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Líderes Perdidos


— Ellos no pueden hacerme esto. ¡Soy un rey! ¡Gracias a mi ganamos muchas guerras!

— Y todos estamos muy agradecidos contigo por eso, Sante. Pero es momento de que prestes un mayor servicio a la Gran Fuerza.


El sol brillaba muy alto en el cielo y era un día sin nubes. El cielo era azul y las plantas estaban verdes gracias a la lluvia. En otros días, habría sido un día perfecto para Lisandro. Hoy no lo era.

Finalmente sus guardias se atrevieron a ir al castillo, casi siete días después de que despertara en la cabaña. Aparentemente, tenían que recoger provisiones antes de esconderse en otro lugar, como les había dicho el brujo. Lisandro estaba sentado sobre un caballo que avanzaba tristemente entre los escombros de piedra. Los pequeños incendios ya habían sido apagados a esas alturas y también habían quitado los cuerpos. Algunos de los soldados y sirvientes se reunieron en el patio, recogiendo sus cosas ahora que ya no vivirían más en el castillo. Muchos reparaban en el príncipe, pero no hubo celebraciones. No había nada que celebrar.

El palacio en el que había pasado muchos de sus veranos estaba destruido, quemado y roto. Lisandro podía ver montículos de tierra en los jardines, ahí donde habían enterrado a los que murieron durante el ataque. Fueron muchos. Mientras regresaba a sus habitaciones, acompañado por uno de sus guardias, pudo ver marcas de garras en los muros de piedra y manchas de sangre seca que nadie se había molestado en lavar. Los pasos de Lisandro resonaban en los pasillos normalmente silenciosos, pues el suelo estaba lleno de cristales, pequeñas piedras y muebles rotos. Regresó al cuarto donde el salvaje lo había atrapado, la ventana seguía abierta y muchas hojas de los árboles se habían colado dentro. El guardia le ayudó a guardar ropa, diciendo que sólo deberían llevar lo esencial.

Lisandro sabía que abajo, en el patio, todos los adultos hablaban entre sí, guardias, cocineros, sirvientes, jardineros. Lisandro sabía de qué hablaban; hablaban de él. Hablaban del rey muerto. Del héroe muerto. Del misterioso brujo de ojos violetas. Mientras buscaba la espada de madera que usaba para entrenar, Lisandro tenía la total certeza de que toda su vida se acababa de arruinar y que nada volvería a ser igual. También estaba seguro de que no había nada que hacer. Se sentía tan impotente y no sabía cómo lidiar con eso.

Normalmente todo era cosa de los adultos, con sus juntas de todo el día, sus reuniones tan importantes que interrumpían cualquier otra cosa y todas, todas las cartas. Ahora, Lisandro temía tener que participar en todo eso porque simple y honestamente, no tenía ni idea de qué haría. Se suponía que debía de hacer algo ¡era el príncipe de Yelize! ¡El heredero a la corona! Deseó ser mayor y tener algún arma mágica, como los héroes de las historias, como Elysium. Entonces sabría qué hacer y sería capaz de enfrentarse a sus enemigos, igual que su padre.

(...)

Sato no estaba seguro de qué iban a hacer ahora. Era el superviviente más viejo de la guarda del líder, lo que le convertía en jefe de esa guardia... así le tocaba discutir sobre sus próximos movimientos con los demás. Por ahora, estaban siguiendo el consejo del brujo; tomar todo lo que necesitaran del palacio e irse, pero no sabía a dónde irían exactamente. La casa del cazador seguía siendo un buen refugio, pero el Insensible le había echado por tierra la idea diciendo que era fácil de encontrar por los salvajes. La vegetación era muy densa al sur del palacio, pero no estaba seguro de cuánto les serviría eso; Valres estaba constituido por un inmenso bosque y los salvajes no deberían de tener problemas en encontrarlos si se escondían así nada más. ¿Deberían usar un barco? Los salvajes le temen al mar. ¿Pero a dónde irían? ¿Cuánto tiempo duraría la comida? No había ningún marino en el palacio y Sato tampoco sabía navegar.

Tampoco estaba seguro de qué tan buena idea podría ser esconderse en las aldeas cercanas, habían muchos ojos que podrían delatarlos aún si no tenían malas intenciones. Además, por lo que sabía, fácilmente podría haber salvajes en los poblados; quién sabe cuánto tiempo llevaban esperando la muerte del rey para atacar el palacio. Había sido una guerra muy larga, veinte años es más que tiempo suficiente para que más de alguno se hubiera infiltrado.

Por eso estaba preocupado. Tan lejos de la frontera las personas no reconocerían la diferencia entre un salvaje y un aressio, mucho menos un rydés del otro lado del mar. Todos ellos serían extranjeros y punto. Él y alguno de sus guardias podrían notar esa diferencia, pero no estaba seguro de cuántos más podrían. Por otro lado, sería contraproducente acercarse a la frontera, porque si bien más personas podrían estar alerta, una de las ciudades fronterizas acababa de caer; los salvajes tenían más libertad para ingresar al territorio y atacar. Incluso si no buscaban al príncipe, él correría peligro... Y tampoco es como si pudiera moverse a ningún lugar, el brujo le había dicho que no se alejara... ¿Podía confiar en ese sujeto? Los brujos de Valres eran famosos por aterrorizar a la gente al punto que tenían cazadores detrás de ellos. Qué dolor de cabeza.

Lo mejor que tenía ahora era el bosque al sur del castillo. No podía confiar en quedarse cerca del mar; en ésa época del año había tormentas que eran peores en la costa. Tendría que llevarse a un par de cazadores consigo, algunos soldados y... ¿sirvientes? ¿Cocineros? ¿Les iría bien en medio del bosque? Alguien tenía que cuidar del pequeño príncipe ya que su tutor había muerto durante el ataque y la nana era una mujer anciana (probablemente ella debería huir a uno de los pueblos cercanos, ya que todos debían abandonar el castillo) Sato admitía que nunca había sabido cuidar niños y no tenía ninguna duda de que el príncipe Lisandro no iba a ser la excepción. Continuaría enseñándole a usar la espada, claro, pero fuera de eso...

Sato se frotó la cara, sabiendo que todos estaban mirándolo, esperando sus órdenes. Dioses, tampoco estaba hecho para ser líder. Se volvió para mirar a las dos sirvientas que lo habían llevado a la cabaña del cazador.

— Señoritas, voy a necesitar de ustedes. El príncipe aún es un niño y no puedo ser su padre mientras uso una espada —. Se sentía muy extraño dar órdenes, pero tenía un deber con el reino. Señaló a una media docena de guardias —. Vamos al sur. El brujo dijo que no nos apartáramos tanto del palacio, así que buscaremos algún lugar al sur, pero no vamos a ir a ninguna aldea.

— Entiendo, pero ¿vas a escuchar la palabra de un brujo?

— Yo no confío en él. Pero es lo mejor que tenemos. Alguno de los capitanes del ejército podría venir por el príncipe, ya que el rey ha muerto. Tenemos eso o no tenemos nada— respondió Sato, irritado, volviéndose a frotar el rostro con cansancio —. El resto... váyanse, no lo sé. Vayan a las aldeas, huyan a Ryda mientras puedan. En este castillo ya no nos queda nada.

(...)

Tora estaba furiosa. ¡Había tenido al rey de Yelize en sus dedos, la victoria perfecta en las manos! ¿Y todo para qué? Para que un maldito brujo llegara y le arruinara todo. ¡Ni siquiera sabía qué estaba haciendo ahí! ¡Se supone que él y los suyos estaban siendo cazados en este momento! ¿De dónde sacaba tiempo e interés para ir a salvar a un niño rey? Oh, si no estuviera tan lejos de Valres ella misma encabezaría la cacería de brujas.

Pensó en sus opciones. Claramente debía de buscar otra vez al niño, donde sea que el brujo lo haya escondido. El problema es que no sabía dónde. Bien podría estar en Aressi ahora mismo, podría estar en cualquier parte. El brujo se lo había llevado y había sido imposible seguirle la pista.

También podría intentar hablar con Nethan. Tora lo odiaba, por supuesto, pero anteriormente ya había hablado con él. Era fácil hacer tratos con brujos. Sólo debía saber qué es lo que le interesaba, ofrecérselo y así conseguir que le dijera dónde estaba el rey. El Insensible podría ser cruel, pero era razonable. O quizá podría intentar hablar con Ramsés, el líder de los Siete del Ocaso. Tora suspiró al pensar en ellos. Los había conocido, hace algunos años y todavía recordaba sus rostros.

Los Siete del Ocaso: actualmente los brujos más famosos y por tanto, los más perseguidos. En Valres un brujo sólo gana fama de una forma y es sembrando el terror.

Ramsés de las Arenas, el León Negro, líder de los siete. Anís Penumbra, la Bruja Oscura, la más joven y también la más reciente del grupo. Zhaolie Xiang, la Venenosa, famosa por lo letal que era ella y sus pociones. Krimhild de Ryda, la Precursora, que antes de huir a Valres había provocado la guerra en Ryda. Prometeo de Yelize, el Rebelde, que había desafiado a la reina Mika y por eso fue expulsado. Moctezuma, el Intocable, apenas una sombra de lo que alguna vez fue, gracias a un hechizo que salió mal. Nethan de Aressi, el Insensible, que su fama le precede. Un grupo dispar proveniente de todas partes del mundo, todos con un poder especial que los llevó a Valres, de una u otra forma.

No estaba segura de cómo se las arreglaría para hablar con Ramsés. Hablar con él era más difícil que hablar con el Insensible, pues era rara la vez que se dejaba ver por cualquiera que no fuera brujo. Y además ¿qué le diría? ¿"Señor brujo, por favor controle a su aressio y de paso dígame dónde se oculta Lisandro"? Absurdo. Nunca la iba a escuchar. Ni él ni los demás. Si alguno fuera de su raza... si alguno hubiera pertenecido a uno de los clanes antes... pero no era así. Todos eran unos malditos extranjeros. ¡Ni siquiera sabía de dónde había salido Anís Penumbra! 

— Están impacientes. Murieron muchos durante el asalto y todo para nada — le advirtió Bravalle—. Si no logramos encontrar al príncipe pronto ¿qué haremos entonces?

Tora observó el campamento. Tres habían muerto gracias a los relámpagos del brujo y algunos otros habían terminado heridos. Resucitar a Aite era importante, pues sin Elysium para detenerlo por segunda vez podrían diezmar a los restos del ejército de Yelize y finalmente adueñarse de todo. Pero... podrían hacerlo de todas formas, ¿no? Hasta que vino Elysium ellos habían tenido la ventaja, y sin él, ahora los monstruos deberían ser suficiente. Y si no encontraban a Lisandro... pues irían a otros reinos. Él no era el único rey en el mundo y sólo les faltaba una cabeza.

— Ataquemos el reino desde dentro. Juntemos a los que se esconden en el este. Somos suficientes para atacar sus aldeas. Las aldeas llevan mucha comida a la capital... Cuando quememos las aldeas alrededor de la Ciudad Dorada, atacamos la Ciudad. Con eso y el rey muerto, ¿qué importa si no tenemos a Aite? Si tenemos el poder sobre la capital, ya no podrán seguirse resistiendo.

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