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IX

Réquiem

El culpable ha sabido llevarse consigo las pruebas verídicas de su delito. No han quedado más que preguntas difusas en el aire. Preguntas tan inocuas e imperecederas como la existencia de un mortal cualquiera. No tienen nada de especial en sí mismas, pero juntas... ya es otro asunto.

Un asunto que ha estado rasgando las paredes de la realidad desde el momento en que esta fue suspendida en la nada. Los relojes deben retomar el control de sus tiempos asignados. Presente, pasado, futuro: pronto no serán ya nada más que erráticos conceptos náufragos en lo profundo del olvido.

Los altos señores tampoco tienen palabras para describir semejante estado de emergencia. Aunque todos han declarado al unísono un único nombre que, hasta ahora, no ha mostrado su rostro todavía: HADES.

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Cruje el cristal. Un estruendo rebota entre la ilusión y el oscuro otro lado. Su cuerpo cae en seco sobre el húmedo suelo. Detrás de ella, la imagen de la falsa galería se desvanece entre tintas marrones y negras que lloran todavía por la grieta que flota en el aire.

El mismo bosque la circunda con sus grises turbios y su oscuridad profunda. El caer de las hojas la recibe justo igual que Joseph. El ligero soplido del viento le tantea el enlodado cabello. Sus lágrimas yacen secas, llevadas de golpe al subsuelo de aquella ilusión fatídica.

¿Joseph? ¿Estás aquí? –pregunta al verse sola y abatida en medio de aquella realidad alterna.

Sabe que no puede sostenerse en medio de lo desconocido. También sabe que no le es posible, dentro de su lógica, verse envuelta en aquel algo relacionado directamente con Joseph.

Deambula. Deambula entre la sombras de aquel inevitable bosque, de aquella semi-absoluta y forzada ilusión.

Debe estar por aquí –musita con un roído desespero; –¡Debe ser así!

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Lo decide. Es un pensamiento fugaz, suicida y absurdamente estúpido... pero lo decide. Del otro lado del espejo, sus otros 'yo' le incitan, le imitan... un puñetazo quiebra así el espejo frente a sí.

¡Has...de...venir...! –regurgita no-Joseph en su absurda y deforme cordura. El cristal en todo el alrededor se fragmenta, se cae, desaparece. Joseph, en el centro de la escena ya no está solo.

Pasado, presente, futuro. Las líneas se aglomeran una a una arrojando a la basura cualquier escasa pista o concepto de límites. El Joseph de su infancia, adolescencia, vejez y su joven adultez presente, toda convergen en el tiempo que no es tiempo, en el espacio no físico que tantean con los descalzos pies.

¡Padre tendrá su adorado elixir! –grita bestial mientras sacude sus sucias garras dentro de las cristalinas aguas de la fuente; –¡Padre tendrá cumplidos sus deseos y así yo te tendré para siempre! ¡No podrás evitarme nunca más!

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¿Para qué querría Hades las partículas de Kronos? ¿Resucitar al titán? Sería una total perdida del juicio. Aunque lo dudo. Dudo totalmente esa respuesta como una opción viable para una hipótesis. Necesito más, necesito saber más respecto a este asunto y debe ser lo antes posible.

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Puedo verlo. A lo lejos, entre la penumbra, alcanzo a ver delineada su figura pero... alto... ¿Cuál de ellos? ¿Cuál de todos ellos es Joseph? ¿Debo confiar en que todos sean el mismo que conocí aquella vez? ¡Ayúdenme! ¡No quiero estar ya aquí ni en ningún otro lado!

No quiero ya nada más que abrazar la posibilidad de un escape, la posibilidad de un botón de reinicio que me lleve de vuelta atrás, que me devuelva a mi hipócrita y vacía existencia.

Abuelo. Amado abuelo mío. Tu fascinación me trajo hasta aquí a resolver el misterio que me volvió cercana a ti. Tu obstinado carácter y tus habilidades de obtener siempre lo que querías las adquirí y empiezo a arrepentirme de ello. De verdad, perdóname.

Perdóname por ser siempre una completa cobarde, pero esto es insoportable. La aventura me es insoportable. Los millonarios me son insoportables. Las gentes cultas me son insoportables. Yo misma me soy insoportable a veces. Mi vida necesita ese botón de reinicio.

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El llanto a sus espaldas le hizo vacilar un momento. Joseph, el más niño, volvió su mirada para encontrarse así con ella: maltrecha, sucia y muy desesperada. Joseph el viejo, con sus adiamantados ojos, la mira brevemente antes de volver a enfocarse únicamente en no-Joseph.

Estará bien, déjala y ven aquí –dice el Joseph puberto tomando de la mano a su yo adulto. El más viejo lo imita seguido por el más niño. No-Joseph, en medio de su rabieta bestial, arremete contra ellos una embestida colérica. Fracasa.

Ni el niño ni el joven. Ni el adulto ni el viejo. Joseph, en todos sus tiempos, se ha diluido frente a él como una nube de polvo. Un tic hace eco en la eternidad. Ella lo siente muy en lo profundo de su corazón, de su alma. El tiempo ha vuelto, aunque sin fuerzas todavía.

Hazme recordar, hermano mío –dice Joseph, en faceta de niño, estando sentado al borde de la fuente. Sus dedos tantean un poco la superficie del agua que, con cada caricia, deja escapar un ligero resplandor. Los ojos de no-Joseph pueden verse una vez más.

¿Por qué habría de hacerlo? –responde con aquella voz sepulcral; –Me abandonarías tan rápido como las otras tantas veces.

¿Otras tantas?

–Te odio.

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La fuente de la vida, las aguas de la eternidad. El misterio más grande traído por los más antiguos hasta esta tierra. Eran otros dioses, eran otros tiempos, eran otras gentes. Eran, porque ya se han ido. Y quedó sola, totalmente sola oculta tras el manto de la existencia misma, muy por debajo del pasar de los días, muy por encima de las leyes del hombre.

Pobre. Tuvo dos niños. La madre del olvido tuvo dos niños en su seno, criaturas sin nombre en la tabla del destino. Criaturas malditas. Criaturas sin tiempo. Hades ¿Qué has hecho?

¿Qué intentabas hacer con semejante poder? ¿Qué se te cruzó por tus dementes pensamientos al intentar jugar con eso niños? ¿Cuánto de la eternidad estas dispuesto a sacrificar por tan maldito elixir? Ni el caos se iguala a aquello que corre por sus venas: solo una calamidad inagotable.

Hijos abruptos del tiempo y del espacio. Del todo y la nada a la vez. El mismo rostro siempre para así nunca jamás olvidar. El mismo rostro en ambos para así nunca sentirse tentados. El mismo rostro siempre, porque ni la temible muerte querría tomarle de disfraz.

De ellos, uno ha escapado. Hace siglos que huye entre los humanos viviendo cada época, cada guerra, cada revolución. Ha madurado y se ha hecho merecedor de todas sus vidas. Las pasadas, las presentes y futuras. Todas y cada una de ellas compartiendo siempre esa mirada.

El otro, recluido en su espasmo de tiempo, ha perdido la total noción de raciocinio. Obsesionado con el amor que le tiene a su hermano, se ha dejado corromper las entrañas. El hades que ha crecido en su interior no tiene ya cura, no tiene ya remedio.

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Joseph el viejo, ahora presente después del polvo, sorbe un poco del agua de la fuente. Se lava la cara y se moja el blancuzco cabello. Un momento de lucidez prestada le hace ver que la lucha no inicia ni termina. El conflicto en sí mismo no existe.

El niño a su lado, traslúcido, sonríe. El joven y el adulto, del otro lado, yacen en silencio. No-Joseph se siente acorralado en una pelea siquiera se lleva a cabo. Todo está distorsionado en su sentir, todo se transfigura en medio de su ira. Joseph logra comprenderlo entonces.

¿Por qué esas miradas? –pregunta el más niño. Los demás han desaparecido.

¿...?

–¿Por qué ese silencio?

Le tiende la mano. Joseph comprende algo que no había comprendido durante su atenuada vida humana. Le había huido a tantas cosas, a tantos seres, a tantas emociones. Le había huido a su propia eternidad.

Aquel cuadro, lo recordó entonces. Era él, pero el otro. Era, precisamente, aquel que le gruñía bestial desde las sombras. Por supuesto que conocía al autor. Por supuesto que conocía las manos que plasmaron con un amor inconmensurable aquel perfil sobre el lienzo.

Vente ya –vocifera entonces tendiéndole ambos brazos.

La bestia saltó hacia él tomándolo con fuerza entre sus garras. Abruptamente, los cuerpos caen en las aguas. La fuente, ahora, es mucho más grande, sus aguas mucho más densas.

Ahora una luz brillante resplandece fuera, muy en lo alto. Poco a poco los cuerpos caen rígidos hacia la oscura profundidad de la marea.

Ͼ

Es hora de poner las cosas en su lugar correspondiente y que la existencia siga su curso.

«∙Ͼ∙»

El murmurar se volvió tensión. Joseph parecía no darse cuenta, o tal vez lo ignoraba por completo, mientras yacía absorto frente al enorme retrato. Deslizando lentamente los dedos en su rostro se detalla la comisura de los labios, la forma de la barbilla. Aquel perfil sin duda le era familiar, demasiado.

El murmurar se tornó más incómodo, más pesado. Las miradas no dejaban de postrarse sobre sus hombros, pesadas, invasivas. Joseph, rara vez, miraba a los lados. No quería tener que enfrentarse a ninguna mirada desconocida: el asunto era entre él y el retrato.

Iuvenis Facinore relucía escrito en relieve sobre una placa dorada. –Iuvenis... –lee en voz alta; –Facinore. Como acariciando cada letra, cada sonido, el nombre y el rostro se desvanecen y un hecho verídico hace eco bajo aquellas paredes: es él.

Desde el cabello hasta la nariz, el perfil de su existencia yace frente a sus propios ojos. Desde los labios hasta el cuello, las huellas de sus palabras, desde la primera de ellas, saltan en su memoria como aceite hirviendo.

¿Conoce usted al artista? –pregunta una voz a sus espaldas.

Voltea. Ahí está ella, única, elegante, reluciendo el vivo ardor del rojo que tiñe sus labios. Le tiende la mano con sutil sensualidad como acariciando el aire que lo separa.

Blackwood –dice ella con encanto; –Emma Blackwood. ¡Bienvenido!

A él solo le queda sonreír.

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