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IV

Un vals de amaneceres

La calidez del hogar le parecía extraña. Se sabía ya sobre su situación como extranjero, pero nunca había sentido en su piel el significado de dicha palabra, hasta ahora. Solo un día bastó para vivir todo lo que no había vivido en el tiempo que llevaba de vida. Sus veintitantos años empezaron a punzarle la espalda en tan solo una noche. Una noche muy extraña.

¿A dónde iría después de aquello? No lo sabe. Solo sabe que necesita un café negro, un par de aspirinas y un sueño reparador. Recobrar las fuerzas al menos por una noche, esta noche. Tal vez volver luego a la galería, buscar a la chica, resolver el misterio del cuadro. Así de fácil. Pero ¿a quién puede engañar? El destino parece estar liado en un juego muy morboso que lo incluye.

El estudio. Solo fue una noche lejos del estudio. La vida se escurrió de maneras muy extrañas en tan solo veinticuatro horas.

La polvareda, acumulada por meses, parece apenas notarla. Joseph busca la manera de olvidar todo lo ocurrido, hacer cuentas rotas y darse la vista gorda de esas veinticuatro horas que, para él, no debieron ocurrir nunca. Sorbe café, lentamente, de su humeante taza azul.

La hora no le importa mucho, aunque el reloj sobre el escritorio no deja de gritarle. Sabe que un café y una siesta no lo librarán de las horas venideras que lo atosigan vestidas con el rostro de cuando era niño. Sabe también que el dilema no se está quieto ni un segundo. ¿Qué será de aquella mujer? La de la galería.

Las pesadillas van y vienen todavía, aun estando despierto. El reloj aúlla sus interminables segundos. Joseph, de mala gana, se levanta del sillón y atraviesa el todavía desordenado estudio, recordatorio latente de su escapada forzada del día anterior.

Se asoma por la ventana y el brillante sol de la tempranidad lo irradia con su calor. El gesto de fastidio en su rostro no es más que un categórico rechazo a la normalidad que transcurre más allá de sus empolvados libreros. Abandonando momentáneamente sus motivos transeúntes, no deja de retraerse hacia la idea del ayer.

El pasado más próximo, anterior a sus desventuras nocturnas, se hace el desaparecido. Retoza entre sus memorias más distantes a la vez que las más presentes solo gritan y corean los errores de la salida reciente. Algo así como el sentirse prisionero empezaba a embriagarle la consternación.

El lento pasear del tiempo en aquella estancia lo hacía sentirse más y más inseguro de sí mismo. Una jugarreta del destino, tal vez. Un desvío hacía lo incierto, quizá. O solo se trata de un mal tropezón de la suerte. Un mero conflicto de azares y alguna otra de esas cosas sobrenaturales que suelen suceder por mera coincidencia. Le suena lógico.

Pero ella. ¿Todavía estará allí junto al cuadro, abrazada con ímpetu y obsesión a aquella obra anónima que lo expone, de sol a sol, en tan célebre galería? «Tal vez ya enloqueció» piensa él mientras reorganiza algunos de sus gruesos y polvorientos tomos de trabajo. El reloj desdibuja sus borrosos números, ahogados también entre el polvo. Joseph, de a poco, disimula en solitario la poca cordura que le queda.

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