8. Él
Un nuevo ataque de pánico estaba en puerta. Lo sentía formarse desde que empezamos a recorrer esta maldita isla en la que todo me recordaba a ella, pero me tomó presa cuando la mujer del restaurante la mencionó.
No quiero que nadie me hable de ella y de lo feliz que fue en un sitio que la alejó para siempre de mí. No quiero que nadie me cuente retazos de una historia que debí escuchar de sus propios labios.
Y en medio de la bruma que me estaba agobiando, vi los ojos verdes y asustados de Daniela y escuché la desesperación en sus palabras pidiéndome que confiara. No nos conocíamos de nada, pero algo me hizo sentir a salvo a su lado y asentí, porque la perspectiva de encerrarme solo en la habitación en la ciudad que lo significaba todo para mi madre no era una opción demasiado atractiva.
Ella manejó en silencio mientras yo intentaba controlar mi respiración. Había aprendido un millón de ejercicios durante la terapia, pero no siempre funcionaban. Quería gritar, romper algo, huir o simplemente llorar hasta que me quedara dormido como un niño. Soñaba con que eso sucediera, y que cuando despertara tuviera de nuevo siete años y mamá me arropara.
Aquel pensamiento se convirtió en una bola que no podía tragar y que apremiaba con convertirse en lágrimas. Y yo era un experto en tragarlas todas, así que no entendía por qué me sentía tan vulnerable.
La isla.
La maldita isla y la magia de la que mi madre hablaba.
Llegamos a un sitio casi despoblado, habíamos pasado un cartel que avisaba que era una propiedad privada. Nos adentramos por un camino de arena que cada vez se hacía más empinado y fino. La selva crecía salvaje alrededor y por un minuto me perdí en ese paisaje.
—Abre la ventanilla —dijo apagando el aire del vehículo. La zona era cálida, pero allí se respiraba otro aire—. Es el aire de la selva, te hará bien —insistió.
Le hice caso y dejé que el aire del bosque inundara mis fosas nasales. Llegamos entonces a una especie de claro en el que ella dejó el vehículo.
—Desde aquí debemos caminar —comentó.
Asentí y la seguí a ciegas obligándome a no pensar en nada que no fuera la naturaleza exótica que nos rodeaba. El paisaje fue cambiando drásticamente a medida que nos acercábamos a la playa. Una vez allí noté que no era una playa para baño, estaba llena de rocas sinuosas y las olas rompían con fuerza. Ella me guio hasta lo que parecía ser una pequeña cueva en medio de las rocas. No era difícil acceder porque había un pequeño sendero que alguien había construido para llegar allí.
—Está húmedo, pero es agradable —dijo y nos metimos a la cueva.
—¿No es peligroso? —pregunté.
—Es inofensiva —respondió—. Antes, cuando la marea subía lo cubría todo... Pero ya no, hace años hubo un derrumbe de una de las montañas que están más al este y cambió todo en esta zona... Esta zona quedó muy alta, se formó como una gran piscina natural y la marea ya no llega con fuerza —explicó.
Asentí.
Ella se sentó sobre una de las piedras salientes y yo lo hice también. Estaba húmeda y fría. Allí dentro la luz se colaba apenas y la vista era impresionante. El ruido del agua rompiendo suavemente con las piedras más abajo funcionaban como sonido blanco y eso siempre me ayudaba a calmarme.
Cerré los ojos.
Ella hizo silencio y yo me perdí en el sonido del ambiente.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero cuando abrí los ojos me sentía mucho mejor.
—Gracias —dije y la miré. Ella tenía los ojos cerrados aún y se veía en calma.
—No hay de qué —respondió y los abrió con lentitud—. Vengo aquí cada vez que necesito un poco de paz.
—¿Es una propiedad privada?
—Sí, pero tengo permiso para entrar cuando quiera —añadió.
—Eso es bueno, no me gustaría ir preso ahora mismo...
Ella sonrió y se puso de pie, se sacudió el vestido y se adelantó hacia la parte abierta de la cueva.
—Todos necesitamos una cueva en la que escondernos del mundo cuando necesitamos paz —admitió—. Esta es la mía, y debe de considerarse afortunado porque nunca he traído a nadie aquí —admitió.
—¿No?
—No... No me gusta la idea de que la próxima vez que necesite respirar, haya alguien usurpando mi espacio —añadió.
—No creo que pueda llegar solo hasta aquí, así que ten por seguro que no seré yo —respondí y me puse de pie hasta caminar a su lado—. Es un sitio precioso.
—Lo es...
Hicimos unos minutos de silencio, pero esta vez no eran incómodos como los anteriores.
—Te hace sentir diminuto —continuó—. Es el poder de la naturaleza... A veces necesitamos ponernos en perspectiva... Mirar lo grande y sentirnos pequeños para valorar aquello que damos por sentado...
No supe a qué se refería, pero sus palabras sonaban muy bien así que solo asentí.
—Me gusta sentirme pequeña, ¿sabes? —preguntó—, pequeña ante la inmensidad de la naturaleza... Eso me hace sentir importante...
—¿Sí?
—Sí... porque me parece mágico ser parte de esta postal... Me parece mágico vivir, estar viva en este momento.
Sus palabras eran profundas, pero yo no las comprendía. A mí nada me parecía mágico. Hermoso sí: el paisaje, la naturaleza... pero no mágico.
—Podemos irnos ahora —murmuré luego de un rato—, continuar con tu programa... Siento haberte retrasado.
—No te preocupes... —rio con ironía—. La verdad es que normalmente odio salirme de los planes, pero hoy ha sido bueno parar para respirar... también lo necesitaba.
Asentí porque eso me pareció acertado y la seguí.
Caminaba delante de mí guiándome hacia el vehículo y mis ojos se perdieron indefectiblemente en su trasero. El vestido húmedo se le había pegado a la piel y dejaba a la vista su ropa interior. Me sentía mal por mirarla, pero los ojos se me iban sin que pudiera evitarlo, así que me adelanté para caminar a su lado.
De repente toda la tensión que había entre nosotros desde que nos vimos por primera vez unas horas antes, pareció diluirse en el calor de aquella siesta y algo muy extraño me sucedió. Me di cuenta de que me sentía cómodo en su compañía y eso era extremadamente raro, porque yo no me sentía de esa manera con casi nadie en todo el mundo.
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