Capítulo VI
Dos días pasaron desde la llamada del laboratorio, dos días de su charla con el hombre alto y no volvió a tener noticias de él. «Quizá se dio cuenta de la locura que estaba proponiendo», «Quizá pensó que no luzco como una posible madre de nadie», pensó mientras subía al auto de su amiga sin pronunciar palabra.
Dos días en los que no se atrevió a comprar una prueba de embarazo casera porque no quería saberlo. Si existía la posibilidad prefería evitarse la certeza unos días. Lo pensó muchas veces, estuvo a punto de detenerse en cada farmacia que cruzó. Pero llegó a la conclusión que si no se nombra no existe. Podía esperar unos días más, seguir con su vida. ¿Podía?
Dos días horribles en dónde no había hablado casi con nadie. Solo lo necesario con sus empleados de la editorial. Pero ni una palabra con Cata. La culpaba de toda la locura que estaba viviendo. Si ella no hubiera tenido esa idea, si no le hubiera mostrado ese folleto. Pero también sabía muy bien que era su culpa. ¿Cómo en la situación catastrófica en la que se encontraba iba a seguir las ideas locas de su amiga? Desde chicas, Cata no hacía más que meterla en problemas. Era su naturaleza, una constante de su amistad. Pero se ve que no lo había aprendido...
No le contó a Cata la charla con Sebastián, no solo porque no tenía ninguna gana de dirigirle la palabra, sino también porque sabía su opinión: la estaría empujando al precipicio del barranco mientras tejía escarpines.
No le quedó más remedio que subirse a su auto. No quería llegar sola a la clínica ni realizarse los estudios sin alguien con quien contar. Cata podría ser todo un cataclismo, pero era la mejor amiga que se podía tener, la incondicional. Y cualquier problema que tuviera lo hacía ver como pequeño, como posible de solucionar. Era una de las mayores virtudes de su loca amiga.
—Sea cual sea el resultado, lo vamos a solucionar. Estoy con vos para lo que decidas —le dijo mientras ponía en marcha el Twingo—. Ya lo sabes, ¿no?
Tina asintió con un gesto y apoyó su cabeza en la ventanilla, sintiendo que sus ojos le ardían y el pecho se le cerraba. La quería demasiado y sabía muy bien que nada, por más temible que fuera, las podía separar.
Al estacionar en la puerta de la clínica, Agustina pudo ver la alta figura de Sebastián apoyada en la entrada, con un traje muy parecido al de su primer encuentro y hablando por teléfono.
—¿Qué hace este hombre acá? —Ya no pudo quedarse callada. Sintió como el corazón le palpitaba en el pecho.
—¿Sabía que venías? —preguntó Cata tan sorprendida como ella.
—No lo sé... Bajemos.
Tina respiro hondo, poniendo en práctica una técnica que había trabajado años con su psicóloga, se centró en su respiración, apretó fuertemente su dedo pulgar para darse seguridad y repitió como un mantra: «soltar todo lo que escapa a mi control y centrarme en lo que puedo controlar, en mí misma».
Avanzó con el paso más firme que pudo dar en ese momento. Al verla, Sebastián colgó el teléfono y se acercó. El corazón de Tina volvió a saltar como caballo desbocado. Y no entendía si era por la situación del posible embarazo, o porque se sentía presionada por su oferta, por su aspecto seguro y pagado de sí mismo, tan...
—Agustina —saludó él con un gesto de cabeza y se acercó aún más.
—Sebastián, qué casualidad —respondió ella frenando.
—En verdad no es casualidad. —Se pasó una mano por su pelo negro como la noche—. Sabía que venías y quería estar al tanto del resultado.
—¿Cómo puede saberlo todo? —murmuró Catalina en su oreja, poniéndola más nerviosa de lo que estaba. Tina se quedó sin palabras, sin saber qué decir, algo que le estaba sucediendo muy a menudo.
—Ah...
—¿Entramos?
Las amigas asintieron con la cabeza y entraron a la clínica. Se anunciaron en la recepción y luego esperaron en la sala de espera la llamada del médico. Sebastián se quedó parado cerca de ellas sin parar de mover su pierna izquierda hasta que el doctor los invitó a pasar a su consultorio.
Les explicó que iba a realizar un examen de sangre y una primera ecografía transvaginal para confirmar el embarazo, ver su ubicación, edad gestacional, sentir los latidos del embrión (lo que a Tina le cerró el pecho) y comprobar si se trata de un embarazo simple o múltiple.
—¿Múltiple? —preguntó Tina con la voz temblorosa—. Eso es imposible. No tengo antecedentes de embarazos múltiples en mi familia.
—Es muy común que suceda cuando el embarazo no es espontáneo y es producto de un tratamiento.
—Sería el broche de oro —murmuró apretando los dientes—. ¿Puede acompañarme mi amiga a la ecografía?
—Solo puede entrar una sola persona...
—El padre —se apresuró a decir Sebastián.
—Esto es ridículo, no hay padre. —Agustina subió el tono de su voz.
—No se hizo solo... —murmuró irónico él. Tina se paró exasperada.
—No me voy a realizar una ecografía transvaginal frente a un desconocido.
—No voy a ver nada que no haya visto antes.
—Sos un desubicado.
—Por favor, entiendo que la situación no es la habitual. —Intentó tranquilizarlos el médico—. Pero les pido que mantengan la calma porque estamos en una clínica y posiblemente estés embarazada.
Ninguno de los dos escucharon las palabras del médico y, si fue el caso, no lo pareció. Estaban muy concentrados en sostenerse la mirada llena de odio y desafío.
—No vas a entrar...
—Voy a entrar. Tengo derecho.
—No, no lo tenés. Es mi cuerpo
—Es mi hijo.
—¡Todavía no hay un hijo!
—Por favor —intervino Cata—, se están comportando como dos chicos. Dejá que pase y que sé dé vuelta o solo que mire el monitor.
—Muchas gracias. Alguien con un poco más de entendimiento.
Tina miró a su amiga con nuevas ganas de asesinarla, había fantaseado ya varias formas en las últimas semanas, y luego al hombre alto. Supuesto padre de su supuesto hijo. Le volvió el nudo a la garganta, de impotencia, de bronca, de nervios. Y no volvió a hablar. Se cerró de nuevo en su mutismo. Se sentía sola, sin fuerzas. Su madre había muerto, su padre... bueno, su padre nunca estuvo. No tenía más familia que una tía lejana que vivía en España. Solo ella y Cata contra el mundo.
Asintió, derrotada, ya no tenía energía para nada más. El pozo en el que había caído se la había chupado y nunca pensó que podría caer aún más. Pero sí que podía. Sentía que estaba cayendo sin frenos, cómo Alicia cayó persiguiendo al conejo, en un mundo surrealista y que nunca creyó experimentar.
Se dirigieron al ecógrafo. Cata la tomó de las manos y la abrazó antes de entrar. Le prometió que se quedaría ahí esperando el resultado.
Tina entró a un baño para sacarse la ropa y ponerse una bata abierta. Luego se recostó en la camilla mirando a Sebastián y este se dio vuelta mirando hacia el monitor.
Agustina sintió la incomodidad del aparato dentro de ella y luego los sonidos de su útero, luego... ese sonido, tan especial, un sonido sordo, cómo nadando en agua, BOM BOM BOM.
—Ahí se escuchan los latidos del bebé —dijo la médica subiendo el volumen del ecógrafo. Y Sebastián se dio vuelta para mirar a Tina, sonreía, con un brillo aguado en los ojos.
Por su parte, Agustina sintió algo cálido que subía desde su vientre hasta su corazón y miedo. Un miedo abismal, profundo, diferente a cualquiera que hubiera experimentado. Empezó a llorar y Sebastián caminó despacio hacia ella, cómo pidiendo permiso, y sin que se diera cuenta le rodeo la mano entrelazando sus dedos. Sintió la estática, pero no alejo su mano hasta que la enfermera habló.
—Se ven dos bolsas.
—¿Cómo? —La voz de Agustina, quebrada, rebotó en el consultorio.
—Son mellizos.
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