Capítulo III
Era un día soleado en la ciudad de Bs. As., una manifestación cortaba la panamericana, lo que hizo que Cata debiera tomar otra ruta para llegar a su destino, no sin antes insultar a diestra y siniestra a todo él que se interponía en su camino.
Estacionó el Twingo frente a la clínica de fertilidad y bajó del auto con un sombrero y unos lentes negros que le tapaban casi todo el rostro. Tina siguió a su amiga negando con la cabeza.
—¿Era necesario que usarás ese atuendo ridículo? —murmuró entre dientes frenando a Cata del brazo—. Ya bastante difícil se me hace entrar y que me vean necesitada.
—Es para que no me reconozcan entrando a un lugar así. Imagináte si me ve Marcelo o alguien de su familia. Y no estamos necesitadas. Vamos a realizar un servicio a la comunidad. Una obra de bien, Tina.
—No sé en qué momento accedí a tus locuras.
Tina dio media vuelta volviéndose hacia el auto, pero Cata la detuvo y la llevó casi arrastrando hacia la clínica. Al entrar se sorprendieron del lujo y la opulencia del sitio y de la gente en él.
Las dos amigas se acercaron al mostrador de informes casi a los empujones, ganando la mirada de algunas pacientes y empleadas. El sitio estaba sorprendentemente lleno de mujeres, cómo si el sexo masculino no fuera también responsable de la procreación.
—Mmm, buenos días —saludó Cata con una voz dudosa—. Venimos por la donación de óvulos. Habíamos concertado una cita ayer.
—Buenos días, ¿su nombre? —preguntó la empleada mirando de arriba a abajo el aspecto de las dos mujeres frente a ella.
—Catalina Suárez. —La mujer revisó en su computadora mientras las amigas se miraron con recelo. Si no la estuvieran sosteniendo del brazo, Tina ya hubiera vuelto sobre sus pasos a penas cruzar la puerta.
—Bien —continúo la empleada ofreciéndoles dos carpetas—. En primer lugar, deben saber que en este procedimiento hay dos mujeres implicadas: la donante y la receptora, quienes no se conocen, ya que la donación se hace de manera anónima. Pero nosotros como clínica necesitamos tener sus datos, por lo que deberán completar este formulario.
—Gracias —dijo Cata tomando los papeles.
—Pueden sentarse en la sala de espera a completarlo hasta que las llame el médico a cargo para explicarles cómo es el procedimiento.
—Perfecto, muchas gracias —respondió Tina, sorprendiéndose de pronunciar palabra por primera vez. Luego se alejaron de la mesa de informes, sentándose a leer las planillas.
El formulario era corto y sencillo, pero, a Tina, algunas preguntas le parecieron sin sentido.
—¿Mi color de piel es pálido, medio o tostado? —preguntó Cata mientras se llevaba la lapicera a la boca.
—No entiendo por qué necesitan saber mi color de ojos, pelo, altura y peso...
—Para que la receptora de los óvulos pueda elegir cómo quiere su bebé. —El rostro de Tina realizó una especie de mueca que no pudo evitar. La respuesta de Cata a su pregunta le revolvió el estómago, la llenó de ansiedad y de la seguridad de que todo esto era una mala idea, pésima idea.
Las amigas fueron llamadas por el médico encargado del procedimiento para una entrevista. Luego de las formalidades y de entregar sus respectivas planillas, el médico les explicó que los óvulos donados se utilizarían para la ovodonación, el tratamiento de Medicina Reproductiva con mayor tasa de éxito, que permitiría alcanzar el anhelo de tener una familia a personas que por una u otra razón no habían logrado un embarazo espontáneo.
Tina no podía dejar de mover su pierna izquierda y Cata colocó una mano sobre ella ejerciendo presión para calmarla. El solo pensar que de esa situación podría salir una vida, una con el cincuenta por ciento de sus genes y del de su árbol genealógico la descomponía. Mejor era pensar en los tecnicismos que el médico empleaba. Razonar en términos de células, cánulas, inyecciones y hormonas, aunque no era grato, la alejaba de concentrarse en las consecuencias, en el fruto del procedimiento. Intentó centrarse en eso, pero toda la situación que la envolvía le resultaba surrealista y ajena.
—¿Cómo se realiza la donación de óvulos, Doctor? —La pregunta de Cata la hizo salir de sus cavilaciones.
—La donante deberá efectuar un tratamiento hormonal que se administra con inyecciones por vía subcutánea, permitiendo la autoaplicación —explicó el médico y Tina miró a Cata con pavor—. Todo el tratamiento, desde la primera ecografía hasta la extracción de los óvulos, dura aproximadamente trece días.
—Y la extracción de los óvulos, ¿se lleva a cabo en quirófano? —volvió a preguntar Cata y los ojos de Tina se abrieron más de lo que alguna vez creyó posible.
—Sí, bajo sedación —contestó el médico con un tono de voz calmado, muy lejos del estado en que Agustina se encontraba—. Se ejecuta una punción con guía ecográfica; este procedimiento dura aproximadamente veinte minutos.
Tina no volvió a pronunciar palabra desde ese momento hasta la llegada a casa de su amiga. No emitió sonido al salir de la clínica y tampoco dijo nada en todo el trayecto en auto hasta el departamento. Cata la conocía bien, sabía que todo lo relacionado con hospitales e intervenciones quirúrgicas todavía le dolía mucho, la llevaba al peor momento de su vida, a la enfermedad de su mamá.
La dejó sumirse en el silencio y pensar todas las posibilidades. Sabía que la mente analítica y estructurada de su amiga estaba revisando cada paso del procedimiento promediando riesgos y beneficios.
Al cruzar la puerta del departamento, Catalina dejó las cajas con el tratamiento hormonal sobre la mesa y Tina estalló
—Esto es una locura, Cata. ¡Trece días de hormonas! Sabés muy bien que evito tomar hasta una Aspirina. Y pretenden que me inyecte eso... A mí misma.
—Yo puedo ponértelas. —Tina miró a su amiga como si estuviera a punto de matarla. Es que en verdad en ese momento quería matarla y de la forma más dolorosa.
—Y entrar a un quirófano... No pienso entrar a ninguno.
—Estás viendo solo los contra, Tina —Su amiga la tomó de los hombros tratando de tranquilizarla—. ¿No escuchaste lo que van a pagarnos? Con ese dinero podrías pagar las cuotas de la hipoteca y ayudaría con la editorial. Prefiero unos pinchazos hormonales que tener que dar de baja a algún empleado.
Tina resopló y bajo sus hombros. Sentía un peso que ya no podía sostener. Sabía que su amiga tenía razón y que ya no le quedaban opciones. El solo pensar en que tendrían que despedir a algún empleado fue la gota que derramó el vaso y el peso que inclinó la balanza.
—Ya estamos en el baile —pronunció con voz temblorosa, no muy segura de sus palabras.
—Bailemos —le contestó Cata tomándola de las manos y haciéndola dar un giro sobre su propio eje.
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