Uno
♪Seafret - Wildfire♪
La primera vez que la vi, tenía ocho años. Ellos habían venido a quedarse en nuestra casona. Eran personas extrañas, muy bien vestidas y con un porte demasiado elegante y aristócrata. Pensé que ella era una princesa. Mamá me decía que debía tratarlos con mucho respeto, ya que estábamos a su servicio. Mi padre solía dirigirme esa mirada dura que gritaba un feroz: «¡Compórtate!».
Lo hacía lo mejor que podía. Solía ser una niña callada, bastante reservada y solitaria. Mamá me daba libros porque decía que debía educarme; ser una mujer no significaba ser ignorante. Era su única hija y debía hacerme cargo de la casona cuando fallecieran.
A esa edad recibía libros con historias asombrosas, quizá un poco pesadas. Pero, también, mamá me daba libros con números y letras un poco más de adultos. Decía que esa era la forma en la que aprendería a manejar el dinero, eso que me ayudaría a sobrevivir. Me repetía que no era necesario depender de un hombre.
—Las mujeres somos inteligentes, querida, que un hombre no se atreva a decirte lo contrario. Estamos en una época en la que se encasilla a la mujer en el hogar y sus tareas, pero olvidan que estas tareas son más importantes que las de allí afuera. Tu padre puede parecer un hombre de negocios, pero los números son nuestros —repetía con ahínco cada vez que me daba un nuevo libro.
Yo le creía y, cada vez que un nuevo huésped llegaba a casa, padre lo recibía con palabras de buena gala, como todo un caballero, mientras mamá estaba en la cocina o en alguna parte de la casa haciendo sus tareas. Pero, cuando ya todos estaban instalados, mamá se sentaba en un escritorio con un gran cuaderno en medio y una pluma al lado. La veía hacer filas interminables de números en él; parecían infinitos. Ella me miraba y me sonreía con seguridad.
—Los números son nuestros, querida.
Aprendí a hacer los números míos con el pasar del tiempo gracias a ella y a todos sus consejos. Mamá fue una mujer increíble, y la adoraba. Su pérdida fue demasiado para mí en su momento, pero la tenía a ella. Ella, quien me consolaba mientras lloraba en su hombro; ella, que, con sus manos suaves, acariciaba mi mejilla y secaba mis lágrimas; ella, que, con sus palabras dulces, me ayudó a seguir flotando en esta vida durante un largo tiempo más.
Fue impresionante el hecho de que, gran parte de nuestra vida, la hubiésemos pasado juntas desde ese día en la casona, cuando ella se acercó y me saludó. Aunque la ignoré, insistió. Insistió tantas veces, y yo deseaba tanto una amiga, que no tardé mucho en aceptar.
Corretear por la casona se volvió una costumbre. Padre me dirigía esa mirada mientras mamá sonreía y me decía que guardara silencio cuando él estaba cerca, avisándome, después, cuando este se iba. Entonces, ella y yo seguíamos jugando y riendo. Fue la época más feliz de mi infancia... De mi vida; cuando ella llegó.
Se quedaron durante muchísimo tiempo en nuestra casona. Creo que estaban trasladándose, y, mientras buscaban un lugar donde quedarse, se hospedaron en la nuestra. Temí cuando se fueron. Pensaba que ya no iba a verla nunca más; que nuestra amistad había acabado para siempre y que yo nunca iba a encontrar a nadie con quien sintiera una conexión como esa.
Pero no pasó nada de lo que pensé. Un día, mamá llegó con una tenue sonrisa en sus labios, me tomó de la mano y me llevó a mi habitación. Me puso uno de los vestidos que siempre utilizábamos para ocasiones especiales, arreglándome después con minuciosa dedicación. Yo la miraba en silencio. No me atrevía a decir o a preguntarle algo. Ella era inteligente y sabía lo que hacía. Ella me dio los números. Ella me la devolvió.
Esa tarde, después de hacerme parecer una persona de casta social alta, me llevó a una gran mansión. Era tan grande que mis ojos no podían albergarla en su plenitud. La volví a mirar, pero ella me ignoraba. La sonrisa en sus labios parecía eterna, no había disminuido en ningún momento. Avisaron de nuestra llegada y, entonces, pequeños y sonoros pasos se escucharon; pasos que yo sabía reconocer sin importar si llevaban zapatos o no. Era ella.
Me sonrió tan ampliamente cuando me vio, que todo mi ser vibró. La emoción que sentí al verla de nuevo fue algo que nunca olvidaré. Había sido como ver el amanecer luego de una noche oscura, e, incluso, más bello y abrumador que eso. Vi a mi madre, le hablé con los ojos, le supliqué que me dejara ir y, cuando ella soltó mi mano, la fuerza que me movió fue enorme.
El abrazo que nos dimos fue tan especial, puro... tan real... Estaba feliz. Auténticamente feliz. Siempre pienso que, si tan solo nos hubiésemos vuelto a ver después de lo ocurrido, nos hubiésemos recibido de la misma forma; dos galaxias colisionando juntas, volviéndose una. Fue lo que siempre sentí cuando estuve con ella.
La adoré, la adoro y creo que lo seguiré haciendo durante un largo tiempo.
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