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Capítulo XIII


Sebastián llegó a su oficina con la esperanza de encontrar algo de calma. Aunque sabía que sería imposible. La situación era la misma que la de Chernóbil minutos después de la explosión. Sabía que el aire tóxico lo iba a ahogar, pero había vivido treinta años expuesto a la radiación, enfermándose año a año, esperando a que todo implosione. Y él había sido el causante. Había llevado las cosas a ese punto sin retorno. No podía dar marcha atrás.

La secretaria y todo el personal se dio vuelta para mirarlo mientras avanzaba a su oficina. No solo lo miraban porque estaba en todos los canales de televisión, sino por la forma en la que estaba vestido. Nunca había ido a la constructora sin traje. Ni siquiera un fin de semana.

Al bajar del ascensor divisó a través del vidrio que cubría su oficina a su madre, gesticulando exageradamente con el jefe de relaciones públicas. Respiró profundo y avanzó.

—¡Por fin aparecés! —dijo la mujer cargada de reproche.

—Tuve que viajar a Brasil.

—Te escapaste a Brasil, que es distinto.

—Tenía que hacer presencia allá. Después de todo esto. Que me vieran.

—¿Y con esa ropa? ¿Qué son esas pintas para venir a la empresa? Sabés que están todos los medios detrás tuyo.

—Quise estar cómodo en el avión. No llegué a cambiarme.

—Bueno, no importa. Ahora vas a tu casa a cambiarte. —Sebastián la miró fijo sin poder creerlo. Se sentía un niño al que le decían que comer, qué ropa ponerse. No lo aguantaba más—. Ahora solucionemos lo importante.

—Ya hablé con el señor y pienso que lo mejor es que se haga cargo de la situación a los ojos de la prensa. Si ese embarazo sigue su curso va a ser muy difícil de ocultar. —habló el jefe de relaciones públicas ahora. Hasta los empleados podían decidir el rumbo de su vida, sus decisiones. Todos menos él.

—Va a seguir su curso —murmuró Sebastián y su madre lo miró horrorizada.

—No puedo creerlo. ¿En dónde tenés la cabeza? ¿No aprendiste a cuidarte? Cómo pudiste tener un descuido semejante. ¿No hay manera de que esa chica desista de la idea? Quizá ofreciéndole una buena suma. —Sintió que la sangre le hervía. Cómo siempre en su familia las cosas se solucionaban o tapaban con dinero. No importaba nada más que la imagen y la cuenta bancaria.

—Yo no quiero desistir de la idea.

—¿Qué? ¿Me estás hablando en serio? ¿Desde cuándo está esa mujer en tu vida? ¿Y Mía? No quiero ni pensar el dolor que va a vivir cuando se entere de esto.

—Ya lo sabe. —Estaba fastidiado, le dolía la cabeza, el cuerpo y la vida. No tenía la menor ganas de tener esta conversación. Era como hablar con una pared.

—¿Y qué dijo? Seguramente pueden remontar la relación. Ella te puede perdonar. Lo hiciste vos tantas veces. —Sebastián se refregó el rostro.

—Basta, mamá. ¡Tengo treinta años, treinta! Creo que puedo manejar mis relaciones y mis problemas. Hasta elegir como vestirme.

—No Sebastián... esto es más grande que vos. Tenés una responsabilidad. Sos el heredero de todo esto. Todo depende de vos.

—Y estoy a cargo. Pero no puedo vivir una vida que no es la mía.

—No seas infantil. Ya terminó la adolescencia. Tenés todo lo que cualquier persona puede desear. Y Mía es una mujer hermosa, inteligente. Se conocen desde que nacieron.

—Olvidáte de Mía, mamá. Se terminó.

—¿Cómo puedo olvidarme de Mía? No puedo Sebastián. Es la hija de los socios de esta empresa, casi es nuestra familia. ¿Cómo podés hablar así?

—Se terminó mamá, se terminó nuestra relación. Tenía que haber terminado hace años —habló con fastidio pero pausado. No tenía ni la energía para subir el tono de voz. Demasiados años de permitir más de lo que podía tolerar.

—No creo que para sus padres y para ella se haya terminado tan fácil. Lo que deben estar pensando en este momento. Gracias al cielo que están en Europa. Tiemblo cada vez que suena el teléfono esperando su llamado.

—Mía ya habló con ellos. No pueden reprocharme nada. Lo sabes muy bien. —Recordó todas las veces que ella lo había engañado. Más que nada, la última, con su mejor amigo. Y el asco lo atravesó.

—Por eso creo que las cosas pueden solucionarse. Todavía hay esperanza.

—No quiero solucionar nada, mamá. Ellos pueden opinar lo que quieran. Pero yo no lo aguanto más. Y voy a ser padre.

—Podés hacerte cargo de un hijo, aceptar tu responsabilidad y seguir con Mía.

—Son dos. —Sonrió al recordar a Tina llamándolos renacuajos. Los imaginó nadando en la calidez de su vientre y  sintió una emoción que tuvo que frenar.

—¿Qué?

—Son mellizos.

—No puedo creerlo. Esto es una pesadilla.

—Estás hablando de tus nietos. De mis hijos. Podés dejar de pensar en la empresa, en Mía y en lo que dirán los demás. Esto es la vida real, es mi vida. —Golpeó el escritorio con un puño. Estaba comenzando a desesperarse.

—¡Y estás a punto de arruinarla! Te pensás que tener un hijo es fácil. Te una a la otra persona de por vida. ¿Qué sabemos de esta chica? ¿De su familia? Seguro quiere nuestro dinero.

—Tenemos de sobra —soltó irónico. No quería escuchar a nadie más. Por seguir todo lo que decían sus padres, lo que era su responsabilidad había malgastado sus mejores años. El amor que había sentido por Mía se había terminado hace mucho tiempo y nunca más pudo volver a enamorarse por el qué dirán. Toda su vida estaba diseñada desde que había nacido. Dictada por ese que dirán, por guardar unas formas que vaya a saber a quién importaban realmente. A él ya no. Su carrera, si bien le gustaba porque le daba lugar al dibujo, que era algo que amaba, no había sido elegida por él. Era lo que se esperaba. Cómo todo lo que había hecho hasta ese momento. No podía más. Tenía treinta años. Todavía no era tarde, pero si no actuaba ahora lo sería.

—¡Sebastián! ¡Te estoy hablando y no me escuchas! No te importa nada. El problema en el que nos metiste.

—Esto es algo mío. No tiene nada que ver con ustedes.

—Somos tus padres. Todo lo que tiene que ver con vos nos repercute. No puedo aceptar a otra mujer que no sea Mía. No delante de todos.

—Mía me lastimo mucho, mamá. Muchas veces. Nuestra relación está quebrada y eso si podés aceptarlo. —La madre de Sebastián miró hacia el piso—. Vas a ser abuela. De dos bebés preciosos, dos renacuajos. —Volvió a sonreír y a su madre le tembló la barbilla con una visible emoción que no pudo refrenar.

—No me pidas cosas que no puedo hacer, Sebastián. —Su voz salió quebrada pero firme. Luego salió de la oficina sin mirar atrás y el jefe de relaciones públicas salió tras ella.

Sebastián resopló y miró hacia la ventana. Su vista se perdió en el cielo. Se masajeó las sienes con la yema de los dedos. La cabeza le latía y la cosa cada vez se pondría peor. Su madre no iba a acabar, la prensa no iba a acabar, tampoco su padre ni Mía. Apoyó su cabeza en el escritorio. Todo lo arreglaban con dinero, pero ella no lo había aceptado y lo necesitaba. Hubiera sido la salida más fácil. Entregar a esos bebés y cobrar el dinero. Pero supo que no iba a poder y eso lo derritió. Esos bebés, sus hijos eran más importante que cualquier cosa. Y además era hermosa. Sonrió al recordarla. Desde la primera vez que la vio en la clínica, desde la distancia, no pudo parar de mirarla. Su forma de ser orgullosa y sus gestos al exasperarse le encantaban. Cada cosa que hacía le gustaba un poco más.

—Primo. —Levantó la cabeza y sonrió con una mueca triste a la única persona que sentía de su lado. La única en la que podía confiar—. Vengo de la editorial. Qué lío es esta empresa. Están todos revolucionados. —Su primo miró hacia la puerta y sonrió. —Ya era hora.

—¿La viste a Agustina? —Los ojos de Sebastián brillaron al nombrarla.

—Muy poco. Cuando llegó ya me estaba viniendo para acá. ¡Cómo te cambia la expresión! Esa chica te está ganando. —Sebastián sonrió y chasqueó su boca.

—¿Aceptaron la distribución?

—Sí, ya está todo arreglado. La editorial va a repuntar mucho con ese trato. Hicimos todos los papeles con Catalina. Es muy buena en todo lo que tiene que ver con la gestión. Creo que tienen futuro. No estarían así si no hubiera pasado lo de la madre de Agustina. Pero la editorial es solvente.

—¿Qué pasó con la madre?

—Murió hace unos meses. ¿No lo sabías? —Sebastián negó con la cabeza y un nudo le cerró la garganta—. Parece que fue un proceso largo. Pusieron toda su energía y dinero en eso y descuidaron mucho el negocio.

—Me alegro de que hayan aceptado entonces. Agustina no es fácil. Es muy orgullosa. —El primo de Sebastián sonrió.

—Ya vi. Tiene mucho carácter. ¿Y acá como vas a solucionar las cosas? Se te viene complicada.

—Ya está todo más que complicado. Nadie sabe nada. Y pretendo que sigan sin saber. Que crean la versión de la prensa. Que no se te escape nada.

—Soy una tumba.

—Le pedí a ella que siga el juego. Que venga  a la gala benéfica como mi mujer. —Guille, el primo de Sebastián, negó con la cabeza.

—Se la van a comer cruda, primo. Por más orgullo y carácter que la chica tenga, lo va a padecer...

—Por eso necesito que estés ahí conmigo.

—Siempre estoy con vos. Sos mi hermano. —Guille estiró su mano y Sebastián la tomó. Se miraron fijo unos minutos y jugaron una pulseada que el primero ganó. Era como una muestra de afecto entre ellos, un acto de complicidad que les decía que estaban juntos en lo que fuera—. Estás destruido.

—Dormí cómo mucho dos horas en el avión.

—Anda a tu casa. Descansa un poco que lo necesitas. —Sebastián asintió con la cabeza y se levantó. Guille se puso de pie detrás de él—. Yo voy a hacer que trabajo un poco. —Sebastián le golpeó la espalda con la mano. Y salieron los dos de la oficina.


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