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first

2023

I was prepared, but it still hurt.

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—Tengo miedo a perderte, Rose.

Las palabras salieron de su boca sin tan siquiera planearlas. Dolía. Dolía demasiado. Era un dolor ardiente, como una herida sin cerrar. Parecía sangras por dentro, derritiéndose y muriendo. Sus ojos, grises, exactamente como los de su padre, brillaban pidiendo su perdón. El perdón de la chica que más amaba en el mundo. Pero ella parecía ausente, demasiado para indicar que seguía respirando, sintiendo. Todo estaba frío. Y Scorpius se sintió congelado. Muerto. Como si de un día para otro, todo estuviera tan sumamente frío que ya ni siquiera podía sonreír. Sonreír. Una palabra interesante, con un significado interesante. Los expertos aseguran que todos podemos sonreír, pero, ¿hacerlo verdaderamente? Eso es solo para unos cuantos afortunados. El rubio no era uno de ellos. Y la pelirroja tampoco.

—Yo tengo miedo de que nada haya valido la pena, y que sigas aquí, contándome mentiras, jurando falsamente —respondió Rose al fin, sin mirarlo a la cara. En su voz resaltaba el dolor, un dolor que no iba a sanar fácilmente—. Tengo miedo de que no hayas cambiado y de que sigas siendo aquel idiota. Tengo miedo de mí misma, porque sé que aunque me prometa que no volveré a cometer el mismo error, cada vez que te veo me enamoró un poco más de ti. Tengo miedo de seguirte el juego, aún habiendo dicho que ya no sería nunca más una jugadora.

Scorpius suspiró, y su labio inferior empezó a temblar. Odiaba toda aquella situación, se odiaba. Se había convertido en la persona que juró destruir. Ya no se reconocía cuando miraba su reflejo en el espejo, ya no sentía que ese chico de pelo rubio era él. Porque no lo era. Parecía estar dormido, siguiendo los pasos de un fantasma que ni siquiera existía. Un fantasma que lo guiaba hasta un bosque del cual no estaba seguro de poder salir.

—Sentir miedo es bueno. —Solo pudo susurrar Scorpius, en un desesperado intento de que ella se quedara a su lado.

Entonces, Rose alzó la vista, y sonrió, una despedida. Luego, como si de un ángel se tratara, se alejó, rompiendo dos corazones al mismo tiempo. Dos corazones que, por más que lo intentaran, no podrían volver a sentir como antes.

Diez años después...

2033

El recuerdo: otro tipo de cicatriz.

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Las luces iluminaban la calle sin vida. A esas horas, nadie se atrevía a salir, nadie se atrevía a pisar el frío suelo. Las casas que llenaban la calle parecían abandonadas, solitarias. El invierno había llegado cruelmente, dejando desterrados los recuerdos del verano. La felicidad no asomaba por ninguna ventana.
Scorpius sonrió de medio lado mientras, tambaleándose, caminaba a paso lento, siguiendo un camino recto y fijo. Su cuerpo estaba demacrado y su cara cansada. No dormía desde hacía noches. Sus labios estaban rojos por el frío, y sus ojos parecían derretirse. Y todo él, era fuego puro. Quemaba. Porque, después de tantos años, un dolor insoportable volvía a protagonizar sus días. 

 Parecía que todo estaba hecho de hielo, un hielo que se derretía lentamente. Y el corazón del rubio había estado atrapado demasiado tiempo bajo el frío, ocultando lo que sentía, negándose a admitir sus más profundos deseos. Por miedo. Pero, ¿no había sido él el que años atrás que había asegurado que ese miedo era bueno? Negó. No lo sabía, ya ni lo recordaba.

Recorrió la calle, tan sumergido en sus pensamientos que casi no se dio cuenta cuando, un mago que volvía de trabajar, se topó con él. El hombro soltó maldiciones en voz baja, refunfuñando.

—Malditos jóvenes, ¡un poco más de respeto!

Scorpius suspiró y siguió su camino, un camino incierto. No estaba buscando nada en particular, solo seguía ese deseo incontrolable, un deseo que lo obligaba a acelerar el paso. Le dolía la cabeza, no sentía las piernas y los brazos le temblaban, pero no podía parar. Al menos, no cuando estaba tan cerca de su objetivo, tan cerca de saborear la dulzura. Y de repente, se detuvo, mirando un sitio en concreto. Una heladería cerrada. El rubio sonrió de medio lado mientras una agradable sensación de calidez lo invadía. ¡Él reconocía ese sitio! ¡Claro que lo hacía! Sí, estaba un poco más destrozada, y las ventanas necesitaban un buen lavado, pero era la heladería, aquella en la que había pasado tanto tiempo junto a ella. Ella. Un recuerdo borroso de su pelo pelirrojo, de su sonrisa, de sus ojos llenos de amor. Las risas, los cantos, los besos bajo la luz de las estrellas. El sabor del helado de fresa en sus labios, mientras en los de él, el de vainilla. Cerró los ojos, oliendo el dulce aroma de la heladería, aunque solo fuera su imaginación.

"—¿Juntos para siempre? —Rose sonrió, dando una lamida a su helado de fresa.

Scorpius la miró, con una sonrisa ladeada en su rostro. Las luces la iluminaban, como si de un ángel se tratara. Casi podía sentir los latidos de su corazón, latiendo por él, por ella, por ellos. Y, aunque el futuro era incierto, el rubio solo podía pensar en el presente, en lo que estaban haciendo allí, sentados en la terraza de su sitio favorito, comiendo helado, jurándose amor eterno. A pesar de que todo eran mentiras.

Juntos para siempre —respondió, sin tan siquiera ponerse a pensar si estaba cayendo en una trama mortal. Una trampa que lo ahogaría tiempo después."

Las lágrimas corrían por sus mejillas, lágrimas de dolor congeladas por el frío que hacía en Londres. O quizás eran lágrimas de alegría, de haber vuelto a pesar de las adversidades. No lo sabía, pero al fin había conseguido determinar qué o quién era su destino. Porque el recuerdo lejano de un amor lo atormentaba en sus pesadillas, y estaba dispuesto a recuperar la alegría que un día se le había visto arrebatada. Una alegría que le hacía volar entre las nubes, tocar el Sol y susurrarle cosas al oído al universo. Y su alegría era ella.

Después de lo que parecieron horas caminando, llegó al fin a una calle conocida. Y supo exactamente qué tenía que hacer. Se paró justo delante de una de las puertas, más concretamente la número 27. Era negra, con un pomo dorado, tal y como la recordaba. Y sintió como unas cosquillas invadían sus entrañas. Nervios, determinó. Nervios por estar reviviendo su adolescencia, por haberse atrevido a estar allí, parado, esperando que algo pasara, lo que fuera. Porque no estaba seguro de nada, ni siquiera de quién era. Sus pies empezaron a moverse, marcando una extraña danza a base de decisiones. ¿Debería olvidarse de todo e irse? ¿Debería volver a Australia, donde su aburrida vida le esperaba? Negó. No, claro que no. No podía echarse atrás, no ahora, que ya había llegado tan lejos. Suspirando, alzó una mano y tocó el timbre, una, dos, tres veces. Un sonido agudo y escandaloso resonó por toda la calle. El rubio de repente cayó en el hecho de que era media noche, y que quizás debería haber esperado hasta el amanecer. Se recriminó internamente, pero ya estaba hecho, y, ¿acaso Scorpius podía cambiar el pasado?
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por unos pasos que se acercaban, bajando las escaleras. Estaba cerca. Su pasado, aquel que diez años atrás había intentado esconder, olvidar, estaba tan cerca que casi podía tocarlo. Cuando la puerta se abrió, se quedó sin aliento. Un joven azabache vestido con un curioso pijama lo miraba atentamente, medio dormido. Scorpius lo reconoció de inmediato y sintió como su corazón latía de alegría. No había cambiado nada. Solo tenía alguna que otra arruga en su frente de porcelana, sus ojos estaban más cansados y su sonrisa menos luminosa, pero, a pesar de los años, seguía siendo él, su mejor amigo. Sonrió, aguantando las ganas de llorar, de tirarse a sus brazos y no dejarlo ir nunca.

—¿Albus? —preguntó. Su voz temblaba, demostrando su debilidad—. ¿Albus Potter?

El chico pareció sorprenderse de que ese desconocido, aparecido a media noche delante de su casa, supiera su nombre. Frunció el cejo y se recostó en el lindar de la puerta, entrecerrando los ojos, intentando adivinar las intenciones del rubio.

—Sí —respondió al cabo de unos segundos—, ¿quién es?

Scorpius intentó no decepcionarse. Al fin y al cabo, habían pasado diez años, ¿cómo iba a reconocerlo? Diez años desde ese último adiós, cargado de lágrimas, prometiendo una vuelta. Diez años desde un abrazo muerto, desde una despedida precipitada. Diez años desde la última vez que pudo sentir su calor.

—Solo soy un viejo amigo.

Albus lo miró confundido un momento hasta que de repente, sus ojos se abrieron y su boca se contrajo en una sonrisa de sorpresa y felicidad. Por un segundo, creyó que estaba en un sueño, uno de muy bonito, ya que esa escena se había repetido mil veces en su cabeza, sin ser real del todo. Pero, al sentir la brisa fría de la noche impactar contra su sien derecha, desistió a todos sus pensamientos y se tiró a los brazos de su mejor amigo. Los dos, en ese abrazo, sintieron la conexión que, aunque habían pasado años, seguían teniendo. Porque a veces se habla de almas gemelas, personas que están predestinadas a encontrarse, a pesar de la distancia y de los años, personas que, al morir, vagarán juntas por toda la eternidad.

"Un rubio y un azabache se encontraban delante de la puerta número 27, callados, incómodos ante la situación que se desenvolvía delante de sus ojos. Ninguno de ellos quería dar el primer paso, porque un adiós significaba una despedida, y lo menos que querían era perderse el uno al otro. Las lágrimas corrían descaradamente por el rostro de los dos chicos, sometiéndoles a una sensación de perdida a la que no estaban acostumbrados. Una sensación de vacío.

Supongo que es hora de decir adiós —susurró Scorpius, sin atreverse a mirar a los ojos a su mejor amigo.

Este asintió, sintiendo como una parte de él se rompía, una parte que tenía que ver con su adolescencia, con ese rubio que se estaba despidiendo, para quizás, no volver.

Todos te echaremos de menos, Scorpius. Vuelve, por favor.

Él asintió y, a pasos lentos, se alejó de su amigo, dirección al taxi que lo esperaba a la salida de la calle. Recorrió unos metros, arrastrando su tristeza, su añoranza, su dolor. Hasta que, de pronto, se giró, y al ver al azabache allí, con lágrimas en los ojos, volvió hacia él, corriendo, sin importarle verdaderamente si el hombre del taxi se iba sin él. Envolvió al chico con sus brazos y sintió como sollozaba en su hombro.

—Lo siento, lo siento —dijo, sin poder pronunciar nada más. Le susurraba directamente en la oreja, y eso hacía que ese momento pasara a ser mil veces peor. Después de unos segundos, se separaron. El rubio sonrió, entre lágrimas, y sujetó la cara de su amigo, obligándolo a mirarlo—. Volveré, ¿de acuerdo? Te lo prometo, Albus, esto no es una despedida definitiva, volveré. Y entonces podremos volver a recorrer Londres juntos, podremos volver a competir, podremos volver a pasar las noches de invierno mirando alguna película. Es una promesa, volveré.

Albus sollozó, queriendo retener a aquel rubio consigo toda una vida.

No me olvides, hurón. —Fue lo único que pudo decir el azabache. Los dos soltaron una pequeña risa.

No podría —respondió Scorpius.

Con una media sonrisa en la cara, desapareció a través de un coche que le prometía el cielo, un cielo en el que ardería con el tiempo. Y, durante los últimos diez años, Albus recordaría a su mejor amigo inmortalizado, con esa sonrisa en la cara que tanto lo caracterizaba."

—¡Eres un idiota! —exclamó el azabache cuando se separaron de ese abrazo que tanto habían añorado, secándose con un dedo las lágrimas que amenazaban con salir de su ojo izquierdo—. No he sabido nada de ti durante todos estos años. ¡No me has enviado ni una maldita carta! No sabía cómo podía encontrarte. Hace dos años lo intenté, viaje a Australia, pregunté por ti, pero nadie sabía nada. Y te llamé, te llamé cada maldito día, te escribí incontables cartas. Pero lo único que recibí, fue el vacío.

Scorpius se rascó la nuca, avergonzado. Era cierto, durante esos diez años no había mandado ni una carta, no los había llamado ni había intentado comunicarse con las personas queridas que dejaba en Londres. Solo había seguido un camino, un camino que creía correcto.

—Lo siento. Estaba demasiado arrepentido de todo —se excusó—. Más de una vez intenté sentarme en mi escritorio, agarrar una pluma y escribirte algo, lo que sea, pero las palabras no salían de mí. Me ha costado años tener el valor suficiente para presentarme aquí.

Por un momento, Scorpius pensó que su mejor amigo iba a cerrarle la puerta, decirle que, si tanto le había costado venir, que se fuera, que se olvidara de él. Pero, al cabo de unos segundos, Albus sonrió sinceramente, y se echó a un lado, invitándole a pasar hacia dentro de la estancia.

—Te eche muchísimo de menos, amigo. Pasa, tienes que explicarme demasiadas cosas.

El rubio suspiró, y, aún sonriendo, entró dentro de la casa. Hacia calor comparado con el frío ambiente del exterior. Las paredes, mejor decoradas que en el pasado, estaban recubiertas de una fina capa de pintura verde. "Como el color de Slytherin" recordó Scorpius riendo suavemente por las ocurrencias de su amigo. Luego, pasó a observar los cuadros que colgaban de la pared. A sus espaldas, escuchó como se cerraba la puerta, pero él no levantó la vista de lo que le mantenía tan cautivado. Había fotos, muchas fotos. En algunas salía la familia Potter al completo, en otras solo Lily y James. El rubio recordó divertido las peleas que solían tener los tres hermanos. Definitivamente, pagaría para verlo otra vez. Entre foto y foto, llegó a una en particular que le llevó un suave aroma de verano. En ella salía un Albus de dieciséis, sonriente a la cámara, mucho más bajo que en la actualidad, rodeando a otra chico con un brazo. Era él, Scorpius. Se veía más joven, más alegre, con su posado intimidatorio y su sonrisa de superioridad. Parecía feliz. El rubio alargó la mano, tocando el contorno de su figura del pasado, sintiendo esa felicidad, esa alegría, esa comodidad. Y odió saber que había desaprovechado su vida, saber que, al huir a Australia, había cometido un grave error. Porque, aunque siempre quiso negarlo, en Londres tenía su sitio, tenía a su familia. Pero la rebeldía adolescente, ese pensamiento de inconformidad, las ganas de querer comerse al mundo, aunque ni siquiera estaba a la altura, lo habían arrastrado a cometer la peor decisión de su vida. Querer olvidar quién era.

—Ese día nos lo pasamos genial, ¿verdad? —Una voz proveniente de su espalda lo sobresaltó.

—Albus, veo que no has olvidado esa vieja costumbre de aparecer de la nada cuando estoy sumiso en mis pensamientos.

El azabache soltó una carcajada y lo agarró del brazo, guiándolo hacia la sala.

—Ya te gustaría, cariño.

Scorpius abrió la boca, dispuesto a responder con alguna ingeniosa broma. Pero, de repente, y al entrar en la habitación a la que lo había traído su amigo, la sorpresa lo invadió y calló, sin saber cómo expresar lo que sentía. Y es que las paredes de la habitación estaban estampadas con...

—El árbol genealógico de los Black —susurró, sin acabarse de creer lo que sus ojos veían.

El azabache sonrió, encogiéndose de hombros, como restando importancia al asunto.

—No del todo. —Se acercó a una de las paredes lentamente, aumentando la curiosidad de Scorpius. Al llegar, tocó una de las caras que resaltaban en la lisa superficie—. Este soy yo, ¿no lo ves? —Situó su cara real al lado de la que estaba pintada, lo que hizo que el rubio soltara una carcajada. Al cabo de unos segundos, se alejó—. Siempre amé el árbol genealógico de los Black, me parecía fascinante aunque, en realidad era bastante... ¿macabro? —preguntó con el cejo fruncido.

Scorpius asintió.

—Tengo que admitir que, definitivamente, era macabro.

—Cuando me mudé aquí, y teniendo en cuenta que iba a vivir solo, lejos de mi familia, decidí pintar uno idéntico de nosotros, de la familia —dijo. El rubio estaba sin palabras, sorprendido de lo que veía. Albus, sonriente, caminó unos metros a su derecha. Al llegar a su objetivo, alargó un dedo y señaló una de las caras que se encontraba pintada. Era pálida y de pelo rubio. Scorpius reconoció de inmediato de quién se trataba—. También te pinté a ti.

El rubio se llevó las manos a la cabeza, aguantando esa lágrima que luchaba por salir. A pesar de abandonarlos a su suerte, a pesar de irse, de incumplir todas esas promesas, Albus lo había pintada, lo que significaba, a su vez, que lo perdonaba.

—Oh, Albus, no sé qué decir —sentenció, dejándose llevar por la emoción del momento—. Pero yo no formo parte de tu familia.

—¡Claro que lo haces! —exclamó el azabache horrorizado—. Que no compartimos sangre no quiere decir que no eres de mi familia, Scorpius. Tú eres mi hermano, y eso, pase lo que pase, nunca cambiará. —Hizo un pausa y, luego, le señaló uno de los sofás que resaltaban al medio de la sala—. Y, ahora, ponte cómodo y explícamelo todo.

Solo hicieron falta unos minutos para que, los dos mejor amigos, se pusieran al día. Scorpius le explicó como había arruinado su vida, como había sido infeliz durante años. Le explicó sobre Melania, una mujer que le había robado el corazón, con la que se había estado a punto de casar. Le explicó como descubrió que lo engañaba, la depresión por la que había pasado, y los miles de trabajos en los que se había dejado la piel.

Albus, por otro lado, solo pudo contar cómo consiguió alcanzar su sueño: ser medimago. El rubio se intereso mucho por cómo estaba la familia, y después de estar hablando durante horas y horas, al fin salió la pregunta:

—¿Por qué has vuelto, Scorpius?

—No sé, un instinto —respondió el chico, suspirando. Pero, al cabo de unos segundos de silencio, decidió que la verdad no era un detalle que tenía que ocultar—. Me sentía solo, y el recuerdo de un cabellera pelirroja era lo único que me venía a la mente. Y, después de pensarlo mucho, decidí que venir a verla, a intentar recuperarla, era una muy buena idea. La quiero mucho, Al. Muchísimo. Estoy seguro que Rose Granger es el amor de mi vida.

El azabache podía sentir la decepción creciendo como un viejo recuerdo dentro de él. Su sonrisa se le quedó congelada en el rostro, hasta que, al cabo de unos segundo acabó desapareciendo.

—Oh, así que ha sido por ella.

Scorpius asintió, sonriente, y Albus se sintió la persona más inocente del planeta. ¿Cómo había podido pensar que Scorpius Malfoy había vuelto por él, porque echaba de menos a su mejor amigo? Había sido tan idiota, pero, al fin y al cabo, estaba justificado, ya que el azabache había pecado de emoción.

—Al, ¿estás bien? —La pregunta llegó tan repentinamente que el chico no tuvo tiempo de reaccionar.

—Sí —respondió, evitando mirar al rubio a los ojos—, sí, estoy bien. Solo me ha sorprendido, al fin y al cabo, pensé que quizás habías vuelto para quedarte, que te habías dado cuenta que Australia no era un buen sitio. Pero, bueno —siguió, asintiendo lentamente—, es comprensible, Rose es Rose, ella es perfecta.

Scorpius sintió como algo se revolvía en su interior al oír las palabras de su mejor amigo, pero no sabía el qué. Es cierto, había vuelto por Rose, y pasar por casa de Albus antes de ir a verla, había sido una decisión de último momento. Entonces, ¿por qué sentía la culpa crecer en sus entrañas? ¿Por qué quería disculparse, volver a abrazar a aquel azabache y decir que todo era mentira, que había vuelto por él, como prometió años atrás? El rubio suspiró, molesto con sí mismo, y se revolvió en la silla, incómodo.

—Solo quiero verla, Albus. Aunque sea una última vez.

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