Capítulo 15 | Efímero
El ambiente se tornó aún más inesperado y extraño cuando Dasha colocó las palmas de sus manos sobre mi pecho desnudo. El contacto con su piel en esa zona que no debería permitir que alguien tocara cuando se suponía que nos llevábamos mal, solo hizo que tragara con dificultad, incapaz de moverme un milímetro. Mi mente me gritaba que recobrara el juicio, pero me hallaba tan sumergido en un completo trance por la situación, que olvidé mi capacidad de pensar. Olvidé, por un segundo, que era Dasha a quien tenía debajo de mí (incluso pasé por alto ese importante detalle), también olvidé que ella era aquella chica con quien menos me gustaría representar esa escena y lo mal que la había pasado desde que lamentablemente se apareció en mi vida.
Cada instante vivido a su lado había sido una tortura para mí, ¿por qué habría de no recordar mi sufrimiento? Todo eso parecía irrelevante en ese momento.
Sus manos temblorosas transmitían calor a mi pecho, que subía y bajaba por la conmoción de lo sucedido; una calidez inesperada, pero agradable, me embargó cuando la vi apretar los labios como conteniéndose de decir algo. Después de eso, lo único que mis ojos contemplaron absortos en ese momento fue su rostro ruborizado, que se hallaba bastante cerca del mío. Cada fibra de mi ser continuaba en alerta, aunque ni siquiera así consiguieron hacer que me aparte.
En mala hora había olvidado ponerle el seguro a la puerta sabiendo que la tenía como compañera de piso. Y conociendo lo insensata que era, y lo maleducada y grosera y atractiva...
Dejé de mirarla cuando mis pensamientos comenzaron a tomar otro rumbo. Algo que había prometido no hacer, de hecho. Al menos, no tratándose de ella.
Entonces, como un recordatorio de que eso estaba mal y que debía terminar, fue ella misma la que hizo uso de sus dos manos (aquellas que tenía apoyadas contra mi pecho) para empujarme con todas sus fuerzas y lograr apartarme de ella. Caí sentado sobre la alfombra del piso de la habitación, logrando salir así completamente del trance en el que me hallaba sumido sin remedio. El efímero dilema mental que se había formado en mi cabeza desapareció tan pronto como reparé en lo que acababa de suceder. Estaba seguro de que ella me acusaría de aprovechado o incluso algo peor. En el mejor de los casos, me pediría (con la amabilidad que la caracterizaba) una explicación, que, por cierto, ni yo mismo encontraba. En el peor: terminaría como el tipo del minimarket. Golpeado y derrotado.
Sin embargo, no sucedió ni lo uno ni lo otro.
Dasha no me gritó, ni hizo un escándalo insultándome, ni me golpeó (gracias a Dios). Para sorpresa mía, tan pronto como se puso de pie, ella se dio la vuelta aún sonrojada y, sin más, salió de mi habitación como si tuviera mucha prisa.
En vez de ponerme a pensar en un posible motivo que explicara su extraño accionar, aproveché el milagro divino para poner el seguro a la puerta y salvar mi integridad.
Ya a salvo, intenté recapitular lo acontecido desde el principio, es decir, desde que Dasha había llegado a mi habitación a interrumpir mi siesta a tales horas de la mañana. Nunca mencionó a qué venía o expresó sus motivos apenas la tuve frente a mí; lo primero y único que hizo fue lanzar aquel comentario indignante que inició todo. Aprender a reaccionar como si me diera igual cuando recibo esa clase de acotaciones con respecto a mí era algo que debería poner en práctica hasta conseguirlo.
Golpeé suavemente la pared con el costado de uno de mis puños y apoyé mi frente sobre este.
¿Será que simplemente debía haber dejado que ella pisara mi celular para evitar lo que siguió después?, ¿que eso me habría ahorrado cualquier problema que sobreviniera? No, claro que no. Conociendo mi situación de hijo casi desheredado, dudaba que pudiera costearme un nuevo celular pronto si el que tenía se llegaba a malograr.
Del todo, claro.
Aún sin camiseta, caminé hasta el espejo de cuerpo completo colocado a un lado del clóset. Observé la imagen que proyectaba el pedazo de vidrio, sintiéndome inexplicablemente aturdido. La escena de minutos atrás se repetía en mi cabeza incluso en contra de mi voluntad y me obligó a llevar una de mis manos a aquella parte de mi cuerpo en la que habían estado las de Dasha. Debí haber reaccionado a tiempo cuando la tuve tan cerca a mí, así me habría evitado esa sensación de incertidumbre para cuando la volviera a ver.
¿Qué demonios me sucedía? Puede que la conmoción se viera reflejada en el hecho de que hacía mucho que no tenía un encuentro cercano con alguna chica. Mis citas pasadas jamás se habían llevado a cabo en una habitación, ni nos incluían a la invitada en cuestión y a mí en la misma cama.
Aun así, lo que había sucedido con Dasha ni siquiera era producto de una cita.
En el pasado, en la mayoría de los casos, había tenido la mala suerte de invitar a salir a chicas que días anteriores habían terminado sus relaciones amorosas y que solo aceptaban salir conmigo por despecho o para desahogarse. Obvio que esto yo no lo sabía cuando hacía mi proposición, pero, al final de cuentas, era entretenido. No me podía quejar. Como consejero en temas del amor era pésimo, pero escuchar a cada chica que me contaba su historia de desamor hizo que ellas terminaran considerándome como lo más cercano a un mejor amigo. Eso, aunque no parezca, no me molestaba. Si la cita al final perdía su esencia romántica y se convertía en una salida de amigos, por mí nunca hubo problema.
No obstante, gracias a eso, mi experiencia cuando se trataba de estar cerca de una mujer era casi nula.
Y digo «casi» porque la única mujer, cuya cercanía no pude evitar una vez y cuyo incidente era más reciente, había sido Margaret. Con todo el asunto de creerse mi prometida, se había colado (aunque lo más seguro era que mis padres le permitieron el acceso) en mi habitación y había protagonizado una escena dramática en la que me reclamaba lo frío, cortante y malo que era con ella. Cuando quise acercarme para calmarla y hacerla entender que no nos unía ningún lazo legal de promesa de matrimonio, ella se abalanzó sobre mí y logró robarme un beso.
Si la situación se hubiera dado siglos atrás y en ese momento hubieran entrado mis padres a la habitación encontrándonos a los dos a solas representando esa escena como si fuéramos dos amantes, habría sido obligado por la sociedad a cumplir con ella en aras de salvar su honor e integridad como mujer.
Bendito siglo veintiuno.
Desde entonces sé que es peligrosa y evito más que nunca que se me acerque. La última vez que la había visto, me había asegurado de que, como mínimo, nos separaran tres metros de distancia. Una gran mesa ovalada era el único obstáculo que la impedía de cometer otro acto similar al de la vez pasada. Mientras hablábamos, dimos varias vueltas a la mesa; ella para acercarse a mí, yo para evitarlo. Al final, se cansó, me lanzó un beso desde su posición y se marchó.
Margaret, lamentablemente, constituía mi único acercamiento con alguna chica en los últimos 8 meses. Si era así, ¿por qué, entonces, con ella no había tenido esa sensación de zozobra?
Negué con la cabeza para desvanecer esos pensamientos. Recogí mi celular del piso y lo dejé sobre mi cama. Luego, tomé mi ropa interior del escritorio y me dirigí al baño dispuesto a olvidar lo ocurrido.
Para cuando terminé de bañarme y creía estar sosegadamente listo para enfrentar las consecuencias de mis actos, todavía me encontraba plantado frente a la puerta de mi habitación sin poder ser capaz de quitar el seguro y girar el pomo. Una parte de mí temía lo que me esperaba allá afuera.
Recobré el sentido en ese momento.
¿Qué de malo podría pasarme? A fin de cuentas, yo no había hecho nada. Cualquier acusación que lanzara contra mí escapaba de mis manos, porque yo jamás planeé acabar como acabamos. Mi única intención había sido que ella no pisara mi celular. Tal vez si se lo explicaba ella podía llegar a entenderme. Tal vez no era tan irracional como pensaba y aceptaba que no tenía culpa alguna.
Eso era. Tratando de convencerme de que no estaba arriesgando mi integridad, giré el pomo de la puerta y me asomé al pasillo. Lo primero que hice fue mirar a ambos lados por si es que Dasha andaba cerca. Comprobé que no, por lo que salí completamente. Caminé aparentando seguridad, pero en ningún momento me la crucé. Al pasar por su habitación, me percaté de que tampoco estaba ahí. La puerta estaba abierta y no había nadie.
Extraño. Y peligroso al mismo tiempo.
Bajé las escaleras convencido de que nada podía ir mal. Mi cabeza no dejaba de pedirme que fuera cauto, sin embargo, guardaba la esperanza de que Dasha no reaccionara tan mal al verme. Apenas puse un pie en la sala, lo primero que escuché fue el tono característico de la chiquilla.
—Basura, basura, basura...
Para sorpresa mía, encontré a mi némesis haciendo zapping con el brazo estirado frente a la televisión apuntando con el control remoto hacia la pantalla. A medida que pasaba los canales, despotricaba contra el contenido de estos. Dado que era imposible que pasara por ahí sin que ella me viera, ya que la televisión estaba de espaldas a mí, avancé con reticencia hasta sentarme en el sillón personal que estaba a su izquierda. Ella no se calló en cuanto me vio, sino que enfatizó el tono de voz en cada comentario negativo que hizo.
Ignoré lo incómodo que me sentía y traté de agarrar una de las fresas que había en el tazón que estaba sobre la mesita del medio, pero ella, cual Tía May con Norman Osborn, me lo impidió de un manotazo.
—Son mías —aseguró, frunciendo el ceño.
Un segundo. ¿De dónde había conseguido fruta si ya no quedaba más de ella en el refrigerador?
—Tú... ¿de dónde...?
—Charles me dio autorización para usar su nombre y pedir al hotel cuanta comida quisiera.
—Cuanta comida quiera yo, querrás decir —la corregí—. Recuerda que el dueño es mi mejor amigo.
Ella se encogió de hombros y colocó el tazón sobre sus piernas dobladas, lejos de mí.
—Hay más en el refrigerador si quieres —manifestó con la boca llena. Rodé los ojos.
Me levanté del sillón y me dirigí hasta la cocina mientras pensaba que Dasha estaba actuando extrañamente bastante tranquila. Mejor para mí.
Una vez en la cocina abrí el refrigerador para extraer más fruta. Moría de hambre, pues no había desayunado y el día anterior solo había almorzado. De entre todo lo que entonces había en el interior, escogí algunas mandarinas, les quité la cáscara y las coloqué en un plato para poder degustarlas mientras veía televisión. Cuando llegué orgullosamente con mi fruta, encontré a Dasha viendo Ghost.
—Romance basura, pero entretenido —aclaró llevándose otra fresa a la boca.
Mi madre ama esa película, me había hecho verla con ella cuando no tenía más que hacer, aunque siempre me cubría los ojos en las escenas subidas de tono cuando era un niño. Si bien me había traumado por los espectros negros que aparecían en cierta parte de la película, la trama era interesante al tratarse de fantasmas que nos rodean y ven lo que hacemos. Por ello, sentía la necesidad de interceder.
—¿Basura? Le da una perspectiva diferente sobre el romance al espectador, no es del tipo empalagoso ni llega a ser molesto, además de que es una trama muy original e incluso ganó dos Oscar.
Dasha se cubrió la boca como aguantándose de reírse en mi cara. Esperaba que no sospechara que había usado los mismos argumentos de mi madre cuando defendía esa película en su círculo amical.
—Vaya, ¿herí tus sentimientos al criticar la película, Beaupre?
Ignoré su comentario.
Me concentré entonces en ver la película mientras iba comiendo las mandarinas que había elegido. Ella hizo lo mismo con las fresas que había en el tazón. La película casi estaba empezando, mostraba a los protagonistas a solas en el departamento intercambiando algunas palabras. Las escenas continuaron, y entonces cuando llegaron a las íntimas, en las que los besos y caricias eran lo único que nos mostraba la pantalla, ambos nos incomodamos.
Dasha se removió en su sitio y yo carraspeé.
Debido a lo prolongado de la escena, se vio en la obligación de cambiar de canal. Lo siguiente que se visualizó en la pantalla fue a otra pareja besándose en una telenovela. Al instante presionó el botón para continuar con otro canal, encontrando así una escena para mayores que ni siquiera ella debía estar mirando. Al ver que se quedó inmóvil, avergonzada y con los ojos muy abiertos, le arrebaté el control y cambié de canal. Todo parecía estar en nuestra contra porque lo único que estábamos viendo eran muestras de amor de parejas en diferentes series o programas.
Finalmente, llegué a un canal de noticias.
Respiré aliviado cuando lo único que oí fueron noticias de actualidad. Giré mi vista hacia mi derecha para tranquilizar Dasha y hacerle ver que ya no había motivo para estar incómodos, pero cuando lo hice la encontré observándome en silencio. Apenas me iba dando cuenta de que me había sentado junto a ella, pero lo había hecho renuente después de quitarle el control remoto, pues ella estaba literalmente frente al televisor.
Las noticias que la presentadora informaba se oían de fondo mientras Dasha y yo nos mirábamos el uno al otro.
—Tú... sabías que seguía esa escena, ¿verdad? —cuestionó cuando pasaron unos minutos desde que habíamos empezado a ver las noticias.
Ah, demonios. Sí lo sabía, pero juro que se me había olvidado. De lo contrario no habría cedido a verla en compañía de Dasha, a quien consideraba una niña. Me habría ahorrado la incomodidad también.
—Sí, pero sucede que...
—Entonces no me advertiste a propósito —acusó.
—¿Acaso tú no sabías lo que seguía? —pregunté, porque si ella lo sabía también quedaba en su responsabilidad y no tenía por qué culparme solo a mí.
—¡Nunca había visto esa película!
—¿Qué? ¿Quién en su sano juicio no ha visto esa película?
Era un clásico, imposible no conocerla.
—Pues en el internado casi no tenemos tiempo para andar viendo películas —refutó y no supe qué decirle.
Quizá era cierto que no la conocía y yo estaba dando por hecho que era así.
—Lo siento.
¿Entonces venía de un internado?
Ella no dijo nada más y se concentró en escuchar los noticieros. Yo hice lo mismo, pero la información que había lanzado en voz alta había instalado en mí la curiosidad de saber si era cierto o no, por lo que intenté iniciar una conversación respecto al tema.
—Espera, ¿dijiste internado?
—Olvida lo que dije, no es de tu incumbencia —arremetió, tajante.
—Tienes razón.
No volví a preguntarle más y fijé mi vista en la pantalla de la televisión. Ella tenía razón, nada referente a su procedencia o a ella misma era de mi incumbencia. Cuanto más pronto se fuera, mucho mejor.
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