Coro del santuario

La sombra de su memoria reaparece. Aquel volátil e ineludible pasado parece predispuesto a bailarle sobrenatural, hermoso e inigualable nuevamente frente a sus ojos.

El perfil de una historia que pierde su curso desde antes de la antigüedad misma, desde antes del tiempo y sus preceptos, desde antes de pasado alguno. Un posible eco de la esencia divina, traspapelada entre la sucesión de hechos que constituyeron la historia y evolución humana. Ahí, dentro de las ínfimas probabilidades, un nombre condensado hasta el borde del olvido grita.

Son los marrones oscuros, enraizados al borde, los que gritan. Como latidos fugaces emergen aquellos ecos, ocultos entre las nadas de la materia, fisgoneando como roedores entre las sombras. Joseph, desde el interior de su infancia atemporal, apenas logra sostenerse de la poca cordura que lo embriaga.

De nuevo él. De nuevo el cuadro. De nuevo esa espina profunda que le rasga el entendimiento, que le zarandea la lógica y le aturde toda noción de realidad. Su corazón yace ya predispuesto. Su cuerpo se ha quedado estancado pasos atrás en un tablero de relojes.

– Iuvenis Facinore –musita por última vez.

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La figura de un niño. Eso alcanza a ver mientras, sus gestos, no deciden si expresar consternación o curiosidad. De zarpazos borrosos, la galería y una dimensión extraña parecían fundirse y desgarrarse a la vez. Pero, el niño. La figura, joven en extremo, de pie frente al enorme cuadro, parecía inquieta.

« ¿Quién? ¿De dónde?» Se preguntaba internamente mientras lo vapuleaba un miedo incierto tras sus pisadas. De momento, aquel diminuto extraño, apretando sus pálidas manos, se torna de perfil desnudando un gesto de derrota en su marmolado rostro. Ella lo entiende, pero no lo asimila como un trago o una bocanada de aire. Su interior se estremece y se deja caer de espaldas.

– Iu...ve...nis... –musita entrecortados.

Voces de ninguna parte corean letras inentendibles para su oído. El joven, por un instante, le dirige la mirada. Como un parpadeo, el niño, el cuadro y la dimensión desaparecen.

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El presente raído y ahora extraño ya no le hace gracia. ¿Qué sentido tiene el tiempo a estas alturas de lo extraño? Juegos devenidos, malcriadamente alterados al límite de no importar ya su ritmo o repercusiones. El conocimiento de un pasado que no anhela ni espera siquiera experimentar, se le viene encima a manera de destino. ¿Qué clase de destino involucra el volver del pasado? ¿Qué clase de destiempos le toca al hombre sufrir entonces? Las voces parecen desinteresadas respecto a ello.

El tono, el pulso, el eco y la armonía: ninguno le es reconocible. Sabe que no volverá ya a la galería. Sabe que no habrá ya rastros de esa cotidianidad a la que estaba acostumbrado desde siempre. Ese siempre que, desde que tiene memoria, carece de todo pasado plausible.

¿Qué ha sido de su vida? ¿A dónde fue a parar su propio y verdadero pasado?