34. Él
Acabé el informe que me había pedido papá sobre una reunión que había tenido antes de viajar y me quedé sentado en mi cama con el ordenador en mi regazo. Necesitaba hacer algo, pero no me animaba, sabía que podía significar un antes y un después y que podía cambiar muchas cosas.
Y, aun así, lo hice.
Empecé a buscar sin muchos datos, con lo poco que tenía. Ella tenía treinta años y me había dicho que había sido secuestrada a los siete. Era cuestión de restar para encontrar el año en el que había sucedido.
Luego busqué parques o sitios que tuvieran las características que mencionó y no sabía que hubiera tantos. Incluso pudieron haberla traído de otro país. Era como buscar una aguja en un pajar.
Pero esa noche comencé la búsqueda que repetiría cada noche que estuviera solo en mi habitación y que meses después comenzaría a arrojarme algunas pistas.
Además, me enfoqué en el entrenamiento de los niños y en prepararlos lo mejor posible para el torneo. Nuestros días se convirtieron pronto en rutinas. Por la mañana desayunaba en la posada y luego salía a correr o andar en bicicleta, por las tardes trabajaba con los niños hasta las seis y luego esperaba a que Dani se liberara y comíamos juntos en su casa o en algún restaurante. Algunas noches dormíamos juntos y otras yo regresaba a mi habitación para seguir con mi búsqueda.
Mi relación con ella iba genial, nos llevábamos bien y nos sentíamos cada vez más a gusto. Podíamos hablar de todo y también podíamos simplemente estar juntos, sin hablar, haciendo algo o compartiendo un rato.
Además, iba conociendo a cada niño y entendiendo su mundo interno. Me había interiorizado de las historias de todos y cada vez que estaba por allí, Inesita se pegaba a mí y no me perdía de vista. Algunas noches, acompañaba a Dani y la llevaba a la cama, le contaba un cuento, le daba un beso en la frente y le decía que la quería.
Esas noches, Dani solía abrazarme fuerte y pedirme que me quedara con ella a dormir.
No comprendía bien la relación, pero sabía que mis palabras para la niña también sanaban algo en ella y me gustaba, aunque no supiera a qué profundidad sucedía.
Por mi parte, también decidí investigar sobre mi madre. Por lo que mi primera acción tenía que ver con Juana, la dueña del restaurante a la que fui a visitar esa mañana.
—¡Luca! —dijo al verme y se secó las manos en el delantal lleno de flores que tenía. La cocina a la que me invitó a pasar olía a pan recién horneado—. ¡Qué sorpresa!
Sonreí y me senté en donde me dijo.
—Sé que hace mucho que debí haber regresado, pero no estaba listo aún...
—Tranquilo, hijo, puedo entenderlo —respondió y me sirvió un vaso con té y el pan que acababa de sacar del horno.
—¿Puedes hablarme de ella? —pedí.
—Por supuesto, me encantaría —afirmó.
Juana me contó esa mañana y las tres siguientes sobre toda la vida de mi madre y mi tía que yo no conocía. Su infancia en ese lugar, dónde quedaba su casa de niña, a qué colegio iban, qué les gustaba hacer, algunas travesuras que recordaba y lo mucho que las dos amaban esas playas.
—A lo mejor te resulta doloroso, pero siempre pensé que ellas no iban a ser encontradas, que preferirían dormir para siempre en estas aguas que adoraban —susurró uno de esos días—. No sé por qué se fue... Nunca lo comprendí, la Luz que yo conocía no hubiese dejado jamás sus tierras... Supongo que el amor por tu padre pudo más, pero no lo suficiente, porque volvía cada vez que tenía un poco de tiempo. Venía y alquilaba una habitación en el hotel Paraíso, la número dieciocho le encantaba, por las vistas... Y Laura también, pero ella sí que quería volar, desde chica hablaba de ir a estudiar afuera, no así tu madre, que decía que ella no necesitaba nada más que esta isla para ser feliz, que solo quería poner un puestito aquí y envejecer en el mar.
Me sorprendieron sus palabras, y darme cuenta de que no sabía nada de mi madre, de la mujer que había sido antes de tenerme. La niña, la adolescente y la mujer que había vivido en esa isla.
—Deberías ir a hablar con Liliana, ella fue su maestra de los últimos años de la escuela, la quería muchísimo. Quedó desolada luego del accidente.
***
Daniela y yo habíamos salido a comer algo en uno de los puestos de la playa, estábamos en uno de los bancos mirando el horizonte mientras le contaba todo.
—¿Qué piensas hacer? ¿Buscarás a la mujer?
—Sí... a lo mejor... No lo sé —admití—, me da un poco de miedo... Juana enfatizó tanto lo de que no sabía por qué salió de la isla... ¿Y si mi madre no era quien yo creía? ¿Si no era feliz en mi casa con mi padre?
—No te atormentes, Luca... A lo mejor se enamoró y eso fue suficiente para que decidiera seguir a tu padre por sobre el amor a su tierra.
—Tú no lo harías, ¿no?
Suspiró y miró el horizonte.
—No lo sé... creo que me asfixiaría si abandonara mi vida aquí... —afirmó y me tomó de la mano—. Es una decisión que aún no estoy lista para tomar, Luca.
—Lo sé, y no te estoy pidiendo que lo hagas... solo, busco entenderla...
—Anda a hablar con esa señora a ver qué más te dice de ella, Luca...
Asentí.
—Si quieres, puedo acompañarte —agregó y yo sonreí.
—Me gustaría...
Ella recostó su cabeza sobre mi hombro y nos quedamos un rato en silencio, con la vista perdida en el mar.
—Ya falta poco para el torneo —susurró—. ¿Crees que los niños tienen alguna esperanza de ganar?
—Claro, son buenos. ¿Acaso lo dudas?
—No, pero me preocupa. Es la primera vez que se enfrentarán a una competencia así y me da miedo que no tomen bien el fracaso... No sé si será bueno más fracasos para ellos.
—No pienses así, Dani. No puedes encerrarlos en una burbuja y protegerlos de todo. El fracaso es parte de la vida, es más, dicen que nadie llega al éxito sin pasar por allí. Estaremos con ellos, aunque no ganen, y les haremos saber que estamos orgullosos de sus logros y que el valor no está en el resultado, sino en el proceso. Yo ya se los he dicho muchas veces.
Ella me besó en el hombro.
—Estoy tan orgullosa de ti, los niños te adoran, Luca. Hoy escuché a Jaime decir que se iba a dejar el pelo largo para tenerlo como tú, y Julia dice que cree que Sebastián está intentando copiar tus gestos. Bruno, le preguntó a Carmen si no sería mucho pedirte que le enseñaras cómo afeitarse.
—¿En serio? —me reí.
—Sí, es normal... Somos todas mujeres y los niños buscan identificarse. Eres una especie de mentor para ellos.
—Me gusta...
—¿Qué quieran parecerse a ti?
—No... Me gusta la persona en quien me estoy convirtiendo, Dani... Me gusta encontrarme... saber que puedo ser útil y valioso.
—¿Lo dudabas? —preguntó mirándome con curiosidad.
Asentí.
—Cuando llegué aquí no tenía idea de quién era ni qué quería hacer con mi vida, no tenía un propósito ni una meta... Me sentía muerto en vida... Y luego se encendió aquí —dije y señalé mi pecho—, una luz, un calor... ganas... de seguir, de vivir, de encontrar un sentido...
La miré, sus ojos brillaban con orgullo.
—Te lo debo a ti —susurré y la besé con ternura.
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