Capítulo 14 | Shock
Los minutos de espera se nos hicieron eternos, tanto a la chiquilla como a mí. Por un lado, yo seguía frente a la lavadora, muy impaciente, esperando que terminara con su trabajo; por el otro, Dasha, cruzada de brazos, esperaba su turno para hacer lo mismo con aquellas prendas que había llevado dentro de la bolsa que colgaba de su brazo, y que nos habían causado a ambos una gran vergüenza.
Desde que se puso histérica por ese incidente hasta el punto de, posteriormente, terminar burlándose de mí, no habíamos cruzado palabra. Ella solo había abierto la boca para jactarse del hecho de que yo no sabía cuál era el siguiente paso a seguir después de que mi ropa fuera lavada. Es así como terminó explicándome lo que debía hacer una vez que la lavadora se detuvo en señal de que había terminado su trabajo. Un poco dudoso de sus buenas intenciones, seguí sus indicaciones solo porque parecía estar muy segura de lo que decía. Por dentro estaba implorando que no tuviera planeada alguna broma contra mí. Felizmente, no fue así.
Luego de eso, no hizo más. No volvió a quejarse o levantar la voz. Tampoco hizo alguna maniobra extraña para derribarme, lo cual, ya de por sí, agradecía.
No podía creer que me sintiera amenazado por una niña con serios problemas de autocontrol.
Tentando a la muerte, me tomé el atrevimiento de observarla de reojo. Ella se encontraba en el otro extremo del cuarto de lavandería, absorta y silenciosa, sin mirarme. Su rostro aún seguía un poco rojo y sospechaba que era por la furia que sentía hacia mí por lo que había pasado. Su mirada parecía perdida, como si estuviera contando mentalmente hasta el infinito sin darse cuenta. Ya sabía que nunca estuvo llorando, su reacción solo había servido para demostrar que estaba mal de la cabeza.
Pero claro, estoy hablando de Dasha.
¿Por qué me sorprendía? Se suponía que nuestra relación pseudo arrendador-inquilina estaba mejorando al menos un poco; que, por más extraño que sonara, empezábamos a tratarnos como personas civilizadas olvidando nuestras diferencias pasadas, pero ahora sabía que con ella eso no era posible. Si hablábamos de Dasha no podíamos incluir la palabra «civilizada» en la misma oración. ¡Nunca! Si en un momento estaba tranquila, al siguiente se ponía histérica y violenta. Era la chica más incomprensible que se había cruzado en mi camino hasta el momento.
También seguía pareciéndome un poco detestable. Limar asperezas con ella era, como se había visto, imposible de realizar. Llegué a la conclusión de que debía olvidar el plan «eduquemos a Dasha», el cual pretendía llevar a cabo durante los días que estaríamos juntos, pues quedaba claro que no pensaba poner en riesgo mi vida tratando de ser razonable con alguien como ella (lo que implicaba tener que llevarle la contraria cuando fuera necesario), ni interesarme o tener consideraciones con ella.
Quizá parecía una determinación algo extrema, pero no me gustaba nada su manera de comportarse.
El sonido que hizo la lavadora dándome a entender que había terminado su trabajo de secado ocasionó que dejara a un lado mis elucubraciones.
Aunque Dasha ya sabía que se trataba de mi ropa interior hawaiana (todavía sentía la necesidad de aclararlo), de todas maneras intenté cubrir con mi cuerpo el panorama para ella no las viera otra vez mientras las sacaba de la máquina. Formé una pelota con mi ropa casi seca, sin preocuparme por las posibles arrugas que se formarían, y las introduje dentro de la bolsa que había llevado conmigo. Caminando hacia atrás como un cangrejo, escondiendo aún la bolsa detrás de mí, pasé por el lado de Dasha anunciándole que la habitación era toda suya.
Ella se cruzó de brazos otra vez, rodó los ojos y me pidió amablemente que desapareciera de su vista. Eso hice.
Abandoné la lavandería después de centrifugar (palabra recién aprendida en ese momento gracias al discurso de Dasha sobre la limpieza y el cuidado de la ropa) las pocas prendas que tenía, tratando de salvar un poco mi dignidad luego de tal exposición. Entré en mi habitación y apoyé mi espalda sobre la puerta luego de que la cerré. Sentía un poco de alivio ahora que estaba solo, pero al instante me tiré sobre mi cama arrepintiéndome de haber ido a lavar mi ropa. Debí haber esperado a que ella se durmiera o que fuera de madrugada para realizar tal arriesgada tarea. Ahogué un grito de frustración y vergüenza contra la almohada.
De acuerdo, eso no iba a servir de nada.
En ese entonces más que nunca debía mostrar sosiego y templanza. Que no se notara que eso me había afectado, por más que sí lo hubiera hecho. Esos últimos días me habían sucedido cosas que no había experimentado antes, todas malas, y no quería que ninguna se repitiera.
Respiré hondo tratando de analizar la situación para encontrar la mejor manera de actuar. Lo más factible era hacer como si nada hubiera pasado. Yo no había visto ninguna prenda de la chiquilla y ella tampoco había visto nada, así debía ser. Decidí entonces que olvidar lo de aquella noche era lo mejor para ambos y, haciendo uso de los ganchos que Charles utilizaba para colgar su ropa, dejé la mía cerca a la ventana para que terminara de secarse con el viento que ingresaba por esta. Al instante la quité al notar que desde la sala, a través de la ventana del lado derecho, se podía ver con claridad mi ropa interior flameando como una bandera. Terminé dejándola sobre la mesa para evitar más situaciones embarazosas.
Hice que mi cuerpo reposara sobre la cama en un intento por descansar y terminar con ese episodio tan molesto. Cuando cerré los ojos, lo único que vino a mi mente era, precisamente, la escena de un rato atrás, los insultos de Dasha y ella misma. Pensarla me parecía prohibido, como si estuviera cometiendo un delito. Suena absurdo, pero así lo sentía. Supongo que tenía mucho que ver el hecho de que mi padre fuera abogado y que, desde niño, hubiera escuchado los casos que trataba relacionados con este tema.
Tengo la palabra «imputable» grabada en la mente, sobre todo, desde que cumplí los 21. Eso no significaba que estuviera mal, en ningún momento mis pensamientos sobre ella se habían desviado hacia lo que podría considerarse "prohibido" en sí. Estaba seguro de que nunca lo harían, simplemente era entretenido recordar sus expresiones de enfado.
Rodé en mi cama para llegar a la mesa de noche en la que reposaba mi celular. Hice un vano intento por encenderlo, pero lo único que me mostró la pantalla fue el símbolo de carga vacío e intermitente.
—Demonios. —Lo lancé a un lado de la cama, exasperado. Cuando escuché un «crack» volví a abrir los ojos y me levanté de inmediato—. Lo que me faltaba.
Mi celular no había caído a mi cama como pretendía, sino al piso, a la parte sin alfombra de la habitación, precisamente. La buena suerte no estaba de mi lado, como se podía notar. Al contrario, tenía a la mala suerte personificada de inquilina en el penthouse.
Finalmente me quedé dormido deseando despertar dentro de una semana cuando el martirio de independencia y la tortuosa compañía de Dasha hubieran concluido.
***
—¡Beaupre!
Como si se empeñara en querer ser mi despertador diario, los gritos de la insoportable chica que tenía como compañera de piso interrumpieron mi preciado sueño. Aun con los ojos cerrados, procedí a desperezarme. Sin embargo, un dolor de espalda provocó que me detuviera.
Abrí los ojos en el acto descubriendo el motivo de mi dolor: había pasado la noche en el piso. Pero claro, ¿cómo es que no me había dado cuenta?
Me froté el rostro antes de levantarme.
—¿Te has muerto?
Dasha dejó de tocar la puerta cuando lanzó su pregunta sarcástica.
—Muy graciosa —murmuré, dándole la espalda a la puerta.
Dispuesto a darme un baño me quité la camiseta y me encaminé con dirección a la pequeña habitación de aseo, cuando escuché que alguien abrió la puerta de mi habitación sin autorización. Me giré más rápido que un tornado.
Era, cómo no, la chiquilla, que ahora tenía puesta la falda escolar con la que la había visto por primera vez, pero encima llevaba una de las camisetas de Charles.
—¿Acaso no sabes tocar? —le recriminé al verla de pie frente a mí. Intenté cubrir la parte superior de mi cuerpo con mis manos, después de darme cuenta de que estábamos en la misma habitación, solo que a mí me faltaba una prenda.
Peligro.
—Llevo media hora tocando —repuso ella, cruzándose de brazos—. Además, no es como si hubiera algo que ver ahí.
Con la mirada señaló mi pecho cubierto.
Como siempre sucedía cuando estábamos cerca, la indignación por su comentario me invadió una vez más. Mi expresión irritada lo confirmó. No es que me considerara alguien con un cuerpo digno de algún modelo de ropa interior masculina como los que salen en las revistas o en las propagandas de las tiendas del centro comercial, pero esos últimos meses había estado pasando mis tardes en el gimnasio con el único fin de tener una imagen respetable. Si mi padre no hubiera armado un escándalo por mis vacaciones, habría seguido con mi rutina de ejercicios después de mi siesta. ¿Y ella me decía que no había nada que ver? ¿Con ese tono tan mezquino después de todo mi esfuerzo? Se sentía como un insulto.
No. De hecho, era un insulto.
Con eso en mente, dejé de cubrirme y tomé la camiseta que había tirado sobre mi cama para luego colocarla en mi hombro mientras me acercaba hasta donde estaba ella, dando pasos lentos. Ella se puso en posición de alerta.
—¿Qué crees que haces?
Seguí avanzando; ella retrocedió.
—Solo me encargo de echar a una intrusa de mi habitación —expuse, incidiendo mis ojos en su imagen—. ¡Pervertida!
Ah, ¿qué se creía? ¿Que solo ella podía acusarme de algo así? Pero claro que no, a Kev Beaupre nadie lo acusa reiteradamente de algo que no es y sale impune. Ni siquiera Dasha.
El rostro de la chiquilla, tal y como lo esperaba, se tiñó de rojo fuego. Incluso me pareció vislumbrar ardientes llamas en sus ojos al oír que había sido acusada de perversión contra mí. Estaba seguro de que si la escena hubiera sido al revés, yo ya habría tenido un ojo amoratado o estaría inconsciente gracias a una de sus patadas voladoras. Claro que nunca le haría eso a una chica, por lo que, al tratarse de Dasha, solo podía hacer aquello que me generaba una gran satisfacción: enfadarla.
—¿P-pervertida? —repitió lo que había dicho, pero tartamudeó en el proceso. Al segundo, se recompuso y volvió a la carga—. ¿Qué demonios, Beaupre? ¿Quieres morir?
Consciente de que era terreno peligroso, retrocedí. Ella, recobrando la energía que solía emplear cuando se dirigía a mí, avanzó con postura amenazante. Como siempre, cabe aclarar.
—Está bien, me rindo —claudiqué. De nuevo sentía como si me traicionara a mí mismo o fuera en contra de mis principios el hecho de retirarme con tanta facilidad, pero eso ya lo había vivido y no estaba dispuesto a revivirlo.
Ella con la falda, mirándome como lo estaba haciendo, enojada; yo, indefenso. Con una camiseta como única arma.
—No te pases de listo.
—Tú empezaste. —No pude evitar responder. Debía aprender a mantener mi boca cerrada si quería salir ileso, lo sabía.
Ella estaba a punto de dar otro paso, pero entonces reparé en que si lo hacía iba a terminar pisando mi celular, aquel que había olvidado levantar del suelo.
—Eres un...
—¡No! —Solté el grito temiendo el resultado de que ella avanzara. Obvio que lo hice con la voz más varonil que se pueda una persona imaginar.
Para evitar que lo terminara de malograr, la sujeté con ambas manos y me dispuse a transportarla hasta el otro lado de donde se encontraba, pero ella pataleó para que la liberara e hizo que perdiera el equilibrio. Debido a eso, la solté. Ella cayó sobre la cama, de espaldas, y yo casi sobre a ella.
Casi.
Esa palabra que en varias ocasiones me había salvado de varios problemas, como la vez que casi me atrapan los hombres de mi padre en mi huida, en esa ocasión no parecía haber cumplido su obligación. Si bien no había aplastado del todo a Dasha, eso no quitaba el hecho de que estaba literalmente sobre ella, con mis brazos a los costados apoyados en la cama como único soporte para no embestirla o causarle algún daño. En cuanto ella me vio a esa distancia tan corta, en vez de despotricar contra mí o insultarme y gritarme que hacía eso a propósito, lo único que atinó a hacer fue abrir los ojos de par en par por la sorpresa, pero no los apartó de los míos.
Parecía en shock. Podría decirse que yo también lo estaba, pero no por el hecho de que estuviéramos en esa posición tan poco común entre dos personas que no se soportan y llevan una relación como perros y gatos, ni porque yo estaba sin camiseta (que ya de por sí era gravísimo), sino porque me pareció percibir ciertos latidos acelerados que provenían de ella. Porque no podían ser míos.
Definitivamente, debí habérmelo imaginado.
Definitivamente, ella no se pondría así por mí.
***
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