Prólogo
En el verano de 1888, la reina Victoria ordenó a todo su personal del palacio que pusiera manteles a las mesas. ¿Sería un capricho de la reina? ¿Por qué quería poner manteles? La respuesta era muy sencilla. No quería que los hombres que visitaban y habitaban en el gran palacio se fijaran en ellas, ya que se parecían a las finas y largas piernas de las mujeres de la calle, de las prostitutas de los Cabarets y de los burdeles. Aún poniendo manteles, los hombres se sentían muy atraídos por estas chicas. Ellas eran las únicas que les satisfacían sus necesidades y las únicas que les hacían olvidar todo lo que tenía que ver en la vida real. Sin embargo, no todas éstas chicas tenían la misma suerte...
Era una noche fría y nublada, el cielo anunciaba la llegada de una gran tormenta que caería en cuestión de minutos encima de Londres. La calles principales, donde vivían las sociedades de alta clase, estaban vacías. Solo las farolas iluminaban las elegantes calles de ésta gran ciudad. Sin embargo, en la parte Est End de Londres era todo lo contrario. Las prostitutas aglomeraban todos los bares y las calles de Whitechapel, esperando un hombre que fuera a desahogarse de la mala vida que llevaba. Las calles eran oscuras, había poca iluminación y las prostitutas tenían que guardar bien sus espaldas si querían mantenerse con vida. No hace mucho tiempo, empezaron haber una serie de asesinatos no resueltos. Hasta el momento no se ha sabido quien ha sido el causante, por ello, intentan ponerse en la poca luz que pueda haber, intentando ganarse el dinero suficiente para poder sobrevivir. Las prostitutas de calle eran las más feas. Aunque intentaran arreglarse nada cambiaba, sin embargo, los hombres de baja clase era lo único que podían permitirse, ya que las hermosas estaban en los burdeles y los cabarets. No obstante, había una joven que llamaba la atención de muchos hombres, Victoria. Una de las prostitutas más veteranas de la calle. Desde los quince años ha estado en las esquinas de Whitechapel, pues no tenía a nadie con quien quedarse y debía ganar dinero para, al menos, poder hospedarse en una pequeña y arruinada casa. Victoria, como cada día, esperaba la visita del mismo hombre que la dejó embarazada. El nunca apareció después de que Victoria le contara su pequeño desliz. Había destrozado su vida, ella no quería tener un bebé, ella solo quería gozar de las relaciones sexuales y ganar dinero, aunque era bien poco. Al estar embarazada pensó que los hombres ya no querían tener nada con ella pero se equivocaba, ya que era la más deseada. Esa misma noche, aún sabiendo que podía coger la tormenta de lleno y que pronto daría a luz, salió en busca de saciar su sed sexual, estaba demasiado caliente y deseosa. Quería tener una relación dura. Tenía ganas de gozar, lo necesitaba. Sin embargo, eso no llegó a pasar, ya que cuando se quiso dar cuenta estaba apoyada en una de las paredes de las muchas casas en ruinas que habían en la Est End. El dolor abdominal crecía cada vez más, era un dolor punzante y lo suficientemente seguido para no dejarla andar. Un tibio líquido empezó a bajar por sus piernas, haciéndole saber que el pequeño o pequeña estaba de camino y no tardaría mucho en salir. Se sentó en el duro y caliente asfalto, con las piernas abiertas. Empezó a subirse el vestido hasta más arriba de las rodillas, los gritos de dolor llamaron la atención de las familias que estaban tranquilamente en sus casas y de la gente que iba en busca de alguna prostituta. La gente se acercó al ver a la mujer en el suelo, nadie la ayudaba y eso le creaba a Victoria impotencia porque ella sola no podía hacerlo. Los gritos aumentaban más y más, la sudor empapaba su blanca piel y sus mejillas se habían vuelto de un color carmesí. Su cabello estaba desecho y alborotado. Algunas mujeres se alejaron para no ver más, los hombres se quedaron frente a ella para no perderse nada. Victoria notó un fuerte pinchazo en la parte baja de su sexo, al igual que en el tórax. Su corazón latía con fuerza y bombeaba más rápido de lo normal. El sobreesfuerzo que estaba haciendo era insufrible, Victoria no había pasado tanto dolor en su vida. Odiaba todo lo que le estaba pasando, ella no tenía planeado esto, ella solo quería disfrutar del sexo por las noches sin tener que mantener a alguien más. Otro pinchazo la avisó de que había llegado la hora. Comenzó a empujar con todas sus fuerzas hasta que algo se deslizó de dentro hacía fuera de su vagina. Miro a la pequeña que acababa de tener en el suelo, estaba sucia, llena de sangre pero era preciosa. Sin mucha fuerza y aprovechando la poca que tenía, la cogió y la sostuvo en sus brazos, admirando aquella niña que desde un principio había odiado, al pensar en qué le había destrozado la vida. Ahora que la sentía pegada a su pecho, tenía la necesidad de amarla, cuidarla y protegerla. Observó a su alrededor y ya no había nadie, solo una pobre y dulce anciana que la miraba desde una distancia prudente.
—¿Qué nombre le va a poner a su hija? —preguntó la curiosa mujer. Victoria se quedó pensando durante unos minutos. Nunca había pensando en el nombre. Su cabeza daba muchas vueltas, pero al final encontró un bello nombre.
—Elizabeth —miro a la niña —Así te voy a llamar mi pequeña —Victoria apoyó su espalda a la pared, no aguantaba más el dolor que tenía en el cuerpo y necesitaba ser sostenida, al menos, por la dura pared. Un mareo se instaló en su cabeza, nublándole la vista. Dejo a la pequeña despacio en sus piernas juntas para que no cayera y no tocara el suelo. No quería que le pasara nada a su pequeña, pero la oscuridad le ganó la partida, haciendo que los ojos de Victoria no se abrieran nunca más. Había perdido mucha sangre y su corazón, no aguantó tanto esfuerzo. La pequeña empezó a llorar y a la anciana se le rompió el corazón al ver que la madre de la criatura había muerto dejándola sola e indefensa. Se acercó y la cogió en brazos, no sin antes cortar el cordón umbilical que todavía las unía. Ese fue el final de Victoria pero el principio de Elizabeth.
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