos no podían aspirar a nada más, que tenían que parar, percatándose de que estaba a punto de perder el control si no se detenía en ese instante.

     Cuando se separaron, ninguno de los dos fue capaz de hablar. La fuerza de sus respiraciones inundaban el ambiente mientras Paulina lo miraba llena de pasión. No quería que se detuviera, acalorada y excitada, sentía las manos de Clemente sobre sus caderas intentando detener el deseo de ambos.

—¡No te detengas! —suplicó ella.

—¡Tenemos que parar! Quizás no ha sido buena idea esto... —dijo Clemente clavando la mirada en ella con una ardiente intensidad.

—¡No me lo hubiese perdido por nada del mundo! —exclamó Paulina subiendo la mano a su mejilla mientras tocaba su barba y un gruñido de placer se escuchaba salir de él.

—Consigues que se me nuble la razón y se me anule el juicio cada vez que me tocas.  Desatas la pasión y la locura en mi alma. La próxima vez no podré contenerme así que dejémoslo estar y durmamos mientras podamos.

     Paulina asintió consciente de que era cierto. Volviéndose despacio se situó de nuevo sobre el costado bueno intentando que su herida quedase hacia arriba. Clemente la abrazó pegándola a él y con todo su cuerpo ardiendo de deseo se quedó dormido con ella entre sus brazos.


Glosario de términos:

Llorica: Armadura de la Antigua Roma.

Phaleare: Era un disco de metal (de bronce, plata u oro) que se unía a las correas de cuero de los legionarios romanos utilizado como condecoración militar al valor. Iban dispuestas sobre la loricade su portador, y eso indicaba que el que las llevaba era un soldado que había sido condecorado.

Aquí os dejo la imagen de la lorica con las paleare.

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