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Cuatro

♪Harry Styles — Adore you

     Me enamoré. Lo noté cinco años después. Fue bastante interesante la forma en la que lo hice. Era como si una gran bomba hubiera explotado justo enfrente de mi cara. Lo que había leído durante años en los libros comenzó a tener sentido debido a estos sentimientos involucrados.

     Empecé a identificarme con los personajes que amaban con pasión a otros. Me veía en aquellos versos que dedicaban a sus amadas muchos hombres. Me vi tantas veces, que el miedo que sentí fue inmenso. El hecho de tener que enfrentarme a todo esto sin ninguna guía fue algo para lo que no estuve preparada. Especialmente cuando te enamoras de la persona que, socialmente, no es la adecuada.

     Mirarla ahora era diferente. Verla hablar era escuchar una nueva canción a la que nunca le había prestado la atención suficiente hasta que fue el momento preciso. Sentir su calidez causaba una tormenta en mi interior. Si ella era el calor, mi cuerpo era un tempano de hielo que se derretía entre sus brazos. Y cuando me miraba... Cuando me miraba me sentía fuera de mí. La fuerza que su mirada causaba me mandaba a otras dimensiones. Sentía que flotaba.

     A partir de ese momento, cuando comencé a ser consciente de todo lo que sentía por ella, comencé a verdaderamente apreciar cada momento a su lado. Su risa suave, su voz dulce, su mirada profunda... Cada gesto que hacía me parecía la cosa más maravillosa.

     Notar mis sentimientos cuando ella trepaba un árbol podría tomarse como una anécdota graciosa, pero, para mí, verla tan libre y natural fue lo que abrió mis ojos. Verla disfrutar, ser ella misma al subir por las ramas, golpeó tan fuerte mi corazón que tuve que alejarme por un segundo. Ella me preguntó qué pasaba desde lo alto, y yo solo pude negar mientras regresaba al pequeño pícnic que habíamos hecho.

     Me dejé caer sobre la manta con mi rostro oculto entre las manos. Mis mejillas ardían, mi corazón parecía querer volar fuera de mí, mi mente iba corriendo a una velocidad impresionante y los sentimientos bullían en mi interior como la erupción de un volcán. Por un momento, un arrebato de valentía azotó mi cuerpo. Me vi dispuesta a levantarme e ir a por ella, decirle todo lo que ocurría en mi interior, pero no lo hice.

     Preferí guardar dentro de mí cada uno de los gritos y llamados de mi alma a la suya. Lo enterré tan profundamente en segundos que fue desconcertante volver a la realidad. A esa realidad que juzgaba; que miraba sobre el hombro cualquier acto que no fuera socialmente permitido; que castigaba; que excluía. Me obligué a pisar tierra y aferrarme a ella con todo mi cuerpo. Me negaba a dejarme volar por ella, aunque lo valiera todo. No quería perder lo que teníamos, lo que habíamos construido. No valía la pena.

     Ella no tardó en llegar a mi lado. Sus brazos me rodearon inmediatamente al ver mis ojos lagrimear un poco. Su expresión preocupada solo hizo que me aferrara más fuerte a tierra. Sus brazos a mi alrededor parecían ser la ausencia de gravedad, esa que me invitaba a dejarme ir, a permitirme sentir. A decirlo.

     Pero no, no podía hacerlo. No debía hacerlo. Así que solo dejé que me sostuviera y permití que creyera que todo esto que abrumaba mi interior era causado por el estrés de la finalización de los estudios. De la presión de mi padre y de sus miradas; de la exigencia silenciosa de mamá. Le dejé creer cada historia que brotaba de mis labios junto a mis lágrimas de amor. Y ella se lo creyó. Lo tomó todo y me consoló como solo ella sabía hacerlo.

     Los días pasaron y cada acción que era natural en ella, se convirtió en un paraíso para mis sentimientos. El amor que sentía por ella no hacía más que crecer cada día. Mirarla se había vuelto mi forma de expresarle cuánto sentía por ella sin palabras. Abrazarla era mi lenguaje favorito para decirle lo que la adoraba.

     Ignoro si ella lo sabía; si lo sentía; si lo notó. Pero me daba por satisfecha al ver sus sonrisas y ese tono rosa que comenzó a adornar sus mejillas con más frecuencia. Parecía ser un secreto entre nosotras, o eso es lo que sentía. Quizá todo era causado por mi anhelo de verme correspondida. Nunca lo sabré, pero adoraba este secreto. Era otro de mis tesoros.

     Me acuerdo de la primera vez que bailamos. No recuerdo realmente cómo llegamos a ello, pero sucedió. Estábamos, como siempre, en su habitación, acostadas en su cama, mirándonos mientras hablábamos de todo y nada. Una sola frase al aire fue lo que empezó ocasionó aquello.

—Me encantaría poder bailar ahora. —La había mirado con anhelo, uno que traté de ocultar. Las palabras se trababan en mi garganta, unas que solo pedían a gritos invitarle a hacerlo conmigo, aunque no supiera hacerlo tan bien como ella.

—¿No tendrás una fiesta pronto? —dije en cambio. Había sido un sordo golpe a mi corazón que había podido soportar.

—La tendré, pero quiero bailar ahora —susurró con pesar. Su mirada ahora se dirigía al techo. Yo solo me quedé en silencio, mirándola. Sabía que, si hablaba, diría lo que mi corazón tanto anhelaba. Fue entonces ella la que volvió a posar sus ojos en mí con una chispa brillando en ellos, una que conocía bastante bien—. Baila conmigo.

—¿Qué? —Mi voz apenas salió. De repente, me sentía atrapada, paralizada ante su propuesta. La incredulidad seguramente estaba pintada en mis ojos, dado que ella no tardó en insistir de nuevo—. Pero no sé bailar. Atiné a decir, queriendo escapar de la situación.

—Yo te enseñaré. Ven conmigo. —La sonrisa en sus labios era tan hermosa que me dejé llevar. Permití que me arrastrara por los grandes pasillos de su casa. Dejé que me condujese hasta el gran salón, donde se acostumbraba a realizar las fiestas.

—No tenemos música. —Volví a hablar como última opción. La emoción vibraba por todo mi cuerpo.

—No importa. —Se rio y tomó mi mano, dirigiéndola a su cintura. Entonces tomó la otra entre la suya mientras que la sobrante cayó en mi hombro—. Yo me encargo de eso—. Y no pasó ni siquiera un segundo cuando ella comenzó a tararear. Su voz suave empezó a ser un arrullo para mis oídos.

     Sus pies comenzaron a moverse al compás de su tarareo. Los míos la siguieron poco después. La sonrisa era grande en sus labios. Sus ojos, conocedores, me miraban con atención mientras yo seguía sus pasos. Nos movimos por todo el salón sin importarnos lo que sucediese fuera de nuestra burbuja. Yo solo podía mirarla mientras soltaba risas al dar tantas vueltas. Me sentía tan feliz.

     Afiancé mi agarre y comencé a dirigirnos. Ella pareció sorprendida, pero no tardó mucho en reír, interrumpiendo su canto.

—No pares. —Le pedí—. Dijiste que querías bailar, así que debemos bailar entonces—. Ella volvió a cantar, con más fuerza esta vez. Me sentía completa.

     Mi corazón corría y danzaba al compás. Mis sentimientos bullían de nuevo y yo los permitía ser por primera vez desde que los conocí. Dejé que estos se dejaran ver en mis sonrisas, en mi mirada y en mi toque. Deseé fervientemente que ella pudiera sentirlos y que los tomara con sus suaves manos.

     Ese día bailamos durante horas hasta que nuestros pies protestaron y caímos en el suelo. Las risas llenaron toda la habitación, burbujeantes y cálidas. La felicidad se dejó ir en unas acciones tan ínfimas como lo eran nuestros gestos.

     No fue la última vez que bailamos. Como todo lo demás, se volvió parte de nuestra rutina. Cuando ella quería bailar solo me miraba, lo pedía y yo se lo daba. Al final, también me daba algo a mí. Fueron los dos años más felices de mi juventud.

     Todos siempre junto a ella. 

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