Capítulo 1
"Cuando el dolor es insoportable, nos destruye; cuando no nos destruye, es que es soportable. Marco Aurelio (121-180) Emperador romano.
Roma, Palacio Imperial del Emperador, año 72 d. C.
—¡Muévete! El emperador te reclama —gritó uno de los soldados de la guardia pretoriana.
Marco Arrecino Clemente no se encontraba en una celda pero prácticamente era lo mismo, estaba recluido hasta que el emperador le permitiese salir de allí. Pero si pensaban que iban a quebrar su espíritu, estaban completamente equivocados. Él no suplicaría como una mujer, ningún hombre por muy poderoso que fuese le quitaría la dignidad que todavía tenía.
Empujado y humillado por aquellos legionarios, aguantó el tipo hasta llegar a las puertas donde el mismo César esperaba detrás de ellas. Uno de los guardias abrió la rica puerta labrada de madera y pidió permiso para entrar.
Preparándose mentalmente para lo que le esperaba dentro, Clemente continuó con su habitual máscara fría de autocontrol. Alguna orden debieron darle al soldado porque de repente se vio empujado hacia dentro de malos modos.
Tenso y desconfiado, continuó caminando sin levantar la mirada, no tenía las manos atadas a la espalda pero se sentía como si las tuviese. Aquello era humillante. Sabía que aquella escena estaba montada para su propia vejación. Los consejeros estaban vestidos con un lujo exquisito, intentando demostrar la alta posición y el cargo que ostentaban. Pero era la figura del César la que destacaba sobre los demás. Una impresionante toga de color granate bordada con hilos de oro y joyas preciosas, relucía como si desprendiese una llama incandescente sobre su propio cuerpo. Las arcas de Roma estaban vacías pero para algunas cosas todavía quedaba algo de dinero.
—¡Que se adelante! —ordenó uno de los consejeros del César.
—Podéis levantar la mirada Marco Arrecino, escucharás tu destino antes de emprender camino... —dijo Vespasiano con suspicacia.
Los consejeros que habitualmente rodeaban al emperador, disimulaban sus furtivas miradas sobre él pero Clemente podía sentir sobre su propia piel, el escarnio público al que estaba siendo sometido.
—¡Malditos inútiles! —pensó Clemente para sí. Nadie le vería jamás derrotado.
—Ahí tienes la orden de tu destitución. Deberás incorporarte con la mayor prontitud a tu nuevo destino. Te pondrás a cargo del mando que se encuentra ahora mismo en aquel destacamento militar y obedecerás sus órdenes hasta que cumplas los años que te faltan para licenciarte del ejército. No volverás a ejercer ningún cargo público y no podrás volver a ascender en el cuerpo honroso de la Legión. Tus actos te deshonran pero aprenderás que el respeto y la dignidad se ganan aunque sea con tu propia sangre. Ningún precepto de Roma continuará denigrando el buen nombre del Imperio y de su César. Puedes retirarte... —ordenó el César mientras volvía la mirada hacia uno de sus más próximos consejeros y preguntaba por la siguiente cuestión a tratar, ignorando completamente la presencia de Clemente.
Los soldados se adelantaron y ubicándose al lado de él, lo custodiaron hacia la salida. Ningún miembro de la guardia pretoriana hizo ningún comentario pero en cuanto llegó a la misma puerta de palacio, se detuvieron y mirándolo al unísono, el desprecio pudo apreciarse en sus frías miradas.
—Ahí tienes el camino a Roma, precepto... —dijo el jefe de aquellos soldados mofándose— ¡Ah, bueno! Se me olvidaba que ya no es precepto...
Clemente lo miró con odio mientras sin pensar, le escupía en los pies. Solo quería una oportunidad para descargar su furia sobre aquel soldado ..., si tan solo mostrase la más mínima señal de ofensa podría descargar toda su impotencia . Tenía ganas de pelea y aquel podía ser un buen momento.
Pero otro de los soldados que se encontraba allí, detuvo a su compañero con el brazo mientras le decía:
—No pierdas el tiempo con él. No merece la pena destrozarse los nudillos con una escoria como esta.
Clemente era consciente de la tensión en su cuerpo, la sudor que le resbalaba a lo largo de su espalda mientras sus músculos se preparaban para la lucha. Pero ningún desgraciado que tenía enfrente quiso aceptar el reto. Después de mirarlos uno por uno, y comprender que aquella mañana no conseguiría cobrarse la ofensa, se volvió y emprendió su camino a Hispania. Sin caballo, sin dinero y sin honor.
Llevaba tan solo dos horas caminando. Conforme había cruzado la ciudad, varios conocidos se habían quedado mirándolo sorprendido pero enseguida, desviaban la mirada y hacían que no lo habían visto.
—¡Maldita sea! Su destitución debía de haber sido pública para que la gente le rehuyera la mirada —pensó Clemente sin mirar atrás.
Malhumorado continuó su camino hasta llegar a las afueras. Se sintió como si se quitara un peso de encima, sobre sí ya no sentía las silenciosas recriminaciones de aquellos que se consideraban de intachable virtud. Estaba sumido en sus pensamientos cuando a su derecha, una figura lo interceptó. Era Cayo Licino Muciano, el amigo de su padre.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Clemente deteniéndose—. Si alguien le ve junto a mí, podrían denunciarle. El emperador ha decretado...
—Me he asegurado que nadie me siguiera. Por alguno de mis allegados supe que hoy dictaban tu sentencia, han publicado misivas en todas las pequeñas plazas y en el foro... —le interrumpió el hombre nervioso.
—Sí, el emperador decretó que fuera destituido de mi puesto y que me incorporara inmediatamente de nuevo al ejército.
—Dime una cosa..., ¿por qué lo hiciste? —preguntó el anciano mirándolo fijamente.
—Prefiero no hablar de eso pero no me arrepiento... —contestó Clemente orgulloso.
Muciano se percató en ese momento de todos los defectos de aquel hombre, había creído en él. Que tonto había sido pensando que había sido injustamente tratado. Clemente se merecía el castigo que había ordenado el emperador pero aún así su conciencia, le impedía abandonarlo del todo.
—¿A dónde te diriges? —preguntó Muciano.
—Al sur de Hispania, a Aurige.
—¿Sin caballo y sin medios? ¿Se ha vuelto loco el César?
—El emperador me ha despojado de todos los bienes que poseía y...
—¡Maldito Vespasiano! —exclamó Muciano maldiciéndolo—. No puede pretender que regreses a Hispania a pie, ¿acaso se volvió loco?
—Loco o no, es el César. Sus órdenes fueron claras si quiero permanecer con vida.
El hombre se volvió y mirando hacia un sirviente que lo acompañaba y que vigilaba el camino, le hizo una señal. El esclavo avanzó hacia ellos con uno de los caballos que llevaban y acercando las riendas a su señor se lo entregó.
—Llévate este caballo, no sé los días que tardarás hasta en alcanzar tu destino pero por lo menos no tendrás que robar ningún animal por el camino porque imagino que eso es lo que hubieses hecho... —dijo Cayo Licino mirando con seriedad al hombre que tenía delante.
Clemente se quedó mudo, no supo qué decir, sobre todo cuando comprobó cómo sacaba una bolsa de dentro de su túnica.
—Este dinero te ayudará a soportar mejor el viaje cuando el camino se haga intransitable por el tiempo y necesites descansar. Vienen días de frío y lluvia.
Clemente tan solo asintió diciendo unas cuantas palabras:
—Mi padre le estaría agradecido por este gesto, siempre ha sido usted demasiado generoso...
—Lo sé pero era mi deber... —dijo Cayo Licino con cara compungida—. Vespasiano me ha recompensado con un consulado y en breve debo partir. Espero que podamos volver a vernos algún día.
Clemente lo dudó pero despidiéndose de aquel hombre que tanto había hecho por él, lo saludó levemente con la cabeza por última vez y emprendió su camino hacia aquellas inhóspitas tierras de Aurige. No le hubiese importado que el César lo hubiese desterrado a otro lugar pero aquellas tierras prácticamente limitaban con las de Carthago Nova. La rabia se apoderaba de él cuando por su mente cruzaba la imagen de Máximus y de su esposa. Ellos eran los responsables de su desdicha, ¡malditos fueran! Ellos y toda su estirpe.
Aurige (Hispania), dos meses después.
Aquel territorio de la Bética, ocupado por el pueblo íbero antes de la llegada de los romanos, era un punto estratégico para que aquel destacamento estuviese construyendo un puente. Inagotables recursos salían procedentes de aquellas tierras: aceite, vino, madera, minería..., y Roma no era tonta. Cumbres llenas de pinos junto con robles y encinas, dibujaban un paisaje agreste que le invitaba a olvidar el motivo de su presencia allí. La abundancia de agua junto con un suelo demasiado fértil para el cultivo era valorado por Roma. Pero aquel valle interrumpido por el curso de un río de color rojo, era primordial atravesarlo para el transporte de las mercancías y de viajeros que realizaban aquella ruta que parecía comunicar Cástulo con Carthago Nova. La construcción de la calzada romana que atravesaba aquel territorio era objetivo prioritario en aquellos momentos para el plan de expansión del Imperio.
Había llegado sin contratiempos a su destino, tan solo hacía una semana pero con el duro trabajo de cada día tenía la sensación de llevar allí mucho más tiempo. Las jornadas eran agotadoras y extenuantes y Clemente no estaba acostumbrado a ese tipo de tareas.
Muciano había llevado razón, el invierno se había echado encima. El tiempo había empeorado y el frío se te calaba en los huesos, las lluvias campaban a sus anchas en aquel lugar y según los hombres más veteranos y que llevaban más tiempo allí, pronto empezaría a nevar. Jamás había visto la nieve y sentía curiosidad por ella, pero había terminado por utilizar las pocas monedas que le quedaban para comprarse algo de abrigo que le ayudase a protegerse de aquel infernal clima.
Aquel día, numerosos hombres incluido él, se afanaban por terminar de trabajar antes de que el carro que les debía de llevar a la villa más próxima llegara a por ellos. Recordó el primer día que empezó a trabajar allí. Varios hombres se encontraban atareados en el asentamiento y ninguno le prestaba atención. El ingeniero y el topógrafo junto con el carpintero, tenían bastante avanzada la construcción de ese puente y discutían sobre algún aspecto relacionado con él. Harto de esperar que alguien decidiese darle alguna instrucción, siguió a varios soldados que trabajaban en ese momento e hizo lo mismo que ellos.
Habían acabado la cimentación sobre la que se levantaban las pilastras del puente superponiendo los sillares que ya habían sido cortados y tallados en alguna cantera próxima. Pero estaban en el momento más delicado de todo el proceso de construcción. Entre las dos pilastras del puente se había situado una estructura de madera que servía de soporte para el arco. Esa mañana, debían colocar las dovelas hasta completar el arco del puente pero llevaba numerosos días lloviendo y el curso del río había subido peligrosamente, trabajar en esas condiciones se hacía difícil. Tan solo dos palmos separaban el caudal del río del soporte de madera.
Esa mañana se habían detenido a comer para echarse algo en el estómago y habían encendido un fuego para que les calentara un poco los helados cuerpos, sobre todo las manos. Pero no habían empezado a coger un poco del calor de aquella hoguera cuando el legionario que daba las órdenes gritó:
—¿Acaso sois mujeres que necesitáis toda la mañana para comer y calentaros? ¡Moveos! El ingeniero ha dado la orden de terminar hoy la colocación de las dovelas y si sigue lloviendo así, se va a poner feo.
—¡Como si no lo supiéramos! —dijo uno de los legionarios que estaba a su lado.
Clemente observó la cara de preocupación del encargado que dirigía la construcción. El recibimiento de ese hombre había sido frío y escueto pero lo prefería. Tan solo pronunció tres breves palabras cuando le entregó la orden de su destitución: "No quiero problemas". Los soldados lo evitaban y la mayoría de ellos hacían como si no estuviese. Lo detestaban, no era uno de ellos.Clemente imaginaba que todos sabían el porqué estaba en aquel lugar. Y si había algo que los soldados no soportaban era tener un antiguo mando entre ellos y encima uno destituido por deshonor. Desconfiaban por naturaleza y Clemente no podía culparlos. Hasta él mismo se sentía fuera de lugar. Podía llevar la misma vestimenta que todos pero había algo que no podía disimular: su cuna. Hablaba distinto, se comportaba distinto y hasta su carácter parecía regio. A pesar de que las marcas que le había dejado Máximus, le conferían un aspecto más terrenal.
Así que optó desde el primer momento en no dirigir la palabra a nadie. Aquellos soldados eran unos completos salvajes, y él, un hombre curtido e instruido, no tenía que hablar nada con ellos. No debía estar allí, aquel no era su sitio.
—¡Daros prisa! Está subiendo el maldito rio... —gritó el cantero que les miraba preocupados.
El cielo se había abierto y parecía descargar toda su furia sobre las cabezas de los legionarios que se afanaban por terminar. El agua chorreaba por sus heladas y ateridas caras impidiendo que pudieran ver lo que tenían delante. Colocar un pie delante de otro sin resbalar era una tarea ardua.
—¡Vamos! Solo quedan cinco bloques y nos marchamos —logró Clemente escuchar en medio de aquella hecatombe.
Varios soldados, incluido Clemente, arrastraban en ese momento una enorme piedra para colocarla al lado de otra cuando escucharon un fuerte zumbido de un ruido extraño. Aquello no era normal. Cuando volvió la vista hacia el sonido, Clemente se quedó espantado, una enorme tromba de agua bajaba por el caudal del río con el riesgo de taponar el ojo del puente. No les dio tiempo a reaccionar. El enorme tapón que se formó y la fuerza de su arrastre se llevó de repente, el soporte de madera que sostenía el arco. Sin tiempo suficiente para sujetarse, sintió que caía en aquellas bravas y temibles aguas. Madera, enormes bloques de piedra junto con hombres cayeron al río en medio de todo aquel desastre ensordecedor.
Conforme el lecho del río lo engullía, Clemente sintió un fuerte dolor en el muslo haciéndole perder prácticamente el conocimiento. La fuerza del agua lo empujaba contra las rocas, provocando que se golpeara contra los afilados salientes. El dolor y el torrente lo engullía. Intentó abrir los ojos para contemplar el fondo pero la fuerza del agua arrastraba los sedimentos de aquellas tierras y no podía conseguir ver nada en medio de toda aquella oscuridad.
Sus pulmones no aguantaban mucho más, se estaba quedando sin oxígeno. En uno de los remolinos que hizo aquel río no vio venir el peligro que se cernía sobre su cabeza cuando el rápido giro de las aguas lo sacó a la superficie y lo engulló nuevamente. Como un acto reflejo abrió la boca para chillar y el lodo junto con el agua se introdujo en su garganta. Se ahogaba sin poderlo remediar. Realizó un último intento por salir a la superficie cuando su cabeza chocó contra una enorme piedra y perdió el sentido. A partir de ahí, dejó de sufrir, de ahogarse, de tener miedo mientras la oscuridad se cernía sobre él.
La corriente se llevaba aguas abajo el cuerpo inerte de Clemente cuando unas manos consiguieron agarrar con esfuerzo el cuerpo prácticamente sin vida que flotaba sobre las furiosas aguas. A punto estuvo de que a aquel soldado se le resbalara el cuerpo de entre las manos. La fuerza del agua junto con la resbaladiza ropa no ayudaban pero enseguida, varios soldados más acudieron en su auxilio y consiguieron sacar el desmadejado cuerpo del agua mientras el curso del río seguía corriente abajo como si nada hubiese pasado.
Villa de los baños, dos días después.
—Dos costillas rotas y la pierna derecha destrozada, tenía tanta madera clavada en el cuerpo que parecía una maldita baliza y, por si fuera poco..., cuando despierte y vea su cara, solo querrá morirse. El golpe que recibió, seguramente contra unas rocas, le ha desfigurado el rostro completamente. Le he cosido la mejilla como he podido pero si sobrevive, ya no podrá continuar en la legión. Sus días aquí han terminado... —aseguró el soldado que hacía a veces de galeno.
—Tendré que avisar a Roma, sabía que me daría problemas desde que lo vi la primera vez. Está bien, mandaré una misiva e informaré de lo sucedido. Mientras tanto haz lo que puedas.
—¿Le he dicho también que le ha subido la fiebre?..., no hay modo de bajársela. Lleva delirando desde que lo trajeron.
—¡Haz lo que puedas te he dicho! Y si se muere..., un estorbo menos. No estamos aquí para hacer de niñera. Tengo que volver a reconstruir el puente y el tiempo apremia, ya deberíamos habernos trasladado rio abajo para continuar con el siguiente. Estamos perdido demasiado tiempo.
Germania (Panonia), dos meses después.
Tito Flavio Sabino, era sobrino del emperador Vespasiano y en ese momento ostentaba el cargo de gobernador de Panonia. Desde Roma había llegado una misiva informándole de unos hechos que estaban sucediendo en la ciudad hispana de Emérita Augusta. Numerosos soldados licenciados de su Legión estaban asentados en aquella ciudad y por lo visto, dos de ellos habían aparecido asesinados en extrañas circunstancias. Los consejeros de su tío le pedían explicaciones por si él tenía conocimiento de lo que podía estar sucediendo. Solicitaban información sobre algún hecho acontecido en Panonia que tuviera relación con las muertes de sus hombres. Aquellos soldados eran dos de sus mejores centuriones aunque no podía poner la mano en el fuego sobre cuál de ellos era mejor que el otro. Todos habían mostrado gran valor en la batalla. Preocupado, se sentó en el sillón y empezó a escribir la contestación a la misiva.
No tenía ni la más remota idea de lo que podía estar pasando en aquella ciudad pero pronto lo descubriría. Enviaría a uno de sus mejores exploradores, mejor dicho a la mejor exploradora que en esos momentos disponía, estaba dispuesto a desprenderse por un tiempo de esa mujer tan necesaria en aquellas inhóspitas tierras, si conseguía averiguar quién estaba matando a sus centuriones.
—¡Soldado! —gritó Tito Flavio al legionario apostado en la puerta de su tienda.
—¿Señor?
—Que traigan a mi presencia a la exploradora... —dijo el gobernador sin mirar al soldado mientras escribía la autorización que le permitiría incorporarse a la Legión X Gémina mientras intentaba averiguar lo sucedido en aquella ciudad.
Cuando la exploradora solicitó permiso para entrar, Tito Flavio había redactado el salvoconducto que le autorizaba a investigar los hechos. Necesitaba que su homólogo en la Legión pusiera a disposición de la mujer todos los medios que necesitase para su ardua empresa.
Poco tiempo después, Paulina observaba con disimulo al gobernador mientras esperaba con impaciencia. Nunca había entrado en aquella tienda y le asombraba el lujo del lugar. Cuando unos minutos antes uno de los legionarios le comunicó que se reclamaba su presencia ante Tito Flavio, se puso nerviosa. Era la primera vez que algo así le sucedía estando allí. No sabía para qué la reclamaba el gobernador, aquello no era lo habitual.
Paulina procedía del notable y guerrero pueblo germano. Por lo general, las mujeres germanas eran mujeres robustas, de largas melenas rubias y de ojos azules. Por desgracia para ella, cuando empezó a crecer fue evidente que solo había heredado la apariencia, sus padres se habían olvidado de transmitirle la fortaleza física que tan necesaria era para la gente de su pueblo. Delgada y pequeña, su abuelo la miraba preocupado cada vez que desviaba su vista y la comparaba con el resto de las niñas de su aldea.
El padre de Paulina había sido un importante guerrero de su pueblo que había muerto con honor en una de las escaramuzas con el ejército romano. Y de su madre, no tenía recuerdos, había muerto dando a luz de ella. Pero su abuelo supo suplir la carencia de unos padres, testarudo y orgulloso, se encargó de cuidarla y de transmitirle todo lo necesario para hacer de ella una guerrera. Aunque su formación como luchadora terminó de adquirirla cuando fue vendida en el mercado de esclavos y comprada por los dueños de una de las mejores escuelas de gladiadores de Roma. En la ludis de Vero y Prisco, terminó por aprender toda la formación necesaria que debía tener una gladiatrix.
Pero su mente regresó a su infancia. Los recuerdos que conservaba de la época en la que vivió con su abuelo eran felices. La instruyó como si hubiese sido un hombre a pesar de la desaprobación de las mujeres de su aldea que la miraban de malos modos y desaprobaban lo que hacía. El tozudo anciano jamás se dejó influir por los pensamientos y las tradiciones que gobernaban entre ellos. Las mujeres eran las encargadas de llevar todo el peso del hogar y de la familia mientras los hombres estaban destinados para la guerra. Así que, su falta de fortaleza física la sustituyó por otro tipo de habilidades, normalmente destinada a los hombres. De él aprendió los secretos de la lucha y de la caza, en especial del manejo del cuchillo. Sabía reconocer las huellas de cualquier animal, así como seguir su rastro incluso a través de la nieve. Podía adivinar cuando se avecinaba tormenta y predecir cuál era el momento más oportuno para sorprender al enemigo. Por eso estaba allí, Paulina conocía perfectamente la forma de pensar y actuar del que había sido su pueblo, lo que permitía siempre anticiparse a los movimientos de las tribus guerreras que todavía continuaban oponiéndose al dominio de Roma.
Tito Flabio Sabino terminó de escribir la misiva y se volvió sobre sí mismo para dirigirse a esa exploradora, no era un hombre que se dejase impresionar por el aspecto de ninguna fémina pero aquella mujer tenía algo que llamaba la atención, te atrapaba. La voluptuosa figura femenina le hizo recordar lo que se sentía cuando se abrazaba a una mujer. De repente, tragó saliva, un ramalazo de deseo hizo presencia en su cuerpo. Llevaba demasiado tiempo en aquellas tierras y aunque nunca faltaba compañía femenina, no era lo mismo.
Su larga melena rubia con reflejos dorados parecían del mismo color de la nieve y unos impresionantes ojos azules del mismo matiz de aquellos lagos, te clavaban en el suelo mientras ella no dejaba de observarte con atención, esperando a que pronunciara la primera palabra. Tenía un cutis blanco, cremoso, tan puro como la nieve de las cimas de aquellas montañas en invierno. Sus labios eran gruesos a pesar de la fineza de su cara.
Cuando Paulina se sintió incómoda con su escrutinio, simplemente movió su mano derecha con disimulo. Bajo ella apareció de repente, un lobo que miró al hombre fijamente. Tito Flavio salió de su ensimismamiento dando un paso hacia atrás.
—¿De dónde ha salido ese animal? —levantó la voz el gobernador recriminándola.
—Lo siento señor, no pretendía asustaros pero este lobo me acompaña a todas partes. Si lo deseáis puedo dejarlo fuera.
—No es necesario, lo que necesito indicaros no precisará mucho tiempo —contestó el gobernador volviéndose hacia la mesa donde había escrito el salvoconducto—. Vais a regresar a Hispania, necesito que os dirijáis a la ciudad de Emérita Augusta.
Paulina lo observó con atención y escuchó con interés.
—Se ha producido el asesinato de dos de mis mejores hombres, dos centuriones que lucharon en Panonia junto a este honorable ejército. Necesito que averigüe todo lo que pueda al respecto. Quiero saber qué sucedió y quien ha dado muerte a los dos centuriones. Aquí tiene la misiva que le entregará al gobernador de la ciudad para incorporarse a la Legión X Gémina que está asentada en aquella ciudad. Doy indicaciones para que le proporcionen los medios y los hombres que necesite mientras permanezca allí. No regresará hasta que haya capturado al culpable, ¿entendido?
—Sí señor —contestó Paulina.
—Una patrulla la acompañará hasta su destino...
—No es necesario señor... —contestó Paulina.
—Sé que puede defenderse perfectamente sola pero si es atacada por el camino y cae en una emboscada, perderé a la mejor exploradora que tengo. Vaya y haga su cometido y deje a los demás que cumplan el suyo. Los soldados regresarán cuando la hayan dejado sana y salva en su nuevo destino.
—Gracias señor.
—Puede retirarse, saldrán mañana al amanecer... —terminó de ordenar el gobernador mientras Paulina asentía y terminaba de salir de su tienda con aquella bestia salvaje a su lado.
Tito Flavio Sabino se había encolerizado cuando le llegó la recomendación del mismo Cesar para que aquella mujer se incorporara en su Legión. Era algo totalmente inaudito. A través del tribuno Quinto Aurelius, protegido de su tío, se había solicitado que se admitiese a la mujer en su ejército y aunque se había negado desde el principio a admitirla entre sus hombres, la germana había sido todo una sorpresa. Se había ganado el respeto día a día de cada uno de aquellos soldados y además, su conocimiento sobre el terreno había sido clave para ganar más de una batalla a aquellos salvajes. Se había convertido en imprescindible allá donde iban, no lo podía negar. Tendrían que ingeniárselas hasta su regreso.
Aurige (Hispania), un mes después.
Con una llovizna que le calaba hasta los huesos, Clemente caminaba con un bastón por las afueras de la villa. Había necesitado tres meses para recuperar parte de la movilidad de su pierna pero una leve cojera, se quedaría como recuerdo perpetuo de su desafortunado accidente. El reposo que había tenido que guardar para recuperarse de sus costillas rotas, había sido totalmente necesario para su recuperación pero la inactividad había sido una completa tortura. Tan solo llevaba dos semanas levantándose y realizando breves paseos. El soldado que hacía de galeno en aquel lugar, no le permitía ir más allá. Decía que si se excedía podía recaer y no volver a caminar.
Recordaría toda la vida, la dificultad que tuvo aquel hombre para explicarle el alcance de sus lesiones. Cuando llegó el momento de decirle el estado en que su rostro había quedado, el hombre permaneció en silencio y cuando empezó a pronunciar las primeras palabras empezó a tartamudear, tuvo que ser el encargado del asentamiento quien se ocupara de decírselo. Con la mirada cabizbaja y sin mirarlo, le soltó a bocajarro que se había convertido prácticamente en un ser horroroso. Encima, no había ningún espejo en el que poder contemplarse pero dada la prisa en que la gente se retiraba a su paso, podía imaginarse el asco y el rechazo que su rostro producía en los demás. Al principio lo miraban con asombro pero luego retiraban la mirada tan deprisa, intentando disimular el horror, que el desprecio con que lo trataban se clavaba en su alma como hierros candentes. La rabia se apoderaba de él cada vez que les veía rehuirle, así que optó por dejarse la barba y disimular aquella enorme cicatriz que había terminado por destrozarle el rostro y que le acompañaría el resto de su vida. Si no había sido suficiente con las marcas que le había dejado Máximus, eso había terminado de completar su aspecto. Su carácter se volvió tosco y taciturno, no hablaba con nadie y si algún incauto se atrevía, lo ahuyentaba de malas maneras.
Por otro lado, se sentía derrotado, sabía que ya no podría continuar prestando sus servicios en el ejército, ¿cómo iba a luchar un cojo? Arruinado y totalmente desahuciado, esperaba la sentencia de su destino final, no sabía dónde iría y no paraba de darle vueltas a la cabeza. Jamás regresaría a Roma, eso lo tenía claro. Nada más producido el accidente y con su vida pendiendo de un hilo, habían informado de su suerte a sus superiores y la respuesta, debía estar por llegar.
Dar un solo paso constituía un gran esfuerzo, mover la pierna requería una enorme fuerza de voluntad que no tenía en ese momento pero su obstinación por escapar de aquel agujero, se hizo más apremiante conforme pasaban los días. No le importaba la lluvia, ni el frío, ni el dolor..., tan solo recuperarse mínimamente para marcharse de aquel infierno que había supuesto su ruina.
—¡Clemente! —escuchó una voz a su espalda.
—¡Dime! —contestó escuetamente a la persona que tenía detrás de él.
—El jefe ha recibido la contestación de Roma, te espera dentro la villa para comunicarte lo que han decidido.
—Ahora mismo voy... —contestó Clemente sin darse la vuelta.
El soldado que había ido a buscarlo lo miró con inquietud, su sola presencia le ponía nervioso. La lluvia arreciaba cada vez más y aquel hombre parecía no inmutarse. Cualquier otro en su sano juicio estaría a buen resguardo. Todo el mundo sabía que unas simples fiebres podrían acabar con el más valiente guerrero. Parecía que a aquel incauto no le preocupase lo más mínimo su vida. Sería un alivio cuando aquel hombre se marchara de allí. Todos andaban alrededor de él como en puntillas temiendo enfurecerlo. Su aspecto era tan desagradable que simplemente contemplarlo te erizaba el vello del cuerpo y hacia que te desviaras de su camino. Y luego en su mirada, había algo que te hacía presentir el peligro como si estuviese detrás de ti la misma muerte.
Sí, en cuanto se marchase, todos respirarían más aliviados.
Emérita Augusta, tres semanas después.
La llegada de Paulina a la Legión X Gémina no pasó desapercibida para nadie. Cuando una pequeña comitiva de soldados procedentes de la legión del Rhin llegó a la entrada del campamento y mostró el salvoconducto del mismo sobrino del emperador, la noticia corrió como un reguero.
Diez hombres a caballo, entraban a paso lento sin mirar a los numerosos legionarios que les contemplaban. Conforme iban avanzando y los soldados advertían la presencia de la mujer que los acompañaban, las sonrisas y las burlas empezaron a escucharse.
Paulina era consciente del revuelo que estaba ocasionando, vestida con el traje propio de la legión, nadie daba crédito a que una mujer osara a llevar la misma indumentaria que ellos. No conocían a ninguna mujer que luchara en las filas de la honrosa Legión romana.
La comitiva que acompañaba a la exploradora se puso en guardia. Todos conocían el esfuerzo y la valentía de aquella mujer así como la orden de Tito Flavio para que la exploradora no tuviese ningún problema a la hora de incorporarse a su nueva misión. Aquellos incautos que se atrevían a sonreír, no conocían todavía el riesgo que cometían al atreverse a burlarse de la mujer, pero aprenderían por sí mismos a no burlarse de nadie pensó el cabecilla de ellos sonriendo.
Cuando llegaron a la tienda donde el gobernador se alojaba, los soldados desmontaron de sus caballos y Paulina hizo lo mismo. Nada más poner los pies en el suelo, la mujer sacó de un saco que llevaba a la espalda a su mascota y que llevaba protegido con una capa. El lobo levantó la mirada sobre su ama y lamiéndole la mano, agradeció que lo aliviara de ese encierro.
En una de las incursiones que realizó a una de las escarpadas montañas de Panonia, Paulina sintió el aullido de un lobo. Con curiosidad se fue acercando al sonido hasta que contempló desde el saliente de una roca, a una gran loba muerta y un pequeño cachorro que lloraba ante el cuerpo inerte de su madre. Paulina descendió poco a poco por el peligroso saliente y consiguió coger al animal, que desfallecido no quería abandonar el lugar. A pesar de los arañazos y de algún otro mordisco, Paulina consiguió llevárselo y durante bastante tiempo estuvo alimentándolo y cuidándolo pensando que no conseguiría salvarlo. Al final, el animal se hizo inseparable de ella. Paso que daba la mujer, el lobo le iba detrás. Aunque al principio tuvo que enfrentarse a más de un soldado porque la presencia del animal les incomodaba, al final desistieron y permitieron que aquella mujer tuviese al lobo con ella.
Paulina sacó del interior de una bolsa, un trozo de carne seca y se la dio a comer. El animal masticaba hambriento mientras su ama se incorporaba. En ese momento, Paulina observó a su alrededor la multitud que se estaba congregando. Los soldados la miraban con curiosidad mientras uno de sus compañeros hablaba con el soldado que había en la entrada de la tienda del gobernador.
En ese momento fue el turno de Paulina de sorprenderse. Frente a ella, apareció un centurión con el traje propio de su rango, la vara, la capa, la lórica, el puñal y su espada. Aquel soldado iba vestido como si el mismo César lo hubiese convocado a un desfile pero su armadura no llevaba ningún condecoración típica de todos los centuriones. Aquel hombre era un completo vanidoso, nada más recordar las condecoraciones que llevaban los centuriones que se habían quedado en Panonia, provocaban que Paulina sonriera ante la vanidad de aquel sujeto. Aquel hombre no hacía honor a su indumentaria.
—¿Señor? —preguntó uno de los escoltas que la acompañaban al centurión que permanecía de pie.
—Soldado, soy Valerio Máximo, el gobernador de Emérita Augusta —contestó aquel sujeto.
—¿El gobernador? ¿Aquel engreído era el mismo gobernador? —se preguntó así misma Paulina disimulando la sonrisa.
Paulina demasiado observadora, detectó el movimiento y la tensión de sus compañeros, sabía lo que estaban pensando. Los conocía demasiado bien como para no reconocer la ira en ellos. Debían estar pensando lo mismo que ella y además, estaban deseando marcharse de aquel lugar y regresar.
—¿A qué debo el honor de vuestra presencia? —pregunto el gobernador mirando atentamente a aquellos soldados.
—Le hago entrega de la misiva del sobrino del emperador, Tito Flavio Sabino.
—¿El sobrino del emperador? —preguntó frunciendo la frente con inquietud.
Paulina advirtió que era el primer signo de autenticidad que mostraba aquel presuntuoso.
—Sí, ahí puede leerlo todo.
El hombre cogió la misiva y abriéndola leyó rápidamente su contenido. Aquello no le gustó, ¿acaso Roma le consideraba un incompetente para investigar esas muertes? Se sintió ofendido porque enviaran aquella patrulla de legionarios allí, aquel era su territorio y el que gobernaba era él.
—Ya veo, que permanecerán aquí un tiempo... —dijo Valerio irritado.
—Se equivoca, nosotros retomaremos nuestro camino. Las instrucciones eran llegar hasta aquí y acompañar a la persona que se encargará de la misión.
—¿Cómo? —preguntó nuevamente el gobernador sin entender nada.
—Hemos escoltado a la persona enviada por Tito Flavio Sabino —dijo el legionario regodeándose de la sorpresa que se iba a llevar aquel inútil. Las instrucciones son claras, deberá proporcionarle todos los medios que necesite para averiguar los hechos.
—Está bien, el soldado podrá instalarse junto con los demás —dijo Valerio impaciente— ¿Y se puede saber quién de ustedes se quedará entre nosotros?
Los legionarios fueron retirándose y abriendo una fila para que el gobernador pudiese ver a la exploradora. Cuando Paulina se percató de las intenciones de los demás se sintió irritada. Pero aguantó el tipo mirando al frente y sin parpadear.
Valerio observó como el grupo de soldados se abría y cuando finalmente se percató de la presencia de la mujer no daba crédito a la burla de Roma.
—¿Una mujer? ¡Imposible!... ¿Se están riendo de mí? —volvió a preguntar el gobernador.
Paulina dio el primer paso hacia delante y sin bajar la cabeza sostuvo la mirada de aquel sujeto. Decidida a no dejarse humillar terminó por hablar.
—Jamás osaría mi señor a burlarse de nadie, se lo puedo asegurar. He venido desde lejos para averiguar los hechos que han sucedido en esta ciudad, la muerte de los centuriones. Eran nuestros compañeros y le puedo asegurar que nos tomamos muy en serio cuando alguien mata a uno de los nuestros. Si no dispone de nada más me gustaría descargar mis cosas. Mañana mismo empezaré a trabajar a primera hora... —dijo Paulina volviéndose sobre sí misma, dispuesta a instalarse.
—¡No se le ocurra descargar nada! Las mujeres no están hechas para la guerra y ninguna fulana permanecerá aquí.
En ese momento se escuchó el gruñido del lobo, el animal adelantó a su ama y mientras mostraba los afilados colmillos, sus ojos azul claro, como los de su ama, se clavaron en el gobernador.
Paulina se detuvo en ese momento mientras que con una palmada en el muslo daba la orden silenciosa al animal para que permaneciera a su lado. El animal detuvo su lento andar y esperó a su ama. La joven sabía que los condenados de sus compañeros estaban disfrutando del espectáculo.
—Yo de usted..., mediría más mis palabras. Solo obedezco órdenes de mi señor, así que le guste a usted o no, permaneceré aquí hasta que descubra el culpable. Y si no tiene nada más que decir... —se volvió Paulina hacia su caballo.
—No ha nacido la mujer que me diga lo que tengo que hacer... —gritó el gobernador delante de todos..
—Ni tampoco sigue vivo el último hombre que se atrevió a insultarme. Esta vez pasaré la ofensa pero no se equivoque conmigo... —le advirtió Paulina con una calmada voz—. Si tiene alguna queja, puede escribirla, mis compañeros se la harán llegar al gobernador de Panonia.
Valerio estaba completamente enfadado, una mujer le estaba dejando en ridículo delante de todo el ejército. Podía advertir perfectamente, la mofa en los rostros de aquellos imbéciles mientras sus hombres miraban con asombro el espectáculo que acababan de dar.
Durante unos segundos sopesó que hacer pero al final no tuvo otra opción que claudicar sintiéndose humillado.
—Ella se puede quedar pero a ustedes no quiero verles aquí... —advirtió el gobernador volviéndose mientras entraba a su tienda.
—¡Parece que no se lo ha tomado demasiado bien! —sonrió uno de los compañeros de Paulina cuando el gobernador se introdujo en su interior.
Los hombres se volvieron hacia ella y despidiéndose de la muchacha, el cabecilla le preguntó a la joven:
—¿Estarás bien?
—¿Acaso lo dudas? —preguntó enfadada Paulina por el frío recibimiento.
Las carcajadas de los soldados se sintieron mientras uno a uno se despidieron de la exploradora. Montando en sus caballos, la saludaron con la cabeza y volvieron a salir del campamento conforme habían llegado.
Paulina soltó un suspiro mientras desataba sus cosas de la montura y el lobo permanecía sentado esperando a su ama. Cuando se volvió y comprobó que ninguno de aquellos soldados le facilitaría la labor solo acertó a decir:
—¡Perfecto! Lobo, empezamos con buen pie...
Al día siguiente, Clemente esperaba en la tienda del gobernador, sus instrucciones habían sido claras. Clemente permanecería en la Legión y se le asignarían otras tareas más acordes con su nueva condición. Cuando escuchó la misiva, la ira hizo presencia en él. Como narices iba a continuar luchando si sus heridas no podrían curarse. El César debía estar burlándose de él.
Inquieto, esperó a que aquel hombre leyera la misiva. Cuando se volvió sus ojos sostuvieron la mirada. A Clemente no le pasó desapercibida la ojeada de arriba abajo que le echó, así como el movimiento de los ojos del gobernador cuando se detuvieron en el bastón. El hombre no pronunció palabra pero de repente, una chispa de algo que no supo exactamente qué era, pasó por la mirada de aquel superior. Creyó que era diversión pero eso no podía ser porque no veía que de divertido podía haber en un soldado impedido.
—¡Sígame! Voy a mostrarle su nueva misión.
Clemente esperó a que el hombre pasara por delante de él, mientras asentía con la cabeza. El camino había sido un completo martirio cada vez que la pierna rozaba en cualquier parte del animal. Pero con sufrimiento había llegado a su destino.
Estaba cansado y dolorido pero cojeando y con la ayuda de su bastón, consiguió caminar detrás del gobernador. Clemente era consciente de los ojos que se fijaban en él. Ya estaba acostumbrándose, así que les ignoró. El gobernador no era consciente del esfuerzo que tenía que hacer para seguirlo pero no mostraría ninguna flaqueza.
De repente se detuvieron y el gobernador le preguntó a uno de los soldados:
—¿Se encuentra aquí dentro?
El soldado asintió con la cabeza. Sin duda debían de estar hablando de algún soldado, pensó Clemente.
—¡Que salga inmediatamente! —ordenó el gobernador con voz enfadada.
Clemente solo tuvo tiempo a pensar que algo debía de suceder allí para que aquel superior no disimulase el enojo que lo embargaba. De repente, su vista se clavó en la mujer que salía con paso tranquilo. Desafiante y vestida de legionario, la joven solo dijo:
—Llevo toda la mañana esperando su presencia. Solo necesito que me de los detalles de los hechos.
Entonces fue el momento de Clemente de quedarse asombrado.
—Para eso he venido, le presento a su nuevo compañero.
Paulina desvió la vista hacia la persona que el gobernador tenía al lado, conforme iba saliendo, no se fijó en él puesto que estaba preparándose para su encuentro con el gobernador. Había dejado claro el día anterior que no era bien recibida allí.
—¿Está de broma? —preguntó Paulina poniéndose seria.
—No suelo bromear con estas cosas, me tomo mi cargo sumamente en serio... —contestó el gobernador mirándola fijamente pero disfrutando interiormente con lo que había ideado.
—¡No pienso trabajar con un tullido! —contestó Paulina.
—¡Ni yo con una mujer! —agregó Clemente enfadado.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro