La caída de un Reino
— Protégelo — suplicó Rodas al Insensible, un rey poniéndose de rodillas ante un brujo—. Es un viaje muy largo de aquí a Valres y de vuelta al castillo. Los salvajes llegarán antes que Elysium... así que protege a mi hijo. Al menos hasta que él llegue. Por favor, es lo único que te pido.
Había pasado alrededor de una semana desde que le entregaron la carta, una sola hoja de papel atada a la pata de una paloma, proveniente de Houser.
El joven príncipe de Yelize, Lisandro, estaba encogido dentro del armario de su habitación, con las manos sobre los oídos, un vano intento por acallar los ruidos que provenían del exterior. Era un mar de gritos, chillidos, golpes de espadas y los relámpagos de la tormenta. El príncipe sollozaba, estremeciéndose cada vez que escuchaba pisadas en el pasillo.
Los salvajes habían aparecido tan repentinamente que a sus guardias no les había dado tiempo de esconderlo. Lisandro había sido despertado por su guardia, que al fallar en llevarlo al escondite se había contentado con dejarlo dentro del armario. Había pasado alrededor de una hora y Lisandro todavía no sabía nada de su guardia. Sólo tenía los ruidos para tener el consuelo de que sus guardias todavía estaban luchando.
Se movió un poco entre la ropa para ver el exterior; la puerta de su habitación estaba cerrada, pero la ventana estaba abierta y el viento entraba, trayendo consigo la lluvia. Pero un estremecimiento recorrió su cuerpo cuando, con horror, observó a un esbelto monstruo alado, siendo montado por un salvaje, entrando en la habitación por esa misma ventana. Lisandro retrocedió aterrorizado al fondo de su armario y se cubrió la boca con las manos para intentar ahogar los sollozos que lo recorrían. Ya no se atrevía a observar por la apertura de la puerta, así que lo único que le quedaba era escuchar los pasos de la bestia.
El monstruo ni siquiera lo buscó. Con un rugido se abalanzó sobre la puerta del armario haciéndola trizas y el príncipe tuvo a unos centímetros de su rostro las fauces felinas del monstruo.
— Pero qué tenemos aquí — dijo el salvaje, inclinándose para observar a Lisandro como si fuera una especie de fenómeno—. El hijo del poderoso rey Rodas, escondido en un armario como un perro asustado.
Lisandro ni siquiera lo pensó cuando saltó hacia un lado y se escabulló por debajo del vientre del monstruo. Corrió hacia la puerta, sin importarle que al otro lado pudiera haber más salvajes. El pasillo estaba lleno de astillas, muebles y ventanas rotas, pero el príncipe no se detuvo a contemplar el desastre. No sabía a donde lo llevaban sus piernas, pero sabía que debía huir de esa cosa antes de que fuera demasiado tarde. De todas formas no llegó muy lejos, pues tan pronto como llegó al pasillo el monstruo ya estaba detrás de él.
Un relámpago iluminó el cielo justo cuando el monstruo cerró sus fauces sobre el brazo izquierdo del príncipe. Lisandro gritó de dolor, pero ya no intentó escapar; el dolor de los colmillos le hizo olvidar todo lo demás y sólo podía moverse torpemente junto con la cabeza de la bestia, porque de lo contrario sentía que le arrancaría el brazo.
— Cálmate, cálmate. Cielo, lo queremos con vida — le dijo el salvaje a su montura, dándole un golpecito sobre la nariz y la bestia soltó a su presa —. Príncipe, no volverá a huir, ¿cierto? No creo poder controlar a mi bebé si vuelve a correr. Le gusta perseguir a sus presas.
Sollozando y aferrándose el brazo herido, Lisandro no pudo hacer otra cosa más que negar con la cabeza. Satisfecho, el salvaje lo agarró por el brazo sano y lo subió al monstruo.
Igual de cómo había entrado, la bestia saltó por la ventana abierta, lo que hubiera sido una sensación maravillosa si no estuviera en un contexto tan terrible. Desde el cielo, Lisandro pudo ver mejor lo que estaba sucediendo. Aún bajo la lluvia una parte del palacio estaba en llamas, y los soldados que su padre había dejado para proteger el castillo estaban peleando contra monstruos y salvajes. Ríos de sangre combinada con agua de lluvia corrían por los caminos del jardín real, y había tantos soldados como salvajes muertos en el suelo, mientras que los vivos seguían peleando unos con otros.
Lisandro intentó gritar para atraer la atención de los soldados, pero el salvaje le puso una mano sobre la boca para impedirle hacer ningún sonido y se alejó del palacio con su bestia alada.
(...)
— ¿Qué quieren de mí? — preguntó entre sollozos, incapaz de luchar contra las manos que lo empujaron al suelo.
El salvaje lo había llegado a lo que parecía ser el campamento de los salvajes, en medio del bosque cercano al palacio. Estaba prácticamente vacío, a excepción de al menos una docena de salvajes que permanecían ahí para esperar a quienes se habían lanzado al ataque del castillo.
— Tu cabeza — respondió una mujer salvaje, agachándose frente a él. Ella le sonrió pero no había bondad en su rostro, era una mujer guapa incluso con el hosco estilo salvaje, con la cara pintada y el cabello castaño hecho un desastre—. Necesitamos la cabeza de tres reyes. Ya tenemos la cabeza de tu padre. Tendremos la de Sante, y pronto también la tuya. Lo necesitamos para traer de vuelta a Aite.
— Pero yo no soy un rey — respondió Lisandro, aferrándose el brazo herido; un vano intento por detener el sangrado—. Tengo diez años, no puedo...
— Desde el momento en que tu padre murió te convertiste en rey. Oh, príncipe. No me mires así. No estaríamos aquí si Elysium no hubiera matado a nuestro animal sagrado. Todo es culpa de él. Era un hombre muy, muy malo.
— ¡Elysium peleaba para protegernos! — Gritó Lisandro, sin importarle que las lágrimas corrieran por sus mejillas—. ¡Él no era un hombre malo!
La mujer frunció el ceño e hizo un gesto a los salvajes. El mismo que había llevado a Lisandro hasta ahí lo sujetó del brazo herido, sacándole un grito de dolor y lo arrastró hasta uno de los árboles, donde le puso una cadena atada al tronco del árbol.
— No queremos que escapes, ¿verdad, mi rey? — se burló el salvaje, volviendo a donde estaba la mujer.
— Elysium no merecía un poder como su lanza; traicionó al pueblo al que pertenecía cuando eligió luchar de tu lado — dijo la mujer salvaje al príncipe—. Tuvo lo que merecía, murió en medio del dolor, y lo mejor de todo; su muerte fue en vano. Alteza ¿usted cree en los dioses? Creo que es un buen momento para que empiece a rezarles.
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