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VI

Paso doble permisivo

El medio día se aproxima luego de una mañana tan tediosa como lo han sido sus intentos por volver a sus trabajos pausados.

La limpieza total del estudio le tomó menos de lo esperado, aunque eso ya lo sabía de antemano. Nunca le había tomado más de quince minutos el librarse de cualquier cantidad de suciedad y polvo que, con el transcurrir de los días, le invade el más preciado de sus aposentos.

¿Por dónde empezar aquello que intenta reanudar? No lo sabe. Solo sabe que no ha tocado la ducha todavía, aun cuando lleva más de dos horas pensando en ello. Suspira. Se desabotona la camisa y deja caer el pantalón. Nunca antes habría siquiera pensado en desvestirse a los ojos de sus incontables y malcriados libros. Pero su mente está en otra parte, en otra realidad que titila insistente en lo profundo de sus pensamientos.

Aquel otro, el no-Joseph, se le aparecía una y otra vez en el pensamiento. Con cada flash de la memoria, con cada idea escurridiza que le recordase la noche pasada, con cada momento de vacíos mentales, el no-Joseph volvía, pequeño e inocente como solía ser cuando era niño. Pero los peligros de su existencia no tenían forma todavía. Solo era un ser extraño vestido de él.

Una maldita jugarreta −balbucea mientras recoge los pantalones del suelo; Una maldita mala pasada, de eso se trata. Pero la lógica seguía abofeteándolo una y otra vez tras cada pensamiento o idea inestable que manufacturaba para darse respuestas sobre el asunto. Solo lograba molestarse más al respecto.

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Sonríe, saluda, se despide. Saluda de nuevo. Luce tan despampanante como el día anterior y el anterior a ese. Su reluciente cabello se pasea, de un lado a otro, por toda la galería. Acompañada, sola, no importa.

El espectáculo de sus acompasadas caderas embelesa a más de un hombre, a más de una mujer. – ¿Qué sería del arte sin mi espectáculo, querido? -dice ella mientras hace reír al resto de la compañía.

Es un día tan ajetreado que podría decirse que se ha olvidado de todo, excepto del trabajo, del arte y sus esclavos invitados. Podría decirse, pero no es del todo cierto.

Ella, en su falseo, en su vaivén, vuelve la mirada hacia el cuadro cada vez que puede. Sabe que no luce igual. Luce algo diferente, pero nadie parece notarlo, excepto ella. Disimula. Sonríe, saluda, se despide. Saluda de nuevo.

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Su desnudez, del otro lado del espejo, luce casi tan desganada como sus pensamientos. Un gesto de desapruebo se aprecia en aquel otro rostro, en aquella mirada acusadora.

Siempre ha ido duro consigo mismo, con su apariencia. No puede abandonar nunca una idea o el prospecto de una posible. No puede nunca estar satisfecho con lo que es o con quien es: siempre ha sido su mayor desdicha.

El orden utópico de sus cosas es lo poco que puede demostrar con respecto a su amplio afecto por el sentido de la perfección. Así mismo, como en el estudio, el orden y el desorden se encuentran en niveles ínfimos de incongruencia. El ropero, por ejemplo, yace ordenado de tal forma en que todo tiene pareja, todo tiene un conjunto, todo tiene un lugar.

Toma aquello que tiene más a la mano. Su mente está tan dispersa que ignora la etiqueta de la prenda del día. Por suerte, la ropa está toda limpia. Tan limpia como ha deseado tener el pensamiento desde el momento en que el agua tocó su cuerpo bajo la regadera.

Vestirse se torna entonces un problema, aunque el problema real es que no desea repetir la salida del día anterior. No tiene opción. No tiene alguna idea lo suficientemente plausible como para hacerse el tonto y encerrarse de vuelta en su vida usual.

Pero aquellos labios gruesos le susurran, le repiten suavemente su nombre con una insistencia tan sutil como pícara. ¿Qué habrá sido de ella? ¿Qué estará haciendo? Las agujas del reloj marchan deprisa marcando ya las doce y media.

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Solo un por un momento. Solo eso, no más. Sorbe el cigarrillo con inquietud mientras sonríe galantemente a la gente que ingresa a la galería. Su impaciencia avanza y se aglomera como se aglomeran las horas en su reloj de pulsera.

Las agujas tildan los minutos de manera imperceptible mientras ella, uno tras otro, devora los pocos cigarrillos que sobrevivieron el día anterior. Mira de un lado a otro, como buscando a alguien.

Su rostro no puede ocultar más la impaciencia y la incomodidad del momento. Vuelve al interior de la galería para refrescarse un poco. El calor en la calle no es nada usual, menos en medio de una temporada tan fría.

Estas son cosas tuyas −musita malhumorada mientras mira de reojo el cuadro en el fondo de la exposición. La espera se prolonga un poco más.

Desde el despertar, luego de tan corto sueño, solo ha tenido aquel nombre presente entre sus labios. Una y otra vez, cuando nadie puede escucharla, susurra su nombre entre tonos dulces e impacientes como esperando verlo aparecer de la nada, traído solo por el menguado sonido de su voz susurrante.

El reloj marca ya las doce y media.

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