La Ciudad Dorada
— Por favor. Tiene que ayudarme a salvarlo — suplicó el hijo del bosque a su amo—. Escuche usted mismo; el bosque quiere salvarlo. Por favor.
Su amo, uno de los brujos más poderosos de todo Valres lo observó, ladeando la cabeza como si estuviera pensando.
— Si es tan importante, te ayudaré salvarlo —respondió con monotonía, como siempre—. Pero no quiero que los demás se enteren. ¿Entendiste?
— ¿Cuántas veces tengo que repetirte que no tienes permitido salir, Éride? — exclamó con furia Akhos, empujándolo al suelo, pues lo acababa de encontrar intentando escaparse por una de las ventanas.
— ¡Me aburro! — se quejó Éride, sobando su mejilla, ahí donde había recibido un golpe minutos atrás—. ¡No puedes esperar a que me quede aquí sin hacer nada!
— ¡Entonces busca algo que hacer! Hay muchos libros aquí. Pero tienes prohibido salir de esta casa y si vuelvo a encontrarte tratando de fugarte, te voy a encerrar en el sótano— gruñó el hombre y lo empujó de nuevo para evitar que se levantara—. Ahora compórtate. Tengo cosas que hacer y no tengo tiempo para tus tonterías, Éride.
Frustrado, Éride se cruzó de brazos y apretó los dientes, resignado a quedarse en el suelo.
— Así me gusta. Voy a regresar hasta la noche y más vale que estés aquí cuando regrese.
Éride aguardó sentado hasta que Akhos se fuera para levantarse del suelo y lavarse la cara.
En los seis meses que llevaba en esa casa, Akhos nunca lo había dejado salir, pero eso no significaba que él mismo no se hubiera salido por su cuenta, por más que eso enfadara al hombre. Ésa tampoco era la primera vez que le pegaba y seguramente tampoco sería la última. Akhos era un hombre fuerte con mal temperamento y uno de los generales del ejército de Yelize, así que cuando tenía días malos, siempre podía llegar a casa para descargarse con Éride. Y durante los últimos seis meses, cada vez tenía más días malos porque los salvajes de Valres estaban ganando terreno.
A pesar de ello, Éride intentaba quedarse todo el tiempo posible adentro. Cuando conocidos de Akhos venían, normalmente por cosas relacionadas con la guerra, él presentaba a Éride como su hijo, aunque a solas nunca lo había afirmado. Éride sabía que no estaba bien desobedecer a su "padre" y evitaba hacerlo, pero tarde o temprano se aburría y terminaba saliendo.
Aburrirse era su principal excusa para escaparse, pero en realidad, Éride era inquieto. No podía estar ni un minuto sin hacer nada, y cuando uno conoce cada rincón de su casa, ésta se vuelve una jaula. Odiaba leer y Akhos no lo dejaba ver los mapas, así que no le quedaba mucho por hacer.
Por otra parte, llevaba seis meses viviendo en esa casa, pero no recordaba nada antes de eso. Tenía alrededor de dieciocho años, de los cuáles sólo recordaba seis inútiles meses, donde no había encontrado respuesta alguna a ésa falta de recuerdos. Obviamente, había intentado preguntarle el motivo de su laguna mental a Akhos, pero éste o no lo escuchaba, o le decía que no dijera tonterías. Éride no estaba seguro si Akhos no le hacía caso porque sabía algo o porque estaba muy ocupado como para prestarle atención. Los cortos tiempos donde estaba en casa nunca se detenía a hablar con Éride, ni siquiera para preguntarle cómo había estado el día.
Éride se sentó en el alfeizar de su ventana favorita, dispuesto a intentar esperar a que Akhos volviera, aunque no tenía mucha fe en ello, dado que apenas era medio día. De esa ventana podía verse la mayor parte de la Ciudad Dorada, la gloriosa capital de Yelize, extendiéndose hasta el mar. Cientos de casas, edificios, palacios e iglesias, todos con los tejados pintados de oro, dando la sensación de que la ciudad brillaba bajo la luz del sol. Hasta las calles estaban hechas de adoquines amarillos y los árboles tenían follaje amarillo. A Éride le gustaba contemplar la ciudad, siempre le daba la sensación de estar en una ciudad hecha en el sol.
Lo que más le gustaba mirar a Éride era el puerto. Estaba muy lejos, y cualquier otra persona no habría podido ver más que manchas moviéndose a la lejanía, pero Éride tenía buena vista, aunque después de mirar mucho rato le dolían los ojos. Cada hora llegaban y se iban barcos de todos los tamaños, y le gustaba mirar cómo descargaban cofres y barriles. Para intentar cumplir su cometido de no salir, solía dibujar los escudos de las banderas que llegaban y hasta ahora llevaba alrededor de veinte diferentes.
Estaba listo para dibujar un nuevo escudo cuando vio un barco que hasta entonces nunca había visto. Era un enorme buque de guerra, cuyo escudo parecía ser una lanza de plata brillante en un fondo azul. Éride se tuvo que inclinar para estar seguro de lo que estaba viendo. Todo el buque de guerra estaba pintado de negro; el casco, las velas, el mástil. Pero su mascarón de proa era el cráneo dorado de un animal, que, de haber existido, superaría el tamaño del buque. Ni siquiera en Valres podía existir un animal como ese. Éride corrió por unos binoculares que Akhos guardaba, porque no quería perderse ni un detalle de ese barco.
Éride contuvo el aliento. Ese buque era un barco monstruoso, que superaba por mucho cualquier otro barco que hubiera anclado en el puerto. Si bien su mascarón de proa era el cráneo de un monstruo enorme, parecía que el casco había sido recubierto por las costillas de la bestia, las cuales también habían pintado de dorado.
— Por los dioses —murmuró Éride —. ¿A qué clase de bestias se ha enfrentado este barco?
Miró hacia la puerta principal, siempre cerrada con llave.
Se había prometido quedarse en casa para esperar a Akhos, pero tenía que ver ese barco de cerca y no sabía cuánto tiempo iba a quedarse. Algunos sólo se quedaban una hora en el puerto.
— Volveré lo antes posible — le prometió al aire y saltó por la ventana.
Tenía tanta práctica saltando por la ventana que ya ni siquiera le costaba trabajo. Bajó a la calle adoquinada y comenzó a correr al puerto. Había salido muchas veces, sí, pero nunca tan alejado. Simplemente acostumbraba a caminar en los callejones cercanos, evitando los lugares donde sabía que solía estar Akhos, que más de una vez lo había atrapado. No sabía realmente cuál era el camino para llegar al puerto y desde las calles no podía ver, pues la vista era obstruida por los grandes edificios.
Se perdió tantas veces que dudaba poder encontrar el camino de regreso. En una ocasión le preguntó el camino a una mujer y ésta le contestó que estaba caminando en dirección contraria.
Después de unas horas de prueba y error, Éride se sentó en los bancos de una plaza, resignado.
En el centro de la plaza, estaba una estatua de un hombre que sostenía una lanza tan larga como él, montado a un caballo esbelto. Éride lo observó con atención, a pesar de que por alguna razón mirar la estatua le hacía sentir incómodo. La escultura era de bronce; la mayor parte era vede como resultado de su oxidación, pero había partes que brillaban bajo el sol, ahí donde las personas solían tocar las patas del caballo o la punta de la lanza del hombre. Mientras observaba, muchas personas lo hicieron, inclinando la cabeza como si le rezaran a la estatua.
Quienes habían hecho la estatua no habían escatimado en detalles. Éride podía ver cada detalle de la lanza; los símbolos que tenía inscritos a lo largo del arma, la punta larga y afilada. Incluso le había prestado mucha atención a la armadura y a la expresión del hombre, cuyos rasgos no parecían ser de Yelize. ¿Era un extranjero?
— ¿Quién era? — le preguntó a un anciano que se había sentado a su lado para alimentar a las palomas.
El hombre lo miró con sorpresa.
— ¿No lo conoces? —Preguntó y Éride se encogió de hombros, por lo que el hombre le miró con más atención—. Bueno, supongo que tiene sentido. Su nombre era Elysium. Murió hace varios meses, combatiendo con una de las bestias más horribles de Valres. Era un gran hombre. Se sacrificó por nosotros.
Éride volvió a mirar a la estatua. Si era tan importante, ¿por qué Akhos nunca lo había mencionado?
— ¿Sabe dónde queda el puerto? —le preguntó al hombre y éste señaló un callejón, de manera que Éride se levantó y siguió, temiendo que el buque se hubiera ido.
No tardó en llegar y pronto descubrió que no tenía motivo para temer. Un poco alejado de la mayoría de los barcos, el buque negro seguía anclado y no parecía que se fuera a mover en la próxima hora, pues aunque muchos soldados pasaban alrededor, nadie cargaba o descargaba cosas.
De cerca, era mucho más amenazante. El buque iba armado con una gran cantidad de cañones, como si estuviera listo para ir a la guerra, y su mascarón de proa seguramente haría temblar a sus enemigos. ¿Acaso era real ese cráneo?
— ¿Nunca habías visto al Fuego Negro? — le preguntó una mujer detrás de él. Éride se sobresaltó, avergonzado de haber estado a punto de tocar los colmillos del mascarón de proa—. Supongo que no. Normalmente llegamos a este puerto por la noche y nos vamos antes de la mañana.
Era evidente que la mujer estaba en el ejército; era esbelta y musculosa, y a la espalda tenía un arco de madera prensada, más largo que el mismo Éride. Su piel era clara y su cabello rojo terriblemente rizado estaba atado en una cola de caballo.
— Me llamo Nisya —continuó la mujer —. Soy la capitana de los arqueros del ejército de Yelize. ¿Qué haces vagando por aquí? ¿No sabes que esta parte del puerto está restringida para los civiles?
— Yo... yo sólo quería ver el barco de cerca. Me asombró mucho cuando lo vi — consiguió decir Éride —. ¿El mascarón de proa es de verdad?
Nisya frunció el ceño.
— Claro que es de verdad. Pertenece a Aite, la bestia que mató Elysium... y que lo mató a él. ¿Cómo te llamas, niño? ¿Estás pensando en unirte a mi flota?
— Me llamo Éride — respondió —. Y no había pensado en unirme, pero ahora que lo menciona no suena tan mal.
Eso la hizo sonreír.
— ¿Puede contarme la historia de Elysium? Hoy es la primera vez que oigo ese nombre.
— ¿La primera vez? — preguntó Nisya —. ¿De dónde eres?
— No lo sé. Pero vivo en la casa del general Akhos. Soy su hijo.
Nisya guardó silencio unos segundos, observando a Éride con renovada atención.
— Akhos no tiene hijos — murmuró para sí, pero Éride consiguió escucharla de todas formas. Pero Nisya decidió no prestarle atención a ese asunto, así que le sonrió con delicadeza —. Bueno. Sólo porque estás pensando en unirte te contaré la historia. Pero ahora no, estoy ocupada. Espera en la cubierta, enviaré a Paean por ti. Dile que yo quiero que te quedes.
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