Evan estaba dentro de la tina con agua tibia. Estaba acomodado de tal forma que de los hombros para abajo estaba sumergido. Miraba sin mirar la pared de enfrente. El cabello lo tenía pegado por la humedad y ya no llevaba ninguna venda ni tenía heridas en la cabeza. Las costillas se le asomaban y él cargaba con las señales típicas del cansancio, o en este caso, del estrés.

Había pasado los últimos diez minutos intentando encontrar algo en el cuarto de baño que le sirviera para golpearla. Pero no había nada. Era como si hubieran quitado todo lo riesgoso. Evan miró la puerta cerrada y quiso tomar el riesgo: salió de la ducha muy lentamente para no hacer ruido. Dio pasos mojados y puso la oreja sobre la puerta. No escuchó nada. Giro la manija y esta cedió sin problemas.

Evan empezó a abrir la puerta muy lentamente, y para su sorpresa se abrió muy poco. Tan solo lo suficiente como para dejar una línea delgada de visión del exterior. Había algo que la detenía. Por el sonido Evan pensó que había una silla o algo por el estilo.

Volvió a caminar a la tina y antes de meterse se detuvo a verse en el espejo del tocador. Se asustó por lo que vio: un muchacho blanco como un fantasma. Los ojos, las cejas y las pecas eran lo único que le daba color. Los labios estaban agrietados y no se distinguían del resto de piel.

De pronto se llenó de rabia y arrojó las escasas botellas de crema que reposaba sobre el lavabo de un golpe. Se llevó ambas manos a la cabeza y se echó el cabello para atrás.

— ¿Luke? ¿Estás bien? — dijo ella desde el otro lado de la puerta.

— ¡Lárgate!

— ¿Qué dices? Apresúrate qué Dustin también tomará una ducha.

Evan se contuvo de volver a gritar, y para hacerlo presionó contra el lavabo hasta que las venas de las manos se marcaron. Dio un golpe al lavabo y se lastimó la muñeca. Tomó aire y dijo:

— Ya voy, mamá.