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25.

      Sharon parecía encantada con Aaron. A la vez, continuaba con su incomprensible tarea de poner celoso a Samuel cuando él tenía claro con quién quería estar. Lo ponía de los nervios. Suerte que Dakota lo distraía de forma que se le hiciera llevadero que aquella montara cualquier numerito en clase, o por los pasillos. Sharon era una mujer insufrible. Insoportable. ¿Por qué nunca se cansaría de incordiar a la gente? Porque eso la divertía y, a su parecer, la engrandecía. Cuando, en realidad, la empequeñecía volviéndola una canalla.

    —¿Qué ha dicho tu madre finalmente? —inquirió Dakota temerosa de que su partida fuera inminente. Le encantaría verlo un poco más por allí.

    Él inhaló con fuerza confirmando que sus miedos se hacían reales.

    —Me marcho, Dak. Mi madre vendrá a por cosas para llevarse. Nos quedaremos allí durante una buena temporada.

    —Vaya. Qué fastidio.

   Samuel quiso animarla.

    —¡Venga ya! ¡Seguramente, te marches hacia la Gran Manzana!

    —Nueva York. —Rio nerviosa—. No creo. Nunca me escogerían. Su nivel es elevado.

    —El tuyo también. Llevas muchos años bailando.

    —Necesito perfección. —Recordó que las piruetas seguían sin salirle adecuadamente—. En serio. Necesito perfección —repitió.

    —¿Qué es aquello que deberías de perfeccionar? Toda tú eres perfecta.

    —Desde que te conocí...

    —Qué —la apremió a que terminara su frase.

    —Te conocí y me volví torpe.

    —¡No es cierto!

    —Lo es. Como si me hubieras robado mis habilidades.

    Samuel soltó una carcajada.

    —Me niego a creerte.

   Dakota frunció el ceño.

    —¡Deberías de creerme!

    —Ensayaremos después de clase. Quiero que veas que estás equivocada.

    —No... no sé. ¿Ensayar? ¿Dónde?

    —Donde sea y estemos solos. Ya sabes. Para que no pierdas la concentración. En mi casa, por ejemplo. Mi madre no está. ¿Recuerdas?

    En su casa. Era buena idea. Pero a la vez, arriesgada. Estando solos, todo podía pasar.

    —Le diré a mi madre que voy a hacer los deberes a tu casa.

   —Podríamos hacerlos. ¿Por qué no? Todos esos deberes y tareas que llevarás pendientes esta tarde. Para mí es un placer —ironizó, colocando un gesto sugestivo.

    Ella sacudió la cabeza sorprendida.

    —Tu lado travieso me asusta. Y me encanta.

    —Tu lado oscuro también. ¿Vas a echarme otro de esos hechizos donde me obligues a amarte intensamente? Tú ya me entiendes.

    —¡Samuel!

    Alzó las manos en alto.

     —De acuerdo. Ya paro —contestó, muerto de risa.

    La hizo reír a la vez. Su forma de ser la fascinaba. Por ello se había enamorado de él. Porque, cuando se le conocía bien, tenía ese punto dulce, y a la vez ese punto picante que encandilaba.

    Atisbaron de lejos a Alex, con Kayla, a la puerta de clase. Volvían a discutir en un tira y afloja ya común. Se acercaron.

    —No. Estás muy loca.

    —Entonces, deja que te sumerja en mi locura.

    —¡Y un huevo! Eres demasiado peligrosa.

    —Venga, Alex. Deja que la niña te seduzca —bromeó Samuel. Alex le dio un puñetazo en el hombro—. ¡Ay! —protestó.

   —¡Pues cierra el pico!

    Dakota se rio. Aquella pareja tenía un futuro juntos. ¿Por qué se negaban a verlo?


    Almorzaron juntos en la cafetería. Samuel y Dakota buscaron un poco de tiempo, tras el almuerzo, para darles un poco de espacio a la pareja que quería que se formara. Para ellos. El tiempo entre ellos mismos se agotaba. Buscaron un rincón privado.

    —Sam, faltaré a la audición. Me quedaré aquí en Boston. Te visitaré los fines de semana —dijo de repente ella. Se había sentado sobre su regazo.

    Samuel sujetó su rostro con las manos.

    —¡Ni lo sueñes! Llevas mucho tiempo soñando con ello. Necesito que lo consigas.

    —¡Pero entonces tendría más tiempo para ir a visitarte a Detroit! —insistió ella.

    La abrazó a él y suspiró sobre su hombro.

    —Prefiero que lo hagas cuando tengas un poco de tiempo libre. Cuando no estés aquí o allá bailando. Sabré esperarte. Por eso no te preocupes.

    Lo apartó un poco.

    —Igual te cansas de mí. De mi poco... tiempo libre.

    —Estarás haciendo lo que te gusta.

    —Y no te atenderé como es debido.

    —¡No digas chorradas! —Inhaló con fuerza—. Recuerda que me encantaría verte bailar sobre un escenario real. Uno en esos teatros o edificios tan famosos de cualquier ciudad.

    —No podrás ir a verme al festival de Navidad.

    Sonrió acariciando la mejilla de la chica.

   —Lo grabarás y me lo manarás. Será como si hubiera estado allí.

    —No es lo mismo.

   —Imagina que sí.

   —¡Ay! —Dakota se llevó las manos a la cara sonrojándose.

    —¿Qué pasa? —se preocupó Samuel.

    —Eso me recuerda... me recuerda a algo.

    —¿A qué?

    Negó.

    —¡Cuéntamelo! —insistió él.

    —Es algo hilarante y vergonzoso.

    —¡Pues yo quiero saber!

    —Prométeme que no te enfadarás.

    Alzó su mano derecha.

    —Lo prometo.

    A Dakota le costó un poco empezar a narrar aquello que ya de por sí daba una vergüenza abismal. Se lo explicó conforme pudo viendo las muecas de pudor y de repugnancia que iba poniendo, terminando por emitir el estallido de una carcajada.

   —¡No me jodas que yo iba con esas pintas!

   —Y me regañabas. Sí.

  Continuó riendo. Desternillándose.

    —Madre mía. ¡Ni de coña me coloco uno de esos leotardos! —Se llevó las manos hacia sus partes bajas—. Mi pobre, expuesto a la vista de todo el mundo. ¿Quieres que se escandalicen? —Puso una mueca de maldad—. Yo lo tengo enorme. Mira.

    Dakota llevó la mano hacia allí. No llegó a tocarlo, deteniéndose antes. ¿De repente le daba pudor? ¡Ya lo había tocado la tarde anterior! Esa tarde en la que su madre los interrumpió. Él la ayudó a llegar hasta él. Cuando Samuel notó la mano sobre él gimió.

    —¿Verdad... que es... enorme? —inquirió falto de aire, besándola de inmediato. Enredando la lengua con la suya.

    —Sam... Espera... espera —le rogó, con voz entrecortada—. Nos pueden pillar.

    El chico lanzó un gruñido al aire.

    —¡Joder! ¿Nunca nos van a dejar terminar? ¿Nunca nos van a dejar que...? —Cerró los ojos con fuerza. Los abrió y la volvió a besar—. Eres tan... bonita. Tan... dulce.

    El timbre de entrada a clases sonó.

    —A esto me refería. ¡Nos odian!

    En clase se negaba a no mirarlo tantas veces como le apeteciera. Quería aprovechar; exprimir, cada segundo que él siguiera allí. «Nos marchamos». Eso sonó como si un pesado yunque le cayera sobre la cabeza: fulminante, mortal, trágico. «Ensayaremos esta tarde. En mi casa». Se frotó la frente confundida. ¿Así, cómo quería que le saliera la dichosa pirueta si ella no podría más que soñar con que sus brazos la rodearan estando alejados de la intrusión de cualquiera? Pero sí. Tenía que ensayar. Tenía que practicar tanto que sus pies le dolieran si así le salía cada paso, cada equilibrio... a la perfección.


    Mientras la señora Mendoza explicaba algo relacionado con la segunda Guerra Mundial, la mente de Samuel estaba en otro lado. Trató de imaginarla bailando para él; liviana, grácil, volátil, hermosa. Quedarían esa tarde para practicar. Necesitaba que ella regresara a tener «el toque mágico» si quería que fuera elegida en la audición. ¿Para quién audicionaría? ¿A qué lugar viajaría para estudiar? Para bailar. ¿Lejos? ¿Cerca? Por otro lado, ¿cuánto tiempo se quedarían ellos en Detroit para cuidar a su tío Augusta? ¿Qué pasaría mientras se recuperaba? ¿A quién ayudaría? ¿En la cafetería? Nunca había trabajado de camarero, de cocinero o lo que fuera. Aprendía deprisa. Pero, ¿qué pasaría con el taller de tío August? Lo había cerrado temporalmente. ¿Se le amontonaría el trabajo? Era lo único de lo que él tenía una mínima idea. Respiró hondo con preocupación. ¿Cómo sería su vida allá? Su madre lo había matriculado temporalmente en otro instituto adivinando que esto iría para largo. ¿Cómo sería la gente de allá? ¿Habría otro Nathan? ¿Otra Sharon? ¿Haría amigos pronto? ¿Cómo serían? Alex llamó su atención con el sonidito de un siseo.

—Shhh. ¡Eh! ¿Estás bien? —susurró, escondiendo la boca detrás de la mano para que la profesora no lo pillara hablando. Él negó. La verdad es que no estaba nada bien. Y, al igual que Dakota, temía que su relación se enfriase si surgía alguien que le gustara más a Dakota que él mismo. ¿Y si encontraba a alguien mejor? Ari le había prometido cuidar de ella. Cuidar que todo marchase igual que ahora. Pero claro. No se pueden pedir milagros. No se puede obligar a alguien que no haga algo. No podía ser así de posesivo. Garabateó en la hoja el nombre de ambos encerrado en un corazón. Cómo le gustaría saber realizar hechizos que lograran que lo suyo durase durante toda una eternidad. Que nada lo turbase.

   Salieron de clase. Él la cogió de la mano.

    —No te dejaré ir.

    Dakota sonrió.

    —¿A qué viene eso, ahora? ¿Qué ocurre?

    La detuvo para besarla.

    —No te dejaré ir. Por lejos que me encuentre, no te dejaré ir —reiteró.

   —No voy a alejarme de ti —confirmó ella a continuación.

   —¡Ay! ¡Qué monos! —Kayla le dio una colleja a Alex. Este protestó—. Ya quisiera que el pimpollete me hiciera el mismo caso.

    —¡Te he dicho que no!

    —¡Soso! Que eres un desabrido.

    —¡Y tú una pesada! De verdad. ¡Déjame en paz!

    —¡No quiero!

    Kayla y Alex volvían a pelear. A Samuel y a Dakota les entró la risa. Estaban muy graciosos cuando se ponían así.

    Se despidió de ella con otro beso antes de que se subiera al autobús. Señaló hacia sus auriculares. Ella asintió. Él sonrió.

    Samuel ya no se reunió con Alex, ni con Martin, para regresar a casa. Estaban demasiado ocupados con sus chicas. Aunque Alex había protestado demasiado para que Kayla lo dejara regresar solo a la suya, ella no lo había dejado elegir.


    Guardó las zapatillas de ballet en su bolsa escolar. Al fin y al cabo le había dicho a su madre que iba a casa de Samuel a realizar las tareas escolares. Lo que ignoraba era que estarían solos. Y que iba a practicar porque se resistía a seguir fallando en algo que le había salido tan estupendamente bien hasta ahora. Sonrió mientras las guardaba con malicia. ¡Le gustaría hacer tantas cosas mientras estuviera con él! Hacerle tantas cosas.

   Cogió el bus. Le llevaría hasta allá. Se había colocado su música favorita. En el reproductor sonaba Sirenia. Tarareó con voz casi imperceptible la melodía de la canción. Estaba feliz. Se sentía pletórica. Impaciente.

    Llegó hasta donde ya había estado el día anterior. El corazón le iba a mil. Encontró a Samuel esperándola frente al portal. Se acercó para besarla y abrazarla en cuanto la vio. Se había vuelto costumbre regalar cualquier muestra de cariño cuantas más veces fuera, puesto que esto se pausaría en nada por la distancia.

    —Hueles muy bien —Samuel inhaló de nuevo—. Adoro tu agua de colonia.

    —Tú también hueles fenomenal.

    Él se rio complacido por su respuesta. Se había duchado y acicalado adecuadamente para la visita

    —¿Subimos?

    —Claro.

    Ascendieron los peldaños sin soltarse de la mano. Sin dejar de sonreírse, ruborizados. Adivinaban lo que vendría a continuación. ¿Antes ocurriría eso de realizar las tareas, la práctica de Dakota? ¿O lo primero sería amarse hasta quedarse exhaustos para recordarse mejor cuando cerrasen los ojos encontrándose en lugares distintos?

    —Pasa —le pidió él, abriéndole la puerta.

    Les faltó tiempo. Dakota se echó en sus brazos, abandonando la mochila en el suelo. Besándolo como a quien se le agota el tiempo y tiene que realizar un último deseo. Él, por supuesto, la complació.

    La beso. Sus manos investigaron cada rincón interesante de sus cuerpos, aprovechando para sacar toda prenda sobrante. Samuel pidió una pausa para buscar un condón. Tenían que ser precavidos. En eso se basaba la madurez. De lo contrario, truncarían cada uno de sus sueños, cambiándolo por otro que debería de sucederse mucho más tarde, en un futuro que no es que se viera demasiado lejano.

    Y la amó. Amó cada ápice de su cuerpo. Cada lugar que atesoraría en su mente para recordarla cuando ella no estuviera. Y ella lo amó. Lo amó como había soñado tantas veces. Solo que esta vez era real. Estaba sucediendo.

    El frío hizo que notasen un latigazo molesto, sacudiéndose. La tapo con dulzura.

    —Eres hermosa, Dakota. Realmente hermosa. Un ángel.

    —¿Me amarás siempre?

    —¿Por qué no debería de hacerlo?

    —Porque somos jóvenes y cuando uno es tan joven, los amores se vuelven volubles.

    —El mío no. Seguiré amándote esté donde esté.

    Dakota apoyó la cabeza en su cálido pecho. A pesar de estar delgado, Samuel conseguía tener un pecho firme. Su abdomen subía y bajaba con prisas, todavía falto de aliento por el orgasmo.

    —Promete que, aunque te marches y no tengas que hacer el trabajo de literatura, terminarás de leer el libro que te mandaron. Termina lo que empiece. No dejes nada a medias.

    Lo miró esperando su respuesta. Él puso cara de fastidio.

    —¡No me jodas! Creí que me libraba y vas tú y me mandas lo contrario.

    —Estaría bien que me ayudaras a realizar el trabajo, así como yo te he ayudado a leerlo para aprobar.

   Samuel se rio, colocando una mano detrás de la nuca, mirando hacia el techo.

    —¿Y si no quiero?

    —Vamos, Sam. Pórtate bien conmigo.

    La miró. Acarició su mejilla. La encontró suave, delicada, agradable, placentero.

    —¡Enredadora!

   —Perezoso.

    Le dedicó una mueca infantil de burla.

    —¿Hacemos las tareas, o qué? No nos dará tiempo a practicar mis piruetas. Necesito recuperar el equilibrio y la habilidad que me robaste.

    —¿Yo? ¡Yo no hice nada!

    Lo besó. Se dejó besar y acompañó el beso con otro más profundo.

    —De acuerdo. Estoy a sus órdenes, mi deidad.


    Les costó un poco concentrarse. Tuvieron que ponerse serios si querían aprovechar el tiempo que se les había proporcionado para estar juntos y que Dakota regresara a casa a tiempo. O recibiría otra bronca por parte de su madre. La ayudó luego con sus prácticas. No había mucho espacio. Apartó la mesa y sillas del salón dejando una distancia aceptable y que bailara.

    —¿En serio te puedes poner de puntillas con esas zapatillas?

    —Ya me viste en clase, a hurtadillas. No es posible que dudes.

    —Oh. Cierto. Ari me dijo que echara a correr antes de que me pillases y me dieras otra galleta de las buenas. —Se llevó la mano a la mejilla—. Eres muy fuerte.

    —Métete conmigo y no saldrás ileso.

    —Doy fe de ello.

    Estallaron en una carcajada. Una de las cosas que más le gustaba era que lo hiciera reír. Lograba que sus ánimos se levantaran incluso en los peores momentos. Iba a echarla de menos más de lo que imaginaba.

    Lo intentó. Al principio, la torpeza hizo su asomo como había venido ocurriendo.

    —Concéntrate, pequeña Padawan. Va a salirte bien.

   Samuel la hizo reír.

    —Si haces eso jamás me saldrá.

    —¡Porque no te estás concentrando, Dak! Una vez más. —La sujetó de la mano ejerciendo de su apoyo y pareja—. Hazlo otra vez. Baila para mí.

    Fue como magia su confianza. La pirueta salió. El estallido de alegría de Dakota fue gigantesco. Se echó sobre él abrazándolo.

   —¡Lo he logrado! ¡Lo he logrado! —gritó, apretándolo aún más—. Gracias por tu apoyo. —Se recompuso, apartándose un poco de él, sin soltarlo, mirándolo a los ojos—. Gracias por tu apoyo —reiteró—. Consigues que regrese mi fortaleza. Me sentiré extraña cuando te vayas.

    —Me iré, pero seguiré cercano a tu corazón. ¿Crees que voy a borrarte de mis pensamientos? ¡Debería de estar loco, de hacerlo!

    Lo abrazó con fuerza temiendo el momento.

    —Por favor, aprovechemos todo el tiempo posible hasta que tengas que partir.

    Samuel la apretó contra él en un arranque de dulzura y tristeza.

    —Eso está hecho.


    Hicieron lo prometido. Solamente se separaban para regresar a casa. Mientras tanto, se llamaban, o mensajeaban. Regresó el toque especial a Dakota. Las piruetas salían perfectas. Los pequeños y grandes Adagios, los Allegros. Se había vuelto ágil, liviana, diligente. Perfeccionando cada movimiento de aquellos que era capaz de hacer con los ojos cerrados y, desde hacía poco, se le había resistido incomprensiblemente.

    —Me dijo que se va —le hizo saber Arianna a Dakota.

    —Se marcha a finales de semana.

    Puso la mano sobre su brazo trazando suaves caricias.

    —¿Estás bien?

    Era una pregunta estúpida. Necesitaba hacerla igualmente para que supiera que se sentía preocupada por ella.

    —¿Qué crees?

    La abrazó.

    —Me dijo que cuidara de ti. No digas que te lo he dicho.

    —¿Qué?

    La apartó para mirarla a los ojos y formular la pregunta.

    —¿Qué te dijo?

    —Que lo ayudaría a que estuvieras bien. A que vuestra relación siguiera adelante. Se niega a que lo olvides.

    —Sonrió feliz. Sus temores podían suavizarse. Ahí estaba la explicación a ellos.

    —No quiero perderle, Ari.

    —Tampoco él a ti. Pero nuestros tíos necesitan ayuda. Y tu madre es la única que puede echarles una mano. Además de los hijos de tío August. Aunque, claro, no es que puedan quedarse mucho por allí para no perder el trabajo en Flint.

    —Pueden pedirse una excedencia. Además, ¿y qué hay del trabajo de mi madre? Lo perderá si no regresa a Boston.

    —Eso es cierto. —La liberó de sus brazos—. ¡Qué complicado es todo! Para ti... —Asintió clavando la mirada en ella con tristeza—. Espero que se solucione pronto todo.

    —Yo tengo más ganas que tú a que sea así.

    —Oye, ¿crees que nos escogerá una famosa compañía de danza y nos haremos famosas? —varió de tema Arianna intentando que su amiga se olvidase de las penurias, aunque fuera durante un ratito.

    —He leído que la compañía de Nueva York no hace audiciones. Escoge a diez alumnos aventajados del S.A.B.

    —Lástima. Me hubiera encantado bailar para ellos.

    —Ese era mi deseo. Pero, mira, sea quien sea, que nos elija una compañía importante en la que podamos crecer. Durante los primeros años sería duro cuando tendremos que sacarnos la secundaria allá en horarios intempestivos, además de un trabajo a media jornada para pagar los gastos. —Respiró hondo angustiada—. Va a ser duro. Pero valdrá la pena.

    —Me está entrando el canguelo. No me lo recuerdes.

    —Nada es gratis. Todo es costoso. Yo estoy decidida a lograrlo.

Arianna se frotó la frente preocupada.

     —Si tú puedes, yo puedo. Pero menudo trabajo se me viene encima: estudiar, practicar, trabajar y ser la guardiana de vuestra relación.

    —Eso no será necesario. Yo sola me sobro y me basto para no olvidar a Samuel. Porque lo amo. Lo amo con todas mis fuerzas.

    —¿Y si encuentras a alguien que te cause el mismo efecto embriagador y enamoradizo? ¿Qué harás entonces?

    Le dio un pequeño empujón.

    —¡Desconfiada! —Respiró profundo, cansada—. No hagamos esperar a la señora Kozlov.

    —No la hagamos esperar...


    Se despidieron en el aeropuerto. Dakota se resistía a soltarlo. Samuel le había presentado a Ginnifer. A ella le pareció una chiquilla agradable. Evidentemente, había evitado llevar aquellas camisetas negras con motivos góticos que pudieran espantarla, con el color fúnebre de pantalones a juego y zapatones estrafalarios. Esa faceta prefería que la descubriera cuando ya no hubiera marcha atrás. Se culpó de farsante por hacerlo.

    —Estamos en contacto, Dak. Cuéntame todo lo que vaya pasando. Tu audición. Quiero ver el festival de Navidad. No puedes olvidarte de mandarlo.

    —No olvidaré nada —murmuró contra su pecho, con las lágrimas precipitándose por sus mejillas.

    Alex y Martin fueron a la despedida.

    —¡Como te olvides de nosotros tendrás graves problemas! —protestó Alex.

    Samuel lo señaló.

    —Convence a Kayla de que eres un buen partido para ti. Necesito que me des buenas noticias. —Se giró hacia Dakota. Continuaba abrazado a ella—. Consigue que estos dos se unan porque te aseguro que son tal para cual.

   —Haré lo que esté en mi mano.

    La dejó ir un momento para dar un último abrazo a sus amigos hasta que volvieran a verse. Esperaba que no se alargara demasiado su estancia en Detroit.

    Primero se despidió de Alex.

   —No armes mucho barullo en clase.

    —¿Barullo? ¡Yo nunca armo barullos! —protestó Alex con molestia.

    —Como si no te conociera. Como si no os conociera.

    Abrazó luego a Martin.

    —Cuidad bien de vuestras chicas.

    —Lo haremos —confirmó este.

    —Sam, nos tenemos que ir —pidió Ginnifer.

    —No. Por favor —rogó él con una pataleta fingida. Aunque era verdad que se resistía a soltar a su chica. Le dio un beso en la frente. La abrazó fuerte, temiendo que ya se fuese a evaporar en sus brazos. Iban a sentirse fríos sin su contacto—. Te visitaré, a donde vayas.

    —Y yo a ti. Nos vemos pronto. Estoy segura.

    Él asintió.

    Ginnifer se despidió de Dakota.

    —Te lo cuidaré bien —dijo la mujer agregando un guiño.

    —Deseo que todo vaya bien. Que el enfermo se recupere pronto.

    —Yo también lo espero. Y pronto. Créeme. Nos vemos, preciosa.

    —Nos vemos, señora Young. —Se acercó a Samuel. Lo abrazó por última vez—. Te quiero. Te quiero mucho —murmuró con los ojos húmedos contra él.

    Samuel la volvió a besar.

    —Te quiero, Dak. Seas luz u oscuridad —añadió con una sonrisa revoltosa. Se agachó hacia su oído—. Seas bruja, hechicera... me da igual.

    Le dio un empujón.

    —¡Que no soy...! Bah. Déjalo. Eres estúpido.

    Samuel estalló en una carcajada.

    —Adoro hacerte rabiar.

    —Tonto. Tonto. Tonto.

    Samuel no podía dejar de reír. Fue contagiosa su risa para el resto.

    Él y Ginnifer desaparecieron por la puerta de embarque, no sin antes ver cómo Samuel se giraba por última vez para levantar la mano en un gesto de despedida.

    —Te quiero, Dakota —verbalizó, y luego desapareció.

   Dakota sintió como si un viento helado la envolviera entera. Fue cuando el llanto no pudo contenerse. Alex la abrazó tratando de consolarla.

    —No le digas a mi amigo que te he abrazado, o me mata.

     La hizo reír un poco en mitad del llanto. Alex se veía un tipo duro, pero era adorable. El tipo perfecto para su amiga.  

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