VII
Lullaby de fantasías
¿De verdad estoy en casa? ¿Todo acabó ya? El reloj resuena, las cosas se mueven de nuevo y yo he vuelto a donde pertenezco. ¿Cómo puede ser eso posible? Yo no estaba acá. Tal vez fue él. No sé cómo, pero quizá él tuvo algo que ver con esto. Joseph...
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El sol reluce más allá de su ventana. Las nubes, muy por lo alto, transitan con lentitud el celestoso firmamento. A su alrededor, en suelo, los cigarrillo posan estáticos su caída. Los recoge uno por uno pacientemente, no le teme al tiempo que le toma culminar dicha tarea. Los guarda en su bolsillo y sale.
Escaleras abajo la gente sigue tranquila, sonriente y algo ufana. Uno a uno reconoce los rostros del lugar, sus visitantes acostumbrados. Millonarios excéntricos y otras ilustres figuras con huellas palpables dentro del mundo artístico.
–Malditos frívolos hipócritas –musita ella al sentirse más calmada.
Se alisa el atuendo, saca su espejo compacto y se emperifolla ligeramente. Trata de no lucir extraña para los demás y se arma con el mejor de sus trucos: una sonrisa mortal. No existe hipócrita alguno en la tierra que no quede embelesado por ella. El vaivén de sus caderas hace el trabajo sucio.
Toca el piso del lobby, cambia de dirección y atraviesa el gran salón. Ahí, frente a sus ojos, "Iuvenis Facinore" luciría espléndida bajo la tenue luz que adorna el borde superior del oscuro marco. No es así.
Su rostro, súbitamente empalidecido, no pudo ocultar el terror que sentía extenderse desde lo más profundo de su ser. El cuadro como se le conocía había desaparecido. Su imagen había cambiado de una forma tan exorbitante, tan sorprendente, tan terrorífica. Ella apenas y podía moverse.
Del otro lado, en la imagen, el perfil se había desplazado casi hasta el borde derecho del encuadre. Se había virado hacia la izquierda con los ojos abiertos y una temible mirada vuelta hacia ella. Lloraba. La imagen lloraba ahora mientras, del lado izquierdo del cuadro, el caer de unas hojas adornaba el espacio.
El color de la pintura empezaba a arrastrarse fuera del cuadro entonces, como expandiéndose a lo largo de las paredes, del suelo. Ella volvía la mirada hacia atrás, una y otra vez, esperando reacción del público: estaba sola. Una vez más se encontraba sola.
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De nuevo, el paso de las hojas lo lleva hasta la extraña fuente de aquella vez. Luce diminuta a lo lejos. Es lo único que existe con brillo, con color. Es lo único que le ventila esperanzas de encontrar respuesta. Apresura el paso.
–Bienvenido a casa...
La voz, como un eco disonante proveniente de las profundidades del abismo, se dispara en medio del silencio del lugar. El caer de la hoja ha cesado. El rostro de Joseph, cansado, deja entrever su enfrascado enojo. El otro, en su infantilada figura, yace sentado al borde de la fuente.
–¿Por qué esas miradas? –pregunta.
Joseph vacila para responder. En cuestión, no lo hace. Se arma de silencios mientras, lentamente, se aproxima al chiquillo que le extiende la mano. Un fuerte soplar del viento le desnuda el alma entonces: las miradas de ambos niños yacen fijas en el otro, en su igual.
–¡No te vayas!
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La escapada. La hora crucial. Retrocede hasta las escaleras y de allí hacia las puertas de cristal. Las empuja, las golpea, las patea: no ceden. La salida es ahora su prisión, su destino, su condena. Entonces lo nota, el exterior no está allí.
Cielo, nubes, calle, personas. Nada hay más allá del cristal que la arrincona ante los marrones que se extienden desde el interior del cuadro. La galería en sí misma no es más que una trampa para roedores extraída desde lo profundo de su imaginario.
La ilusión, tan agresiva como nunca lo había sido, la hace huir al último sitio al que se podría ver forzada a ir. Con los ojos enrojecidos por un llanto que nunca nació, se lanza a la carrera en dirección al cuadro. Un grito aguerrido es lo único que su esfuerzo le permite despedir.
Una melodía llega a sus oídos antes de perderse otra vez.
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Ha aparecido. El misterio de los misterios ha decidido dar la cara, aunque se trate de la mía. Sonríe complacido mi presencia entre estas sombras, junto a esta fuente, y sigo sin entender todavía de qué se trata todo esto.
Sonríe. ¿Cuándo fue la última vez que vi esa sonrisa en mí mismo? Es extraño. Más extraño todavía es estarme frente a mí mismo y que no se trate de un espejo. Y mi cuerpo luce distinto. Algo ha hecho en mí nuevamente para llevarme de vuelta hacia esa infancia ya perdida.
¿Por qué hacer tanto hincapié en ello? ¿Por qué lucir de esta manera? ¡¿Por qué tiene que ser precisamente esta maldita apariencia?!
–Porque así me conocí.
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