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Capítulo XXV



—Voy a ducharme, así no se hace tarde. —Agustina salió hacia el baño, pero Sebastián la detuvo.

—Pensaba que mejor antes de salir podríamos tener un festejo familiar —murmuró muy cerca de su boca tentándola mientras sus manos acariciaron su estómago.

—Me encanta la idea, pero no vamos a hacer a tiempo. —A pesar de sus palabras, deslizó las manos por el abdomen marcado de Sebastián, duro y comestible. Su piel estaba tan caliente que aunque quisiera no podría resistirse a su atracción.

—El tiempo es una noción subjetiva. —El brillo juguetón de sus ojos hicieron que Tina terminara de volverse loca y cayera en su seducción. Se acercó aún más hacia ella y rozó sus labios en su oreja—. Perdámoslo. —Agustina sonrió volviéndose hacia su boca.

—Yo estoy perdida con vos. —Sus manos, que seguían como pegadas al estómago de Sebastián, subieron en una lenta caricia hasta sacarle la camiseta. Él se acercó para lamer su boca en una suave tortura, estirando con un mordisco su labio inferior. Pero Tina se movió rápido, con la excitación palpitando en sus venas, y apresó su boca, fundiéndola con la de ella, perdiéndose los dos en un intenso beso hasta que un ruido en la cerradura los obligó a separarse, a soltarse, alarmados, con sus bocas hinchadas por el beso.

La puerta se abrió y Mía entró en el departamento, segura y despreocupada, como si fuera parte del lugar, como si fuera suyo. Agustina sintió que las ganas de vomitar la golpeaban. ¿Qué hacía esa mujer ahí? ¿Tenía llave de la casa? Sebastián no pudo dejar de mirar el desagrado en sus ojos y la culpa le golpeó el estómago. Estaba cansado de que siempre Mía apareciera en su vida para arruinarla. Pero esta vez tenía algo de culpa. ¿Por qué mierda no le quitó las llaves cuando pudo? No se imaginó su descaro, ¿Qué podría entrar en su casa como si le perteneciera? Era obvio que lo haría.

—Hace días que te estamos llamando —comenzó a hablar Mía mientras cerraba la puerta—. Tu madre está enloquecida y el acuerdo con los brasileros está a punto de caerse. ¿Se puede saber que estás haciendo que no vas a la empresa? —Se dio vuelta y se encontró con los dos parados como estatuas en el medio del salón. Hizo un recorrido por el cuerpo desnudo de Sebastián y el rostro sonrojado de Tina—. Ah, claro. Veo que estás muy entretenido con la mosquita muerta esta.

Sebastián dio un paso hacia adelante para frenarla, con los puños apretados y el odio subiéndose por su garganta.

—No soy ninguna mosquita muerta y mucho menos un entretenimiento —La voz de Agustina salió temblorosa, pero no sé achicó ante la impertinencia de la rubia que se rio como una hiena mientras caminaba hasta la cocina, paseándose como la dueña del lugar.

—No claro... Sos una equivocación. —escupió mientras se sirvió un vaso de agua.

—Mía, no te pases. —murmuró Sebastián con los dientes apretados.

—Ese embarazo es una equivocación. —prosiguió sin escucharlo—. Pero no de la clínica... ¿No, Sebastián? Estuve investigando un poco... —Dejó el vaso sobre la mesada y volvió a pararse frente a ellos. Su voz tenía un tono de diversión y de suficiencia—. No me cerraba de dónde habías salido, no sos el estilo de mujer que le gustan a Sebastián. Y descubrí que habías ido a la clínica a donar óvulos.

—Mía... — volvió a murmurar Sebastián apretando más los dientes si eso fuera posible.

—¿Qué pasa? ¿Te pone nervioso lo que pueda decir? ¿No es una actitud rara, Agustina? ¿Vos lo sabías? ¿Te hiciste la distraída para aprovechar la situación o realmente sos tan tonta e ingenua?

—¿Qué estás diciendo? —Agustina miro a Sebastián y lo que vio en sus ojos, la duda y vergüenza que los teñían, la angustió.

—¿De verdad me vas a decir que te creíste que una clínica de prestigio y con rigurosos exámenes de calidad y confidencialidad iba a cometer semejante equivocación? ¡No me jodas! Te aprovechaste de todo. Y ese embarazo debería ser mío.

—¿Tuyo? —estalló Sebastián al oír el descaro de su ex novia y ver los ojos aguados de Tina—. Gracias a Dios que no es tuyo. Y no podría serlo cuando nunca hiciste el tratamiento con las hormonas o cuando siempre tomaste pastillas anticonceptivas. ¿Te pensás que soy estúpido? ¿Qué no me di cuenta? —Mía lo miró como si la hubiera atrapado, pero solo por un segundo.

—Sebastián... —pronunció Tina en un gemido—. ¿Es cierto lo que dice? —se giró sobre sí misma despeinándose el pelo al ver la confirmación en sus ojos— ¡Qué estúpida!... Tiene razón, soy una tonta y una ingenua... Creí que eras diferente. Pero sos igual que todos ellos. —Sebastián sintió sus palabras como un puñal afilado, un golpe que lo dejó sin aire.

—Claro que es como nosotros. La que está desubicada acá sos vos.

—No. Vos no tenés nada que hacer acá. Andáte Mía. —Se acercó a ella con los ojos inyectados de bronca pero Mía ni se movió— ¡Que te vayas! —Gritó Sebastián.

—¿Me estás echando de la que fue mi casa? —Agustina sintió que se le revolvía el estómago.

—Esta nunca fue tu casa.

—No... —murmuro Agustina con un hilo de voz ahogado—. Ella tiene razón. Acá la que sobra soy yo. Es claro que tienen muchas cosas pendientes.

—Agustina... —Sebastián se acercó dubitativo con una súplica en su rostro y vio el dolor en los ojos de Tina. Un dolor que lo rompió por dentro—. Por favor, Dejáme explicarte.

—¿Qué me vas a explicar? Ya está Sebastián. Ya entendí todo. —Se dio la vuelta sintiendo que su corazón se rompía en mil pedazos y llevó la mano a su estómago. No quería que ese dolor llegará a sus bebés. Pero la atravesaba una punzada tan fuerte como mil rayos. Se había enamorado como una estúpida, se había abierto entera a ese hombre, había soñado con una familia con él, había confiado. Caminó como pudo hasta el ascensor. Sintió sus miradas como cuchillas en la espalda. ¿Se había reído en su cara todo este tiempo? ¿La había usado para vengarse de ella? No sabía que creer. Se dio vuelta para cerrar el ascensor y miro a Sebastián por última vez, con un adiós en los ojos.

—Dejála que se vaya. Tenemos mucho de que hablar. —Mía lo tomó del brazo satisfecha. Sebastián se giró quedando frente a ella, para que no le quedarán dudas de lo que iba a decir.

—No tenemos nada de que hablar. No hay nada más entre nosotros. No sos nadie para mí, Mía. Y cuando vuelva a mi casa no quiero verte. No quiero verte nunca más. Entendélo de una vez.

—Eso no va a ser tan fácil, Sebastián —Soltó una risa de suficiencia—. Somos parte de la misma empresa. Tus vacaciones se van a terminar y vamos a volver a estar juntos.

—Eso está por verse. —Se soltó de su agarre—. No quiero ver tu cara cuando vuelva.


Sebastián corrió hacia la escalera. El corazón se le salía del pecho. No podía perderla. Había encontrado su lugar, su familia, su amor. No era justo que Mía siempre apareciera para arruinarlo. No sé lo iba a permitir. No está vez.

Bajó la escalera de dos escalones en dos, corriendo hacia la puerta. Tenía que alcanzarla. No podría conseguir un taxi ni salir tan rápido del complejo privado.

Sus piernas corrieron con vida propia. No le importó estar descalzo y sin camiseta, no le importó su imagen, ya no le importaba nada más que ella. La vio parar un taxi y se deslizó con rapidez, la atrapó del brazo antes de subir.

—Soltáme, Sebastián —las lágrimas le corrían por las mejillas sin control. Era un lío de ojos hinchados y nublados que apenas podía ver.

—Por favor, nena, escúchame. —Agustina se estremeció al escucharlo llamarla de esa manera. Pero respiró hondo. No podía caer otra vez.

—¿Qué más querés que escuche? No puedo oír más.

—Por favor, nena, no llores. —Sebastián intentó tomarla del rostro para limpiarle las lágrimas, pero Agustina se movió hacia atrás con fuerza.

—¡No me toques! —Gritó con la voz estrangulada. ¿No te reíste ya demasiado de mí? ¿Qué más querés?

—No, no. No digas eso. Nunca me reí de vos. Nunca quise hacerte daño. Solo me enamoré. Como un loco. Te amo, Agustina. Por favor escucháme. No te vayas. No me dejes así.

—No, no hables de amor. Esto no es amor, Sebastián. El amor no engaña, no miente. No es egoísta. —Sebastián la soltó resignado—. ¿Es que no te das cuenta de lo que hiciste? ¡Decidiste por mí! ¿Y si yo no hubiera querido a estos bebés? Era mi decisión... ¿Cómo pudiste? No me entra en la cabeza... Es demasiado. La vida de la gente no se compra con dinero, Sebastián. Pensé que lo habías entendido en el café. —Las lágrimas de Tina salían sin control como sus palabras—. Decidiste por mí. Decidiste por mi vida y mi cuerpo.

—Las cosas no fueron así... estaba desesperado y no pensé en nada, ni en mí mismo. Solo quería salir del bucle en el que me encontraba. De la relación con Mía, de mi vida de mierda vacía.

—¡Y arrastrarte a los demás en eso! ¿Es que no lo ves? No... no lo podés ver. No podés ver más allá de vos mismo.

—¡Sí! Mierda, sí que lo veo. Y me siento una mierda desde el primer día. Pero me enamoré de vos y de esos bebés. Y aunque me arrepiento de la forma, no me arrepiento de nada más. No de vos y de ellos.

—No... no puedo escuchar más. Déjame, Sebastián. —Se dio vuelta para subir al taxi, pero volvió a mirarlo—. ¿Y si hubiera sido otra?... ¿y si hubiera abortado? Habrías arruinado tres vidas, Sebastián. Esto no tiene perdón. No quiero verte más.

—Por favor, no. No te vayas. No destruyas todo lo que conseguimos juntos.

—¿Qué conseguimos? No conseguimos nada. Era todo una mentira. —El taxista toco la bocina del coche y los dos se volvieron a mirarlo por un segundo. Estaba entretenido con la novela, pero el tiempo de bandera corría en el reloj y tenía que seguir su trabajo.

—Lo que yo siento no es mentira. Es lo más real de mi vida. Dejáme arreglarlo. Dame la oportunidad de demostrarte que cambié. Desde que te conocí me encontré a mí mismo y no quiero volver a perderme. Casáte conmigo, Agustina. —Sebastián la tomó de las manos y se arrodilló frente a ella. No le importó la súplica, ni que lo viera el chófer del auto ni la seguridad de la garita—. Vivamos una vida los cuatro juntos, como una familia. Dame una oportunidad de arreglarlo, de hacerlo bien por una vez.

—Sebastián...—Las lágrimas de Agustina brotaron más fuerte. Se sentía abrumada por su dolor, por la mentira, por el amor de Sebastián que la atravesaba a pesar de todo—. No me hagas esto, por favor.

—¿Agustina?

Ella dio media vuelta y se subió al taxi. Sin decir nada más. Sebastián bajó su cabeza, sintió algo húmedo en su mejilla. Estaba llorando. Se había enamorado como un loco por primera vez, había tenido la familia que siempre había soñado y la había perdido por estúpido y egoísta. No podía perderla. Iba a luchar por ella todos los días de su vida. En definitiva, no le había contestado. No había podido decir que no a su pregunta. Y eso le daba una pequeña esperanza. 


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