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ж Capítulo II: Desolación ж

Emerald corría con todas sus fuerzas, esquivando las ramas y piedras en su camino. En varias ocasiones trastabilló, así que decidió retirarse los zapatos para poder moverse con mayor libertad. En algún punto del trayecto, su vestido se terminó rasgando al quedar atorado en un matorral, pero ni los rasguños provenientes de aquellas espinas pudieron detenerla.

A sus espaldas, escuchaba los pasos de Diamond y los gritos de Diani, pero ella se negaba a detenerse. No deseaba oírlos. Anhelaba estar sola por un momento para poder procesar lo que acababa de suceder.

No quería irse a una nación desconocida con gente a la que nunca había visto.

Amaba el palacio, disfrutaba pasar tiempo junto a su hermano y amaba a su amiga. Siempre había sido complaciente con su progenitora y con los demás únicamente para que no se deshicieran de ella, pero nada de eso había servido. Su propia madre era la que ahora la empujaba hacia un destino incierto y demostraba una vez más la notoria preferencia entre sus hijos.

Al llegar a una bifurcación, se detuvo un instante para evaluar rápidamente en sus opciones.

El camino de la izquierda era más oscuro y le daba miedo, pero sabía que, si tomaba el sendero más iluminado, su hermano no tardaría en encontrarla porque la conocía muy bien. Se armó de valor y, con sus ojos cristalizándose otra vez, se internó en el sendero más oscuro.

Corrió durante varios minutos hasta que llegó a un tronco hueco. Al ver que nadie la seguía, se introdujo dentro de ese pequeño espacio con algo de dificultad para poder descansar.

Los animales emitían sonidos que ella no estaba acostumbrada a oír y la intimidaban, ya que siempre se la pasaba dentro del palacio. Sintió miedo, y aquel temor se acrecentó en cuanto vio que una pequeña serpiente pasaba por encima de su mano. Aquello la hizo saltar y golpearse la cabeza, algo que no pasó desapercibido para una persona en particular.

—¿Señorita Emerald? —escuchó la voz de su amiga, así que asomó el rostro levemente. Ella, al verla, se acercó con prisa y se introdujo dentro del hueco para estar a su lado.

—No quiero irme...—respondió con la voz entrecortada. Diani la abrazó con fuerza mientras acariciaba su espalda—. ¿Por qué tengo que irme? No es justo... Siempre prefiere a Diamond —soltó con resentimiento—. ¡Yo también soy su hija! ¿Por qué mi mamá no me quiere?

Diani no sabía qué responderle. Si bien era consciente del trato que tenía la reina cuando de Emerald se trataba y la hacía sentir impotente, no se atrevía a opinar al respecto por ser una simple sirvienta.

—Quiero quedarme... —susurró nuevamente Emerald mientras abrazaba a su amiga y lloraba desconsolada. Notarla tan destruida logró quebrar a la otra niña, que también comenzó a llorar.

—Créame, señorita, que si pudiera hacer algo, lo haría con gusto con tal de verla feliz.

En cuanto Diani dijo aquellas palabras, una idea gatilló dentro de la cabeza de Emerald y la ayudó a calmarse. Se separó de su amiga y de inmediato comenzó a desvestirse hasta quedar solo en su camisón interno.

—¿Qué hace? —le preguntó la empleada cuando Emerald le tendió las prendas.

—Póntelo. —Diani no entendía qué tramaba, pero accedió de mala gana.

Cuando ambas traían la ropa de la otra, la princesa hizo el mismo hechizo de transformación que había practicado en su habitación. Diani intentó lanzar un grito, pero fue silenciada de inmediato por las manos de Emerald. Una vez que se calmó, ella retiró las manos de la boca de Diani y le permitió hablar.

—¿Pero... cómo?

La sirvienta tocó el cabello de la princesa. Donde deberían estar los bucles dorados, había una melena de color negro; su piel nívea había sido reemplazada por una piel tostada, y, en cuanto sonrió, mostró los mismos hoyuelos que ella veía al mirarse al espejo.

—Es un hechizo de transformación... —Emeraldvolvió a sonreírle. En el momento en que Diani entendió qué era lo que ellatrataba de hacer, comenzó a negar repetidamente con la cabeza—. ¡Es la única forma! —le dijo, a la par que la sujetaba de los hombros para que la observara.

—¡No puedo, señorita! —La niña se removía de forma inquieta—. ¡Usted es de la realeza! ¿Cómo podría tomar su lugar? ¡Míreme! Ni siquiera tengo magia... Me descubrirán.

—No importa que no tengas magia, mi madre jamás me dejó usarla. Además, Diani, si hacemos esto, podrás ser libre. Ya no estarás atada al palacio.

—Señorita, no creo poder...

—¡Por favor! —suplicó con desesperación.

Emerald sujetó con firmeza las manos de Diani, mientras mantenía su mirada fija en ella. Diani desvió el rostro. Sabía que el teatro no duraría demasiado; en algún momento, la farsa se vendría abajo.

—No quiero esta vida si eso significa que tendré que marcharme —soltó con pesar—. No me importa si debo renunciar a la comodidad que tenía. Quiero quedarme, esta es mi casa... P or favor, ayúdame, es el único favor que he de pedirte.

Diani permaneció en silencio mientras analizaba la situación. La realidad era que ella no tenía demasiado que perder. Era una huérfana que había sido vendida para convertirse en compañera de juego de los príncipes. Además, era verdad que la princesa no se le permitía realizar magia y eso podría a mantener la farsa. Sin embargo, sabía muy poco de la realiza y no había sido instruida; sería muy difícil disimular con personas que habían sido educadas al respecto desde que habían nacido. Ayudar a su amiga podía costarle la cabeza...

Pero ver su profunda tristeza terminó haciéndola ceder:

—De acuerdo... —soltó por fin y sus palabras sorprendieron a Emerald y, en cierta forma, a ella misma—. Pero, señorita, ¿qué pasará si el joven Diamond se da cuenta?
—Cruzaré ese puente en cuanto estemos allí...

Diani no tenía una buena corazonada, pero quería ayudarla y, al parecer, esa era la única manera en que podía hacerlo.

***

Diamond caminaba sin rumbo. Llegó hasta un pequeño claro y se detuvo a recobrar el aire; sus pulmones le dolían, no estaba acostumbrado a realizar tanto esfuerzo físico. Una vez que logró calmar su respiración, comenzó a girar en todas direcciones, pero no logró encontrar a nadie. Era como si Emerald y Diani se hubieran hecho humo.

Observó por todos lados, pero no la hallaba. Gritó su nombre varias veces, pero ella no respondía a su llamado. Estaba desesperado, temía que algo pudiera pasarle. Ambos eran los príncipes del reino de Delia. Eran gente importante, y había personas que podrían aprovecharse de eso si no la encontraba.

No pudo evitar preguntarse si habría tomado el camino contrario. Quizá debía ir por la izquierda y no por la derecha... Pero aquel camino tan sombrío le había generado pavor e imaginó que Emerald habría sentido lo mismo.

—¡Emerald! —llamó, y la brisa fue la única que respondió, seguida por el canto de las aves, que extendieron sus alas para surcar el cielo por encima de su cabeza.

Cuando estaba dispuesto a volver a gritar, vio las siluetas de su hermana y de Diani corriendo hacia él. Su hermana sujetaba con firmeza la mano de la sirvienta, quien la seguía con la cabeza gacha.

—¿¡Dónde te habías metido!? —En cuanto la tuvo enfrente, la tomó de los hombros. Ella miró al suelo apenada y mordió su labio con fuerza.

—Yo... Lo siento —murmuró, pero Diamond alcanzó a oírla. Él la abrazó con fuerza mientas golpeaba su espalda, un suspiro de satisfacción se terminó escapando de sus labios.

—No vuelvas a irte así, me tenías preocupado. —Ella se limitó a asentir cabizbaja, mientras Diani los observaba desde atrás.

Los tres comenzaron a caminar despacio hasta que alcanzaron el sendero Y buscaron desandar el camino que habían recorrido, el cual no parecía acabar nunca por más vueltas que daban.

—Espera, estoy cansada —pidió Emerald mientras sujetaba sus piernas.

—No es posible que nos alejáramos tanto... —Diamond se cruzó de brazos. Luego, cogió una piedra y la tiró lo más lejos que pudo a sus espaldas.

—¡Diamond, espera! —gritó Emerald al verlo correr hacia el frente.

—¡Quédate allí! —le respondió él.

Ambas niñas aguardaron en silencio. La pequeña de bucles de oro volvió a gritar su nombre cuando ya no pudo verlo. Como no obtuvo respuesta, volvió a llamarlo y en esa oportunidad oyeron unas pisadas a sus espaldas. Al darse la vuelta, vieron a Diamond corriendo hacia ellas con la misma piedra que había lanzado antes en sus manos.

—Estamos atrapados —les dijo.

—¿Cómo que atrapados? —preguntó Diani.

—Caímos en un conjuro del tipo laberinto. Es por eso que caminamos y nunca salimos de esta zona del bosque.

—¿Entonces qué haremos ahora?

—Escondernos. —Ambas se observaron y luego dirigieron una mirada a Diamond.—. Solo podemos escondernos y rogar que nuestra madre y los demás nos encuentren.

—¿Por qué? —preguntó Emerald, a quien le temblaba la voz.

—Porque los que han hecho este conjuro están esperando el momento preciso para secuestrarnos... O asesinarnos.

—Pero no lo entiendo, ¿por qué lo harían? —Emerald se encontraba al borde del colapso nervioso. Diamond la miró y sujetó su mano con firmeza.

—Piensa un poco, Emerald. Están los líderes de los cinco reinos aquí reunidos, podría tratarse de un complot. Apuesto a que Rugbert Ases tiene mucho que ver.

—¿Lo dice por la toma de poder, joven Diamond? —preguntó Diani mientras mordía el interior de su boca.

—Correcto. Escuchen, Diani, Emerald —ambas lo observaron—. Si nos encerraron en un conjuro tipo laberinto, la persona tiene total control sobre nosotros. Sabe por dónde nos movemos y es probable que intuya dónde nos esconderemos. Haré un conjuro de protección que nos envolverá a los tres, pero, pase lo que pase, no deben moverse. Ni siquiera deben hablar. ¿Entendido?

Las dos jovencitas asintieron, nerviosas y los tres se movieron a unos metros más allá.

Optaron por posicionarse cerca del riachuelo para que el ruido del agua impidiera que encontraran con facilidad su ubicación. Una vez allí, Diamond juntó sus palmas y cerró los ojos, una cúpula de color celeste comenzó a envolverlos a medida que recitaba un pequeño conjuro.

—Este domo nos hará pasar inadvertidos, pero no es indestructible. Si alguien nos ataca, o si alguna de las dos realiza un movimiento brusco, quedaremos expuestos.

Ambas acataron la orden, se quedaron quietas y calladas, tomadas de las manos, y aguardaron pacientes a que nada malo les pasara.

Las horas pasaban y no había rastro alguno de su madre. Era imposible que no los estuviera buscando, ella los había visto marcharse. Debía de haber llamado a Igor para que pudieran ubicarlos con mayor facilidad.

Diamond ya se sentía exhausto por el esfuerzo, era la primera vez que generaba tanta magia en un hechizo. Sus palmas ardían y le dolía la cabeza. Sentir a Diani y Emerald a sus espaldas, aumentaba su tensión: debía protegerlas costara lo que costara.

—¿Dónde están? —Escucharon una voz a lo lejos parecida a la de su madre.

Emerald se removió ligeramente, pero fue Diani quien la sujetó de la muñeca y le pidió que guardara silencio mientras negaba con la cabeza. Diamond se dio cuenta de que aquella persona no podía ser su madre. Ella habría detectado de inmediato dónde se encontraban. Además, la reina no andaría en el bosque sola sin escolta.

—Diamond, Emerald. Mis niños, vengan, soy yo, su madre.

Diamond volteó a observarlas y bastó una mirada para que entendieran que no debían hacer ni decir nada.

Ante la falta de respuesta, de los matorrales emergieron dos sujetos altos. Uno de ellos era de tez oscura, tenía una larga barba con varias trenzas en ella y uno de sus ojos era blanco. El otro era un hombre calvo que poseía una cicatriz que atravesaba su cabeza.

El sujeto de barba observó en todas las direcciones. Al no ver a nadie cerca, habló, y su voz sonó igual a la de la reina.

—No son tan tontos como creíamos. Los subestimamos —dijo mientras jalaba de su barba—. Creo que es momento de poner un poco más interesantes las cosas.

—Hubiera sido divertido volver a ver sus rostros confusos. Pero tienes razón, ya perdimos bastante tiempo y el amo puede enojarse.

Tras decir esto, el sujeto calvo de la cicatriz metió una mano dentro de su bolsillo y sacó un pequeño cartucho.

—¿Ven esto? —preguntó a la nada mientras estiraba el objeto—. Si esto cae cerca de donde están, les hará mucho daño.

El hombre calvo rio. Su compañero encendió la mecha del cartucho con solo tronar los dedos y lo tiró cerca del riachuelo. Poco después, los jóvenes fueron cegados por un destello, que fue seguido por el ruido de una explosión. Cuando aquel brillo blanco terminó, notaron que el lugar donde había caído aquel objeto estaba completamente destrozado.

—Bien, no estaban allí —soltó el hombre de forma burlona mientras sacaba otro cartucho de su saco—. Veamos si están por aquí.

Esta vez cayó a unos metros de donde se encontraban. Emerald lloraba y Diani trataba de retener las lágrimas, pero era le resultaba imposible. Diamond, pese a que trataba de calmarlas, se sentía igual de nervioso que ellas.

Cuando el cartucho explotó, el sujeto volvió a reír y sacó otro.

—Último lugar —dijo de forma divertida y lo lanzó justo al lado de Emerald. Ella, al ver el objeto a su lado, gritó. De inmediato, el hechizo de Diamond se desvaneció.

—¡Corran! —indicó el pequeño, mas la única que logró alejarse lo suficiente antes de la explosión fue Diani, quien se lanzó a los matorrales más cercanos que encontró.

Cuando el ruido cesó, Diani asomó el rostro por encima del matorral donde había caído.
La imagen frente a sus ojos provocó que gritara con tanta fuerza que parecía como si la garganta se le partiera en dos. El cuerpo de Emerald había sido despedazado y no era más que una plasta sangrienta. Diamond, quien se encontraba un poco más allá, se retorcía cerca del riachuelo, su brazo ya no estaba y en su lugar había un muñón sangrante.

Diani corrió en su dirección y trató de auxiliarlo, pero ni bien logró acercarse unos pasos, él mismo la frenó.

—V...vete —le dijo débilmente mientras la empujaba. Los sujetos ya se estaban acercando.

Curae... Curae... —dijo Diani de manera temblorosa mientras posicionaba su mano sobre el muñón, pero no podía hacer nada. La magia se negaba a salir de sus palmas.

—¡Vete, ahora! —gritó Diamond y la miró a los ojos—. Por favor, escapa, Emerald —susurró muy bajo para que los otros no lo escucharan.

La falsa Diani lo observó y lloró con amargura. Luego, tuvo que dejar a su hermano allí tirado para correr y alejarse de los hombres.

Aniquilae —dijo uno de los sujetos mientras le apuntaba a la cabeza con un arma extraña.

 —¡Protecto! —gritó Diamond, pero la chispa que emanó de aquel aparato fue más rápida que su conjuro de protección.

Diani corrió unos metros más hasta que unas cuerdas llegaron desde atrás y la envolvieron. Cuando giró su rostro, vio que las sogas salían del centro de la palma extendida del hombre calvo.

—Solo quedó la sirvienta —dijo el barbudo, pero su amigo negó con diversión.

—Ella no es la sirvienta. —El sujeto sonrió de forma escabrosa y dejó a la vista sus putrefactos dientes—. Ella es la princesa.

Tras decir esto, la magia de la falsa Diani se volvió inestable y aquella apariencia que tenía fue dejada atrás. Los bucles dorados volvieron, al igual que los ojos violáceos. Ambos sujetos rieron con regocijo.

—Es una princesa muy inteligente —dijo el calvo—. Digna descendiente de la reina corrupta.

—Mira lo que ocasionaste —replicó el barbudo mientras elevaba el cuerpo de su hermano y la obligaba a mirarlo—. ¿No te da pena?

—¡Déjalo! —gritó ella, las lágrimas bañaban su rostro—. ¡Deja a mi hermano!

—¡Cállate! —El barbudo tiró el cuerpo de Diamond a un lado y golpeó la mejilla de Emerald, quien comenzó a llorar con más fuerza—. Estás maldita. Todos los que se involucren contigo terminarán siempre de esta forma: muertos. Primero, tu padre; luego, tu hermano.

—Le haremos un favor a la nación erradicándote. —El otro sujeto la alzó el aire y a continuación la azotó contra el suelo. Emerald sintió sus huesos tronar por el impacto.

—¡Déjenme, por favor! ¡No diré nada!

—Claro que no dirás nada. —Ambos rieron—. Los muertos no pueden hablar.

El barbudo sacó otra vez el arma con la que le disparó a Diamond. Emerald giró la palma de su mano y sujetó las cuerdas que la apresaban.

—¡Pyro! —gritó, y estas se encendieron bajo sus palmas.

—Peleas en vano —soltó el barbudo—. Vas a morir.

Lo que sucedió a continuación fue apenas en una fracción de segundo. Mientras Emerald veía el destello emanar del arma del hombre, su cuerpo actuó por inercia. Ella estiró su brazo y abrió su mano, con la palma en dirección a su atacante.

Unas líneas negras se formaron en la punta de sus dedos y se fueron expandiendo hasta alcanzar sus muñecas. Para cuando se dio cuenta, había conjurado un orbe de color negro que salió despedido en dirección a ellos.

El extraño hechizo los envolvió por completo y la desesperación de los sujetos se acrecentó cuando se dieron cuenta de que no podían escapar. Las paredes comenzaron a reducirse y los alaridos se fueron intensificando. De un momento a otro, la esfera se comprimió lo suficiente y un destello brotó desde su centro. Para cuando desapareció, tan solo había quedado un rastro de cenizas en el suelo.

—¡Emerald! —Escuchó la voz de su madre a sus espaldas, que venía corriendo, seguida de Igor.

Sus ropas estaban manchadas de sangre y su cabello prolijo estaba despeinado. Cuando se encontró cerca de ella, se percató de que traía puesta la ropa de Diani. La reina Agatha no entendía qué estaba pasando, pero en cuanto sus ojos se posaron sobre el suelo, comenzó a gritar.

Sin siquiera preguntarle cómo se encontraba, siguió de largo y corrió a abrazar a su hijo, que estaba muerto en el piso. La reina lloraba con amargura mientras repetía sin cesar: «Tú no, por favor. No puedes estar muerto».

Igor se acercó a Emerald y la ayudó a levantarse. Ella se sujetó de su bata como pudo. Su madre lloraba en el suelo, besaba a su hijo. Y tras varios minutos en silencio, volteó a observarla.

—¿Por qué volviste a quitarme algo que amo? —le preguntó, mientras y la princesa se encogió en su lugar. Igor apretó su hombro con fuerza y ella caminó hasta estar pegada a su cuerpo—. Estás maldita... Siempre lo estuviste. Y hoy nuevamente volviste a arrebatarme a alguien que amé.

Igor trató de razonar con la reina, pero esta se negaba a escucharlo. El dolor que sentía por perder a su falso primogénito era tal que optó por ignorar a quienes estaban allí.

—Márchate, Igor. —El hechicero trató de hacer que cambiara de opinión, pero la mirada hostil que ella le dirigió terminó por callarlo de inmediato—. Márchate si no quieres que te acuse de asesinato.

El hechicero, sintiendo pena por la pequeña, le dedicó una última mirada compasiva antes de desaparecer en una nube de humo. Agatha seguía sosteniendo el cuerpo de su hijo. Luego de varios minutos, durante los cuales Emerald trató de apaciguar el dolor de su cuerpo con el mismo hechizo curativo que trató de usar con su hermano, recibió por fin la atención de su madre, quien al verla usar magia cayó en la cuenta de lo que había pasado.

—¿Fuiste tú? —le preguntó—. ¿Fuiste tú quien asesinó a Diamond?

—No, yo no fui... Mamá, había dos sujetos, fueron ellos —exclamó ella con nerviosismo. Sentía que su labio temblaba sin parar a medida que hablaba.

—¿Qué hacías con la ropa de la sirvienta?.

—Yo... no me quería ir. —Ella agachó la mirada mientras sentía que su nariz comenzaba a gotear—. Intercambié lugares con Diani...

—¿Cómo lo hiciste? —le preguntó la reina de manera neutral. Emerald dio un respingo al oírla.

—Usé un hechizo. —Contrario a lo que podría esperar, la reina no le gritó, simplemente se quedó callada observándola.

—Muéstrame...

La mirada fría que le dedicó hizo que el corazón de Emerald se encogiera, pero accedió a hacerlo y mostrarle lo que había hecho.

—¿Quién te enseñó ese hechizo?

La reina Agatha no pudo disimular su sorpresa. El que Emerald, quien no había tenido ningún tipo de entrenamiento mágico, pudiera convertir su apariencia en la de otra persona y que hubiera podido incluso transformar a la sirvienta, significaba una sola cosa. Igor le había mentido todo ese tiempo. Era ella quien poseía el gen dominante de la magia, jamás fue Diamond. Su hijo nunca hubiera podido explotar el cíen por ciento su potencial, porque era Emerald la que había robado aquella magnífica cualidad.

 —Lo... encontré en el libro de Diamond.

Ambas se quedaron en silencio. La reina dejó a su pequeño en el suelo y caminó hacia donde estaba ella, su palma recorrió sus hombros y ella tembló bajo su tacto. Se colocó detrás de la niña, que comenzaba a tranquilizarse, cuando sintió que su larga cabellera caía al suelo. Sus bucles dorados resbalaron uno a uno y algunas hebras fueron llevadas por el viento que sopló con fuerza desde atrás. Ella se quedó estática. Muda. Sin saber cómo reaccionar. Su madre recogió todo el cabello desparramado en el suelo y caminó de nuevo en dirección a su hijo, colocó las largas hebras cerca de su cabeza y pronunció un hechizo. De inmediato, los bucles comenzaron a unirse a su cuero cabelludo. Ahora, a simple vista, él lucía como Emerald.

—Desvístete y colócate la ropa de tu hermano —le ordenó, pero la pequeña no podía ni moverse.

—¿Por qué? —dijo de manera inquieta mientras sujetaba su vestido.

—¿Te gusta el palacio, no? —Ella asintió con nerviosismo—. Tomarás el lugar de tu hermano, Emerald.

—¿Qué? Pero...

—¿Deseas ser ejecutada? —le preguntó con frialdad, su hija volvió a observarla intranquila, mordiendo mordía su labio—. ¿A quién crees que culparán por la muerte de tu hermano? No queda rastro alguno de las personas que dices. Eres la única sobreviviente...

—Pero yo no fui...

—¿Deseas traerme más dolor, hija? —La niña volvió a observarla y la reina comenzó a llorar. Se acercó a la pequeña y la sostuvo entre sus brazos con fuerza—. No quiero perderte a ti también...

En cuanto dijo aquello, Emerald sintió una calidez inexplicable que envolvía cada rincón de su cuerpo. Pero lo siguiente que dijo su madre terminó destruyendo la esperanza de que por fin le demostrara algo de afecto.

—Me lo debes —le susurró con resentimiento cerca de su oído —. Por tu culpa, hija, tu hermano está muerto. Recuérdalo: tú lo mataste. Estás maldita, Emerald...

Aquellas palabras retumbaron dentro de su mente sin cesar. Ella lo había matado, su madre tenía razón. Si tan solo no hubiera corrido al bosque, nada de esto hubiera pasado. Si ella hubiera aceptado lo que vendría en silencio, su hermano y Diani seguirían vivos.

«Estás maldita, Emerald...».

Ahora, más que nunca, ella en verdad lo creía. 

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